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El castillo (Trilogía Medieval 1)

Luis Zueco

Fragmento

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Prefacio

Esta novela narra el sueño de unos hombres que desafiaron su destino hace mil años, en un inhóspito enclave que ha quedado suspendido en el tiempo.

Me atrevo a decir que no existe en todo el mundo otro castillo que nos permita transportarnos a la Edad Media de la manera que lo hace Loarre. Olviden las películas, la publicidad y todo lo que les hayan contado; nada de lujosos palacios, ni ingenuas princesas. Si quieren sumergirse en la verdadera época medieval y llegar a sentir lo mismo que aquellos hombres y mujeres del Medievo, no lo duden, crucen el umbral de este libro y viajen a Loarre.

En una recóndita sierra, poco poblada y en plena frontera con sus enemigos, un aguerrido monarca decidió levantar una fortaleza militar, pero no una cualquiera. No una más de esas fortificaciones que encaramadas en las montañas, dominando lo más profundo de los valles o enriscadas en auténticos nidos de águila, poblaban los paisajes de reinos y condados en la Edad Media.

No. Esta es la epopeya del más grandioso e imponente castillo que han visto mis ojos, una de las más impresionantes construcciones de su tiempo, sobre la que se gestó uno de los más importantes reinos medievales.

Una época oscura y peligrosa, donde una vida no valía nada, donde las religiones se enzarzaban en sangrientas guerras en nombre de sus respectivos dioses. La Edad Media puede ser el más evocador de los tiempos de la historia del hombre, pero no fueron unos siglos de prosperidad, ni de avances tecnológicos ni culturales. No fue esa época de caballeros y princesas que han grabado en nuestro imaginario colectivo las películas y la literatura. El Medievo es un tiempo de desigualdades, lucha y muerte. Donde unos hombres con escasos medios y menos conocimientos lograron desafiar las limitaciones que les imponían la ignorancia y el poder.

Y el elemento, el emblema de ese tiempo, son los castillos. Por ello, cuando los divisamos oteando todavía el horizonte, orgullosos de su antaño esplendor o visitamos sus restos, en la mayor parte de ocasiones tan solo unas ruinas, siempre dejamos volar nuestra imaginación. Recorremos sus torres y murallas divisando enemigos en el horizonte, fantaseamos con concurridos torneos y alborotados banquetes, o caballeros salvando bellas doncellas en apuros.

Pero como les decía antes, eso no fue la Edad Media.

Si quieren descubrir cómo eran los hombres y mujeres que forjaron aquel tiempo lejano, de qué manera eran capaces de levantar espectaculares monumentos como el castillo de Loarre, pasen esta página y adéntrense camino de los Pirineos, en plena frontera entre la cruz y la media luna, y vivirán la consecución de un sueño. Porque no hay arma más poderosa en este mundo, tanto hoy como hace mil años, que creer en tus sueños.

Por muchos obstáculos, desgracias e impedimentos que les ponga delante la vida, sueñen, como hicieron aquellos hombres que construyeron el castillo de Loarre.

Loarre está considerado el castillo románico mejor conservado del mundo y se espera que en breve pase a formar parte de la Lista de Patrimonio de la Humanidad de la UNESCO.

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Dramatis personae

Personajes históricos de la primera mitad del siglo XI

Sancho Garcés III de Pamplona, apodado el Mayor, fue rey de Pamplona con el condado de Aragón, dominó por casamiento en los territorios de Castilla, Álava y Monzón, añadió los condados de Cea, Sobrarbe y Ribagorza. Bajo su mandato el reino de Nájera-Pamplona alcanzó su mayor extensión territorial, abarcando casi todo el tercio norte peninsular, desde Astorga hasta Ribagorza. Contrajo matrimonio con la reina Munia de Castilla, con quien tuvo cinco hijos.

Ramiro I de Aragón, hijo extramatrimonial del rey Sancho el Mayor con doña Sancha de Aibar. Recibió el condado de Aragón, debiendo prestar vasallaje al rey de Pamplona. Llegaría a ser el primer rey de Aragón, territorio al que añadió los condados de Sobrarbe y Ribagorza desde la muerte de su hermanastro pequeño, Gonzalo.

García Sánchez III de Pamplona, apodado «el de Nájera», rey de Pamplona, primero de los hijos legítimos del rey Sancho el Mayor.

Fernando Sánchez, conde de Castilla y rey de León, apodado «el Grande». Segundo hijo de Sancho el Mayor y la reina Munia. Casado con Sancha de León, hermana del rey leonés Bermudo III.

Jimena Sánchez, reina consorte de León por su matrimonio con el rey Bermudo III de León, única hija de Sancho el Mayor y de su esposa, la reina Munia.

Gonzalo Sánchez, conde de Sobrarbe y Ribagorza, hijo menor del rey Sancho el Mayor.

Personajes históricos de la segunda mitad del siglo XI

Sancho Garcés IV rey de Pamplona, apodado «el de Peñalén». Hijo y sucesor de García Sánchez III de Pamplona y de Estefanía de Foix, fue proclamado rey a la muerte de su padre en la batalla de Atapuerca a la edad de catorce años.

Sancho Ramírez, rey de Aragón y Pamplona, primer hijo de Ramiro I de Aragón y Ermesinda de Foix. Se casó en primeras nupcias con Isabel de Urgell, de la que nació un único hijo, el futuro rey aragonés Pedro I.

La condesa Sancha de Aragón, primera hija de Ramiro I, casada con el conde Ermengol III de Urgell, tras enviudar de ese matrimonio, dirigió el monasterio de Siresa y el obispado de Pamplona.

El infante-obispo García Ramírez, segundo hijo del rey Ramiro I, obispo de Aragón y de Pamplona.

Personajes no históricos de la primera mitad del siglo XI

Juan, carpintero nacido en los Pirineos, su esposa murió a los dos años de dar a luz a su único hijo.

El lombardo, último de los constructores de su región que trabajó en el reino de Sancho III el Mayor.

Fortún, hijo de Juan, comenzó como aprendiz de carpintero y alcanzó el nombramiento de maestro de obras de Loarre.

Eneca, hija del señor de Xabier, al quedar huérfana debió valerse por sí misma desde muy joven, rendía culto a los viejos dioses y estaba muy unida a las costumbres paganas.

Javierre, hijo de un pastor de los valles cercanos a Loarre, de la misma edad que Fortún.

Ava, hija de un hombre de armas del Sancho, fue una arquera diestra.

El sacerdote, religioso defensor del viejo rito hispano, antiguo monje del monasterio de San Juan de la Peña.

Isidoro, maestro cantero que trabajó en los diferentes reinos cristianos.

Galindo, hombre de armas de origen pamplonés, de gran envergadura y con especial destreza en el uso de los cuchillos.

Constanza, esclava del harén del gobernador de la ciudad de Wasqa.

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PARTE I

EL REY SANCHO III

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Castillo de Xabier. Noviembre del año 1027

Empezó a respirar con dificultad, su pulso se aceleró y sintió una presión dolorosa en el pecho. Separó sus labios todo lo que pudo para lograr que entrara más aire, era inútil. La penumbra era espesa y fría como la nieve de la montaña. Alzó la vista y miró a su alrededor, no lograba ver con claridad, pero ella sabía que allí había algo.

Entonces lo percibió.

Su respiración volvió a serenarse, la presión desapareció y fue calmando el ritmo de su joven corazón. Por extraño que pareciese, aquello no le causaba terror. Y, sin embargo, sabía que debía tenerlo.

«El miedo es bueno —solía decirle su padre—. Te mantiene alerta, te hace valorar todas las opciones. El miedo es el aliado de los valientes y el peor enemigo de los cobardes.»

La niña no entendía esas palabras, no comprendía ese sentimiento. Veía el mal en aquellos ojos enrojecidos que la escrutaban rebosantes de sangre y, aun así, ella le mantenía la mirada. Quería saber, quería conocer de dónde procedía. Ni siquiera se aterrorizó cuando se abalanzó sobre ella y...

—¡Eneca! ¡Despierta!

La niña abrió los ojos, mostrando unas pupilas más oscuras que la propia noche que envolvía a aquellas horas la torre del castillo de Xabier.

—¿Te encuentras bien, hija mía? Estás sudando, tenías una pesadilla.

—¡Madre! —gritó, abrazándola con todas sus fuerzas, enrollándose entre los dorados tirabuzones de una extensa melena.

—Sssh. Ya pasó, estás a salvo —dijo, intentando apaciguar su miedo mientras acariciaba con suavidad su cabello.

—No madre, no estamos a salvo —susurró la niña—, viene a por nosotros.

—¿De qué estás hablando, Eneca?

—Lo he visto, me quiere atrapar.

—Pequeña, solo ha sido un mal sueño. Nadie va a venir a hacerte daño. No tengas miedo, entre estos muros estamos a salvo de cualquier peligro.

—Está cerca.

—¿Qué ocurre? —Una mujer de mayor edad entró alterada en la alcoba, portando una vela entre sus manos.

—Eneca ha tenido una pesadilla —contestó la madre de la niña—, pero ya está mejor, ¿verdad? —La pequeña no respondió.

—Yo me quedaré con ella. Iguazel, vete a dormir con tu marido.

La hermosa mujer besó a su hija en la frente. Eneca se tranquilizó al ver la dulzura que rebosaban los ojos grisáceos de su madre, que se levantó de la cama y lanzó una mirada cómplice a la recién llegada. Observó a su hija de nuevo y se despidió de ella con un gesto de su mano. Cerró la puerta a la vez que la anciana se acurrucaba en el jergón y apagaba la mecha de la vela. La penumbra regresó, tan pesada e infinita como antes. Eneca volvió a sentir la presión y la dificultad para respirar. Esta vez, su abuela la abrazó, pero no era suficiente. Sintió que el mal retornaba y tomaba de nuevo posesión de aquella estancia.

—Tú nunca tienes pesadillas, Eneca. ¿Qué te ocurre? A mí puedes contármelo...

—Abuela, está aquí.

—¿Quién? ¿Quién está aquí, Eneca?

—Viene a por mí. Lo he visto —se acurrucó contra el pecho de la anciana—, sus ojos eran de sangre.

—¿Estás segura de eso?

—Sí —respondió con una firmeza impropia de su edad.

—¿Qué es? ¿Un lobo o un oso?

—No, un monstruo.

—Cariño, no hay... —La abuela se detuvo al comprobar cómo su nieta temblaba y su piel estaba fría como la nieve—. Eneca, ¿qué te sucede?

Entonces, la joven sufrió una punzada en medio del pecho que le hizo agitarse con tal brusquedad que asustó a la anciana, cuyos ojos no podían ocultar el pánico y la angustia que sentían.

—Abuela, ya han llegado.

Sonaron las campanas de la iglesia, replicaban como llevadas por el diablo. Como si el mismísimo Lucifer golpeara el badajo con toda su ira. La anciana sintió un escalofrío, aquel sonido infernal solo podía tener un significado.

—Pase lo que pase, no le cuentes a nadie lo que dices haber visto —le advirtió mientras se levantaba—. ¿De acuerdo? La gente odia a los que no son como ellos, y tú, tú eres especial, cariño.

La muchacha asintió con la cabeza. Su abuela se abalanzó hacia la ventana, la abrió y descubrió frente a ella una aldea en llamas. Los gritos comenzaron a rasgar la noche cuando unos jinetes irrumpieron por el flanco del puente. El primero de ellos seccionó de un tajo la garganta de la hija del herrero. El segundo elevó la hoja de su espada por encima de su cabeza para hacerla bajar con toda la violencia posible contra el pecho de otro de los aldeanos, rasgando su piel y dejando escapar su vida. Otro estaba siendo degollado en el suelo como un animal. Mientras, dos más eran lanceados sin compasión, incluso cuando yacían inertes, desangrándose como animales.

Uno de los pocos que salió armado a enfrentarse a ellos, fue ensogado por el cuello y arrastrado por un jinete hasta caer en uno de los fuegos que habían prendido los asaltantes. Sus gritos no se oían desde la torre, pero se veía cómo gateaba desesperado por la tierra, intentando sofocar las llamas que consumían su cuerpo. Alguien se apiadó de él y le decapitó para que no siguiera sufriendo en vano.

El resto, desesperado, se afanaba por huir. Unos en dirección al bosque y otros hacia la torre.

—¿Qué sucede, abuela?

—¡Vístete! —exclamó, cerrando la ventana—. ¡Rápido!

El techo sobre sus cabezas retumbó con abundantes pisadas. Su abuela alzó la mirada, debían de ser los guardias que corrían a defender la fortificación. Entre aquellos muros estaban a salvo, pero toda la gente en el exterior, su gente... Para ellos era tarde, solo Dios podía salvarles.

Mientras Eneca se abrigaba, su abuela se frotaba las manos atemorizada. Miraba a un lado y otro de la alcoba, buscando un consuelo que no hallaba. Juntó las yemas de los dedos a la altura de su barbilla y rezó una plegaria al Señor.

De forma sorprendente, los gritos cesaron y el silencio se adueñó de nuevo de la noche. Lejos de hacerla más apacible, la sembraron de una insoportable incertidumbre. La mujer entreabrió la ventana y asomó sus ojos temerosos al exterior. Entre el calor de las llamas, los atacantes ya no perseguían a los que huían, sino que se dedicaban a rodear la torre donde ellas se guarnecían. Fue entonces cuando unas hiladas de luces iluminaron la entrada a la aldea y fueron avanzando en perfecta formación hasta situarse frente a la fortaleza.

La mirada atónita de la anciana no se percató de lo que iba a acontecer, no podía imaginarse el futuro que les esperaba. Los asaltantes parecían como luciérnagas en una extraña coordinación de movimientos. Hasta que de pronto, esos puntos de luz se duplicaron y se despegaron de la tierra para surcar la noche estrellada, como crías en su primer y, a la postre, último vuelo.

La mujer se apresuró a cerrar la ventana y oyó los gritos de alarma en los pisos superiores. Pasados unos instantes, volvió a abrir con precaución y descubrió de nuevo los pájaros de fuego volando contra lo alto de la torre. Así una y otra vez, en un incesante acto ceremonial.

—¡Dios mío! ¿Estáis bien? —La madre de Eneca entró en la alcoba entre sofocos, con un rostro empañado de temor.

—Sí, hija... —la anciana la miró con pesadumbre—, no podrán detenerlos, ¿verdad?

—Me temo que no, madre.

—¿Cuánto resistirá el castillo? ¿Vendrán a socorrernos, verdad? El rey tiene que hacerlo, tiene que ayudarnos...

No contestó, y a la vez ese silencio fue la peor de las respuestas posibles. La mujer corrió a asomarse por la ventana y las piernas le temblaron al ver la escena con las decenas de arqueros disparando sin descanso contra ellos. Un resplandor en el cielo demostraba que ya habían logrado hacer blanco en el tejado y que los cadalsos de la torre ardían presa de las llamaradas. A pesar de todo, aquello no fue lo que más asustó a la dama. Fue el ver una balista de desmedido tamaño, posicionada junto a las cuadras del pueblo. Tirada por un par de mulas espoleadas por varios hombres, que estaba orientándose hacia la puerta de acceso a la torre del castillo.

—Os dije que venían, que ya estaban aquí —pronunció la niña para asombro de su madre y de su abuela.

—Dios santo... —La mujer de la melena dorada temblaba de miedo y apenas podía articular las palabras que ansiaban escapar de su garganta—. Madre, hemos de poner a salvo a Eneca, las defensas no resistirán.

—¡El túnel! —La abuela cogió a Eneca del brazo.

—No podemos...

Un terrible estruendo recorrió toda la torre, los muros temblaron como si fueran a venirse abajo y los gritos sobre sus cabezas volvieron a retumbar.

—¡Hija, corred! Antes de que entren —insistió la anciana.

Ella fue la primera en salir de aquella estancia, mientras Eneca iba en brazos de su madre, hacia la escalera que descendía al nivel inferior de la fortificación. Cuando las tres bajaron, la puerta de entrada ardía en llamas y cuatro soldados, armados con espadas y escudos, se disponían a repeler a los asaltantes.

—¿Qué hacéis aquí? ¡Volved arriba! —gritó uno de ellos. Fue lo último que dijo porque una flecha le arrancó uno de los ojos de su cuenca, salpicando el rostro de Eneca.

Su madre la agarró con fuerza y cogió una de las antorchas que colgaban de los muros. Continuó decidida bajando por la siguiente escalera, que descendía hasta la bodega de la torre, dejando tras de sí a los tres soldados restantes rezando en voz alta, sabedores de que pronto verían al Señor.

Una vez abajo, Iguazel iluminó la estancia y prosiguió hasta llegar al extremo más alejado.

—Madre, ayudadme —Entre ambas mujeres desplazaron unos sacos de trigo, dejando ver una trampilla en el suelo—. ¡Rápido!

La abrió e introdujo dentro a su hija, al tiempo que limpiaba, con la manga de su saya, la sangre que había salpicado su rostro.

—Yo no voy. —La abuela de Eneca se apartó de ellas.

—¿Qué decís, madre? ¡Vamos!

—No. ¡Idos! ¡Deprisa! Yo ocultaré de nuevo la trampilla, así tendréis más tiempo para huir.

—De eso nada. —Y la agarró de la muñeca.

—Soy demasiado mayor para arrastrarme por ese túnel y correr a campo abierto —dijo con voz serena, mientras se liberaba de la mano que la retenía—. Salva a Eneca y deja a esta vieja ser útil por última vez. Concédeme ese deseo.

La miró con las lágrimas rebosando hasta sus mejillas. Se abrazaron como hacía tanto tiempo que ninguna lo recordaba, conscientes de que no se volverían a ver. Dejaron una última mirada como adiós. La trampilla se cerró tras ellas y avanzaron por un estrecho túnel, húmedo y frío, con el aire podrido y gusanos e insectos rastreando por sus ennegrecidas paredes. En alguna zona, su anchura era tan escasa, que tenían que arrodillarse y gatear. El espacio se asemejaba a las madrigueras de una de esas alimañas que vivían en el bosque. Era difícil saber dónde acababa, lo que parecía seguro es que había cierta pendiente y eso facilitaba la marcha. El suelo estaba cada vez más embarrado, sus pies se hundían sin remedio, haciendo cada paso más difícil que el anterior. Eneca no pronunciaba palabra alguna, se limitaba a seguir a su madre, que la guiaba cogida de la mano. La mujer de melena dorada no quería ni imaginarse qué les sucedería si la antorcha que portaba se apagaba y, lo que era peor aún, qué encontrarían a la salida de aquel túnel.

Para su desgracia, ella sí que adivinaba la suerte de los que habían quedado en la torre, entre ellos su madre y su marido, el tenente de la fortaleza. Intentaba no pensar en ello: su hija, ella era lo más importante ahora.

Por fin encontraron aire puro y, poco después, oculta entre un enjambre de ramas de arbustos, la salida que llevaba hasta el río. Eneca no salía de su asombro, todavía no entendía cómo habían logrado llegar hasta allí. A ella, que tanto le gustaba jugar en el agua, no le costó reconocer aquel tramo y se maravilló con la idea de poder entrar y salir directamente de la torre al río sin ser vista. Sin tener que pasar por la casa del herrero ni por la de la vieja sin dientes que siempre estaba hablándole a los cerdos de su corral. Qué lástima no haberlo descubierto antes.

—No digas nada, todavía no estamos a salvo —le ordenó su madre, llevándose el dedo índice a los labios—. Espérame aquí.

Iguazel avanzó unos pasos y se asomó buscando la torre, que para aquel entonces ya era pasto de las llamas. Pensó en su marido, que estaría defendiendo las almenas. En su madre, que habría escondido de nuevo la trampilla y después se habría ocultado entre los víveres. También recordó a los soldados, que habrían hecho lo posible por repeler el ataque. Igual suerte habrían corrido los aldeanos, solo unos cuantos habrían logrado huir hacia las montañas, donde serían presa fácil si les perseguían.

Cuando las lágrimas resbalaban desde la claridad de sus ojos, escuchó un ruido cercano, era el relincho de un caballo.

Regresó con Eneca y la cogió del brazo. Volvió a oírlo, estaba más próximo. Miró a su hija como solo una madre puede hacerlo. Su pequeña no se parecía en nada a ella, ni en su físico ni en su forma de ser. Pero era su hija, sangre de su sangre. Se quitó la cruz que colgaba de su cuello y la pasó por la cabeza de la niña.

—Eneca —le susurró—, no dejes que nadie te la quite nunca, prométemelo.

—Madre...

—¡Prométemelo! —gruñó, zarandeándola.

—Sí, madre.

—Muy bien, mi niña. ¿Te acuerdas de cuando vamos a despedir a tu padre hasta el puente del río?

—Sí, claro.

—Pues ahora quiero que vayas tú sola hasta allí, ¿lo harás? —Eneca asintió con la cabeza—. Eso es, ya eres mayor, sé que puedes hacerlo. No te fíes jamás de nadie.

—Pero...

Volvió a oírse un relincho de caballo y unos gritos. La miró con una infinita tristeza, cómo iba a ser capaz de separarse de ella. Era tan pequeña, tan frágil... y a la vez, sabía de la enorme fuerza que rebosaban sus jóvenes ojos. Tenía que hacerlo, estaban cerca y ya sabía qué ocurriría si cogían a su hija.

—Vete y no te detengas. Una vez en el puente, espera a que yo llegue. Promételo.

—Te lo prometo, madre. —Y le dio un beso en la frente.

—Ahora vete, ¡vamos!

Su madre se quedó de pie junto al río, mientras la muchacha seguía el cauce. Cogió una piedra y se agazapó tras el tronco de un grueso árbol. Entre aquella penumbra espesa apenas podía distinguir algunas sombras, entonces vio cómo unas ramas se movían delante de ella.

La niña se detuvo al oír el relinchar de un caballo. Se volvió hacia donde se acababa de despedir de su madre y la descubrió oculta tras unos matorrales. El jinete descabalgó y desenfundó su espada, cuya hoja curva cortó con un silbido la noche. El sarraceno dio un par de pasos, dejando a su madre a la espalda.

Y entonces, la mirada del infiel atravesó la penumbra hasta descubrir a lo lejos a Eneca, eran los ojos de sangre.

Su madre apareció de entre las sombras y le golpeó en la cabeza, derribándole.

—¡Corre, Eneca! ¡Corre!

El musulmán se alzó con el rostro ensangrentado, esquivó el siguiente golpe de la mujer y la agarró del cuello con una sola mano.

Ella miró al lugar donde había visto a Eneca y sonrió con alivio al comprobar que su hija ya no estaba allí.

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Pamplona. 22 de noviembre del año 1027

El mercado bullía atestado de gente aquella mañana, al que habían acudido comerciantes de todos los lugares del reino. Traían vino del norte del condado de Castilla, joyas recién llegadas de las tierras de León, alfareros de Astorga, tejidos de Haro y Nájera, dulces de Palencia, calzado de Carrión, pescado de Laredo y Santillana, queso del valle de Baztán, madera tallada de Garay y las mejores pieles curtidas en Boltaña y Jaca.

Las calles de la ciudad estaban empavesadas con pendones de todas las casas vasallas del rey. Un hervidero de gentes abigarradas, caballeros adornados con sus mejores galas, damas ataviadas con todas sus ricas joyas, nutridas comitivas, vistosas cabalgatas, señores de todos los castillos del reino, gentiles embajadas de los condados de Castilla, Aragón, Sobrarbe y Ribagorza. Venerables clérigos, obispos embadurnados en sus púrpuras casullas y doradas estolas. Hombres de armas, escuderos, pajes y gentes del pueblo que se afanaban por ver a sus señores.

Todos sabían de la llegada a Pamplona de lo más ilustre de la nobleza del reino. El rey Sancho, el tercero de su nombre, llamado por muchos Sancho el Mayor, por estar su grandeza por encima de cualquier otro ilustre monarca, solía celebrar la festividad de Santa Cecilia en Pamplona desde hacía varios años. La corte era itinerante, por ello, a pesar de ser la capital del reino, las estancias de la familia en la ciudad eran escasas y cuando se producían, no había vasallo que no acudiera al festejo.

Lope de Ferrech concurría por primera vez a aquella cita anual, él no pertenecía a la alta nobleza, todavía no. Su padre le había dejado un reducido territorio en la sierra de Leyre, ni demasiado extenso, ni rico. Pero suficiente para poder asistir a los mismos banquetes que los grandes del reino, aunque nunca codearse con ellos. A su padre le había costado una vida entera conseguir aquellas tierras, ahora le tocaba a él sacarles provecho.

Desmontó al entrar en el fastuoso patio de armas del castillo y dejó la montura a su escudero, un fornido hombre de mentón cuadrado y espaldas anchas como las de un oso. Fiel y obediente, tranquilo y callado, pero también fiero y sanguinario en el combate. Él solo había acabado con cuatro hombres de armas en el paso de Biniés, cerca del camino que llevaba a Santiago, cuando sufrieron una emboscada a manos de unos forajidos. A veces no estaba claro quiénes eran sus peores enemigos, si los sarracenos o los cristianos que ansiaban hacer botín a cualquier precio. Quien infligía las leyes de Dios solo podía recibir la muerte como castigo. Aun así, siempre había desheredados y muertos de hambre que osaban atacar a un señor, por mucho que ello significara el infierno eterno.

Se encaminó hacia el pabellón occidental, donde una comitiva de músicos daba la bienvenida a los nobles. Estaban los escudos de armas de todas las casas: leones, castillos, calderos y otros emblemas que nunca había visto, lo abrumaron hasta hacerle dudar de si aquel era su sitio. De si él, un infanzón del norte, era merecedor de compartir estancia con tan ilustre señorío. Recordó a su padre, que había luchado sin descanso para que su hijo algún día estuviera allí. Sí, posiblemente él era el señor de la casa con menos tierras y bienes de la corte del rey Sancho el Mayor. Sí, su familia no contaba con generaciones de caballeros a sus espaldas. Pero había sido invitado a la recepción real por derecho, nadie les había regalado nada, todo lo contrario. Más de una vez, su padre tuvo que enfrentarse a señores y no tan señores. Y cruzar con ellos su acero sin más remedio, pues en esta vida muchos son los que te pisan desde lo más alto cuando te ven llegar a la cima, pero pocos los que te empujan hacia arriba para lograr tus sueños.

Los logros y esfuerzos de su progenitor le daban la posibilidad de, quizás algún día, ostentar un título mayor. Eso dependía de su espada y, sobre todo, de su astucia. La realidad era que no había sido educado para ello. Él era el segundo hijo, más de una vez su padre lo quiso meter a monje. Sin embargo, Lope de Ferrech no estaba hecho para vestir el hábito. Era terco como una mula y desde joven se empeñó en demostrar a su familia que sujetaba mejor una espada que un crucifijo. Había heredado el título de su ancestro porque el primogénito, su hermano Antón, había encontrado la muerte en Sangüesa, durante una razia de los musulmanes del reino de Saraqusta. Con la caída del Califato, el rey de Pamplona intentó hacer avanzar la frontera pero nada se logró, salvo verter sangre cristiana y perder la importante plaza de Calahorra.

Aquella desgraciada muerte hizo olvidar a su padre sus planes para hacerle religioso y tan pronto como pudo le puso una espada entre las manos. Cuál fue su sorpresa, al comprobar que él ya sabía blandirla como un caballero.

En el salón real, engalanado con todo lujo, buscó dónde sentarse entre aquel enjambre de conspiraciones veladas y tediosas conversaciones. No todos los presentes eran tan poco interesantes, pues también había damas de la más alta alcurnia. Lope de Ferrech puso atención en una joven que vestía con un brial entallado, con bordados florales y aberturas laterales encordadas. Ella le miró con disimulo y le regaló una discreta sonrisa. Por desgracia, se acercó un caballero envuelto en una larga capa azulada y la cogió por el brazo. Así que dirigió su mirada hacia otra mujer. Esta portaba un brial de anchas mangas, con bordados geométricos en las bocamangas y un collarín con cenefas cerrando el cuello. A pesar de sus intentos por llamar su atención, ella no daba la impresión de mostrar el más mínimo interés.

Decidió no tentar a la suerte y alejarse de aquellos provocativos ojos, y se encauzó hacia el extremo menos concurrido. En él halló a una discreta corte que rodeaba a un fornido personaje, del cual no era capaz de divisar su rostro. Sus acompañantes le miraron con desconfianza, pero ya estaba cansado de deambular por aquel salón. Así que buscó una copa de vino y tomó posición a su lado, de manera que aquellas miradas resbalaron por su espalda.

Mientras daba un sorbo a la bebida el grupo se desplazó hacia el centro de la sala. Pero no todos, uno se situó a su derecha y tomó otra copa. Al volverse para comprobar de quién se trataba, no pudo ocultar su sorpresa al ver a Ramiro, el hijo de mayor edad del rey, aunque no el heredero, ya que no había sido dado a luz dentro del matrimonio, sino que era fruto de un amorío del rey Sancho el Mayor antes de desposarse con la reina Munia, hija del conde de Castilla.

Nunca había hablado con él, pero su padre se había encargado de mostrarle, en los pocos actos que habían coincidido con la familia real, quién era cada uno de los hijos de Sancho el Mayor. Ramiro era todo un caballero, corpulento, de buena talla, moreno y con unos ojos que rebosaban seguridad en sí mismo. Para Lope, ese era el mayor don que podía tener un hombre. Había cualidades importantes como la valentía, la destreza o hasta la inteligencia, pero ese brillo en los ojos era el más poderoso de todos los dones que Dios podía otorgar a cualquier hombre.

—Señor, soy Lope de Ferrech —dijo, tomando la iniciativa.

Lo miró de arriba abajo antes de responder.

—Mejor para vos.

—Quería presentaros mis respetos.

—¿Por qué a mí? Mis hermanos son mucho más... Cómo diría? Provechosos para un don nadie como vos.

Lope de Ferrech sintió ese pinchazo que se produce siempre cuando te humillan, que duele justo debajo del honor, entre las costillas, junto al lado del orgullo y la sed de venganza, y que la única manera de sanar es cruzando espadas. Sin embargo, ni el lugar ni el personaje eran propicios para ello.

—Mi señor, soy...

—Tranquilo, se quién sois. Tan solo bromeaba.

—¿Me conocéis?

—Soy hijo del rey Sancho, conozco a todos los nobles del reino. —Aquella respuesta sorprendió a Lope—. Una vez hablé con vuestro padre, el día en que el rey le concedió las tierras que poseéis en Leyre. Un hombre valiente y leal, fue una lástima su muerte.

—Gracias, mi señor.

—Una fiesta aburrida, ¿verdad? Casi tediosa, me atrevería a sugerir.

—Para seros sincero, no suelo acudir a muchas.

—¡Qué suerte tenéis! —Y el hijo del rey sonrió—. ¿Sabéis por qué las fiestas son importantes?

—Quizá porque hay buena comida.

—No en todas las ocasiones, creedme —respondió Ramiro con una amplia sonrisa.

—¿Por la compañía?

—¡Dios! Por supuesto que no, mirad a vuestro alrededor. ¿Perderíais un instante de vuestra vida conversando con estos borregos? —afirmó para su sorpresa—. Sí, no me miréis así, todos ellos tan solo buscan complacer a mi padre, no les importa ni el reino, ni los musulmanes, ni Dios. Solo ellos; su lealtad es menos fiable que su capacidad para no decir sandeces en cuanto abren su enorme bocaza.

—Está claro que no sois un hombre de fiestas.

—Todo lo contrario, me apasionan. La razón por la que se convocan es que en ellas siempre acontecen sucesos interesantes. Mi estimado Lope de Ferrech, si se celebra una fiesta en el reino de Pamplona, es para que ocurra algo. A veces se conoce de antemano, pero en otras ocasiones... ¿Sabéis qué celebramos hoy?

—La festividad de Santa Cecilia.

—¿De verdad creéis eso? —preguntó, levantando ambas cejas—. ¿Es que acaso santa Cecilia ha hecho algo por nuestro reino?

—Yo... creo que no. —Lope se quedó dudando—. Así que hoy sucederá algo...

Antes de que terminara la frase unos tambores anunciaron la llegada del rey. Los presentes se cuadraron: castellanos, leoneses, pamploneses y también los ribagorzanos, aragoneses y sobrarbenses. Todos buscaron mostrar su cabeza lo más alto posible, cual gallo en un gallinero. No era para menos, el rey Sancho era el monarca más poderoso que habían conocido los reinos cristianos del sur de los Pirineos.

—Mis vasallos, os agradezco vuestra presencia en Pamplona —dijo con una poderosa voz—, ya cada vez soy más viejo y me quedan menos años que celebrar.

Un murmullo recorrió la sala y las miradas de los presentes buscaron al heredero, su hijo García. También a su hermano Fernando y al pequeño Gonzalo que permanecía junto a su madre, la reina Munia.

—Tranquilos, todavía no me tenéis que enterrar —dijo, soltando una ruidosa carcajada—, pero hacéis bien en fijar vuestros ojos en mis hijos, pues ellos guiarán el futuro de mis territorios y por ende, el vuestro.

—Habla en plural —susurró Ramiro.

Lope no entendió la trascendencia de aquel detalle y siguió escuchando al monarca.

—Estoy orgulloso de cada uno de ellos y estoy convencido de que, llegado el momento, me sucederán con honor y sabiduría. —Y el rey alzó la copa—. ¡Brindemos por ellos!

Todos los asistentes obedecieron con entusiasmo.

—¡Viva el rey! —Ramiro dio un paso al frente con la copa en alto—. ¡Larga vida al rey!

—¡Larga vida al rey! —repitió el salón al completo, incluidos sus hermanastros.

Ramiro regresó a su posición y bebió de su copa con un gesto firme y seguro. Sin duda, su inesperada intervención había causado extrañeza.

¿Qué pretende el hermanastro con estas palabras?, se preguntaría más de uno de los nobles.

—Lope, si quieres un consejo sincero, no pierdas el tiempo con aliados inciertos o débiles —advirtió el hijo del rey en un susurro mientras le miraba con sus pupilas oscuras—. Debes estar seguro de a quién quieres tener a tu lado y a quién no, ¿me comprendes?

—Sí, mi señor.

—¿Qué opináis de mis hermanastros?

—Seguro que gobernarán con sabiduría.

—¡Sandeces! ¿Qué pensáis en verdad? ¡Decídmelo!

—Es pronto para saber —Lope suspiró, no le gustaban las encerronas—, habrá que ver cómo reina el heredero...

—¿Cómo creéis que repartirá sus territorios mi querido padre?

—Eso nadie lo sabe.

—García será rey de Pamplona, sin duda. Pero ¿qué pasará con el condado de Castilla? ¿Con los señoríos de Álava o Cea? ¿Con Aragón o la Ribagorza?

—¿No se lo habéis preguntado? —Lope decidió tomar una posición más ofensiva—. Es vuestro padre, ¿quién mejor que vos para saberlo?

—Precisamente por eso, Lope. —Esas enigmáticas palabras revolotearon a su alrededor como moscas pegajosas.

Lope de Ferrech se sintió en peligro, empezó a sentir un calor asfixiante. No estaba acostumbrado a aquellas recepciones ni a conversaciones tan cargadas de insinuaciones. Su padre no le había preparado para aquello, no había crecido en la corte. No era capaz de leer entre las frases puntiagudas del hijo del rey. Y, al mismo tiempo, creía que estaba ante una de esas oportunidades que no puedes dejar escapar en la vida.

—Yo podría ayudaros —se atrevió a decir—, necesitáis alguien de confianza, fiel y...

—No estamos en las montañas, Pamplona es más peligrosa que cualquier desfiladero o emboscada. —Ramiro buscó una copa de vino para apaciguar su sed—. No puedo fiarme de nadie en la corte, todos tienen deudas con todos, influencias, pactos continuos...

—Yo soy leal al rey.

—Por supuesto, eso nadie lo duda —dijo Ramiro, mirando de nuevo a Lope—. Quizá sí podáis servirme. No aquí, sino fuera de estos muros.

—Lo siento, mi señor, no os entiendo. ¿Cómo podría yo serviros lejos de la corte?

—Este reino es extenso, en Pamplona en muchas ocasiones no nos percatamos de lo que en realidad sucede en las zonas más alejadas y peligrosas. —Dos damas ataviadas con sayas de vivos colores y mangas voladas saludaron a ambos nobles—. Escuchad con atención, Lope de Ferrech, si me ayudáis sabré recompensaros.

—Como bien habéis dicho antes, vos sois el último de los hijos del rey en la sucesión, sería más práctico para mí servir a vuestros hermanos.

—Aprendéis rápido —sonrió—, eso que habéis dicho ahora no es correcto. Para una mente estrecha de miras, podría parecer que estáis en lo cierto. Sin embargo, si profundizáis en la situación os daréis cuenta de que mis hermanastros tienen más aduladores a su lado de los que pueden contar. Nunca podrán conceder a todos ellos lo que les han prometido. En cambio, yo —y abrió los brazos invitándole a que mirara a su alrededor— estoy solo.

—Tendré que pensarlo —susurró Lope de Ferrech con el rostro contrariado.

—Hacedlo rápido, no queda excesivo tiempo.

—¿Para qué? ¿Qué va a ocurrir?

—Lope —dijo Ramiro, cogiéndole del hombro—, volvamos a la fiesta.

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3

Sierra de Leyre. Noviembre del año 1027

Al alba, Eneca despertó en un abrigo en lo profundo de la montaña. Temblaba de frío, tenía las manos hinchadas y la garganta seca. Parecía no comprender las imágenes que se formaban en sus retinas y, por mucho que intentará abrir y limpiarse los ojos, estas no se tornaban más concisas. Se arrastró por el suelo húmedo hasta lograr incorporarse con torpeza sobre sus cansadas piernas. Salió a un claro del bosque con las manos por delante, como uno de esos ciegos que a veces llegaban a la aldea pidiendo limosna. Ella sí podía ver, pero no era capaz de interpretar lo que le rodeaba.

Tenía la boca seca y los orificios de la nariz taponados con mucosidades, como si también tuviera atrofiados los sentidos del gusto y el olfato. Se tropezó con unas ramas y cayó de bruces contra una zona embarrada. Intentó levantarse, resbaló y volvió a golpearse contra el fango.

Allí quedó. Inmóvil, exhausta, sin voz ni conciencia. Como si deambulara por un sueño, entre la bruma de la montaña y el inmenso silencio atrapado entre la muralla de árboles que conformaban aquel tupido paisaje.

En la cima de su desasosiego, creyó oír algo. Supo que era una percepción real, como un grito que tiraba de ella y la devolvía a la vida. Sí, ahora lo escuchaba mejor, era un ruido cortante, que vibraba entre los árboles. Un aullido de animal, que rebotaba entre el follaje de encinas y carrascas. No, era un sonido más conocido, un ladrido. Y entonces sintió un aliento sobre su rostro.

A su lado, Artal le lamía la cara enredando su cabello negro. Su mastín siempre la había acompañado desde que su madre se lo regaló al cumplir once años y, ahora que apenas había pasado uno, ya se había convertido en un animal hermoso y fuerte, capaz de asustar a las caballerizas, y rápido cuando salía de caza con los escuderos de su padre. No sabía cómo, pero Artal había escapado de la aldea y seguido su rastro por el bosque hasta dar con ella.

Al reconocerle, empezó a entender también lo que le rodeaba, a interpretar los sonidos y las formas, y un haz de luz le devolvió al mundo de los sentidos.

Artal era tan listo como muchos hombres, de pelaje espeso y completamente blanco, como un copo de nieve recién caído. No conocía el frío, aunque en los veranos calurosos sufría con el viento cálido de poniente. Le gustaba la lluvia y correr entre los charcos que se formaban alrededor de la torre. Eneca había perdido la noción del tiempo desde que se separó de su madre y llegó al puente sobre el río. Desde entonces, había caminado siempre hacia la salida del sol. No recordaba cuándo había desfallecido, pero al menos ya no estaba sola.

Conforme se iba recuperando, pensaba en qué habría sido de su padre, que defendía lo alto de la torre; de su abuela, que se quedó para ocultar su huida; ¿y su madre? ¿Por qué ella le había dejado sola?

No lo estaba. Artal frotó el hocico contra su espalda, empujándola para que se levantara. Eneca le hizo caso y le siguió entre la penumbra verdosa de la vegetación. Así, llegaron hasta un riachuelo, y Artal metió el morro en la corriente para beber con su alargada lengua. Después miró a Eneca y esta introdujo sus manos. El agua estaba fría, pero se lavó la cara, y comenzó a sentirse algo mejor. Se pasó las manos húmedas por el cuello, la frente y los hombros y volvió a introducir las dos palmas formando un cuenco del que beber. Aquello la devolvió a la vida.

—Vamos, Artal, tenemos que buscar algo de comer.

Eneca caminó siguiendo el curso del agua, rastreando la orilla, mientras su perro olisqueaba algunas plantas que iban encontrándose a su paso. Hasta que la muchacha se detuvo frente a un imponente árbol de cuyos pies brotaban raíces que se sumergían de nuevo en la tierra y sus ramas estaban tan altas que no podía alcanzarlas. Fue a la base de su tronco y escarbó, primero con las manos y, cuando se percató de que era tarea inútil, buscó un par de piedras. Con una de ellas dio forma a la otra, para después utilizarla en la misma tarea. Con ayuda de sus rudimentarios útiles, encontró unas raíces verdosas, que fue partiendo antes de lavarlas en el río. Masticó la primera de ellas, después la succionó, extrayendo toda la savia, continuó con la segunda a la vez que le daba otra a Artal.

Esa noche la pasaron en otro abrigo que encontraron antes de la puesta de sol, donde el riachuelo vertía sus aguas a un cauce mayor. Recordó cómo le habían enseñado a hacer fuego y buscó las rocas adecuadas, reunió hojas y ramulla secas, y, por último, se afanó en encontrar el lado donde menos pegara el viento para, después de casi una docena de intentos, lograr que una chispa cebara la escueta hoguera, a la que añadió ramas más considerables y alguna piña que prendió de manera efusiva. Se acurrucó contra Artal y cerró los ojos. Era complicado hacerlo cuando, en sueños, no dejaba de ver a sus padres sufriendo. Así que despertó antes del alba y permaneció en vigilia observando las estrellas de la bóveda celeste, todas estaban allí suspendidas y se movían al unísono alrededor de la tierra que pisaban los hombres.

Era hermoso verlas brillar y, en el profundo silencio de aquellas montañas, parecía como si pudieras elevarte y tocarlas con la punta de los dedos. No fue eso lo que sucedió, más bien lo contrario, pues creyó ver a un ser volando sobre las copas de los árboles. Quizá fuera uno de esos espíritus que pueblan el bosque, o de esas mujeres que son capaces de transformarse en formas extrañas y viajar de un lugar a otro.

Y soltó un tremendo grito cuando algo descendió frente a ella. Artal se despertó y se encaró con aquel ser. Era una lechuza blanca, que parecía mirarla impasible, mientras su perro ladraba de manera incesante.

—Tranquilo —le acarició el cuello—, no pasa nada, tranquilo. —El animal se fue apaciguando.

Frente a ellos la lechuza giró sus ojos rasgados. Eneca dio un par de pasos hacia ella, extendió su brazo derecho y lo colocó a escasos palmos del ave, que pestañeó antes de agitar sus enormes alas. Eneca no se movió y la lechuza se posó sobre su muñeca.

—Dime, ¿dónde están mis padres? —La lechuza no se giró—. Tú lo sabes, espíritu del bosque, ¿adónde debo ir?

La lechuza extendió de nuevo las alas y voló a unos pasos de distancia, mientras el resplandor de los primeros reflejos dorados del nuevo día asomaba por entre las montañas. El ave se elevó y voló hacia la salida del astro.

—¡Artal! Nos vamos.

La muchacha siguió el aleteo de la lechuza, mientras la claridad del día comenzaba a inundar el bosque, hasta que la perdió de vista. Miró a su alrededor. Se hallaba en un claro, en la ladera hacia un valle. Olfateó un olor que llamó su atención, parecía un fuego. Algo estaba quemándose cerca. Artal también se percató y siguió el rastro. Se detuvo y observó a Eneca, esperando. La niña buscó de nuevo a la lechuza, pero esta había desaparecido, así que caminó hacia su perro, que reanudó su marcha, avanzando por los matorrales. Eneca apenas podía seguirle entre la vegetación y estaba a punto de detenerse, cuando llegó a un lugar resguardado excavado en la roca. Una humareda blanca nacía de una fogata a sus pies. Ella se acercó precavida. No había nadie, pero sobre el fuego había una cazuela de barro.

—¿Quién eres tú? —la asustó una voz a su espalda.

La niña se volvió y halló frente a ella el rostro de una mujer con la piel más oscura que nunca habían visto sus ojos. Su mirada y su cabello también vestían de penumbra, e incluso sus ropas tenían el color de la noche.

—Me llamo Eneca.

—¿Y qué hace una pequeña como tú sola en el bosque?

—No estoy sola —replicó la niña—, tengo a mi perro y pronto mi madre vendrá a buscarme.

—Un magnífico mastín, ¿y de dónde vienes?

—De Xabier, mi padre es el tenente del castillo. Nos atacaron y... logramos huir.

—Interesante, ¿y quién atacó Xabier?

—El demonio de ojos de sangre.

La mujer se estremeció al oír aquellas palabras y escrutó de nuevo a la niña, esta vez con más énfasis y desconfianza.

—¿Tienes hambre? Estás hecha un saco de huesos. Siéntate ahí y comeremos algo caliente.

Eneca obedeció y la mujer le sirvió una sopa con tropezones de una carne cuya procedencia animal era difícil de adivinar, y también alimentó al perro.

—Una niña como tú no debe deambular sola, los hombres son unos animales y se dejan llevar por sus peores instintos. Es mejor que permanezcas conmigo.

—¡Tengo que encontrar a mis padres!

—Dime, ¿los has visto en tus sueños?

—No, a ellos no.

—Bien —asintió, al tiempo que se llevaba una hierba a la boca que comenzó a masticar—. Yo necesito ayuda, quédate aquí, al menos un tiempo. Hay cosas que debes aprender antes de seguir tu camino. Todo sucede por alguna razón, absolutamente todo. El destino nos guía a través de la vida, de esta y de las otras.

—¿Qué otras?

—Vaya, vaya. Veo que tienes mucho que aprender, voy a salir al bosque. Acompáñame, por favor.

Así lo hizo Eneca, pensando que le mostraría algo en particular, pero solo caminaron hasta un saliente pedregoso y permanecieron allí hasta que se puso el sol. Después, la mujer la llevó hasta el interior del refugio y la acomodó en una cavidad con el suelo de paja. Artal dormiría a su lado. Así pasó Eneca la noche en aquel sobrio lugar.

No fue la última. La niña fue acogida con cierta indiferencia por su anfitriona, que la ignoraba durante gran parte del día, pero que a la vez se encargaba de que comiera y no pasara frío. La mujer se llamaba Nunila y aquel abrigo era su morada. En su interior guardaba todo tipo de utensilios, hierbas y brebajes. La oquedad en la montaña era profunda y repleta de lugares de almacenaje. Además, dentro la temperatura era constante y había poca humedad. Nunila le ordenó limpiarla todos los días y Eneca, poco acostumbrada a esas labores, quiso oponerse al principio. Pero por alguna extraña razón, Nunila era de su agrado y sentía la necesidad de obedecerla.

Una mañana, salieron las dos juntas, acompañadas de Artal, al bosque.

—¿Adónde vamos? —preguntó Eneca.

—Hoy te voy a enseñar a recoger setas, así que presta atención, ya que son tan ricas y útiles como peligrosas. La mayoría de ellas tienen veneno. Toda seta buena tiene su gemela nociva. A veces la diferencia entre las dos variedades es tan sutil que muchos hombres las confunden y mueren.

Estuvieron caminando durante un buen tramo de la mañana.

—¡Eneca! Mira, ¿ves esa? Es una seta calabaza.

—Tiene como un sombrero.

—Así es, siempre es de color pardo, con el borde más claro. Crece entre hayas, robles y pinos. —Nunila se agachó y mostró a la niña cómo debía cortarla.

Deambularon todo el día por el bosque, recolectando setas y, al llegar la noche, guisaron las más sabrosas en el interior de la cueva.

—¿Recordarás cómo son las setas calabaza? —preguntó Nunila, sonriente.

—Sí, con un sombrero marrón, muy carnoso y un pie fuerte.

—¿Y nada más?

—Creo que no.

—¡Maldita niña! El sombrero tiene un margen más claro, su color no es uniforme. Si no eres capaz de fijarte en esos detalles, no me sirves para nada. ¿Cómo puedes ser tan estúpida? ¡No estoy más que perdiendo el tiempo contigo!

Eneca se fue llorando fuera de la cueva. Nunila tan pronto se mostraba amable y se preocupaba por ella, como cambiaba de manera súbita de humor, se encolerizaba y la despreciaba e ignoraba.

Pasaron las semanas y llegó el frío invierno, durante muchos días no pudieron salir de su refugio. A pesar de la cercanía, Nunila continuó sin hablar mucho con Eneca. De esta manera transcurrían los días para la niña, hasta que por fin llegó la primavera y después el buen tiempo. En una de las primeras noches de calor, Eneca se despertó en la oscuridad y descubrió un resplandor en el exterior del abrigo. Sin dudarlo, se incorporó y salió de la cueva. Fuera, las llamas de una colosal hoguera se alzaban hacia el cielo estrellado y Nunila las contemplaba en un extremo en silencio, ensimismada.

—¿No te vas a acercar? —le preguntó sin inmutarse.

Eneca fue hasta ella con cautela y se colocó a su izquierda. Nunila llevaba un cuchillo en la mano. Lo acercó al rostro de Eneca, que vio reflejado su propio miedo en el filo. No se movió, aguantando la respiración mientras el arma recorría, a muy poca distancia, su cuello. Nunila se detuvo, miró de nuevo a la pequeña y alzó el cuchillo hasta cortar un mechón de su pelo negro. Dio un par de pasos y lo dejó en el suelo, dentro de un círculo de piedras, al lado de una vela que se consumía.

—Hoy es el primer día del verano, la noche más larga. Momento de dejar atrás lo viejo y dar la bienvenida a lo nuevo. Ha llegado el día en que vas a renacer, Eneca. Durante estos meses, te he observado y por eso sé que a partir de hoy todo será distinto.

Nunila cogió el mechón y lo introdujo en una pequeña bolsa de cuero, a continuación metió también las piedras y lo poco que quedaba de la vela. La cerró y la guardó.

Nunila tenía razón. Después del solsticio nada fue lo mismo. Empezó a acompañar a la mujer al bosque, a recolectar plantas y raíces. Accedían a recónditos lugares, en lo más profundo del valle, entre frondosos robledales o a la sombra de cauces violentos de agua. Así Eneca comenzó a identificar a los habitantes de la montaña: osos, lobos, nutrias, gamos; también a los árboles, matorrales, plantas y hierbas. Con todo ello, como si fuera un curioso juego, cada día aprendía algo nuevo. Hasta que una noche se desató una terrible tormenta y comenzó a llover sin fin, durante tres jornadas no salieron de la cueva. Lejos de aminorar, la tempestad creció y una tormenta de rayos cayó sobre el bosque, desatando el pánico entre todas las criaturas. La niña jamás había visto algo así. Era como si desde arriba, Dios les castigara por sus pecados. El cielo amenazaba con abrirse y caer sobre sus cabezas.

—Tranquila, Eneca, pasará pronto. Tan solo es una fuerte tormenta.

—¿Y si es Nuestro Señor que está enfadado?

—¡Cómo! No digas tonterías. Desde los tiempos más remotos, los hombres han sentido la necesidad de explicar todo aquello que les rodeaba y provocaba miedo. Necesitaban dar un sentido al frío, la lluvia, la sequía, el hambre, las enfermedades, la muerte...

—¿Por qué? —inquirió Eneca.

—El miedo es la mayor amenaza que se cierne sobre nosotros. Pobre de aquel que vive con temor en su corazón, nunca encontrará la paz. El miedo nos hace querer creer cualquier cosa que nos libre de él. Por eso, cuando los hombres de la cruz trajeron al nuevo dios a nuestras tierras, muchos le abrazaron. Pero las montañas no le pertenecen, ellas tienen su propia diosa, la madre de la Tierra y la naturaleza. Ella es la que gobierna el tiempo. Si ella lo desea, puede llover intensamente durante días, o hacer un calor sofocante que seque los cultivos. Puede provocar a su antojo feroces vientos o densas neblinas allá en los montes donde habita.

—¿Dónde está la diosa?

—En la montaña, ahí tiene su morada. Aunque se nos muestra de numerosas formas, pues ella no transige con la mentira, el robo, el orgullo ni la falta de la palabra dada. No soporta a aquellos que afirman lo que no es y niegan lo que es.

—Me gusta que la diosa sea una mujer.

—Niña, debes tener muy claro una cosa. Muchos hombres atacan a la diosa por ser una mujer. Nos ven como seres malignos, afirman que somos más proclives a caer en las garras de la lujuria y el pecado. Que algunas de nosotras, mediante pactos con el demonio, nos convertimos en sus siervas y a cambio de ello obtenemos diversos poderes, desde provocar tormentas, hasta la muerte de nuestros enemigos.

—¿Hablas de brujas?

—¡Eneca! No debes dejarte engañar. ¿Dónde has oído tales patrañas?

—No recuerdo, en Xabier, creo que el cura decía que...

—Nosotras estábamos aquí mucho antes de que esos hombres llegaran. El clero ha asimilado como creencias cristianas ritos ancestrales arraigados en las gentes desde siglos atrás, para así controlarlos. Es más fácil construir una ermita sobre un lugar de ofrendas a nuestra diosa, santificándolo, que condenar su uso. Cuando la Iglesia prohíbe un rito pagano, y es ignorada por el pueblo de manera continuada, siempre opta por la misma opción: convertirlo en parte de su culto. Son listos esos religiosos, maldita sea si lo son.

—Entonces, ¿no existen las brujas?

—En la naturaleza hay muchos seres diferentes. Algunos se parecen a nosotros, pero otros no. Solo unos pocos son inofensivos, del resto debes estar siempre precavida.

—Mi abuela me hablaba de unos seres cuando iba a dormir, de las hadas. Decía que se aparecen a los caminantes en la noche del solsticio de invierno. Los hombres no pueden resistirse a sus llamadas, como ocurre con las sirenas, y se lanzan hacia sus cuerpos transparentes, cayendo al agua y hundiéndose hacia el fondo del lago.

—¡Qué estúpida! —exclamó sin la mayor precaución de no herir a la niña—. Las hadas son mujeres que viven en el bosque, en las cuevas, y cerca de corrientes de agua. Hay historias que aseguran que su poder lo generan el agua de los pozos y los manantiales, capaces de manejar el agua a su voluntad, secando las fuentes o parando el curso de los manantiales. Son seres poderosos, mujeres que fueron diosas en un tiempo anterior. Aléjate de ellas, no debes hablar nunca con ninguna de ellas, ¿entendido?

La niña asintió.

—¿Qué llevas colgando del cuello? ¿Es una cruz?

—Sí —respondió temerosa.

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4

Pamplona. Finales de noviembre del año 1027

Propinó un buen mordisco a la manzana y se le agrió el paladar con su amargo sabor. La miró y observó una lombriz retozando en su interior. Podría haber pensado que era el fruto prohibido, y aquel asqueroso ser, el demonio. Echó un vistazo a su alrededor y no vio a Eva, y lo que es peor, si aquello era el paraíso no quería ni imaginar cómo debía ser el putrefacto infierno.

El clima de aquel reino no le iba bien a su delicada salud. Tenía el cuerpo cubierto de manchas y de constantes picazones, sobre todo en la espalda. Las aliviaba con el uso constante de un cepillo de extremada dureza que, a la postre, le originaba callosidades que en demasiadas ocasiones degeneraban en sangrantes erupciones.

Tiró la manzana al fango y un par de muchachos surgieron de las sombras, como alimañas en el bosque, para mordisquearla. Cada vez le parecía más repulsivo el recóndito reino al que había llegado hacía ya varios meses.

«¿Por qué he accedido a venir?», repetía en su cabeza.

Todos sus compañeros habían abandonado estas tierras en busca de trabajos en otros territorios más al norte. Lejos de los infieles y más próximos a las cortes de Toulouse y París. Los que le rodeaban no dejaban de ser unos salvajes. La mayoría todavía vivían en las montañas y vestían con harapos. Resultaban grotescos en todo lo que hacían, en cómo se movían, en la forma en la que hablaban y, sobre todo, en la manera en que comían.

Había conocido alguno que se hacía llamar noble, ¡valiente analfabeto! Tenía más aspecto de bandido que de señor. Al sur de los Pirineos ya se sabía que todo era distinto. Los musulmanes habían conquistado todas estas tierras hacía varios siglos y ahora era cuando una serie de pequeños reinos y condados empezaban a ganarles terreno, de forma lenta y discontinua. Hasta que un rey había unido a todos ellos bajo su corona, Sancho el Mayor le llamaban. Rey de Pamplona, conde de Castilla, Ribagorza, Sobrarbe y Cea, conquistador de Astorga y León. Y a pesar de todos esos títulos, su corte nada tenía que ver con Aquisgrán, Amiens y, mucho menos, con Roma.

Se cruzó con una docena de hombres de armas, con sus yelmos de cervellera en forma de media esfera, reforzados por un aro del que pendía un protector para la nariz. Cogidos por el tiracol llevaban sus escudos hechos de madera ligera, entelada y encolada con engrudo de yeso. Eran de casi tres pies de alto, con forma de lágrima y la mayoría decorados con cruces metálicas. A él no le apasionaba la guerra cuerpo a cuerpo, la veía demasiado vulgar, como todo en esta tierra a la que había llegado.

Al menos no soplaba el viento, que era lo que más le repugnaba en este mundo. El viento podía provocar la locura en las gentes de bien. Él lo había visto: había conocido hombres que olvidaron la razón y nunca volvieron a ser cuerdos. Por eso lo temía tanto y procuraba resguardarse cuando soplaba con fuerza y, en especial, cuando lo hacía durante sucesivos días.

Esquivando inmundicias, excrementos de caballerizas y desperdicios de todo tipo, arribó a la puerta del palacio real.

«¡Santo Dios! Qué despropósito llamar así a un edificio tan mal construido, tan sobrio en detalles como escaso en envergadura y grandeza», pensó, ratificando su convicción de que aquel viaje había sido una nefasta idea, otra más en su haber. Quien usaba como su morada un edificio de tan malograda fábrica, no podía ser un monarca digno de llevar ninguna corona.

Explicó a los guardias quién era y fue escoltado hasta una segunda puerta, que no estaba vigilada. Uno de los hombres que le acompañaba golpeó la madera dos veces y la hoja se abrió. Tras ella apareció un hombre de escaso pelo, piel arrugada por los años y un vestuario más propio de un infiel, con ropas anchas y coloridas.

Le invitó a que le siguiera por una alargada y fría sala. No había nadie más en ella. De los muros colgaban sobrias telas, tan escasas en detalles como el palacio en grandeza. Supuso que su única función sería resguardar aquellas estancias del frío. Le resultó inusual aquella soledad, más acostumbrado a las multitudes de las cortes de otros reinos cristianos.

Prosiguieron hasta llegar a una nueva puerta. Su acompañante llamó otras dos veces y en esta ocasión fue él mismo quien la abrió, haciendo un gesto para que pasara primero. Así lo hizo, y entonces se topó con dos guardias al otro lado del umbral, que golpearon el suelo con las canteras de hierro de sus lanzas, llevándose un buen susto. Entró en un salón que no tenía nada que ver con todo lo que había visto hasta entonces. De sus muros colgaban ricos tapices, escudos, pendones y espadas. A sus pies, una alfombra alargada, de preciosos dibujos vegetales y colores oscuros. Y, sin embargo, lo que más llamó su atención fueron las esculturas. A ambos lados del pasillo que delimitaba la alfombra, había tres figuras de tamaño natural, realizadas en mármol y con restos de una pigmentación antigua, todavía apreciable. Observó la calidad de los detalles, la expresividad de los rostros y el trabajo de la anatomía de los cuerpos.

«Estas gentes no han podido hacer tales obras de arte, es del todo imposible», pensó. Él conocía esa forma de trabajar, era antigua, de la época en que Roma dominaba el mundo. Por lo tanto, debían de haber sido compradas o ser parte de un botín. Esto último fue lo que más le convenció.

—Espectaculares, ¿verdad? —pronunció una voz, cuyo eco inundó toda la sala.

—Desde luego.

—Estaban bajo este mismo suelo —continuó quien presidía la sala desde el otro extremo.

—¿Aquí? —se quedó dudando, pero avanzó por la estancia—. Claro... —entendió entonces cual era el origen—, esta ciudad fue fundada por Pompeyo.

—Así es, un cónsul de la antigua Roma. Las raíces de mi reino se hunden más profundamente de lo que creen al otro lado de los Pirineos.

El hombre que hablaba con un fuerte acento no era otro sino el rey, la corona sobre su cabeza no dejaba lugar a la duda. Desde lo alto de su trono, acompañado de solo dos hombres dispuestos a ambos lados, el monarca hablaba recostado sobre el respaldo real.

De nuevo, escasa presencia.

«¿Dónde se ocultan los consejeros, bufones, caballeros y demás?» Se prodigaban siempre de forma numerosa en otras recepciones a las que él había asistido. Se sentía extraño en una corte tan austera, y más desconcertante a cada instante que pasaba en ella.

Sin duda, el reino de Pamplona era diferente, quizá lo había subestimado.

—Estas esculturas son de un tiempo muy lejano —comentó él—, yo diría que alguna de ellas puede tener casi mil años.

—Dicen mucho de quien gobernó estas tierras antes de mi linaje, ¿verdad? —comentó el monarca—. Sugieren que se trataba de un hombre poderoso, con riqueza. Aunque desconozca lo que consiguió en vida, puedo hacerme una idea de su poder.

—Eso creo yo también.

—¿Qué tiene la piedra que hace inmortales a los hombres?

—Los hombres mueren, sus construcciones permanecen, en ocasiones para toda la eternidad.

—Exacto —respondió el rey complacido—, la memoria es efímera, lombardo. El poder, la alegría, la comida, el sexo, todo es volátil. Sin embargo, las iglesias y los castillos que levantamos... Ellos son eternos.

—Si están bien construidos —se atrevió a puntualizar.

—Por supuesto. —El monarca soltó una carcajada—. Aunque a veces es complicado saber si las cosas se hacen de la forma correcta o no, ¿verdad? Reinar es una pesada carga, y lo es más si no sabes qué sucederá cuando ya no estés en este mundo.

El rey permaneció en silencio, con la mirada clavada en su anillo de oro y sujetando fuerte la empuñadura de su espada, atada a la cintura. Los consejeros a su lado intercambiaron una mirada interrogante sin respuesta.

—Eso es lo que me quita el sueño. Supongo que les pasa a todos los padres, pero yo soy rey. Tengo cuatro hijos varones y una hija, y miles de súbditos y vasallos. ¿Cómo voy a dormir bien?

—Yo no tengo hijos, todos murieron. Así que no puedo ayudaros en esos menesteres —afirmó con templanza—. ¿Qué queréis exactamente de mí, alteza? —La frialdad del lombardo sorprendió a los consejeros, mientras que al monarca pareció agradarle.

—Te seré franco, puesto que tú lo eres —contestó sin remoloneo en la respuesta—. Mi reino es extenso, el mayor que ha conocido mi linaje —suspiró—. A mi muerte, dividiré mis territorios entre todos mis hijos.

El lombardo tragó saliva. Sabía que aquella información era restringida y que el rey estaba comprometiéndolo al compartirla con él.

—Mi primogénito, García, será un excelente rey de Pamplona. Fernando es ambicioso e inteligente, y sabrá hacer adecuado uso de su herencia. Gonzalo todavía es demasiado pequeño, no sé cómo será su carácter ante las adversidades, y Ramiro nació antes de que yo me desposara, por lo tanto deberá asumir su papel secundario.

—Alteza, yo soy constructor, no un noble de vuestro consejo. Perdonadme que insista, pero no acabo de entender por qué habéis reclamado mi presencia para hablar de temas que incumben solo a vuestros súbditos.

—Eres extranjero, pero estás en el invierno de la vida, como yo. Por eso sé que me entenderás. La carne se pudre, las historias de los reyes pueden desaparecer, como las de aquellos que construyeron estas hermosas esculturas. Solo la piedra permanece —e hizo una pausa—, la piedra y la fe. Lombardo, quiero que construyas una poderosa fortaleza en el límite más al mediodía de mis territorios, frente a los musulmanes.

—Alteza, yo...

—Escucha, deseo que esos infieles vean cómo se levanta, que la teman. Quiero que sea una punta de lanza, que obligue a mis hijos a continuar la lucha y expandir el reino hacia el mediodía, hacia Saraqusta.

—La Ciudad Blanca, nada me gustaría más que ver su muralla y sus palacios. Os agradezco la confianza, pero no sé si soy el hombre indicado para esta misión.

—Lombardo, tú eres el único que puede hacerlo. —El rey pronunció aquellas palabras con tal contundencia que parecían labradas en piedra—. Por favor, reflexiona conmigo. Tu existencia también se apaga, ¿por qué no construir algo que la prolongue en la eternidad? —le preguntó sin darle tiempo a responder—. Deseo un castillo como nunca antes se ha construido, poderoso, inexpugnable. Nada de motas, nada de torres en las que esconderse. ¡No! Anhelo un castillo que pueda resistir un prolongado asedio, que permita guarecer a suficientes hombres de armas para atacar ciudades, reinos. Quiero una fortaleza por la que se me recuerde cuando yo no esté aquí. Que dentro de un milenio, las gentes que habiten estas tierras miren ese castillo igual que nosotros admiramos ahora estas estatuas que nos rodean.

—Alteza, es un sueño ambicioso lo que me proponéis, pero una obra así necesitará recursos y abundante mano de obra...

—Dispondrás de todo lo necesario.

—Lamento tener que ser yo quien os haga ver la realidad, pero por lo que he visto de vuestro reino, no estáis preparados para una obra de tal magnitud. Apenas disponéis de edificios relevantes.

—Por eso vinisteis vosotros. Desde el Mare Nostrum hasta el río Aragón habéis edificado decenas de iglesias y castillos, y, sin embargo, ahora nos habéis abandonado, ¿por qué?

—Los maestros lombardos somos solo constructores, no nos debemos a ningún reino.

—Esa no es una respuesta a mi pregunta. ¿Por qué razón habéis dejado iglesias a medio terminar, torres sin cerrar, castillos sin defensas...?

—No seré yo quien responda algo que vos sabéis mejor que yo. Lo que sí diré es que me llamasteis y aquí estoy.

—Eso es cierto, ¿por qué aceptaste venir? Todos los demás como tú se han marchado.

—A veces... —se detuvo—, es complicado de explicar.

—Está bien, no tengo más tiempo que perder. Dejemos todo lo demás a un lado: ¿construirás mi castillo?

—¿Por qué yo?

—Porque no hay nadie más que pueda hacerlo.

—No suena muy convincente, ¿no creéis, alteza?

—O quizá sí, el destino ha querido que seas el último lombardo que quede a este lado de los Pirineos. Es posible que sea una señal.

—Yo no creo en las señales.

—No tienes la obligación de hacerlo, no eres rey. En cambio, no es un lujo que yo pueda permitirme. Debo tenerlas en cuenta, puesto que todo detalle es trascendental a la hora de reinar.

—¿Habéis elegido el emplazamiento?

—Sí, y puedo asegurarte que no te defraudará.

castillo-12

5

Valle del río Cinca. Día de San Marcos,
25 de abril de 1028

El río corría como un animal desbocado en busca del llano, hacia tierra de infieles. Ni siquiera un caballo al galope podría seguir su ritmo. Fortún se imaginaba flotando sobre esas aguas que bajaban salvajes desde las cumbres de los Pirineos. Tan altas, que ningún hombre había logrado llegar hasta la cima. Decían los más viejos que, conforme ascendías por sus laderas, cada vez respirabas con mayor dificultad y caminabas más despacio, como si te pesaran las piernas, los huesos y hasta las pestañas. Algunos habían llegado a desfallecer en su aventura y otros terminaban perdidos o eran presa del frío y las tormentas.

A pesar de ello, él soñaba con coronar alguno de esos picos que se erigían majestuosos sobre valles, ríos y bosques.

«¿Cómo será ver el mundo desde ahí arriba?», se preguntó.

Estar a tamaña altura debía de ser lo más parecido a volar que puede sentir un hombre. Quizás ese fuera el motivo por el que Dios había levantado las montañas, para que podamos sentirnos como pájaros.

«¿Cómo lo ha hecho...? En su infinita sabiduría, ¿cómo ha...?»

—¡Fortún! ¡Despierta! —gritó su padre—. Ya estás otra vez, ¿qué demonios te pasa? ¿Por qué me ha tenido que tocar a mí un hijo como tú?

Apenas habían hablado en todo el trayecto, como si cada uno caminara en una profunda discusión consigo mismo. A veces, Juan tenía la sensación de que Fortún era como un perro que le seguía a cualquier lugar a la espera de que le tirara algún currusco de pan. Andaba siempre en silencio, envuelto en sus pensamientos, como si viviera en un mundo distinto, no se parecía en nada a él.

Durmieron dos noches más al raso, en las que tuvieron suerte y cazaron un par de perdices con las que alimentarse bien. Aquel día de primavera hacía bueno, avanzaban por un itinerario pedregoso y abrupto, en un territorio no frecuentado en la extremadura entre los dos reinos. Una tierra de nadie, en la que era difícil saber si estabas en el lado de la media luna o de la cruz.

Muchos se habrían perdido en las zonas en las que la vegetación se había comido el sendero. No Juan, él era decidido, seguro de sí mismo. De lo contrario, cómo si no hubiera logrado un hombre como él, con tan escasos bienes que ofrecer, que la madre de Fortún le aceptara como esposo. La verdad era que Juan todavía se sorprendía de que ella se hubiera fijado en él.

Era la más hermosa de las mujeres que había conocido, la más buena, la más dulce... Provenía de una familia de alfareros respetada en todo el valle de Hecho. Devota cristiana, fiel y cariñosa esposa. Su mujer era... Mejor no seguir pensando en ella. A Juan aquello no le podía traer nada bueno. La melancolía puede llegar a ser un poderoso veneno, que mata el alma de los hombres poco a poco, sin darse cuenta.

Llegaron a un desfiladero que daba a otro valle más al sur, y Juan se detuvo para inspeccionar el terreno. Dudó, aunque fiel a la tozudez característica de los habitantes de aquel pequeño condado, enfiló el paso, firme y decidido. Aun así, se volvió a detener, recorrió con la lengua toda su boca y se frotó los ojos.

—No es buena idea.

—Vamos, padre, no hay nadie.

—Silencio —ordenó con una mirada llena de rabia, como si hubiera proferido una blasfemia—. Calla y obedece. De todos modos, eso es lo que te espera el resto de tu vida como no cambie nuestra suerte.

Juan observó la entrada, no había huellas en el suelo y la vegetación no era uniforme. Se adivinaban zonas demasiado espesas, que se mezclaban con otras menos frondosas. Aquello no le convencía.

Fortún permanecía en silencio, con la cabeza agachada tras la reprimenda.

—No podemos tomar otro camino, si lo hacemos no llegaremos a tiempo —murmuró—. Así que pégate a mí y obedéceme en todo lo que te diga, ¿entendido? ¡No hagas ninguna estupidez!

Fortún asintió con la cabeza. Era un muchacho imberbe, con las mejillas coloradas por el frío, enjuto y que no sabía estarse quieto. Siempre movía sus piernas nervioso, como presto a echar a correr, deseoso de huir.

—¿No vas a responderme?

—Has dicho que me callara.

Juan suspiró, uno de tantos suspiros desde que nació Fortún, hacía ya catorce largos años.

Se adentraron en el desfiladero, donde el sol caía de forma cenital sobre sus cabezas y no llegaba a iluminar las paredes de piedra ocre que les rodeaban, que parecían unas fauces capaces de engullir a cualquiera que mostrara la suficiente insensatez de penetrar en ellas. Juan animó el paso para salir de allí cuanto antes, temeroso de que las sombras que se formaban entre las piedras tomaran vida y se abalanzaran sobre ellos. O que aquel fuera lugar de refugio de los espíritus del bosque y que ellos, con su presencia, estuvieran enturbiando su descanso.

La garganta era profunda, como una cicatriz en medio de las montañas. Caminaban todo lo deprisa que estaba a su alcance y, aun así, las paredes de roca seguían cerrándose sobre ellos como una inmensa boca de piedra.

Juan no pensó que costara tanto atravesarla. Definitivamente, no había sido una buena idea. Se encontraban a merced de cualquier animal salvaje falto de alimento. La humedad y la penumbra se evidenciaban cada vez más, el musgo cubría las paredes que habían perdido su color, el suelo se volvía movedizo bajo sus pies y se agarraba a su calzado en cada pisada. Cualquier ruido parecía delatar un peligro y, a cada paso, el sol se asemejaba más a un lejano recuerdo.

Por todo ello, el suspiro de alivio que lanzó Juan al verse al otro lado de la garganta fue tan profundo, como breve. Pues la alegría por escapar de aquella prisión de piedra se tornó temor cuando, a la salida, dos hombres surgieron entre la maleza armados con un hacha de cortar madera y un cuchillo de filo largo.

—Buenos días, viajeros —pronunció el más esbelto de ellos, imitando una postiza amabilidad—. Bienvenidos a estas tierras, nos alegramos de que nos honréis con vuestra visita. Como ya sabréis, todo el que llega a través de esta hoz debe pagar el peaje de paso.

—No tenemos nada de valor.

—Vamos, vamos. No seas tan modesto.

—Os lo aseguro, miradnos. —Juan abrió los brazos—. Ojalá tuviéramos algo con que pagaros.

—¿Y tu bolsa?

—Soy carpintero, esas son mis herramientas para trabajar. Sin ellas nos moriremos de hambre.

—Míranos bien, ¿de verdad piensas que nos importa algo lo que os ocurra? —El más robusto, que llevaba el hacha en las manos, se acercó y le quitó la bolsa sin que Juan opusiera resistencia alguna.

—Esto vale poco —dijo al escarbar dentro de ella.

—¿Qué más escondes, carpintero? —insistió el que parecía al mando.

—Nada, solo eso y sin ellas...

—¡Cállate! Pues en ese caso... si no tienes nada más con lo que pagar, nos llevaremos al muchacho. Algo sacaremos por él vendiéndolo de esclavo.

—Es muy torpe, no vale nada —afirmó Juan, dando un paso al frente y dejando a su hijo detrás de él.

—Eso lo decidiremos nosotros, en tierra de moros siempre hay quienes valoran bien a los jóvenes cristianos. Hay gustos de todo tipo entre los infieles.

Juan apretó fuerte el puño, pero sabía que no era buena idea. Miró a su hijo, y al hacerlo no pudo evitar ver los ojos de su difunta esposa.

—¡Corre, Fortún! ¡Corre!

El bandido al mando se abalanzó rápido sobre el joven y le propinó un puñetazo que lo tumbó de un solo golpe. Juan buscó con qué defenderse, solo halló una alargada rama de pino seca.

—¿De verdad pretendes luchar con eso? —Reía su oponente con malicia.

—¿Acaso tienes miedo? —desafió el carpintero.

Aquel comentario enfureció al bandido, que le lanzó el hacha y que Juan esquivó con inesperada habilidad, para luego golpearle con toda su fuerza en el costado. El trozo de pino se resquebrajó acompañado de un lamento agudo de dolor.

Su enemigo se rehízo y volvió a atacar lanzando dos violentos hachazos. El primero no fue peligroso, pero en el segundo, el filo del hacha pasó tan cerca de su rostro, que Juan sintió por un momento que la vida se le acababa. Y tal vez fuera cierto, porque el otro bandido dejó a Fortún en el suelo y le rodeó por la espalda.

—Se acabó la fiesta, valiente. Tú lo has querido.

El hacha describió un abultado arco en el cielo para caer directa contra el rostro de Juan, cuando una flecha surcó el viento y se clavó en la mano que la sostenía, haciendo que el arma cayera a un palmo de su mirada, cortando el aliento del carpintero.

El grito de dolor fue aterrador. El otro ladrón avanzó para acabar con él, pero una nueva flecha encontró blanco en su hombro derecho. Aquello no le detuvo y siguió avanzando. Fue entonces cuando una figura salió de la nada, embutida en una larga garnacha negra con una capucha que le cubría la cabeza. Parecía un espectro de los que guardan la noche, corriendo hacia ellos a la vez que tensaba su arco y lanzaba otra flecha que se incrustó en el brazo del corpulento asaltante. El bandido, a pesar de perder el cuchillo, siguió hacia Juan dispuesto a arrancarle la vida de cualquier forma. El arquero se ancló a veinte pies de ellos, tensó la cuerda y su siguiente lanzamiento fue directo a clavarse entre los ojos de su enemigo.

Mientras, el otro oponente, malherido, intentaba recuperarse. Antes de que pudiera hacerlo, Juan agarró el hacha y giró sobre sí mismo para rasgar con ella la garganta de su enemigo, que se derrumbó escupiendo borbotones de espuma blanca enrojecida. Se retorció en el suelo intentando balbucear, aunque las únicas palabras que salían de sus labios estaban teñidas de sangre.

Fortún se había incorporado con el rostro dolorido y observaba boquiabierto el sangriento escenario.

—Gracias —Juan se llevó la mano al pecho y cayó de rodillas, exhausto por la tensión—, os lo agradezco en mi nombre y en el de mi hijo, mi señor.

—Más os valía ser más precavidos.

El arquero se detuvo. Calzaba unas botas altas colocadas directamente sobre las calzas, parecía ágil y delgado. Entre las sombras en las que se ocultaba su rostro, brillaban dos inmensos ojos azules. Con ambas manos se liberó de la capucha y ante ellos se descubrió una joven de una belleza turbadora.

—Eres una mujer... —Juan balbuceó con torpeza—, ¿cómo es posible?

—¿De verdad un hombre de tu edad necesita que le explique eso?

Juan tenía

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