La historia argentina contada por mujeres

Fragmento

Encontrarnos ahí donde siempre estuvimos

¿Por qué escribir un libro en el que las mujeres cuentan la historia?

Desde hace tiempo, como historiadora, escucho el mismo reclamo: ¿por qué no hay más participación de mujeres en la historia? ¿Por qué aparecemos tan poco? ¿Por qué la historia de las mujeres solo aparece en las novelas?

“Los estudios sobre mujeres están, solo hay que buscarlos”, es siempre mi respuesta.

Y si bien esto es cierto, también es cierto que se trata de investigaciones realizadas por especialistas en estudios de género, que no son de fácil acceso al público no académico.

En Argentina, desde principios de los años ochenta, sobre todo con el final de la dictadura militar, los estudios históricos se abren a una serie de ámbitos antes dejados de lado por la historiografía. Sobre todo, se empiezan a estudiar esos sujetos que habían sido marginados del protagonismo de la historia. De este modo nacen, entre otras, la “Historia de las clases populares”, la “Historia de la vida cotidiana”, la “Historia de la clase obrera”, lo que por supuesto implica un cambio de punto de vista: ya no son centro de la historia los grandes héroes, los grandes procesos. Ahora los protagonistas son, precisamente, los que antes habían sido dejados de lado. Así, en esos años, en ese contexto, se desarrollan importantes estudios que ofrecen gran cantidad de material sobre la historia de las mujeres desde una perspectiva de género.

La historia argentina contada por mujeres intenta acercar la historia de género —que desde hace treinta años realizan investigadores de todo el país— a un público masivo, que no maneja las construcciones históricas ni está al tanto de las discusiones historiográficas propias del material académico.

Este libro surge de una necesidad: restituir a las mujeres su papel protagónico. Marginadas y subordinadas en todos los ámbitos, las mujeres también fueron dejadas de lado a la hora de escribir la historia de los acontecimientos que dieron forma a la actual Argentina. En otras palabras, el hecho de que estudiemos una historia despojada de mujeres protagonistas es resultado de una construcción historiográfica deliberada, que puede ser cuestionada y reemplazada. Aquí intentaremos mostrar que las mujeres han participado de los hechos históricos, y que la historiografía —cierta parte de ella— no se ha dedicado a buscar esa participación.

Como veremos a lo largo de estas páginas, las mujeres de la época colonial tenían enorme dificultad para expresar sus ideas y para comunicarse de manera libre. Pese a los obstáculos con los que convivían para expresar una voz propia, el objetivo de este libro es ofrecer a estas mujeres la posibilidad de que esa voz propia tenga relevancia.

La historia se construye a partir de las fuentes. ¿Hay documentos disponibles que nos permitan construir un nuevo tipo de historia? No siempre, en buena medida por la marginación que sufrieron las mujeres a lo largo de los siglos. Debemos tener en cuenta que una de las consecuencias de haber sido marginadas fue la falta de acceso a la alfabetización, y con ello, a la posibilidad de dejar testimonio escrito. Este fue el mayor obstáculo a la hora de escribir este libro. La búsqueda del material, su selección, no fue una tarea sencilla porque el mismo desdén historiográfico hacia la mujer como sujeto hizo que gran cantidad se perdiera o se deteriorara. Documentos perdidos y rescatados por investigadores, documentos que se encuentran en un solo lugar, documentos fragmentados, y también documentos que siempre estuvieron, todos ellos fueron utilizados como fuentes, aun con sus particulares deficiencias.

A lo largo del libro daremos cuenta de la dificultad de tratar con las fuentes y de lo que podemos y no podemos saber a partir de ellas. En la medida en que hubiera documentos disponibles, en cada capítulo trabajamos a partir de uno o dos de ellos. En general son cartas, aunque también encontramos declaraciones ante la justicia. La idea fue aproximarnos a las fuentes desde la microhistoria, una forma de hacer historia que, entre otras características, considera que el documento analizado puede hablarnos no solo de quien lo escribió sino también del mundo que lo rodeaba, de las reglas de su sociedad, de su cultura y su modo de vivir.

Por sobre todo, cada uno de estos textos es producto de lo dicho o escrito por una voz femenina, por lo que entendemos este libro como un punto de partida para una nueva forma de hacer historia, para que las mujeres cuenten la historia argentina.

Desde Santiago del Estero, Córdoba, Salta, Tucumán, Rosario o Buenos Aires, las mujeres se hacían escuchar. Fue nuestro especial interés que se oyeran voces femeninas de todas las regiones de Argentina y, por suerte, pudimos contar con ellas. En cuanto a los diferentes sectores sociales, decidimos incluir, en la medida de lo posible, de la mujer más rica a la más pobre, de la mujer que vivía en el monte a la que vivía enclaustrada en un convento, desde una beata que se animó a ir contra las órdenes del virreinato hasta una esclava africana que solicitaba su libertad al general San Martín. Todas ellas fueron protagonistas de la historia y como tales, son parte de este libro.

En el aspecto cronológico, este trabajo abarca un período de tiempo bastante amplio. Comenzaremos con la conquista del territorio de la actual Argentina y trabajaremos con voces de mujeres conquistadoras y conquistadas. Hablaremos de la sociedad colonial americana y los cambios que se producirían durante el siglo XVIII con esas decisiones políticas y económicas llamadas “reformas borbónicas”. Escucharemos a las mujeres comentando las Invasiones Inglesas y los complots previos a la Revolución de Mayo. Nos preguntaremos si, de alguna forma, las mujeres pudieron participar de los procesos de la revolución y qué implicó para ellas esa participación. Y terminaremos con la crisis del año 1820 y la imposibilidad de formar un estado después de la caída del Virreinato del Río de la Plata.

Atentas a que el propósito de este libro es la divulgación histórica, para no distraer al lector con numerosas y prolongadas citas nos limitamos a señalar la referencia bibliográfica de la fuente citada. Los lectores interesados en profundizar el tema encontrarán al final del libro una lista de la bibliografía utilizada.

Hacer historia de —y con— las mujeres no es una tarea sencilla. Pero es imprescindible, así como es imprescindible una historia de divulgación que tome a las mujeres como sujetos históricos activos para que podamos reconocernos a nosotras mismas como tales.

Si podemos construir la historia con nuestras antepasadas, podremos ofrecernos una nueva identidad, y una nueva forma de ser sujetos activos en nuestra historia: si hasta ahora hemos concebido y nos han enseñado una historia sin mujeres, hemos concebido y hemos aprendido la mitad de la historia.

Gabriela Margall

1

“No habíamos caído en tanta flaqueza como los hombres”

Mujeres conquistadoras

No es fácil hacer historia de mujeres con voces de mujeres. Aquí lo estamos intentando. Por algún lugar hay que comenzar.

Desearíamos que existieran documentos de las mujeres indígenas que en el momento de la conquista española habitaban el territorio que luego sería Argentina. Sabemos que ellas fueron parte de pueblos asesinados si no aceptaban someterse o bien castigados en su sometimiento. Pero lo sabemos desde los relatos de los conquistadores. Las culturas que habitaban estas tierras no tenían dominio de la escritura, de modo que nunca conoceremos más que indirectamente sus impresiones, sus desdichas o sus pensamientos.

Algunas mujeres españolas, en cambio, tenían acceso a la palabra escrita. Y nos dejaron sus testimonios. En este capítulo conoceremos las voces de dos mujeres a quienes llamamos “conquistadoras”, porque la conquista y el dominio de América por los españoles también fueron realizados por mujeres.

Dos cartas escritas por conquistadoras nos hablarán de las dos fundaciones de Buenos Aires, en el primer intento, conducida por Pedro de Mendoza, y en el segundo, por Juan de Garay.

Una mujer llamada Isabel

Cuando en febrero de 1536 el Adelantado don Pedro de Mendoza le puso el nombre de “Ciudad de la Trinidad y Puerto de Santa María de los Buenos Aires” a estas tierras en el margen del Río de la Plata, una mujer llamada Isabel estaba allí.

Cuando, a los tres meses, la falta de alimento y el ataque de la población local hizo que muriese gran parte de la expedición que lo acompañaba, ella también estaba allí.

Isabel y otras mujeres llegaron con la expedición española, a cargo de Pedro de Mendoza, que fundó una ciudad en la región más austral del dominio español en América. La fundación no fue exitosa y tiempo después los sobrevivientes a los ataques de la población local y a la hambruna debieron migrar hacia el norte, rumbo a la ciudad de Asunción —fundada en 1541 por Domingo Martínez de Irala sobre un asentamiento previo de 1531— con el fracaso de una ciudad destruida a cuestas.

En 1556, desde la ciudad de Asunción, Isabel le escribe a doña Juana de Austria, regente de España, la siguiente carta:

Asunción, 2 de julio de 1556.

Muy alta y poderosa señora:

A esta provincia del Río de la Plata, como el primer gobernador de ella, don Pedro de Mendoza, habemos venido ciertas mujeres, entre las cuales ha querido mi ventura que fuese yo la una; y como la armada llegase al puerto de Buenos Aires con mil y quinientos hombres, y les faltase el bastimento, fue tamaña el hambre, que al cabo de tres meses murieron los mil. Esta hambre fue tamaña que ni la de Jerusalén se le puede igualar, ni con otra ninguna se puede comparar. Vinieron los hombres en tanta flaqueza, que todos los trabajos cargaban [sobre los hombros] de las pobres mujeres, así en lavarles las ropas, como en curarles, hacerles de comer lo poco que tenían, a limpiarles, hacer centinela, rondar los fuegos, armar las ballestas, cuando algunas veces los indios les venían a dar guerra, hasta cometer a poner fuego en los versos, y a levantar los soldados, los que estaban para ello, dar alarma por los campos a voces, sargenteando y poniendo en orden los soldados; porque en este tiempo, como las mujeres nos sustentamos con poca comida, no habíamos caído en tanta flaqueza como los hombres. Bien creerá V. A. que fue tanta la solicitud que tuvieron, que si no fuera por ellas todos fueran acabados; y si no fuera por la honra de los hombres, muchas más cosas escribiera con verdad y los diera a ellos por testigos. Esta relación bien creo la escribirán a V. A. más largamente y por eso cesaré.

Pasada esta tan peligrosa turbonada, determinaron subir al río arriba, así, flacos como estaban, y en entrada de invierno, en dos bergantines, los pocos que quedaron vivos, y las fatigadas mujeres los curaban, los miraban y les guisaban la comida, trayendo la leña a cuestas, de fuera del navío, y animándolos con palabras varoniles, que no se dejasen morir, que presto darían en tierra de comida, metiéndolos a cuestas en los bergantines, con tanto amor como si fueran sus propios hijos; y como llegamos a una generación de indios que se llaman timbúes, señores de muchos pescados, de nuevo los servíamos en buscarles diversos modos de guisarlos, porque no les diese en rostro el pescado, a causa que lo comían sin pan y estaban muy flacos.

Después determinaron subir el Paraná arriba, en demanda de bastimento, en el cual viaje pasaron tanto trabajo las desdichadas mujeres, que milagrosamente quiso Dios que viviesen para ver que en ellas estaba la vida de ellos, porque todos los servicios del navío los tomaban ellas tan a pecho, que se tenía por afrentada la que menos hacía que otra, sirviendo de marear la vela, y gobernar el navío, y sondar de proa, y tomar el remo al soldado que no podía bogar, y esgotar el navío, y poniendo por delante a los soldados, que no se desanimasen, que para los hombres eran los trabajos; verdad es que a estas cosas ellas no eran apremiadas, ni las hacían de obligación, ni las obligaban, sí solamente la caridad.

Así llegaron a la ciudad de Asunción, que aunque ahora está muy fértil de bastimentos, entonces estaba de ellos muy necesitada, que fue necesario que las mujeres volviesen de nuevo a sus trabajos, haciendo rosas con sus propias manos (esto es, disponiendo de la tierra para la siembra), rosando y carpiendo y sembrando y recogiendo el bastimento, sin ayuda de nadie, hasta tanto que los soldados guarecieron de sus flaquezas y comenzaron a señorear la tierra y adquirir indios e indias [para los trabajos] de su servicio, hasta ponerse en el estado en que ahora está la tierra.

He querido escribir esto y traer a la memoria de V. A. para hacerle saber la ingratitud que conmigo se ha usado en esta tierra, porque al presente se repartió [indios e indias], por la mayor parte de los que hay en ella, así de los antiguos como de los modernos, sin que de mí y de mis trabajos se tuviese ninguna memoria, y me dejaron de fuera, sin me dar indios, ni ningún género de servicio. Mucho me quisiera hallar libre, para me ir a presentar delante de V.A. con los servicios que a S. M. he hecho y los agravios que ahora se me hacen; mas no está en mi mano, porque estoy casada con un caballero de Sevilla que se llama Pedro Esquivel, que, por servir a S. M., ha sido causa que mis trabajos quedasen tan olvidados y se me renovasen de nuevo, porque tres veces le saqué el cuchillo de la garganta, como allá V. A. sabrá. A que suplico mande me sea dado mi repartimiento perpetuo, y en gratificación de mis servicios, mande que sea proveído mi marido de algún cargo, conforme a la calidad de su persona, pues él, de su parte, por sus servicios lo merece. Nuestro señor acreciente su real vida y estado por muy largos años. De esta ciudad de la Asunción y de julio 2, 1556 años.

Servidora de V. A., que sus reales manos besa

Isabel de Guevara.1

No sabemos con exactitud quién fue doña Isabel de Guevara, la mujer que firma esta carta. Existen dos hipótesis. Una propone que se trataba de Isabel de Laserna, nacida en Toledo, que había llegado con su esposo, don Carlos Guevara, a las costas del Río de la Plata. Una vez muerto el esposo debido a la hambruna y el ataque de los indios, Isabel habría partido hacia Asunción con los restos de la primera expedición de Mendoza. La segunda hipótesis propone que se trata de doña Ana (en algunos documentos, Isabel) de Guevara, vecina de Asunción y casada con don Pedro de Esquivel.

Casi quinientos años nos separan de la identidad de esta mujer que dejó su voz en una carta a otra mujer, la princesa Juana de Austria. Dos mujeres conquistadoras —una en América, otra en España— eran parte de un país que estaba invadiendo lo que consideraba un “Nuevo Mundo”.

El propósito de la carta de Isabel es claro: no quiere que la Corona española olvide los servicios que ella misma había realizado. Tal vez por eso no conozcamos su verdadera identidad. Isabel quiere un reconocimiento para sí misma, por sus propias tareas, las que describe cuando dice:

Vinieron los hombres en tanta flaqueza, que todos los trabajos cargaban [sobre los hombros] de las pobres mujeres, así en lavarles las ropas, como en curarles, hacerles de comer lo poco que tenían, a limpiarles, hacer centinela, rondar los fuegos, armar las ballestas, cuando algunas veces los indios les venían a dar guerra, hasta cometer a poner fuego en los versos, y a levantar los soldados, los que estaban para ello, dar alarma por los campos a voces, sargenteando y poniendo en orden los soldados; porque en este tiempo, como las mujeres nos sustentamos con poca comida, no habíamos caído en tanta flaqueza como los hombres.

Las tareas de las que se enorgullece Isabel no eran las consideradas como “femeniles”: lavar la ropa, curar a los hombres, hacer guisados, incluso soportar el hambre con estoicismo. Su orgullo reside en haber realizado para el rey de España las acciones reservadas a los hombres, las que tenían que ver con la guerra, las armas, la conquista misma del territorio.

Isabel relata en su carta que las mujeres tomaban el mando de la situación, daban órdenes a los hombres en estado de debilidad, trataban de organizar el caos que resultó ser la primera fundación de Buenos Aires.

Una vez tomada la decisión de abandonar el territorio del Río de la Plata y subir por las aguas del Paraná, las tareas “inusuales” de las mujeres continuaron. Isabel las describe con una destreza narrativa que sorprende:

Después determinaron subir el Paraná arriba, en demanda de bastimento, en el cual viaje pasaron tanto trabajo las desdichadas mujeres, que milagrosamente quiso Dios que viviesen para ver que en ellas estaba la vida de ellos, porque todos los servicios del navío los tomaban ellas tan a pecho, que se tenía por afrentada la que menos hacía que otra, sirviendo de marear la vela, y gobernar el navío, y sondar de proa, y tomar el remo al soldado que no podía bogar, y esgotar el navío, y poniendo por delante a los soldados, [para] que no se desanimasen, [puesto] que para los hombres eran los trabajos; verdad es que a estas cosas ellas no eran apremiadas, ni las hacían de obligación, ni las obligaban, sí solamente la caridad.

Son las mujeres, según cuenta Isabel, las que salvaron la vida de los hombres, realizando tanto las tareas “propias de su sexo” como las relacionadas con el manejo de las naves que los llevaban río arriba, hacia el Paraguay.

La llegada a Asunción, un asentamiento español más afianzado, permitió a los sobrevivientes obtener aquello que iban a buscar: tierras y gente para trabajarlas. Una vez allí, según la carta de Isabel, las mujeres siguieron desempeñando los mismos roles: realizaron las tareas femeninas y también trabajaron la tierra a la par de los hombres, contribuyendo a que el asentamiento de Asunción lograse una notable estabilidad a lo largo de los años.

La dominación y pacificación de los indígenas del lugar permitió que se establecieran repartimientos de indios. Es decir, que se otorgaran grupos de indígenas a los conquistadores en reconocimiento de la tarea realizada. Precisamente en estos procedimientos relativos a la conquista y colonización de los territorios americanos, doña Isabel siente que se le ha provocado un daño, que se la ha olvidado, y por eso recurre a otra mujer —la que por entonces gobernaba los territorios donde ella se encontraba— para que ese reconocimiento le sea otorgado.

He querido escribir esto y traer a la memoria de V. A. para hacerle saber la ingratitud que conmigo se ha usado en esta tierra, porque al presente se repartió [indios e indias], por la mayor parte de los que hay en ella, así de los antiguos como de los modernos, sin que de mí y de mis trabajos se tuviese ninguna memoria, y me dejaron de fuera, sin me dar indios, ni ningún género de servicio. Mucho me quisiera hallar libre, para me ir a presentar delante de V.A. con los servicios que a S. M. he hecho y los agravios que ahora se me hacen; mas no está en mi mano, porque estoy casada con un caballero de Sevilla que se llama Pedro Esquivel…

Isabel reclama para sí la porción de indios que, según cree, le corresponde por haber realizado tantos servicios a la Corona española. De sus dichos se entendería que su casamiento con Pedro Esquivel, habitante de Asunción a su llegada, le impidió el reconocimiento que siendo esposa de un conquistador que venía con don Pedro de Mendoza debió haber recibido.

Pedro de Esquivel había llegado a la región del Paraguay junto con Álvar Núñez Cabeza de Vaca y había sido partícipe de los conflictos surgidos entre los mismos españoles, descontentos con la Corona española, en Asunción. Es posible que por esta razón no quede del todo claro quién es esta Isabel de Guevara que le escribe a doña Juana de Austria, hija de Carlos I y hermana de Felipe II, en ese momento designada por su padre “Gobernadora de Castilla y los Reinos de Ultramar”.

Isabel prefiere construirse un nombre propio, una identidad y una historia de conquistadora antes que unirse a un esposo o un padre. Tal vez se deba a su necesidad de reconocimiento personal que la figura de su marido aparezca casi desdibujada en la súplica a la princesa Juana:

A que suplico mande me sea dado mi repartimiento perpetuo, y en gratificación de mis servicios, mande que sea proveído mi marido de algún cargo, conforme a la calidad de su persona, pues él, de su parte, por sus servicios lo merece.

Cualquiera que sea su apellido, ella reclama para sí misma el derecho a ser reconocida como mujer conquistadora por sus trabajos y servicios, comparables a los de cualquier hombre empeñado en asegurar estos territorios para la Corona española. Es probable que su carta nunca llegara a manos de doña Juana de Austria y que su petición no fuera otorgada. Su nombre permanece como vago eco de aquellas que tomaron la ballesta, los remos, y sargentearon a los hombres enflaquecidos; como muestra de que la conquista y colonización de América también fue una tarea femenina.

Otra mujer llamada Isabel

La expansión de la Corona portuguesa en América del Sur llevó a la Corona española a intentar una nueva fundación en las márgenes del Río de la Plata. Esta vez la expedición partió desde Asunción, ciudad que prosperaba gracias a cierta estabilidad en la relación con la población originaria del lugar, y se dirigió hacia el sur, río abajo. Contaba entre sus miembros a hombres y mujeres y estaba liderada por el gobernador del Río de la Plata y Paraguay, don Juan de Garay, y su esposa Isabel de Becerra.

La segunda fundación de Buenos Aires, en junio de 1580, fue exitosa. Las tierras de la zona fueron repartidas entre los colonos —entre los que se contaba una mujer llamada Ana Díaz— y poco a poco se fueron levantando los edificios oficiales y las casas de los habitantes de la nueva ciudad.

Doña Isabel, esposa de Juan de Garay, era una española nacida en Extremadura, hija de un capitán de barco. Las actividades de su padre la alejaron de España junto a su familia y su vida transcurrió en América del Sur.

En 1608, desde la ciudad de Santa Fe, doña Isabel decide escribirle al rey de España, Felipe II. Su carta tiene un objetivo muy claro. Un objetivo que, como veremos, tiene que ver con la verdad.

Señor:

La extrema y grande necesidad en que he quedado y estamos, de 26 años a esta parte, yo y mis hijos y nietos, por muerte del general Juan de Garay, mi marido, que otros tantos años le mataron los indios de esta provincia, andando en servicio de Vuestra Majestad en ella, y el ver todo esto padezco por estar tan a trasmano y tan sin remedio de poder manifestarlo a Vuestra Majestad, y lo mucho que el dicho general, mi marido, se ocupó en vuestro real servicio, así en otras partes como en esta provincia donde pobló esta ciudad de Santa Fe y la de Buenos Aires, a su costa y sin recibir ayuda alguna de costa para ello, y que de sus servicios y trabajos pretenden otros recibir el premio y galardón, y lo solicitan y procuran, me ha dado tanta pena y dolor, que si me fuera posible y no me lo estorbara mi edad y pobreza, me pusiera en camino para echarme a los pies de Vuestra Majestad y a informar de lo que en todo lo dicho hay, lo cual hiciera con confianza grande, que siendo Vuestra Majestad tan cristianísimo rey, ni dejara de premiar tantos y tan honrados servicios como el dicho general, mi marido, hizo a Vuestra Majestad, ni de castigar las maldades con que otros se quieren aprovechar de ellos, queriendo con informaciones falsas, hechas con sus amigos y paniaguados, se les atribuya a sí y a sus antepasados lo que el dicho mi marido hizo y trabajó; mas pues que no me es posible el hacer esto en persona, lo haré por ésta, confiando en Dios Nuestro Señor que, como tan justo, la encaminará a manos de Vuestra Majestad, y favorecerá mi causa así, para que yo y mis hijos y nietos recibamos de Vuestra Majestad el premio que los servicios de mi marido merecen, como para que no le alcancen los que con tanta maldad engañar a Vuestra Majestad y aprovecharse de los servicios ajenos.

Lo que el general Juan de Garay, mi marido, sirvió a Vuestra Majestad en esta provincia fue mucho —y en ella le mataron los naturales, andando ocupado en servicio de Vuestra Majestad y en el despacho de la gente que trajo don Alonso de Sotomayor para el reino de Chile, pobló y fundó esta ciudad y la del puerto de Buenos Aires, a su costa y misión, por lo cual quedamos yo y sus hijos en grandísima pobreza, y la padecemos, y si no fuera por el amparo que hemos tenido en Hernandarias de Saavedra, mi yerno, que casó con una hija mía y del dicho general, mi marido, hubiéramos padecido mucho más, porque con su ayuda nos habemos ido sobrellevando, aunque es verdad que ha sido poca, porque él solo ha atendido a servir a Vuestra Majestad y no a otr

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