Los 7 cracks (Antiescuela de Fútbol 1)

Fragmento

libro-4

Capítulo 1. Un partido accidentado

Era sábado, a las once de la mañana. El verano iba tocando a su fin y el inicio del curso estaba a la vuelta de la esquina. Y la verdad, para ser todavía verano, hacía un frío que pelaba. Y con todo ese frío, dos equipos de fútbol alevín se disponían a iniciar la temporada.

Bueno, uno de los equipos, el Pardillo Club de Fútbol, vestido con unas camisetas bastante raritas, empezaba algo más que la temporada. En realidad, empezaba su historia. Era el sueño de siete amigos hecho realidad: formar parte de un equipo en el que pudieran demostrar lo que valían. Además, aquel día tenían mucho que demostrar al equipo rival, y los chicos se lo habían tomado muy en serio.

Como si fuera el partido más importante de sus vidas.

El árbitro, bajito, feo y algo cabezón, miró a ambos lados del campo. Le pareció que todo estaba en orden, se llevó el silbato a la boca y pitó.

Gabi, el delantero y sin duda el mejor del equipo, miró a Marta. Marta era zurda, rápida, una sensación con el balón en los pies. Estaba lista. Gabi le guiñó un ojo —Marta se sonrojó un poco, pero nadie más que ella se dio cuenta— y justo cuando iba a tocar el balón para empezar el partido, escuchó un grito entusiasmado desde la grada. La que gritaba era la madre de Gabi, Adriana.

—¡¡¡Par-diiiiii-lloooooos!!!

Era uno de esos gritos tan típicos del fútbol. La madre de Gabi esperaba que el resto de padres y los amigos de los chicos contestaran:

—¡¡¡Bieennnn!!!!

Y luego, ya se sabe: «Alabín, alabán…».

Pero no contestaron como ellos esperaban. La hinchada rival, es decir, todos los amigos de los jugadores y sus familias, respondieron con una sonora carcajada. La cosa pintaba mal. Tampoco es que fueran muchos, pero se les oía la mar de claro.

—¿Pardillos? ¿Ha dicho Pardillos? ¡Ja, ja, ja, ja, ja!

Inmediatamente después, se oyeron más gritos. Pero aquella vez las voces no eran amigas, sino de la hinchada del equipo contrario, los archienemigos del Santa Eulalia, que se creían los mejores del mundo.

—Par-di-llos, par-di-llos, par-di-llos.

La verdad, sonaba a chufla. Se estaban riendo de ellos.

—Ya empezamos —le dijo Gabi a Marta, un poco desesperado.

—Se veía venir —respondió Marta, resoplando—. Después de todo lo que nos ha pasado con ellos.

Los demás jugadores del equipo se acercaron. Álex estaba resignado:

—Si ya decía yo que esto no era buena idea.

—Te cagas. Y encima la camiseta esta, que parece un cromo —Miguelón, el capitán, tampoco se mordió la lengua—. Pero no os preocupéis, que se van a enterar. Ya veremos quién ríe el último.

—Nos la ha clavado Ramontxo con la historia esa de los Pardillos. Nos la ha metido doblada —dijo César, el defensa central.

Aquello ya era un corrillo; todo el equipo discutiendo alrededor del círculo central.

Miguelón no podía permitir que se acobardaran, y menos en aquel momento. Tenían que darle al Santa Eulalia su merecido.

Pero justo entonces intervino el árbitro que, como era bromista de narices, no pudo contenerse:

—Señores Pardillos, ¿quieren sacar, por favor?

A Miguelón, que había soportado los gritos de la grada, la camiseta más fea que un pie y los acontecimientos de los últimos días, la broma del árbitro le pilló desprevenido.

Y claro, estalló:

—¿Pardillos? ¿Nosotros pardillos? Habló el chincheta. ¡Que menuda cabeza te han puesto encima de un cuerpo tan pequeño! —dijo.

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Era lo que faltaba. El árbitro se puso serio de verdad. Tarjeta amarilla. Aquello fue como arrimar una cerilla a un bidón de gasolina. Porque cuando Miguelón se cabrea, se cabrea mucho.

Y además se pone supercolorado. Como si le fuera a explotar la cabeza.

—O sea, ¿que tú nos puedes llamar pardillos y yo no te puedo llamar chincheta?

Los chicos estaban flipando. Es que ver a Miguelón enfadado siempre es un espectáculo.

El entrenador, Charly, desde el banquillo, se estaba temiendo lo peor.

Y, efectivamente, lo peor llegó. Porque cuando Miguelón empieza, ya no hay quien le p

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