Palabras radiantes (El Archivo de las Tormentas 2)

Brandon Sanderson

Fragmento

AGRADECIMIENTOS

Como cabe suponer, producir un libro del Archivo de las Tormentas constituye una labor ardua. Requirió casi dieciocho meses de escritura, desde el borrador hasta la revisión final, e incluye trabajos de cuatro ilustradores distintos y la experta mirada crítica de un buen número de profesionales, por no mencionar los equipos que se dedican a la producción, publicidad, marketing, y todo lo demás que necesita un libro importante para tener éxito.

Desde hace unas dos décadas, El Archivo de las Tormentas ha sido mi sueño: la historia que siempre deseé contar. Las personas que mencionaré a continuación contribuyeron a que mi sueño se hiciera realidad, y no hay palabras para expresar mi gratitud por sus esfuerzos. En el caso de esta novela, el primero de la lista tiene que ser mi ayudante y principal corrector, el competente Peter Ahlstrom, quien dedicó muchas horas a este libro. Tuvo que enfrentarse a mi obstinación en determinadas cuestiones que no acababan de encajar en la trama... y acabó convenciéndome de mi error en la mayoría de los casos.

Como siempre, Moshe Feder (el hombre que me descubrió como escritor) llevó a cabo una excelente labor editorial en el libro. Joshua Bilmes, mi agente, desplegó su buen hacer tanto como representante como en su experiencia en el mundo editorial. Le acompañan Eddie Schneider, Brady «Palabras Bradiantes» McReynolds, Krystyna Lopez, Sam Morgan, y Christa Atkinson en la agencia. En Tor, Tom Doherty aceptó que le entregara un libro aún más extenso que el último (cuando le había prometido que sería más corto). Terry McGarry corrigió las pruebas, Irene Gallo es responsable de la dirección artística de la cubierta, Greg Collins del diseño interior, el equipo de Brian Lipofsky en Wetchester Publishing Services de la composición, Meryl Gross y Karl Gold de la producción, Patty García y su equipo de la publicidad. Paul Stevens actuó como superhombre cada vez que le necesitamos. Muchísimas gracias a todos vosotros.

Puede que hayan advertido que este volumen, como el anterior, cuenta con unas ilustraciones sorprendentes. Mi visión del Archivo de las Tormentas ha sido siempre la de una serie que trascendía las expectativas artísticas habituales en un libro de su naturaleza. Por tanto, es un honor que, de nuevo, mi ilustrador favorito, Michael Whelan, se haya implicado en el proyecto. Considero que su cubierta transmite la esencia de Kaladin a la perfección, y me siento enormemente agradecido por el tiempo extra que dedicó a la portada (por insistencia propia), realizando tres borradores hasta quedar satisfecho. Que las guardas muestren también la excelente labor de Shallan es más de lo que esperaba, y me siento honrado por lo bien que queda todo el conjunto.

Cuando comencé El Archivo de las Tormentas, hablé de tener «artistas invitados» que colaboraran esporádicamente. Tenemos los primeros en esta novela, de los cuales Dan dos Santos (otro de mis dibujantes favoritos y responsable de la cubierta original de El aliento de los dioses) accedió a hacer algunas ilustraciones interiores.

Ben McSweeney regresó amablemente para hacer más increíbles bocetos para nosotros. Trabajar con él es una auténtica delicia, sobre todo por su rapidez en captar mis ideas, incluso cuando no estoy del todo seguro de lo que quiero: pocas personas conozco en las que talento y profesionalidad se combinen como en el caso de Ben. Pueden encontrar más obra suya en InkThinker.net.

Hace mucho tiempo, casi diez años ya, conocí a un hombre llamado Isaác Stewart, quien, además de ser aspirante a escritor, era un ilustrador excelente, sobre todo en lo relativo a mapas y símbolos. Comencé a colaborar con él en mis libros (empezando con «Nacidos de la Bruma») y él acabó por prepararme una cita a ciegas con una mujer llamada Emily Bushman... con quien al final me casé. Así que no es preciso mencionar que le debo a Isaác unos cuantos favores. Con cada libro en el que trabaja, esa deuda se incrementa según voy viendo el sorprendente trabajo que desarrolla. Este año decidimos hacer su implicación un poco más oficial, ya que lo contraté a tiempo completo para que fuera ilustrador interno y me ayudara con las tareas administrativas. Así que si lo ven, denle la bienvenida al equipo. (Y díganle que siga trabajando en sus propios libros, que no están nada mal.)

También está con nosotros en Dragonsteel Entertainment Kara Stewart, la esposa de Isaác, como nuestra gerente de envíos. (Lo cierto es que intenté contratar a Kara primero, e Isaác señaló que alguna de las cosas para las que quería contratarla las podía hacer él. Y así acabé con los dos, en un acuerdo muy ventajoso.) Ella es la persona con quien contactarán si piden camisetas, pósteres o artículos similares a través de mi web. Y es genial.

Recurrimos a unos cuantos asesores expertos en este libro, incluyendo a Matt Bushman por su experiencia como poeta y compositor. Ellen Asher nos dio grandes indicaciones en las escenas con caballos, y Karen Ahlstrom fue una asesora adicional en poesía y canciones. Mi’chelle Walker nos asesoró en escritura alezi. Finalmente, Elise Warren nos ofreció consejos certeros en cuanto a la psicología de un personaje clave. Gracias a todos por prestarme vuestros cerebros.

Este libro ha tenido bastantes lectores previos con estrictas restricciones de tiempo, así que envío un cordial saludo de los puentes a quienes participaron. Son: Jason Denzel, Mi’chelle Walker, Josh Walker, Eric Lake, David Behrens, Joel Phillips, Jory Phillips, Kristina Kugler, Lyndsey Luther, Kim Garrett, Layne Garrett, Brian Delambre, Brian T. Hill, Alice Arneson, Bob Kluttz y Nathan Goodrich.

Los correctores de galeradas en Tor incluyen a Ed Chapman, Brian Connolly y Norma Hoffman. Entre los correctores de la comunidad se encuentran Adam Wilson, Aubree y Bao Pham, Blue Cole, Chris King, Chris Kluwe, Emily Grange, Gary Singer, Jakob Remick, Jared Gerlach, Kelly Neumann, Kendra Wilson, Kerry Morgan, Maren Menke, Matt Hatch, Patrick Mohr, Richard Fife, Rob Harper, Steve Godecke, Steve Karam y Will Raboin.

Mi grupo de escritura consiguió llegar a la mitad del libro, lo cual es mucho, considerando su extensión. Para mí son un recurso valiosísimo. Sus miembros son: Kaylynn ZoBell, Kathleen Dorsey Sanderson, Danielle Olsen, Ben-hijo-hijo-Ron, E. J. Patten, Alan Layton y Karen Ahlstrom.

Y, finalmente, gracias a mi querida (e inquieta) familia. Joel, Dallin y el pequeño Oliver me ayudan a conservar la humildad cada día haciendo que siempre sea «el villano» que es derrotado. Mi encantadora esposa, Emily, ha soportado mucho este último año, a medida que las giras se hacían más largas, y sigo sin estar seguro de qué habré hecho para merecérmela. Gracias a todos por conseguir que mi mundo sea mágico.

HACE SEIS AÑOS

Jasnah Kholin fingía disfrutar de la fiesta y nada en su comportamiento indicaba que pretendía ordenar la muerte de uno de los invitados.

Recorrió el abarrotado salón de baile, prestando atención a las conversaciones mientras el vino soltaba las lenguas y enturbiaba las mentes. Su tío Dalinar lo estaba disfrutando plenamente, de pie ante la alta mesa y gritando a los parshendi que trajeran a los percusionistas. Elhokar, el hermano de Jasnah, corrió a hacerlo callar, aunque los alezi hicieron gala de su educación haciendo caso omiso al estallido de Dalinar. Todos menos la esposa de Elhokar, Aesudan, que disimuló una sonrisa tras un pañuelo.

Jasnah se alejó de la mesa y continuó recorriendo la sala. Tenía una cita con una asesina, y se alegraba de dejar atrás la abarrotada estancia, donde se concentraban desagradablemente demasiados perfumes. Un cuarteto de mujeres hacía sonar sus flautas en una plataforma elevada frente a la chimenea encendida, pero la música hacía tiempo que se había vuelto aburrida.

Al contrario que Dalinar, Jasnah atraía las miradas. Aquellos ojos que se posaban en ella eran como moscas en la carne podrida, siguiéndola constantemente. Los susurros parecían alas zumbonas. Si había una cosa que en la corte alezi tenía más éxito que el vino eran los chismorreos. Todos esperaban que Dalinar se dejara llevar por la bebida durante un banquete, pero ¿que la hija del rey cediera a la herejía? Eso sí que no tenía precedentes.

Jasnah había hablado de sus sentimientos precisamente por ese motivo.

Dejó atrás la delegación parshendi, que se congregaba junto a la alta mesa, departiendo en su rítmico lenguaje. Aunque esta celebración los honraba a ellos y al tratado que habían firmado con el padre de Jasnah, no parecían festivos ni felices, sino nerviosos. Naturalmente, no eran humanos, y la forma en que reaccionaban a veces resultaba extraña.

Jasnah quería hablar con ellos, pero su cita no podía esperar. Había fijado previamente el encuentro para que se produjera en plena fiesta, cuando casi todos estarían distraídos y borrachos. Se encaminó hacia las puertas y de pronto se detuvo.

Su sombra apuntaba en la dirección equivocada.

La sala sofocante, abarrotada y ruidosa pareció alejarse. El alto príncipe Sadeas atravesó una sombra que apuntaba claramente hacia la lámpara de esferas de la pared cercana, pero como conversaba animadamente con su acompañante, Sadeas no se dio cuenta. Jasnah contempló aquella sombra y sintió que la piel se le perlaba de sudor, y el estómago se le tensaba, como le sucedía cuando estaba a punto de vomitar. Otra vez no. Buscó otra fuente de luz. Un motivo. ¿Podría encontrar un motivo? No.

La sombra se volvió lánguidamente hacia ella, rezumando hacia sus pies para luego estirarse hacia el otro lado. La tensión de Jasnah cesó. Pero ¿lo había visto alguien más?

Por fortuna, mientras estudiaba la sala no se topó con ninguna mirada de sorpresa. La atención de la gente se había vuelto hacia los percusionistas parshendi, que en ese momento atravesaban ruidosamente la puerta para prepararse. Jasnah frunció el ceño al advertir a un criado que no pertenecía a esa raza, vestido con amplios ropajes blancos, que les ayudaba. ¿Un shin? Eso no era habitual.

La joven recuperó la compostura. ¿Qué significaban estos episodios que sufría? Según las supercherías que se contaban, las sombras de conducta extraña significaban que estabas maldito. Normalmente no hacía el menor caso de esas habladurías, pero algunas supersticiones tenían una base cierta. Sus otras experiencias lo demostraban. Tendría que seguir investigando.

Los pensamientos calmados y lógicos le parecían mentira comparados con la verdad de su piel fría y pegajosa y el sudor que le corría por la nuca. Pero era importante permanecer racional en todo momento, no solo cuando estaba tranquila. Se obligó a atravesar las puertas, cambiando la sofocante sala por el silencioso pasillo. Había elegido la salida trasera, que solían usar los criados. Era, después de todo, la ruta más directa.

Allí, los maestros de sirvientes vestidos de negro y blanco iban de un lado al otro cumpliendo los encargos de sus brillantes señores o damas. Jasnah ya había contado con eso, pero no había previsto que su padre estuviera allí delante, charlando tranquilamente con el brillante señor Meridas Amaram. ¿Qué estaba haciendo el rey allí?

Gavilar Kholin era más bajo que Amaram, pero este se encorvaba en presencia del rey. Eso era algo habitual, pues Gavilar hablaba con tanta intensidad que querías inclinarte y prestar atención para captar cada palabra e implicación. Era un hombre atractivo, no como su hermano, con una barba que realzaba la línea de su fuerte mandíbula en vez de cubrirla. Tenía un magnetismo y una intensidad personal tales que Jasnah consideraba que ningún biógrafo había conseguido aún describirlo fielmente.

Tearim, capitán de la guardia del rey, permanecía tras ellos. Llevaba la armadura Esquirlada de Gavilar: el rey había dejado de llevarla últimamente, pues había preferido confiársela a Tearim, famoso por ser uno de los grandes duelistas del mundo. El monarca había optado, en cambio, por lucir túnicas de majestuoso estilo clásico.

Jasnah se volvió a mirar el salón de celebraciones. ¿Cuándo se había escabullido su padre? «Tonta —se acusó—. Tendrías que haber comprobado si estaba todavía allí dentro antes de salir.»

Ante ella, Gavilar apoyó la mano en el hombro de Amaram y alzó un dedo. Hablaba de manera rotunda pero en voz baja, y Jasnah no llegó a captar lo que decía.

—¿Padre? —preguntó.

Él se volvió a mirarla.

—Ah, Jasnah. ¿Te retiras tan temprano?

—No se puede decir que sea temprano —contestó ella, acercándose. Le parecía obvio que Gavilar y Amaram habían salido a buscar intimidad para mantener su charla—. Esta es la parte más tediosa de la fiesta, cuando las conversaciones se vuelven más fuertes pero no más inteligentes, y la compañía se embriaga.

—Mucha gente considera que eso es divertido.

—Mucha gente, por desgracia, es idiota.

Su padre sonrió.

—¿Tan difícil te resulta vivir con el resto de nosotros, sufriendo nuestras inteligencias mediocres y simples pensamientos? —preguntó con suavidad—. ¿Resulta solitario ser tan única en tu brillantez, Jasnah?

Ella lo aceptó como la reprimenda que era y descubrió que se ruborizaba. Ni siquiera su madre, Navani, podía causar ese efecto en ella.

—Tal vez si encontraras amistades agradables disfrutarías de las fiestas —añadió Gavilar. Sus ojos se volvieron hacia Amaram, a quien hacía tiempo que veía como posible pareja para ella.

Pero eso era algo que no sucedería. Amaram la miró a los ojos, luego murmuró unas palabras de despedida al rey y se marchó presuroso pasillo abajo.

—¿Qué encargo le has encomendado? —preguntó Jasnah—. ¿Qué maquinas esta noche, padre?

—El tratado, naturalmente.

El tratado. ¿Por qué le preocupaba tanto? Otros le habían aconsejado que ignorara a los parshendi o los conquistara. Gavilar insistía en alcanzar un acuerdo.

—Debería regresar a la celebración —dijo el rey, haciendo una señal a Tearim. Los dos se encaminaron hacia la puerta por la que Jasnah había salido.

—¿Padre? —dijo ella—. ¿Qué me estás ocultando?

Él se volvió a mirarla y se detuvo un instante. Ojos verde claro, señal de su buena cuna. ¿Cuándo se había vuelto tan juicioso? Tormentas... Jasnah se sentía como si ya no conociera a este hombre. Una transformación tan sorprendente en tan corto espacio de tiempo.

Por la forma en que la inspeccionaba, casi parecía que no confiaba en ella. ¿Sabía lo de su encuentro con Liss?

El rey se dio media vuelta sin decir nada más y regresó a la fiesta, seguido por su guardia.

«¿Qué está pasando en este palacio?», pensó Jasnah. Inspiró profundamente. Tendría que seguir indagando. Por suerte, su padre no había descubierto sus encuentros con asesinos, pero aunque lo hubiera hecho, ella habría seguido adelante con su plan a pesar de todo. Sin duda el rey comprendería que alguien tenía que velar por la familia mientras él se sentía cada vez más fascinado por los parshendi. Jasnah se dio media vuelta y continuó su camino. Un maestro de sirviente se inclinó a su paso.

Después de caminar por los pasillos un breve trecho, advirtió que su sombra empezaba a comportarse de nuevo de manera extraña. Suspiró con malestar mientras la sombra se extendía hacia las tres lámparas de luz tormentosa de las paredes. Por suerte, se había alejado de las zonas más transitadas y no se veía a ningún criado por ninguna parte.

—Muy bien —exclamó—. Ya basta.

No había pretendido hablar en voz alta. Sin embargo, mientras las palabras surgían de su boca, varias sombras lejanas, originadas en un cruce que había más adelante, cobraron vida. Jasnah contuvo la respiración. Las sombras se estiraron, se hicieron más densas. A partir de ellas se formaron unas figuras que crecieron, se incorporaron, se irguieron.

«Padre Tormenta. Me estoy volviendo loca.»

Una tomó la forma de un hombre, negra como la noche, aunque tenía cierto brillo, como si estuviera hecha de aceite. No... de otro líquido con una capa externa de aceite, lo cual le daba una oscura y reflejante calidad.

La sombra avanzó hacia ella y desenvainó una espada.

La lógica, fría y resuelta, guio a Jasnah. Aunque gritara, no conseguiría que nadie acudiera en su ayuda con suficiente rapidez, y la negra agilidad de esa criatura indicaba una velocidad que sin duda superaba la suya.

Se mantuvo firme y miró a la criatura, haciendo que vacilara. Tras ella, un pequeño grupo de otros seres se había materializado en la oscuridad. Jasnah llevaba meses sintiendo la mirada de aquellos ojos.

Todo el pasillo se había oscurecido, como si se hubiera sumergido y se hundiera lentamente en profundidades sin luz. Con el corazón desbocado, respirando entrecortadamente, Jasnah alzó la mano hacia la pared de granito que tenía al lado, buscando tocar algo sólido. Sus dedos se hundieron ligeramente en la piedra, como si el muro se hubiera convertido en barro.

Oh, tormentas. Tenía que hacer algo. Pero ¿qué? ¿Qué podía hacer?

La figura que estaba ante ella miró hacia la pared. La lámpara más cercana se apagó. Y entonces...

Entonces el palacio se desintegró.

Todo el edificio se quebró en miles de pequeñas esferas de cristal semejantes a cuentas. Jasnah gritó mientras caía hacia atrás a través de un cielo oscuro. Ya no estaba en el palacio: se encontraba en otro lugar, en otra tierra, otro tiempo, otro... lo que fuera.

Estaba a solas con la visión de la oscura figura lustrosa que flotaba en el aire sobre ella y pareció satisfecha mientras volvía a envainar la espada.

Jasnah chocó contra algo: un océano de cuentas de cristal. A su alrededor llovieron un número incontable de ellas, repiqueteando como granizo en el extraño mar. Era la primera vez que veía ese lugar: no podía explicar lo que había sucedido ni lo que significaba. Se debatió mientras se hundía en lo que parecía ser una imposibilidad. Cuentas de cristal por todas partes. No podía ver nada más allá, solo se sentía caer a través de esta masa revuelta, sofocante y ruidosa.

Iba a morir. ¡Dejaría su trabajo sin terminar, a su familia sin protección!

Nunca conocería las respuestas.

«No.»

Jasnah se agitó en la oscuridad; las cuentas se extendían sobre su piel, se le metían por entre la ropa y se le colaban por la nariz mientras intentaba nadar. No podía hacer nada. No podía flotar en este caos. Se llevó una mano a la boca tratando de crear una burbuja de aire para respirar, consiguiendo así dar una pequeña bocanada. Pero las cuentas rodaron alrededor de su mano, se introdujeron entre sus dedos. Jasnah se hundió, ya más despacio, como a través de un líquido viscoso.

Cada cuenta que la tocaba dejaba una leve impresión de algo. Una puerta. Una mesa. Un zapato.

Al final las cuentas le invadieron la boca, moviéndose como por voluntad propia. Iban a asfixiarla, a destruirla. No... no, era solo porque parecían atraídas hacia ella. Captó una impresión; no un pensamiento claro, sino una sensación. Querían algo de ella.

Agarró una cuenta con la mano: le dejó la impresión de una copa. Ella le dio... ¿algo a cambio? Las otras cuentas cercanas se acercaron, conectándose, pegándose como piedras unidas con argamasa. En un instante ella cayó no entre cuentas separadas e individuales, sino a través de grandes masas pegadas en forma de...

Copa.

Cada cuenta era un patrón, una guía para las otras.

Soltó la que tenía en la mano y las cuentas a su alrededor se separaron. Manoteó, buscando desesperadamente mientras se quedaba sin aire. ¡Necesitaba algo que pudiera utilizar, algo que la ayudara, algo para sobrevivir! Desesperada, abrió los brazos para tocar tantas perlas como fuera posible.

Una bandeja de plata.

Un abrigo.

Una estatua.

Una lámpara.

Y luego, algo antiguo.

Algo pesado y de pensamiento lento, pero, de algún modo, fuerte. El palacio mismo. Frenética, Jasnah agarró esa esfera y forzó su poder hacia ella. Obnubilada, le dio a esta perla todo lo que tenía, y luego le ordenó que se alzara.

Las perlas se agitaron.

Se produjo un gran estrépito mientras las esferas entrechocaban, tintineando, crujiendo, sacudiéndose. Era casi como el sonido de una ola rompiendo contra los escollos. Jasnah emergió de las profundidades al tiempo que algo sólido se movía bajo ella, obedeciendo su orden. Las perlas repiquetearon sobre su cabeza, sus hombros, sus brazos, hasta que finalmente surgió como una explosión de la superficie del mar de cristal, lanzando un chorro de perlas al cielo oscuro.

Se arrodilló en una plataforma de cristal hecha de pequeñas cuentas unidas. Mantuvo la mano en el costado, impulsada hacia arriba, agarrando la esfera que era la guía. Otras rodaron a su alrededor, adoptando la forma de un pasillo con lámparas en las paredes en el que más adelante se veía un cruce. Algo fallaba en la imagen, claro: todo estaba hecho de cuentas. Pero era una buena aproximación.

Jasnah no tenía fuerza suficiente para formar el palacio entero, así que se había limitado a formar ese único pasillo, sin el tejado. Pero el suelo la sostenía, le impedía hundirse. Abrió la boca con un gemido y las perlas cayeron para repicar contra el suelo. Entonces tosió, inhalando ansiosamente aire, mientras el sudor le corría por los lados de la cara y se concentraba en su barbilla.

Ante ella, la oscura figura se subió a la plataforma. De nuevo desenvainó la espada.

Jasnah agarró una segunda perla, correspondiente a la estatua que había sentido antes. Le dio poder, y otras perlas se reunieron ante ella, tomando la forma de una de las esculturas que flanqueaban la parte delantera del salón de festejos: la estatua de Talenelat’Elin, Heraldo de la Guerra. Un hombre alto y musculoso con una enorme hoja esquirlada.

No estaba viva, pero ella la hizo moverse, bajando su espada de cuentas. Dudaba de que pudiera luchar. Las cuentas redondas no podían formar una hoja afilada. Sin embargo, la mera amenaza hizo vacilar a la figura oscura.

Rechinando los dientes, Jasnah se obligó a ponerse en pie y las perlas cayeron de sus ropas. No estaba dispuesta a arrodillarse ante esta criatura, fuera lo que fuese. Se detuvo junto a la estatua de cuentas, advirtiendo por primera vez las extrañas nubes en lo alto. Parecían formar un estrecho tramo de camino, recto y largo, apuntando hacia el horizonte.

Soportó la mirada de la figura de aceite, que la observó durante un momento y luego se llevó dos dedos a la frente antes de inclinarse, como en señal de respeto, con una capa ondeando a sus espaldas. Otras figuras se habían congregado detrás y se volvieron unas hacia otras, intercambiando susurros.

El lugar de perlas se difuminó, y Jasnah se encontró de vuelta en el pasillo del palacio. El de verdad, con piedras reales, aunque estaba oscuro: la luz tormentosa de las lámparas de las paredes estaba apagada. La única iluminación procedía del fondo del pasillo.

Se apretujó contra la pared, inspirando profundamente. «Tengo que anotar esta experiencia», pensó.

Así lo haría, para luego analizarla y reflexionar. Pero más tarde. En ese momento solo quería alejarse del lugar. Echó a andar, presurosa, sin preocuparle qué dirección tomaba, tratando de escapar de aquellos ojos que seguían observándola.

No sirvió de nada.

Al cabo de un rato, se serenó y se secó el sudor de la cara con un pañuelo. «Shadesmar —pensó—. Así se llama en los cuentos infantiles.» Shadesmar, el reino mitológico de los spren. Todo un sistema mitológico en el que nunca había creído. Seguro que si estudiaba las historias lo suficiente encontraría algo. Casi todo lo que pasaba había pasado antes. La gran lección de la historia, y...

¡Tormentas! Tenía una cita.

Maldiciéndose a sí misma, se apresuró. Aquella experiencia seguía ocupando sus pensamientos, pero de todas formas había de celebrar su reunión. Así que bajó dos plantas, alejándose más de los sonidos de los percusionistas parshendi, hasta que solo llegó a captar los redobles más fuertes.

La complejidad de aquella música siempre la había sorprendido, pues sugería que los parshendi no eran los salvajes incultos por los que muchos los tomaban. Desde esta distancia, la música le resultó inquietantemente similar a las perlas del lugar oscuro, cuando entrechocaban unas con otras.

Había elegido a propósito esta sección apartada del palacio para su encuentro con Liss. Nadie visitaba jamás ese conjunto de habitaciones para invitados. Al ver a un hombre a quien no conocía ante la puerta escogida, Jasnah sintió cierto alivio. El hombre sería el nuevo criado de Liss, y su presencia significaba que ella no se había marchado, a pesar de su tardanza. Controlándose, saludó con un gesto al guardia (un bruto veden de barba rojiza), y entró en la habitación.

Liss se levantó de la mesa que había en la pequeña cámara. Llevaba un vestido de doncella (escotado, naturalmente), y podría haber pasado por alezi. O por veden. O bav. Dependiendo de qué aspecto de su acento decidiera recalcar. Cabellos largos y oscuros, sueltos, y una figura atractiva y curvilínea que se realzaba en los lugares adecuados.

—Llegas tarde, brillante —dijo Liss.

Jasnah no se dignó contestar. Era ella quien pagaba, así que no tenía por qué ofrecer explicaciones. En cambio, dejó algo sobre la mesa, junto a Liss. Era un sobre pequeño, sellado con cera de gorgojo.

Jasnah colocó dos dedos encima, reflexionando.

No. Esto era demasiado audaz. No sabía si su padre sabía lo que ella estaba haciendo, pero aunque no fuera así, en palacio sucedían demasiadas cosas. No quería cometer un asesinato hasta que estuviera más segura.

Por fortuna, había preparado un segundo plan. Sacó un segundo sobre de la bolsa segura del interior de la manga y lo colocó en la mesa en lugar del primero. Retiró los dedos de encima, rodeó la mesa y se sentó.

Liss se sentó también e hizo desaparecer el sobre en el interior de su escote.

—Una noche extraña para dedicarla a la traición, brillante —comentó la mujer.

—Te contrato solamente para vigilar.

—Perdona, brillante, pero por lo general no se contrata a un asesino para vigilar. O al menos no solo para eso.

—Encontrarás las instrucciones en el sobre —dijo Jasnah—. Junto con un pago inicial. Te he elegido porque eres experta en observar durante largo tiempo. Eso es lo que quiero. Al menos por ahora.

Liss sonrió, pero acabó por asentir.

—¿Espiar a la esposa del heredero al trono? Eso será más caro. ¿Seguro que no la quieres muerta sin más?

Jasnah tamborileó los dedos sobre la mesa, y en ese momento se dio cuenta de que lo hacía al ritmo de los tambores de arriba. La música era inesperadamente compleja... exactamente igual que los propios parshendi.

«Están pasando demasiadas cosas —pensó—. Tengo que ser muy cuidadosa. Muy sutil.»

—Acepto el precio —replicó—. Dentro de una semana, me encargaré de que liberen a una de las doncellas de mi cuñada. Tú solicitarás el puesto, usando las credenciales falsas que supongo serás capaz de conseguir. Te contratarán.

»A partir de ahí, observa e informa. Ya te diré si tus otros servicios son necesarios. Actúa solo si yo te lo digo. ¿Entendido?

—Tú eres quien paga —dijo Liss, dejando entrever un leve acento bav, aunque si se notaba, era solo porque ella así lo quería. Liss era la asesina más dotada que conocía Jasnah. La gente la llamaba Doliente, ya que les sacaba los ojos a sus objetivos cuando los mataba. Aunque el apodo no lo había creado ella, servía bien a su propósito, pues tenía secretos que ocultar. Para empezar, nadie sabía que Doliente era una mujer.

Se decía que Doliente arrancaba los ojos para proclamar su indiferencia al hecho de que sus víctimas tuvieran los ojos claros u oscuros. La verdad era que la acción ocultaba un segundo propósito: Liss no quería que nadie supiera que la forma en que mataba dejaba a los cadáveres con las cuencas de los ojos calcinadas.

—Nuestra reunión ha terminado, pues —dijo Liss, poniéndose en pie.

Jasnah asintió, ausente, concentrada de nuevo en la extraña interacción que había tenido con los spren hacía un rato. Aquella piel brillante, los colores oscilando sobre una superficie del color del alquitrán...

Se obligó a dejar de pensar en ello. Tenía que dedicar toda su atención a la tarea que tenía delante. Y de momento, esa tarea era Liss.

La asesina se detuvo en la puerta antes de marcharse.

—¿Sabes por qué me caes bien, brillante?

—Sospecho que tiene algo que ver con mis bolsillos y su proverbial profundidad.

Liss sonrió.

—Eso en parte, no voy a negarlo, pero también eres distinta a los demás ojos claros. Cuando otros me contratan, fruncen la nariz durante todo el proceso. Están ansiosos por recurrir a mis servicios, pero me miran con resentimiento y retuercen las manos, como si les repugnara verse obligados a hacer algo desagradable.

—Es que el asesinato es desagradable, Liss. Igual que limpiar orinales. Sin embargo, puedo respetar a quienes desempeñan ese trabajo sin admirar el trabajo en sí.

Liss sonrió antes de abrir la puerta.

—Ese nuevo sirviente tuyo que espera ahí fuera... —dijo Jasnah—. ¿No dijiste que querías mostrármelo?

—¿Talak? —respondió Liss, mirando al veden—. Ah, te refieres al otro. No, brillante, lo vendí a un mercader de esclavos hace unas cuantas semanas. —Liss esbozó una mueca.

—¿De veras? ¿No decías que era el mejor sirviente que habías tenido jamás?

—Demasiado bueno —replicó Liss—. Dejémoslo en eso. Tormentas, daba escalofríos ese shin. —Liss se estremeció visiblemente y salió por la puerta.

—Recuerda nuestro primer acuerdo —dijo Jasnah tras ella.

—Siempre lo tengo presente, brillante.

Liss cerró la puerta.

Jasnah permaneció sentada con los dedos entrelazados. Su «primer acuerdo» era que si alguien acudía a Liss y le ofrecía un contrato para eliminar a un miembro de la familia de Jasnah, le permitiría a ella igualar la oferta a cambio del nombre de quien la hiciera.

Liss cumpliría el trato. Probablemente. Lo mismo que la otra docena de asesinos con los que Jasnah trataba. Un cliente habitual era siempre más valioso que uno ocasional, y a una mujer como Liss le interesaba tener una aliada en el gobierno. La familia de Jasnah estaba a salvo de gente así. A menos que ella misma empleara a los asesinos, naturalmente.

Jasnah dejó escapar un profundo suspiro y luego se levantó, intentando quitarse de encima el peso que la agobiaba.

«Espera. ¿Ha dicho Liss que su antiguo sirviente era shin?»

Probablemente era una simple coincidencia. Los shin no abundaban en el este, pero se les veía de vez en cuando. Con todo, que Liss mencionara a un shin y Jasnah hubiera visto a uno de ellos entre los parshendi..., bueno, no le haría ningún daño comprobarlo, aunque eso implicara tener que regresar a la fiesta. Algo extraño sucedía esta noche, y no solo por su sombra y el spren.

Jasnah salió de la pequeña cámara en las entrañas del palacio y empezó a recorrer el pasillo. Desanduvo sus pasos. En los pisos superiores, los tambores se interrumpieron bruscamente, como las cuerdas de un instrumento que se cortan de repente. ¿Terminaba tan pronto la fiesta? Dalinar no habría hecho algo que hubiera ofendido a los invitados, ¿no? Ese hombre y su afición al vino...

Bueno, los parshendi habían ignorado sus ofensas en el pasado, así que probablemente lo harían de nuevo. En realidad, Jasnah se alegraba de que su padre se concentrara en el tratado. Eso significaba que ella tendría una oportunidad para estudiar a placer las tradiciones e historias parshendi.

«¿Podría ser —se preguntó— que las eruditas hayan estado investigando en las ruinas equivocadas todos estos años?»

En el pasillo sonaron unas voces.

—Me preocupa Ash.

—Te preocupas por todo.

Jasnah se detuvo en el pasillo.

—Está cada vez peor —continuó la voz—. No podemos ir a peor. ¿Voy yo a peor? Es lo que me parece.

—Cállate.

—Esto no me gusta. Lo que hemos hecho está mal. La criatura lleva la hoja de mi señor. No tendríamos que haber permitido que se la quedara. Es...

Las dos figuras atravesaron el cruce ante Jasnah. Eran embajadores del oeste, incluyendo el hombre azishiano con la marca de nacimiento blanca en la mejilla. ¿O era una cicatriz? El más bajo de los dos (podría haber sido alezi) se interrumpió cuando vio a Jasnah. Dejó escapar un chillidito y continuó su camino.

El azishiano, que iba vestido de negro y plata, se detuvo y la miró de arriba abajo. Frunció el ceño.

—¿Ha terminado ya la fiesta? —preguntó Jasnah desde el pasillo. Su hermano había invitado a estos dos hombres a la celebración junto con todos los dignatarios extranjeros en Kholinar.

—Sí —respondió el hombre.

Su mirada la hizo sentirse incómoda. Continuó caminando de todas formas. «Tendría que indagar más sobre estos dos», pensó. Había investigado su pasado, naturalmente, y no había encontrado nada digno de mención. ¿Estaban hablando de una hoja esquirlada?

—¡Vamos! —El hombre más bajo regresó y tomó por el brazo al más alto.

Este permitió que tirara de él. Jasnah se acercó al cruce de pasillos, y los vio marchar.

Donde antes sonaban tambores, de pronto, se oyeron gritos.

«Oh, no...»

Jasnah se volvió alarmada, se recogió la falda y echó a correr con todas sus fuerzas.

Una docena de diferentes desastres potenciales desfilaron por su mente. ¿Qué más podía ocurrir en esa noche aciaga, cuando las sombras se alzaban y su padre la miraba con recelo? Los nervios se apoderaron de ella. Llegó a las escaleras y empezó a subirlas.

Tardó demasiado. Podía oír los gritos mientras subía y emergía finalmente al caos. Cadáveres en una dirección, una pared demolida en otra. ¿Cómo...?

La destrucción conducía a los aposentos de su padre.

Todo el palacio se estremeció y un sonido de aplastamiento resonó desde esa dirección.

«¡No, no, no!»

Mientras corría, advirtió en las paredes los tajos producidos por hojas esquirladas.

«Por favor.»

Cadáveres con ojos quemados. Cuerpos cubriendo el suelo como huesos descartados en la cena.

«Esto no.»

Una puerta rota. Los aposentos de su padre. Jasnah se detuvo en el pasillo, jadeando.

«Contrólate, controla...»

No podía. En ese momento no. Frenética, entró corriendo en los aposentos, aunque un portador de esquirlada la mataría fácilmente. No estaba pensando con lógica. Debería buscar alguien que la ayudara. ¿Dalinar? Estaría borracho. Sadeas, entonces.

Parecía que la habitación había sido alcanzada por una alta tormenta: muebles destrozados, astillas por todas partes. Las puertas del balcón estaban rotas hacia fuera. Alguien se abalanzó hacia ellas, un hombre con la hoja esquirlada de su padre. ¿Tearim, el guardaespaldas?

No. Tenía el casco roto. No era Tearim, sino Gavilar. Alguien gritó en el balcón.

—¡Padre! —exclamó Jasnah.

Gavilar vaciló mientras salía al balcón y se volvió a mirarla.

El balcón se desmoronó bajo sus pies.

Jasnah gritó, echó a correr hacia el balcón derruido y cayó de rodillas en el borde. El viento le soltó un par de mechones de pelo mientras veía caer a dos hombres.

Eran su padre y el shin vestido de blanco de la fiesta.

El shin brillaba con luz blanca. Cayó sobre la pared. La golpeó, rodando, y se detuvo. Se alzó, consiguiendo de algún modo permanecer en la pared exterior sin caerse. Desafiaba la razón. Se volvió y avanzó hacia su padre.

Jasnah miró, indefensa y sintiendo el frío crecer en su interior, cómo el asesino se cernía sobre su padre y se arrodillaba junto a él.

Las lágrimas cayeron por su barbilla y el viento las capturó. ¿Qué estaba haciendo el shin ahí abajo? No lograba distinguirlo.

Cuando el asesino se marchó, dejó atrás el cadáver de su padre, empalado en un trozo de madera. Estaba muerto, pues su hoja esquirlada había aparecido a su lado, como hacían todas cuando sus portadores morían.

—Me he esforzado tanto... —susurró Jasnah, aturdida—. Todo lo que he hecho por proteger a esta familia...

¿Cómo? Liss. ¡Ella era la responsable!

No. Jasnah no pensaba con propiedad. Aquel hombre shin... De haber sido cosa de ella, no habría admitido ser su dueña. Lo había vendido.

—Lamentamos su pérdida.

Jasnah se volvió, parpadeando para espantar las lágrimas de sus ojos. Tres parshendi, incluyendo a Klade, estaban en la puerta, vestidos con sus peculiares atuendos: túnicas bellamente cosidas tanto para los hombres como para las mujeres, fajines en la cintura, camisas anchas sin mangas. Chalecos largos, abiertos por los costados, tejidos con brillantes colores. No diferenciaban la forma de vestir según el sexo. Sin embargo, Jasnah pensaba que lo hacían por castas y...

«Basta —se dijo a sí misma—. ¡Deja de pensar como una erudita por un tormentoso día!»

—Aceptamos la responsabilidad de su muerte —dijo el primero de los parshendi. Gangnah era una hembra, aunque con los parshendi las diferencias de sexo parecían mínimas. Las ropas ocultaban los pechos y las caderas, rasgos que, por otra parte, tampoco solían ser muy pronunciados. Por fortuna, la falta de barba era una clara indicación. Todos los hombres parshendi que había visto llevaban barba, adornada con trocitos de gemas, y...

«BASTA.»

—¿Qué has dicho? —preguntó, obligándose a ponerse en pie—. ¿Por qué es culpa vuestra, Gangnah?

—Porque contratamos al asesino —respondió la parshendi con su voz cantarina, cargada de acento—. Hemos matado a tu padre, Jasnah Kholin.

—Vosotros...

La emoción se enfrió de pronto, como un río que se congela en las alturas. Jasnah pasó la mirada de Gangnah a Klade, y luego a Varnali. Los tres eran mayores, miembros del consejo parshendi gobernante.

—¿Por qué? —susurró Jasnah.

—Porque era necesario —respondió Gangnah.

—¿Por qué? —exigió Jasnah, avanzando—. ¡Luchó por vosotros! ¡Mantuvo a raya a los depredadores! ¡Mi padre quería la paz, monstruos! ¿Por qué nos traicionáis ahora, precisamente ahora?

Gangnah apretó los labios hasta convertirlos en una fina línea. El sonsonete de su voz cambió. Pareció casi una madre que explicara algo muy difícil a una niña pequeña.

—Porque tu padre estaba a punto de hacer algo muy peligroso.

—¡Mandad buscar al brillante señor Dalinar! —gritó una voz en el pasillo—. ¡Tormentas! ¿Llegaron mis órdenes a Elhokar? ¡Hay que poner a salvo al príncipe heredero!

El alto príncipe Sadeas entró en la sala con un grupo de soldados. Su rostro bulboso y rubicundo estaba húmedo de sudor, y llevaba el uniforme de Gavilar, la regia túnica de su cargo.

—¿Qué están haciendo los salvajes aquí? ¡Tormentas! Proteged a la princesa Jasnah. ¡Quien hizo esto... pertenecía a su séquito!

Los soldados se dispusieron a rodear a los parshendi. Jasnah les hizo caso omiso, dio media vuelta, retrocedió a la balconera rota y apoyó la mano en la pared. Contempló a su padre tendido en las rocas de abajo, con la hoja esquiriada a su lado.

—Habrá guerra —susurró—. Y yo no me opondré.

—Lo entendemos —dijo Gangnah a sus espaldas.

—El asesino —murmuró Jasnah—. Caminaba por la pared.

Gangnah guardó silencio.

En medio de la destrucción de su mundo, Jasnah se quedó con este fragmento. Había visto algo esta noche. Algo que no tendría que haber sido posible. ¿Estaba relacionado con el extraño spren? ¿Con su experiencia en el lugar de las cuentas de cristal y el cielo oscuro?

Estas cuestiones se convirtieron en la línea de seguridad para su estabilidad. Sadeas exigió respuestas a los líderes parshendi, pero no recibió ninguna. Cuando se detuvo a su lado y contempló el caos de abajo, entró en cólera, gritó a sus guardias y corrió para llegar junto al rey caído.

Horas más tarde, se descubrió que el asesinato (y la rendición de los tres líderes parshendi) había cubierto la huida de la mayoría de las criaturas. Habían escapado de la ciudad rápidamente, y la caballería que Dalinar envió tras ellos fue aniquilada. Un centenar de caballos, cada uno de ellos de un valor incalculable, perdidos junto con sus jinetes.

Los líderes parshendi no dijeron nada más ni revelaron más información, ni siquiera cuando fueron colgados y ahorcados por sus crímenes.

Jasnah prescindió de todo eso. En cambio, interrogó a los guardias supervivientes para averiguar qué habían visto. Siguió pistas sobre la naturaleza del asesino, ya famoso, sonsacando información a Liss. Apenas obtuvo nada. Liss había sido dueña del asesino durante muy poco tiempo, y aseguró no saber nada de sus extraños poderes. Jasnah no pudo encontrar a su dueño anterior.

A continuación se volcó en los libros en un esfuerzo frenético y consciente por distraerse de lo que había perdido.

Esa noche, Jasnah había visto lo imposible.

Descubriría qué significaba.

Para ser completamente sincera, lo que ha sucedido estos dos últimos meses pesa sobre mi conciencia. La muerte, la destrucción, la pérdida y el dolor son la carga que soporto. Tendría que haberlo visto venir. Y debería haberlo impedido.

Del diario personal de Navani Kholin, Jeseses 1174

Shallan cogió el fino lápiz de carboncillo y dibujó una serie de líneas rectas que irradiaban desde una esfera en el horizonte. La esfera no era exactamente el sol, ni tampoco una de las lunas. Unas nubes apenas esbozadas parecían correr hacia él. Y el mar bajo ellas... Un dibujo no podía reproducir la extraña naturaleza del océano, hecho no de agua sino de diminutas perlas de cristal transparente.

Shallan se estremeció, recordando aquel lugar. Jasnah sabía de ese tema mucho más de lo que le decía a su pupila, y Shallan no sabía cómo preguntarlo. ¿Cómo se exigían respuestas después de una traición como la suya? Solo habían pasado unos cuantos días desde el hecho, y Shallan aún no sabía con exactitud cómo iba a quedar afectada su relación con Jasnah.

La cubierta se agitó mientras el barco cambiaba de rumbo; las enormes velas aletearon. Shallan se vio obligada a agarrarse a la borda con la mano segura cubierta para no perder el equilibrio. El capitán Tozbek había dicho que hasta entonces no había habido mala mar en esa parte de los estrechos de Ceño Largo. Sin embargo, tal vez tuviera que bajar de la cubierta si el oleaje y el bamboleo empeoraban.

Shallan resopló y trató de relajarse mientras el barco se estabilizaba. Soplaba un viento helado, y los vientospren pasaban veloces en las corrientes invisibles de aire. Cada vez que el mar estaba revuelto, Shallan recordaba aquel día, aquel extraño océano de cuentas de cristal...

Contempló de nuevo lo que había dibujado. Solo había entrevisto ese lugar, y su boceto no era perfecto. Era...

Frunció el ceño. En el papel había surgido un patrón, como un relieve. ¿Qué había hecho? El patrón era casi tan ancho como la página, una secuencia de complejas líneas de ángulos agudos y puntas de flecha repetidas. ¿Era un efecto de dibujar aquel lugar extraño, el lugar que según Jasnah se llamaba Shadesmar? Vacilante, Shallan movió la mano libre para palpar las extrañas rugosidades de la página.

El patrón se movió, deslizándose por la lámina como un cachorro de sabueso-hacha bajo una sábana.

Shallan dejó escapar un grito y saltó de su asiento, dejando caer la carpeta de bocetos. Las páginas sueltas se desparramaron por la cubierta, dispersándose y aleteando al viento. Los marineros cercanos (hombres thayleños de largas cejas blancas que se peinaban hacia atrás, sobre las orejas) corrieron a ayudar, atrapando las hojas al vuelo antes de que salieran por encima de la borda.

—¿Te encuentras bien, joven señora? —preguntó Tozbek, interrumpiendo la conversación que mantenía con uno de sus compañeros. Bajo y grueso, Tozbek llevaba un ancho fajín y una casaca roja y dorada a juego con su gorra. Llevaba las cejas peinadas hacia arriba y endurecidas en forma de abanico sobre los ojos.

—Me encuentro bien, capitán —respondió Shallan—. Solo ha sido un pequeño sobresalto.

Yalb se acercó a ella y le entregó las páginas.

—Tus accesorios, mi señora.

Shallan alzó una ceja.

—¿Accesorios?

—Claro —dijo el joven marinero con una sonrisa—. Estoy practicando mis palabras elegantes. Ayudan a conseguir razonable compañía femenina. Ya sabes, ese tipo de damas jóvenes que no huelen demasiado mal y les queda al menos algún que otro diente.

—Encantador —respondió Shallan, recuperando las hojas—. Bueno, dependiendo de lo que entendamos por encantador, al menos. —Dejó de lanzar pullas, mirando con recelo el fajo de láminas que tenía en las manos. La imagen que había dibujado de Shadesmar estaba encima de todas, sin tener ya las extrañas rugosidades.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Yalb—. ¿Salió un cremlino de alguna parte o algo así? —Como de costumbre, Yalb llevaba un chaleco abierto y unos pantalones holgados.

—No ha sido nada —dijo Shallan en voz baja, guardando las páginas en su mochila.

Yalb le dirigió un saludo (ella no tenía ni idea de por qué se había acostumbrado a hacerlo) y volvió a intentar aparejar las velas con los demás marineros. Shallan oyó pronto las risas de los hombres, y cuando él la miró, los glorispren danzaron sobre su cabeza, tomando la forma de pequeñas esferas de luz. Al parecer, estaba muy orgulloso del comentario jocoso que acababa de hacer.

Ella sonrió. Sin duda era una suerte que Tozbek se hubiera retrasado en Kharbranth. Le gustaba esta tripulación, y se alegraba de que Jasnah los hubiera seleccionado para su viaje. Shallan se sentó en la caja que el capitán había ordenado amarrar junto a la borda para que ella pudiera disfrutar del mar durante el viaje. Debía tener cuidado con las salpicaduras del agua, algo que no venía bien a sus bocetos, pero mientras el mar no estuviera picado, la oportunidad de contemplar las aguas compensaba la molestia.

El vigía en lo alto de los aparejos dejó escapar un grito. Shallan miró en la dirección que indicaba, entornando los ojos, y divisó la lejana tierra mientras la nave avanzaba en paralelo a ella. De hecho, la noche anterior la habían pasado en un puerto en el que se refugiaron de la tormenta que los asaltó. Durante los viajes, convenía estar siempre cerca de algún puerto: aventurarse en los mares abiertos cuando en cualquier momento podía desatarse una alta tormenta era suicida.

La mancha de oscuridad al norte eran las Tierras Heladas, una zona casi deshabitada que se extendía en la zona inferior de Roshar. De vez en cuando se distinguían los altos acantilados al sur. Thaylenah, el gran reino-isla, creaba otra barrera y los estrechos pasaban entre ambos.

El vigía había avistado algo en las olas al norte del barco, una forma flotante que al principio parecía un tronco grande. No, era mucho más largo y más ancho. Shallan se levantó entornando los ojos, mientras aquella cosa se acercaba. Resultó ser un caparazón marrón verdoso, del tamaño de tres botes juntos. Cuando pasaron por su lado, el caparazón se acercó a la nave y de algún modo consiguió mantener su ritmo, asomando del agua algo más de dos metros.

¡Un santhid! Shallan se inclinó sobre la borda mientras los marineros señalaban entusiasmados y algunos se asomaban también para ver a la criatura. Los santhidyn eran tan huraños que algunos libros de Shallan aseguraban que estaban extinguidos y todos los informes modernos acerca de ellos no eran fiables.

—¡Traes buena suerte, joven señora! —le dijo Yalb con una carcajada mientras pasaba junto a ella con un cabo—. Hacía años que no veíamos a un santhid.

—Todavía no has visto a ninguno —contestó Shallan—. Solo la parte superior de su caparazón.

Para gran decepción por su parte, las olas ocultaban todo lo demás, salvo las sombras de algo que podrían ser unos brazos largos que se extendían hacia abajo. Según las crónicas, estas bestias a menudo seguían a los barcos durante días, esperando en el mar mientras los navíos recalaban en puerto, para volver a seguirlos de nuevo cuando zarpaban.

—El caparazón es lo único que se ve de ellos —dijo Yalb—. ¡Pasiones, esto es un buen augurio!

Shallan se aferró a su zurrón. Cerró los ojos y procuró centrarse en la criatura que permanecía junto al barco para fijar la imagen en su mente y así poder dibujarla luego con precisión.

«Pero ¿dibujar qué? —pensó—. ¿Un bulto en el agua?»

En su cabeza empezó a formarse una idea. La expresó en voz alta antes de poder meditarlo mejor.

—Dame ese cabo —dijo, volviéndose hacia Yalb.

—¿Brillante? —preguntó él, deteniéndose.

—Hazle un nudo en un extremo —dijo ella, depositando rápidamente su zurrón sobre el asiento—. Tengo que echarle un vistazo al santhid. Nunca he metido la cabeza bajo el agua en el océano. ¿Será difícil ver con la sal?

—¿Bajo el agua? —dijo Yalb, con voz temblorosa.

—No estás atando el cabo.

—¡Porque no soy un necio de las tormentas! El capitán me cortará la cabeza si...

—Consigue a un amigo —replicó Shallan, haciendo caso omiso de él y cogiendo la soga para hacer un pequeño lazo en un extremo—. Me bajaréis por la borda y así podré echar una ojeada a lo que hay bajo ese caparazón. ¿Sabes que nadie ha realizado jamás un dibujo de un santhid vivo? Todos los que se han encontrado varados en las playas estaban ya muy descompuestos. Y como los marineros consideran que cazarlos trae mala suerte...

—¡Y es verdad! —replicó Yalb, con la voz cada vez más aguda—. Nadie va a matar a ninguno.

Shallan terminó de hacer el lazo, corrió a la borda del barco y el cabello rojo se le agitó en torno a la cara al asomarse por encima de la regala. El santhid seguía allí. ¿Cómo mantenía el ritmo? No distinguía ninguna aleta.

Miró a Yalb, que sostenía el cabo sonriendo.

—Ah, brillante, ¿esto es tu desquite por lo que le dije a Beznk sobre tu trasero? ¡Solo era una broma, pero me has pillado! Yo... —Guardó silencio cuando la miró a los ojos—. Tormentas. Hablas en serio.

—No volveré a tener otra oportunidad como esta. Naladan persiguió a estas criaturas durante casi toda su vida y nunca consiguió observar bien a ninguna.

—¡Es una locura!

—¡No, es investigación! No sé qué podré ver en el agua, pero tengo que intentarlo.

Yalb suspiró.

—Tenemos máscaras. Están hechas con caparazón de tortuga; tienen cristales en unos agujeros practicados en la parte delantera y cámaras de aire en los bordes para que no entre el agua. Con una de esas podrás meter la cabeza bajo la superficie y mirar. Las usamos para comprobar el casco cuando atracamos.

—¡Maravilloso!

—Naturalmente, tendré que pedirle permiso al capitán para coger una...

Ella se cruzó de brazos.

—Muy astuto. Bueno, ve a por una. —De todas formas, era improbable que pudiera salirse con la suya sin que el capitán se enterara.

Yalb sonrió.

—¿Qué te pasó en Kharbranth? ¡En tu primer viaje con nosotros eras tan tímida que parecía que ibas a desmayarte solo con pensar que te marchabas de tu tierra!

Shallan vaciló y luego notó que empezaba a ruborizarse.

—Esto es una locura, ¿verdad?

—¿Colgarte de un barco en movimiento y meter la cabeza en el agua? —dijo Yalb—. Pues sí, un poco.

—¿Crees... que podríamos detener el barco?

Yalb se echó a reír, pero fue corriendo a hablar con el capitán, aceptando su pregunta como indicativo de que seguía decidida a llevar su plan adelante. Y así era.

«¿Qué me ha pasado?», se preguntó ella.

La respuesta era simple. Lo había perdido todo. Le había robado a Jasnah Kholin, una de las mujeres más poderosas del mundo, y al hacerlo no solo había perdido su oportunidad de estudiar como siempre había soñado, sino que también había condenado a sus hermanos y a su casa. Había fracasado completa y miserablemente.

Y había sobrevivido.

No estaba ilesa. Su credibilidad con Jasnah había quedado seriamente mermada, y sentía que había abandonado a su familia. Pero algo en la experiencia de robar el moldeador de almas de Jasnah (que de todas formas había resultado ser un fraude), y luego estar a punto de morir a manos del hombre que creía que estaba enamorado de ella...

Bueno, ya tenía una idea más aproximada de cómo podían empeorar las cosas. Era como si... antaño había temido la oscuridad, pero ahora se había lanzado directamente a su interior. Había experimentado algunos de los horrores que la esperaban allí. Por terribles que fueran, al menos los conocía.

«Siempre los has conocido —susurró una voz en su interior—. Creciste con horrores, Shallan. Lo único que pasa es que no te permites recordarlos.»

—¿Qué ocurre? —preguntó Tozbek mientras se acercaba, acompañado por Ashlv, su esposa. La diminuta mujer no hablaba mucho; iba vestida con una falda y una blusa de un amarillo brillante, y llevaba el pelo totalmente cubierto por un pañuelo, a excepción de las dos cejas blancas, que había curvado en torno a sus mejillas.

»Joven señora —dijo Tozbek—, ¿quieres ponerte a nadar? ¿No puedes esperar a que lleguemos a puerto? Conozco algunas zonas agradables donde el agua no está tan fría.

—No voy a nadar —contestó Shallan, ruborizándose aún más. ¿Qué iba a ponerse para meterse en el agua, habiendo tantos hombres alrededor? ¿De verdad la gente hacía eso?—. Necesito echar un vistazo a nuestro compañero. —Señaló la criatura marina.

—Joven señora, sabes que no puedo permitir que hagas una cosa tan peligrosa. Aunque detuviéramos el barco, ¿y si la bestia te hiciera daño?

—Dicen que son inofensivas.

—Son tan escasas que no podemos saberlo con seguridad. Además, hay otros animales en los mares que sí podrían lastimarte. Los aguarrojas cazan en esta zona con toda certeza, y podríamos estar en aguas poco profundas donde los khornaks serían un problema. —Tozbek sacudió la cabeza—. Lo siento, no puedo permitírtelo.

Shallan se mordió los labios y descubrió que su corazón latía a traición. Quiso insistir, pero la decidida mirada del capitán la hizo ceder.

—Muy bien.

Tozbek sonrió de oreja a oreja.

—Te llevaré a ver algunos caparazones en el puerto de Amydlatn cuando atraquemos allí, joven señora. ¡Tienen toda una colección!

Ella no sabía dónde estaba ese lugar, pero por la cantidad de consonantes apretujadas, supuso que sería en el lado Thaylen. Tan al sur, era donde estaban la mayoría de las ciudades. Aunque Thaylenah era casi tan gélida como las Tierras Heladas, la gente parecía disfrutar de la vida en ese lugar.

Naturalmente, los thayleños eran todos un poco excéntricos. ¿Cómo explicar si no que Yalb y los demás no llevaran camisa a pesar del frío?

«No son ellos los que pensaban en zambullirse en el océano», se recordó Shallan. Miró de nuevo por la borda, donde las olas rompían contra el caparazón del amable santhid. ¿Qué era? ¿Una gran bestia con concha, como los temibles abismoides de las Llanuras Quebradas? ¿O por debajo se parecería más a un pez o a una tortuga? Los santhidyn eran tan poco frecuentes, y las ocasiones en que los científicos los habían visto en persona tan escasas, que las teorías se contradecían unas a otras.

Suspiró y abrió el zurrón para ponerse a organizar sus papeles, que en su mayoría eran bocetos de los marineros en diversas poses mientras trabajaban haciendo maniobrar las enormes velas, desplegándolas contra el viento. Su padre nunca le habría permitido pasar un día sentada contemplando un montón de ojos oscuros sin camisa. Cuánto había cambiado su vida en tan poco tiempo.

Estaba trabajando en un boceto del caparazón del santhid cuando Jasnah subió a cubierta.

Como Shallan, Jasnah llevaba el havah, un vestido vorin de diseño peculiar. El bajo le llegaba hasta los pies y el cuello casi hasta la barbilla. Algunos de los thayleños, cuando pensaban que nadie los oía, se referían al vestido tildándolo de mojigato. Shallan no estaba de acuerdo: el havah no era mojigato, sino elegante. De hecho, la seda se ceñía al cuerpo, sobre todo en el busto, y la forma en que los marineros miraban boquiabiertos a Jasnah indicaba que a sus ojos el atuendo no era en absoluto poco favorecedor.

Jasnah era hermosa. De figura rotunda, morena de piel. Cejas inmaculadas, labios pintados de un rojo oscuro, el cabello recogido en una bella trenza. Aunque Jasnah doblaba la edad de Shallan, su madura belleza era algo digno de admirar, incluso de envidiar. ¿Por qué tenía que ser tan perfecta?

Jasnah hizo caso omiso de las miradas de los marineros. No es que no reparara en los hombres. Jasnah reparaba en todo y en todos. Simplemente, no parecía importarle qué efecto causaba en los varones.

«No, eso no es cierto —pensó Shallan mientras Jasnah se acercaba—. No dedicaría tiempo a arreglarse el pelo, ni a maquillarse, si no le importara el efecto que causa su aspecto físico.» En eso, Jasnah era un enigma. Por un lado, parecía una erudita preocupada solo por sus investigaciones. Por otro, cultivaba la pose y la dignidad de la hija de un rey, y en ocasiones lo utilizaba como arma.

—Ah, estás aquí —dijo Jasnah, acercándose a ella. Un chorro de agua levantado por el avance del buque eligió ese momento para volar por el aire y salpicarla. Jasnah frunció el ceño ante las gotas de agua que salpicaban su vestido de seda, luego miró de nuevo a Shallan y alzó una ceja—. Tal vez te hayas fijado en que el barco tiene dos camarotes muy agradables que contraté para nosotras a un precio bastante alto.

—Sí, pero están dentro.

—Como suelen estar todas las habitaciones.

—He pasado casi toda mi vida entre cuatro paredes.

—Y pasarás mucho tiempo más, si quieres ser una erudita.

Shallan se mordió el labio, esperando la orden de bajar a los camarotes. Curiosamente, la orden no se produjo. Jasnah dirigió un gesto al capitán Tozbek para que se acercara, y este así lo hizo, con la gorra en la mano.

—¿Sí, brillante? —preguntó.

—Me gustaría disponer de otro de estos... asientos —dijo Jasnah, mirando la caja de Shallan.

Tozbek ordenó rápidamente a uno de sus hombres que colocara una segunda caja en su sitio. Mientras esperaba a que prepararan el asiento, Jasnah le indicó a Shallan que le entregara sus bocetos. Jasnah inspeccionó el dibujo del santhid y luego miró por la borda.

—No me extraña que los marineros estuvieran formando tanto alboroto.

—¡Suerte, brillante! —dijo uno de los marinos—. Es un buen presagio para tu viaje, ¿no crees?

—Aceptaré cualquier fortuna que me encuentre, Nanhel Eltorv —dijo ella—. Gracias por el asiento.

El marino hizo una torpe reverencia antes de retirarse.

—Piensas que son necios supersticiosos —dijo Shallan en voz baja, viendo marcharse al marino.

—Por lo que he observado —contestó Jasnah—, estos marineros son hombres que han encontrado un sentido a la vida y ahora disfrutan de él. —Jasnah miró el siguiente dibujo—. Mucha gente consigue mucho menos de la vida. El capitán Tozbek dirige una buena tripulación. Fuiste sabia al hacerme reparar en él.

Shallan sonrió.

—No has contestado a mi pregunta.

—Es que no has formulado ninguna —dijo Jasnah—. Estos bocetos están muy logrados, como siempre, pero ¿no se suponía que debías estar leyendo?

—Yo... me costaba concentrarme.

—Así que subiste a cubierta para hacer bocetos de hombres jóvenes trabajando con el torso desnudo. ¿Y esperabas que eso te ayudara a concentrarte?

Shallan se ruborizó mientras Jasnah se detenía en una hoja de papel del fajo. Shallan se sentó pacientemente (su padre la había educado bien en eso), hasta que Jasnah se volvió hacia ella. El dibujo de Shadesmar, naturalmente.

—¿Has respetado mi orden de no asomarte de nuevo a este reino? —preguntó Jasnah.

—Sí, brillante. Hice ese dibujo a partir de un recuerdo de mi primer... lapso.

Jasnah bajó la lámina. A Shallan le pareció ver un atisbo de algo en la expresión de la mujer. ¿Se estaba preguntando si podía confiar en su palabra?

—Supongo que esto es lo que te perturba —dijo Jasnah.

—Sí, brillante.

—Entonces imagino que debería explicártelo.

—¿De verdad? ¿Lo harías?

—No sé a qué viene tanta sorpresa.

—Parece una información importante —dijo Shallan—. La forma en que me prohibiste... supuse que el conocimiento de este lugar era secreto, o al menos algo que no se debe confiar a alguien de mi edad.

Jasnah hizo un gesto de desdén.

—He descubierto que cuando se niega a los jóvenes la explicación de los secretos, tienden a meterse en más problemas. Tu experimentación demuestra que ya te has dado de bruces con todo esto... como yo misma hice, por si no lo sabías. Por dolorosa experiencia sé lo peligroso que puede ser Shadesmar. Si dejo que continúes en la ignorancia, seré culpable si te haces matar allí.

—Si te hubiera preguntado antes, durante el viaje, ¿lo habrías explicado?

—Probablemente no —admitió Jasnah—. Tenía que comprobar hasta qué punto estabas dispuesta a obedecerme. Al menos esta vez.

Shallan se azoró y contuvo la necesidad de recalcar que cuando era una alumna estudiosa y obediente, Jasnah no había divulgado tantos secretos.

—¿Qué es, entonces, ese... lugar?

—En realidad no es un lugar —dijo Jasnah—. No como solemos pensar en el espacio. Shadesmar está aquí, a nuestro alrededor, ahora mismo. Todas las cosas existen allí de alguna forma, igual que existen aquí.

Shallan frunció el ceño.

—No...

Jasnah alzó un dedo para hacerla callar.

—Todas las cosas tienen tres componentes: el alma, el cuerpo y la mente. Ese lugar que viste, Shadesmar, es lo que llamamos el Reino Cognitivo: el lugar de la mente.

»A nuestro alrededor vemos el mundo físico. Puedes tocarlo, verlo, oírlo. Así es como experimenta el mundo tu cuerpo físico. Shadesmar es la manera en que lo experimenta tu yo cognitivo, tu yo inconsciente. A través de tus sentidos ocultos que tocan ese reino, das saltos lógicos intuitivos y formas esperanzas. Probablemente a través de esos sentidos extra, Shallan, creas arte.

El agua salpicó en la proa del barco cuando la nave remontó una ola. Shallan se secó una gota de agua salada de la mejilla, tratando de pensar en lo que Jasnah acababa de decir.

—No acabo de entenderlo, brillante.

—No me extraña. He pasado seis años investigando Shadesmar, y a día de hoy apenas sé interpretarlo. Tendré que acompañarte allí varias veces antes de que puedas comprender, aunque solo sea un poco, el verdadero significado del lugar.

Jasnah hizo una mueca ante la idea. Shallan siempre se sorprendía al ver en ella emociones visibles. La emoción era algo con lo que una podía identificarse, algo humano, y la imagen mental que Shallan tenía de Jasnah Kholin era de un ser casi divino. Pensándolo bien, era una forma extraña de considerar a una atea confesa.

—Escúchame —dijo Jasnah—, mis propias palabras traicionan mi ignorancia. Te he dicho que Shadesmar no era un lugar, y, sin embargo, lo llamo así en la siguiente frase que pronuncio. Hablo de visitarlo, aunque está todo a nuestro alrededor. Simplemente no tenemos la terminología adecuada para discutir al respecto. Déjame que intente otra táctica.

Jasnah se levantó y Shallan se apresuró a seguirla. Recorrieron la cubierta, sintiendo cómo se bamboleaba bajo sus pies. Los marineros dejaron paso a Jasnah haciendo rápidas reverencias, mirándola con el mismo acatamiento que dedicarían a un rey. ¿Cómo lo hacía? ¿Cómo podía controlar a cuantos la rodeaban sin que pareciera hacer absolutamente nada?

—Mira abajo, en el agua —dijo Jasnah cuando llegaron a la proa—. ¿Qué ves?

Shallan se detuvo junto a la borda y contempló las aguas azules, que espumaban cuando la proa del barco las hendía. Allí, asomada, pudo ver la profundidad de las aguas. Una inmensidad insondable que se extendía no solo hacia delante, sino hacia abajo.

—Veo la eternidad —dijo.

—Hablas como una artista —comentó Jasnah—. Este barco navega a través de profundidades que no podemos conocer. Bajo estas aguas bulle un mundo frenético e invisible.

Jasnah se inclinó hacia delante, agarrándose a la barandilla con una mano sin cubrir y la mano velada dentro de la manga. No miró las profundidades, ni la lejana tierra que despuntaba sobre los horizontes septentrional y meridional. Miró hacia el este. Hacia las tormentas.

—Hay un mundo entero, Shallan, del cual nuestras mentes solo rozan la superficie. Un mundo de profundo, profundísimo pensamiento. Un mundo creado por profundos, profundísimos pensamientos. Cuando ves Shadesmar, entras en esas profundidades. Es un lugar extraño para nosotros en ciertos aspectos, pero al mismo tiempo nosotros lo formamos. Con alguna ayuda.

—¿Qué hicimos?

—¿Qué son los spren? —preguntó Jasnah.

La pregunta pilló a Shallan desprevenida, pero a estas alturas ya estaba acostumbrada a los desafíos de Jasnah. Se tomó su tiempo para pensar y consideró su respuesta.

—Nadie sabe lo que son los spren —dijo—, aunque muchos filósofos tienen opiniones diferentes sobre...

—No —dijo Jasnah—. ¿Qué son?

—Yo... —Shallan miró a un par de vientospren que giraban en el aire. Parecían diminutos lazos de luz que brillaban suavemente, danzando el uno alrededor del otro—. Son ideas vivientes.

Jasnah se volvió hacia ella.

—¿Qué? —dijo Shallan, con un sobresalto—. ¿Me equivoco?

—No —respondió Jasnah—. Tienes razón. —La mujer entornó los ojos—. Según mis deducciones, los spren son elementos del Reino Cognitivo que se han filtrado al mundo físico. Son conceptos que han adquirido un fragmento de conciencia, quizá debido a la intervención humana.

»Piensa en un hombre que se enfada a menudo. Piensa en cómo sus amigos y familiares podrían empezar a referirse a esa ira como a una bestia, un ente que lo posee, algo externo a él. Los humanos tienden a personificar. Hablamos del viento como si tuviera voluntad propia.

»Los spren son esas ideas, las ideas de la experiencia colectiva humana, que de algún modo cobran vida. Shadesmar es donde eso sucede en primer lugar, y es su lugar. Aunque nosotros lo creamos, ellos le dan forma. Viven allí: gobiernan allí, dentro de sus propias ciudades.

—¿Ciudades?

—Sí —prosiguió Jasnah, contemplando el océano. Parecía preocupada—. Los spren son incontables en su diversidad. Algunos son tan listos como los humanos y crean ciudades. Otros son como peces y simplemente nadan en las corrientes.

Shallan asintió. Aunque en realidad no conseguía asimilar todo esto, no quería que Jasnah dejara de hablar. Ese era el tipo de conocimiento que Shallan necesitaba, lo que anhelaba.

—¿Tiene esto algo que ver con lo que descubriste? ¿Con los parshmenios? ¿Los Portadores del Vacío?

—Aún no he podido determinarlo. Los spren no son siempre abiertos. En algunos casos, no lo saben. En otros, no se fían de mí debido a nuestra antigua traición.

Shallan frunció el ceño y miró a su maestra.

—¿Traición?

—Así es como se refieren a algo que no quieren contarme. Por lo visto rompimos un juramento, y al hacerlo los ofendimos sobremanera. Es posible que algunos de ellos murieran, aunque no sé cómo puede morir un concepto. —Jasnah se volvió hacia Shallan con expresión solemne—. Me doy cuenta de que esto es abrumador. Tendrás que aprenderlo, todo, si has de ayudarme. ¿Sigues dispuesta?

—¿Tengo elección?

Una sonrisa asomó a las comisuras de los labios de Jasnah.

—Lo dudo. Eres capaz de moldear almas por tu cuenta, sin la ayuda de un fabrial. Eres como yo.

Shallan contempló las aguas. Como Jasnah. ¿Qué significaba? ¿Por qué...?

Se detuvo y parpadeó. Durante un momento, le pareció ver el mismo patrón que antes, el que había creado rugosidades en su hoja de papel. Esta vez fue en el agua, formada de manera imposible sobre la superficie de una ola.

—Brillante... —dijo, reposando los dedos sobre el brazo de Jasnah—. Me ha parecido ver algo en el agua, ahora mismo. Un patrón de líneas definidas, como un laberinto.

—Muéstrame dónde.

—Fue en una de las olas, y lo hemos pasado ya. Pero creo que lo vi antes, en una de mis páginas. ¿Significa algo?

—Sin duda. He de admitir, Shallan, que la coincidencia de nuestro encuentro me resulta sorprendente. Sospechosamente sorprendente.

—¿Brillante?

—Estaban implicados —dijo Jasnah—. Te trajeron a mí. Y siguen observándote, según parece. De modo que no, Shallan, ya no tienes elección. Las antiguas costumbres regresan, y no lo veo como un signo de esperanza. Es un acto de autoconservación. Los spren sienten un peligro inminente, y por eso regresan a nosotros. Ahora debemos devolver nuestra atención a las Llanuras Quebradas y las reliquias de Urithiru. Pasará mucho tiempo antes de que regreses a tu tierra.

Shallan asintió sin decir palabra.

—Esto te preocupa —dijo Jasnah.

—Sí, brillante. Mi familia...

Shallan se sentía como una traidora por haber abandonado a sus hermanos, que dependían de ella para su bienestar económico. Les había escrito dándoles explicaciones, sin muchos detalles, por haber devuelto el moldeador de almas robado y porque se le pedía que ayudara a Jasnah con su trabajo.

La respuesta de Balat había sido positiva, a su modo. Dijo que se alegraba de que al menos uno de ellos hubiera escapado al destino que caía sobre la casa. Pensaba que los demás (sus tres hermanos y la prometida de Balat) estaban condenados.

Tal vez tuviera razón. Las deudas de su padre no solo los aplastarían: también estaba la cuestión del moldeador de almas roto. El grupo que se lo había dado a su padre lo quería de vuelta.

Por desgracia, Shallan estaba convencida de que la misión de Jasnah era de vital importancia. Los Portadores del Vacío regresarían pronto; de hecho, no eran ninguna amenaza lejana de alguna historia. Vivían entre los hombres, y así había sido durante siglos. Los amables y silenciosos parshmenios que trabajaban como sirvientes y esclavos perfectos eran en realidad destructores.

Impedir la catástrofe del regreso de los Portadores del Vacío era un deber aún mayor que proteger a sus hermanos. Todavía resultaba doloroso admitirlo.

Jasnah la estudió.

—Respecto a tu familia, Shallan, he emprendido algunas medidas.

—¿Medidas? —dijo Shallan, cogiendo a la otra mujer del brazo—. ¿Has ayudado a mis hermanos?

—En cierto modo —dijo Jasnah—. Sospecho que el dinero no resolverá este problema, aunque he dispuesto que envíen un pequeño regalo. Por lo que has dicho, los problemas de tu familia derivan de dos asuntos. Primero, los Sangre Espectral desean recuperar su moldeador de almas, que has roto. Segundo, tu casa carece de aliados y tiene grandes deudas.

Jasnah sacó una hoja de papel.

—Esto es de una conversación que tuve con mi madre esta mañana por medio de vinculacaña.

Shallan la siguió con la mirada, tomando nota mental de las explicaciones de Jasnah sobre el moldeador de almas roto y su petición de ayuda.

«Esto sucede más a menudo de lo que parece —había respondido Navani—. El fallo probablemente tiene que ver con el alineamiento del engarce de las gemas. Tráeme el artilugio y veremos.»

—Mi madre es una reputada artifabriana —dijo Jasnah—. Sospecho que puede hacer que tu moldeador de almas vuelva a funcionar. Una vez reparada se la enviaremos a tus hermanos para que la devuelvan a sus propietarios.

—¿Me permitirías hacer eso? —preguntó Shallan.

Durante los días de navegación, la joven había sonsacado con cautela más información sobre la secta, esperando comprender a su padre y sus motivos. Jasnah decía saber muy poco al respecto, aparte del hecho de que querían su investigación, y estaban dispuestos a matar por ella.

—Preferiría que no tuvieran acceso a un artilugio tan valioso —dijo Jasnah—. Pero ahora mismo no tengo tiempo para proteger directamente a tu familia. Esta es la mejor solución, suponiendo que tus hermanos puedan dilatarla un poco más. Que digan la verdad, si es preciso: que tú, sabiendo que yo soy una erudita, acudiste a mí y me pediste que arreglara el moldeador de almas. Tal vez eso los contente por ahora.

—Gracias, brillante. —Tormentas. Si se lo hubiera pedido a Jasnah en primer lugar, después de ser aceptada como pupila suya, ¿no habría sido mucho más fácil? Shallan miró el papel, advirtiendo que la conversación continuaba.

«Respecto al otro asunto —había escrito Navani—, me complace esta sugerencia. Creo que podré persuadir al muchacho para que al menos lo considere, ya que su relación más reciente terminó bruscamente, como suele ser común en él, a principios de esta semana.»

—¿A qué se refiere esa segunda parte? —preguntó Shallan, alzando la cabeza.

—Por más que sacies a los Sangre Espectral, eso no salvará tu casa —respondió Jasnah—. Vuestras deudas son demasiado grandes, sobre todo teniendo en cuenta los actos de tu padre, que han molestado a tanta gente. Por tanto, he dispuesto una poderosa alianza para tu casa.

—¿Alianza? ¿Cómo?

Jasnah inspiró profundamente. Parecía reacia a dar explicaciones.

—He dado los primeros pasos para que te prometas a uno de mis primos, hijo de mi tío Dalinar Kholin. El muchacho se llama Adolin. Es guapo y conocido, con un buen discurso.

—¿Prometida? —dijo Shallan—. ¿Has prometido mi mano?

—He iniciado el proceso —admitió Jasnah con cierta ansiedad, algo poco característico en ella—. Aunque en ocasiones es irreflexivo, Adolin tiene buen corazón, tan bueno como el de su padre, que tal vez sea el mejor hombre que he conocido jamás. Está considerado el soltero más apetecible de Alezkar, y mi madre hace tiempo que desea verlo casado.

—Prometida —repitió Shallan.

—Sí. ¿Te molesta?

—¡Es maravilloso! —exclamó Shallan, agarrando con más fuerza el brazo de Jasnah—. Tan fácil... Si estoy casada con alguien tan poderoso... ¡Tormentas! Nadie se atrevería a tocarnos en Jah Keved. Eso resolvería muchos de nuestros problemas. ¡Brillante, eres un genio!

Jasnah se relajó visiblemente.

—Sí, bueno, parecía una solución factible. Sin embargo, temía que te sintieras ofendida.

—¿Por qué, en nombre de los vientos, habría de ofenderme?

—Por las restricciones a la libertad que lleva implícito el matrimonio —respondió Jasnah—. Y si no por eso, porque el ofrecimiento se hizo sin consultarte. Tuve que ver primero si la posibilidad estaba abierta. La situación ha avanzado más de lo que esperaba, ya que mi madre ha aceptado la idea. Navani tiene... cierta tendencia a ser abrumadora.

Shallan no era capaz de imaginar que nadie pudiera abrumar a Jasnah.

—¡Padre Tormenta! ¿Te preocupaba que pudiera sentirme ofendida? Brillante, me he pasado toda la vida encerrada en la mansión de mi padre; crecí dando por hecho que él me elegiría marido.

—Pero ahora estás libre de tu padre.

—Sí, y por eso fui tan perfectamente juiciosa cuando intenté encontrar relaciones por mi cuenta —adujo Shallan—. El primer hombre que elegí era no solo un fervoroso, sino también un asesino en secreto.

—¿No te molesta, entonces? —insistió Jasnah—. ¿La idea de estar comprometida con otra persona, particularmente un hombre?

—No es que me vendan como esclava —replicó Shallan en tono burlón.

—No, supongo que no. —Jasnah se estremeció y recuperó la compostura—. Bueno, le haré saber a Navani que estás de acuerdo con el compromiso y hoy mismo deberíamos tener un causal.

Un casual era un compromiso condicional, en terminología vorin. En todos los sentidos, Shallan estaría prometida, pero no tendría ningún apoyo legal hasta que los fervorosos firmaran y verificaran un compromiso oficial.

—El padre del pretendiente ha dicho que no obligará a Adolin a nada —explicó Jasnah—, aunque el muchacho está soltero nuevamente y ha conseguido ofender a otra joven dama. De todas formas, Dalinar querrá que os conozcáis antes de que se acuerde nada más vinculante. Ha habido... cambios en el clima político de las Llanuras Quebradas. El ejército de mi tío ha sufrido grandes pérdidas. Otro motivo para apresurarnos en llegar a las Llanuras.

—Adolin Kholin —dijo Shallan, escuchándola solo a medias—. Duelista. Un duelista fantástico, además. Y portador de esquirlada.

—Ah, así que prestaste atención a tus lecturas sobre mi padre y mi familia.

—Desde luego... pero ya conocía a tu familia de antes. ¡Los alezi son el centro de la sociedad! Incluso las muchachas de las casas rurales conocen los nombres de los príncipes alezi. —Y mentiría si negara sus sueños juveniles de conocer a uno—. Pero, brillante, ¿estás segura de que este compromiso será conveniente? Quiero decir que no soy precisamente importante.

—En realidad, sí. La hija de otro alto príncipe habría sido preferible para Adolin. Sin embargo, parece que ha conseguido ofender a todas y cada una de las mujeres casaderas de ese rango. Digamos que el muchacho es excesivamente entusiasta en sus relaciones. Nada que no puedas controlar, estoy segura.

—Padre Tormenta —dijo Shallan, sintiendo que le temblaban las piernas—. ¡Es el heredero de un principado! ¡Está en la línea sucesoria al trono de Alezkar!

—El tercero en la línea de sucesión —asintió Jasnah—, después del hijo de mi hermano y de Dalinar, mi tío.

—Brillante, tengo que preguntarlo. ¿Por qué Adolin? ¿Por qué no el hijo más joven? Yo... no tengo nada que ofrecer a Adolin, ni a la casa.

—Al contrario —respondió Jasnah—. Si eres lo que pienso que eres, entonces podrás ofrecerle algo que nadie más está en disposición de proporcionarle. Algo más importante que las riquezas.

—¿Qué piensas que soy? —susurró Shallan, mirando a los ojos a la otra mujer, haciendo por fin la pregunta que nunca se había atrevido a formular.

—Ahora mismo, no eres más que una promesa —dijo Jasnah—. Una crisálida con potencial de grandeza. Cuando antaño los humanos y los spren se unían, los resultados eran mujeres que bailaban en los cielos y hombres capaces de destruir las piedras con un simple toque.

—Los Radiantes Perdidos. Traidores de la humanidad. —Shallan no podía asimilarlo todo. El compromiso, Shadesmar y los spren, y finalmente su misterioso destino. Lo sabía. Pero hablar de ello...

Se sentó, sin importarle que su vestido se mojara en cubierta, apoyando la espalda contra la amura. Jasnah le permitió recuperar la compostura, sorprendentemente, sentándose también ella. Lo hizo con mucho más estilo, recogiendo el vestido bajo las piernas mientras se sentaba de lado. Las dos atrajeron las miradas de los marineros.

—Van a devorarme a trocitos —dijo Shallan—. La corte alezi. Es la más feroz del mundo.

Jasnah bufó.

—Es más ráfaga que tormenta, Shallan. Yo te enseñaré todo lo necesario.

—Nunca seré como tú, brillante. Tú tienes poder, autoridad, riquezas. Mira cómo responden los marineros ante ti.

—¿Y estoy usando ese poder, esa autoridad o esas riquezas ahora mismo?

—Pagaste este viaje.

—¿No pagaste tú varios viajes en este barco? —preguntó Jasnah—. ¿No te trataron a ti igual que me tratan a mí?

—Claro que no. Me aprecian, pero no tengo tu peso, Jasnah.

—Prefiero pensar que eso no tiene nada que ver con mi figura —dijo Jasnah con un atisbo de sonrisa—. Entiendo tu argumento, Shallan. Sin embargo, es erróneo.

Shallan se volvió hacia ella. Jasnah estaba sentada en la cubierta del barco como si fuera un trono, con la espalda recta, la cabeza alta, imponente. Shallan lo hacía con las piernas apoyadas contra el pecho y los brazos bajo las rodillas. Incluso su actitud en algo tan básico como sentarse era distinta. No se parecía en nada a esta mujer.

—Hay un secreto que debes aprender, niña —dijo Jasnah—. Un secreto más importante aún que los relacionados con Shadesmar y los spren. El poder es una ilusión de la percepción.

Shallan frunció el ceño.

—No me malinterpretes —continuó Jasnah—. Algunos tipos de poder son reales: el poder para dirigir ejércitos, el poder de moldear almas. Pero intervienen con mucha menos frecuencia de lo que cabría suponer. De forma individual, en la mayoría de las relaciones, eso que llamamos poder, o autoridad, existe solo según se percibe.

»Dices que tengo riquezas. Es cierto, pero también has visto que no suelo utilizarlas. Dices que tengo autoridad como hermana de un rey. Tienes razón. Sin embargo, los hombres de este barco me tratarían exactamente igual si fuera una mendiga que los hubiera convencido de ser la hermana de un rey. En ese caso, mi autoridad no sería real. Son meros vapores: una ilusión. Puedo crear para ellos esa ilusión, igual que tú.

—No me lo creo, brillante.

—Lo sé. Si lo creyeras, lo estarías haciendo ya. —Jasnah se levantó y se sacudió la falda—. Si vuelves a ver ese patrón, el que apareció sobre las olas, ¿me lo dirás?

—Sí, brillante —respondió Shallan, distraída.

—Entonces dedica el resto del día a tu arte. Tengo que pensar cómo enseñarte mejor Shadesmar.

La mujer se retiró, devolviendo con un leve gesto de la cabeza las reverencias de los marineros mientras pasaba ante ellos y se dirigía al interior del barco.

Shallan se levantó, luego dio media vuelta y se agarró a la borda, con una mano a cada lado del bauprés. El océano se extendía ante ella, olas ondulantes, un aroma a fría frescura. El rítmico golpeteo mientras el velero surcaba las olas.

Las palabras de Jasnah batallaban en su mente, como anguilas aéreas con una sola rata para todas. ¿Spren que tenían ciudades? ¿Shadesmar, un reino que estaba allí, pero era invisible? ¿Shallan, prometida de pronto con el soltero más importante del mundo?

Dejó la proa y recorrió el barco, apoyando la mano libre en la regala. ¿Cómo la consideraban los marineros? Sonreían y la saludaban. La apreciaban. Yalb, que colgaba perezoso de los cordajes, la llamó para decirle que en el siguiente puerto había una estatua que tenía que ver.

—Es un pie gigante, joven señora. ¡Solo un pie! Nunca terminaron la maldita estatua...

Ella le sonrió y continuó. ¿Quería que la vieran como a Jasnah? ¿Siempre temerosos, siempre preocupados de que pudieran hacer algo mal? ¿Eso era el poder?

«Cuando partí por primera vez de Vedenar —pensó, mientras llegaba al lugar donde estaba atada la caja que le servía de asiento—, el capitán no dejaba de insistir en que volviera a casa. Para él mi misión era una estupidez.»

Tozbek siempre había actuado como si le estuviera haciendo un favor al aceptarla junto a Jasnah. ¿Tendría que haber pasado todo ese tiempo sintiendo que se había impuesto al capitán y su tripulación al contratarlos? Sí, le había ofrecido un descuento por sus negocios con su padre en el pasado..., pero en cualquier caso ella fue quien lo contrató.

La forma en que la trataba era probablemente cosa de los mercaderes thayleños. Si un capitán conseguía convencer a su cliente de que estaba al mando, este pagaba mejor. Le caía bien aquel hombre, pero su relación dejaba mucho que desear. Jasnah nunca habría tolerado que la trataran de esa forma.

El santhid seguía nadando al lado del barco. Era como una diminuta isla en movimiento, la espalda cubierta de algas, pequeños cristales sobresaliendo del caparazón.

Shallan se dio media vuelta y se encaminó hacia la popa, donde el capitán Tozbek hablaba con uno de sus hombres, señalando un mapa cubierto de glifos. La saludó con la cabeza mientras se acercaba.

—Solo una advertencia, joven señora —dijo—. Los puertos en los que recalemos pronto serán menos cómodos. Dejaremos los estrechos de Ceño Largo, rodearemos el borde oriental del continente y nos dirigiremos a Nueva Natanan. No hay nada que merezca la pena hasta las Criptas Huecas... y tampoco allí hay mucho que ver. Yo no enviaría ni a mi propio hermano allí sin escolta, y eso que ha matado a diecisiete hombres con sus manos desnudas.

—Comprendo, capitán —dijo Shallan—. Y gracias. He reconsiderado mi decisión anterior. Necesito que detengas el barco y me permitas inspeccionar el espécimen que nada junto al casco.

El capitán suspiró, extendió la mano y se pasó los dedos por una de sus tiesas cejas puntiagudas, igual que otros hombres podían jugar con sus bigotes.

—Brillante, eso no es aconsejable. ¡Padre Tormenta! Si te cayeras al océano...

—Entonces me mojaría —replicó Shallan—. Es un estado que ya he experimentado alguna que otra vez en mi vida.

—No, no puedo permitirlo. Como te dije, te llevaremos a ver algunos caparazones...

—¿No puedes permitirlo? —lo atajó Shallan. Lo miró con lo que deseó que fuera una expresión de asombro, con la esperanza de que no advirtiera la fuerza con que cerraba los puños a los costados. Tormentas, con lo que odiaba ella las confrontaciones—. No sabía que hubiera hecho una petición que tú pudieras o no aceptar, capitán. Detén el barco. Bájame. Esas son las órdenes.

Trató de decirlo con la decisión que habría mostrado Jasnah, quien era capaz de hacer que pareciera más fácil resistirse a una alta tormenta desatada que mostrarse en desacuerdo con ella.

Tozbek movió la boca un momento, sin lograr emitir ningún sonido, como si su cuerpo intentara continuar su anterior objeción pero su mente fuera con retraso.

—Es mi barco... —murmuró por fin.

—A tu barco no le sucederá nada malo —replicó Shallan—. No nos demoremos, capitán. No quisiera retrasar nuestra arribada a puerto esta noche.

Lo dejó y volvió a su asiento, con el corazón latiéndole desbocado y las manos temblorosas. Se sentó en su caja, en parte para calmarse.

Tozbek, con aspecto de estar profundamente molesto, empezó a dar órdenes. Arriaron las velas, el barco frenó su rumbo. Shallan resopló, sintiéndose como una idiota.

Y, sin embargo, lo que Jasnah le había dicho era cierto. La actitud de Shallan creaba algo en los ojos de Tozbek. ¿Una ilusión? ¿Como los mismos spren, tal vez? ¿Fragmentos de expectativas humanas que cobraban vida?

El santhid aminoró la marcha siguiendo el ritmo de la nave. Shallan se levantó, nerviosa, mientras los marineros se acercaban con un cabo. De mala gana, ataron un lazo en el suelo para que ella pudiera meter el pie, antes de explicarle que debía agarrarse con fuerza a la cuerda mientras la bajaban. Ataron un segundo cabo, más pequeño, en torno a su cintura: el medio por el que podrían izarla, mojada y humillada, de vuelta a la cubierta. E, inevitablemente, a sus miradas.

Se quitó los zapatos y luego subió a la borda, tal y como le habían indicado. ¿Hacía tanto viento antes? Sintió un momento de vértigo, allí en precario equilibrio sobre el diminuto borde, con los pies apenas cubiertos con unos calcetines y el vestido agitándose con el dichoso viento. Un vientospren se le acercó y adoptó la forma de una cara con nubes detrás. Tormentas, ojalá que aquella criatura no interfiriera. ¿Era la imaginación humana la que daba al vientospren aquella sonrisita maliciosa?

Los marineros situaron el lazo ante sus pies y ella se introdujo en él con temor. A continuación Yalb le entregó la máscara de la que le había hablado.

Jasnah subió a cubierta, mirando a su alrededor, confusa. Vio a Shallan de pie en el costado del barco y enarcó una ceja.

Shallan se encogió de hombros y luego indicó a los hombres que la bajaran.

Se negó a permitir sentirse como una tonta mientras descendía poco a poco hacia las aguas y hacia la extraña criatura que flotaba en las olas. Los hombres la detuvieron a un par de palmos de la superficie y ella se puso la máscara, sujeta por correas, que cubrían casi toda su cara, incluyendo la nariz.

—¡Más abajo! —les gritó.

Le pareció sentir su reticencia en la lentitud con que la cuerda fue descendiendo. Su pie tocó el agua y un frío terrible le subió por la pierna. ¡Padre Tormenta! Sin embargo, no pidió que se detuvieran. Permitió que la fueran bajando más y más hasta que sus piernas quedaron sumergidas en el agua helada. Su falda se hinchó de la forma más molesta, y tuvo que pisar el extremo, dentro del lazo, para impedir que se alzara sobre su cintura y se quedara flotando en la superficie del agua mientras se sumergía.

Se debatió con la tela durante un instante, aliviada por el hecho de que los hombres del barco no pudieran verla ruborizarse. Sin embargo, cuando se mojó del todo, fue más fácil manejar el vestido. Finalmente pudo encogerse, todavía agarrada férreamente a la cuerda, y hundirse en el agua hasta la cintura.

Luego zambulló la cabeza bajo las olas.

Desde la superficie, la luz se filtraba en columnas titilantes y radiantes. Las aguas estaban pobladas de vida furiosa, sorprendente. Peces diminutos zigzagueaban de un lado a otro, picoteando en la parte inferior del caparazón que cubría a una criatura majestuosa. Retorcida como un árbol viejo, con la piel arrugada y plegada, la auténtica forma del santhid era la de una bestia con largos tentáculos azules, como los de una medusa, solo que mucho más gruesos. Los tentáculos desaparecían en las profundidades, siguiendo a la bestia de forma oblicua.

El animal en sí era una retorcida masa azul grisácea cubierta por el caparazón. Sus pliegues de aspecto antediluviano rodeaban un gran ojo en el costado: era de suponer que habría otro en el otro lado. Parecía lenta, aunque majestuosa, con poderosas aletas que se movían como remos. Un grupo de extraños spren en forma de flecha se movía por las aguas alrededor de la bestia.

Bancos de peces rodeaban a la increíble criatura. Aunque las profundidades parecían vacías, la zona que rodeaba al santhid rebosaba de vida, igual que bajo el barco. Peces diminutos picoteaban el casco moviéndose entre el santhid y el navío, a veces solos, a veces en oleadas. ¿Sería por eso por lo que la criatura nadaba cerca de los barcos? ¿Tendría algo que ver con los peces, y su relación con él?

Contempló la criatura, cuyo ojo, grande como la cabeza de Shallan, se volvió hacia ella, concentrándose en su persona, mirándola. En ese momento Shallan dejó de sentir el frío. Dejó de sentir vergüenza. Estaba contemplando un mundo que, por lo que sabía, ninguna erudita había visitado jamás.

Parpadeó para captar una imagen de la criatura, reteniéndola para luego poder dibujarla.

Nuestra primera pista fueron los parshendi. Incluso semanas antes de que abandonaran la persecución de las gemas corazón, su estrategia bélica cambió. Permanecieron en las mesetas después de las batallas, como si esperaran algo.

Del diario personal de Navani Kholin, Jeseses 1174

Aliento.

El aliento de un hombre era su vida. Kaladin exhaló, poco a poco, regresando al mundo. Inspiró profundamente, con los ojos cerrados, y durante un rato eso fue todo lo que pudo oír. Su propia vida. Dentro, fuera, al compás del trueno que resonaba en su pecho.

Aliento. Su propia pequeña tormenta.

En el exterior la lluvia había cesado. Kaladin permaneció sentado en la oscuridad. Cuando los reyes y los ojos claros ricos morían, sus cuerpos no eran incinerados como los de la gente normal, sino que los moldeaban convirtiéndolos en estatuas de piedra o metal, inmóviles para toda la eternidad.

Los cuerpos de los ojos oscuros eran incinerados. Se convertían en humo, para alzarse hacia los cielos y lo que fuera que esperaba allí, como una plegaria ardiente.

Aliento. El aliento de los ojos claros no era diferente al de los ojos oscuros. No era más dulce, ni más libre. El aliento de los reyes y el de esclavos se mezclaba, para ser respirado de nuevo por los hombres, una y otra vez.

Kaladin se levantó y abrió los ojos. Había pasado la alta tormenta en la oscuridad de ese pequeño cuarto junto al nuevo barracón del Puente Cuatro. Solo. Se encaminó hacia la puerta, pero se detuvo. Posó los dedos en la capa que sabía que colgaba allí de un gancho. En la oscuridad no distinguía su color azul oscuro, ni el glifo de Kholin, con la forma del sello de Dalinar, en la espalda.

Parecía que todos los cambios que se habían producido en su vida los había marcado una tormenta. Este era un gran cambio. Abrió la puerta y salió a la luz siendo un hombre libre.

Dejó la capa, al menos de momento.

El Puente Cuatro lo ovacionó cuando salió. Habían salido a bañarse y afeitarse bajo los embates de la tormenta, como era su costumbre. La fila casi había terminado. Roca había ido afeitando a los hombres, uno por uno. El gran comecuernos tarareaba mientras pasaba la cuchilla por la cabeza medio calva de Drehy. La lluvia había dejado un dulce aroma en el aire, y una hoguera apagada era el único resto del guiso que el grupo había compartido la noche anterior.

En muchos aspectos, ese lugar no era tan diferente a los aserraderos de los que sus hombres habían escapado hacía poco. Los barracones de piedra, grandes y rectangulares, se parecían mucho: moldeados en vez de construidos a mano, semejaban enormes troncos de piedra. Estos, sin embargo, tenían un par de habitaciones más pequeñas a los lados para los sargentos, con sus entradas privadas desde el exterior. Tenían pintados los símbolos de los pelotones que los habían utilizado antes; los hombres de Kaladin tendrían que pintar encima.

—Moash —llamó Kaladin—. Cikatriz, Teft.

Los tres se acercaron corriendo, salpicando agua de los charcos que habían quedado tras la tormenta. Llevaban las ropas de los hombres de los puentes: pantalones sencillos cortados por las rodillas, y chalecos de cuero sobre sus torsos desnudos. Cikatriz se mantenía erguido y en movimiento a pesar de la herida en su pie, y saltaba a la vista que se esforzaba por no cojear. De momento Kaladin no le ordenó que guardara cama. La herida no era demasiado grave, y necesitaba al hombre.

—Quiero examinar lo que tenemos —dijo Kaladin, guiándolos de vuelta al barracón, que era lo bastante espacioso para albergar a cincuenta hombres y media docena de sargentos. Más barracones lo flanqueaban a cada lado. Kaladin había recibido un bloque entero, veinte edificios, para alojar allí a su nuevo batallón de antiguos hombres de los puentes.

Veinte edificios. Que Dalinar hubiera encontrado tan fácilmente un bloque de veinte edificios para los hombres del puente revelaba una terrible verdad: el coste de la traición de Sadeas. Miles de muertos. De hecho, las escribas trabajaban cerca de algunos de los barracones, supervisando a los parshmenios que transportaban montones de ropas y otros efectos personales. Las posesiones de los caídos.

No eran pocas las escribas que tenían los ojos enrojecidos y aspecto agotado. Sadeas acababa de crear miles de nuevas viudas en el campamento de Dalinar, y probablemente el mismo número de huérfanos. Si Kaladin hubiera necesitado otro motivo para odiar a ese hombre, lo tenía allí mismo, presente en el sufrimiento de aquellas mujeres cuyos esposos habían confiado en él en el campo de batalla.

Para Kaladin no había mayor pecado que la traición de un aliado en la batalla. Excepto, tal vez, la traición a los hombres que estuvieran a sus órdenes, el hecho de llevarlos a una muerte segura después de que hubieran arriesgado la vida por protegerlo. Kaladin sintió un inmediato destello de ira al pensar en Amaram y en lo que había hecho. La marca de esclavo pareció arderle de nuevo en la frente.

Amaram y Sadeas. Dos hombres en la vida de Kaladin que, en algún momento, tendrían que pagar por lo que habían hecho. A ser posible, ese pago vendría acompañado de severos intereses.

Kaladin continuó caminando con Teft, Moash y Cikatriz. Estos barracones que se vaciaban lentamente de efectos personales estaban también repletos de hombres de los puentes. Eran muy parecidos a los hombres del Puente Cuatro: los mismos chalecos, los mismos pantalones por las rodillas. Sin embargo, en muchos otros aspectos eran completamente distintos. Desgreñados y con barbas que no recortaban desde hacía meses, ojos vacíos que no parecían parpadear con la frecuencia debida. Espaldas encorvadas. Rostros inexpresivos.

Cada uno de aquellos hombres parecía sentarse a solas, incluso rodeados por sus compañeros.

—Recuerdo esa sensación —dijo Cikatriz en voz baja. A pesar de tener poco más de treinta años, el hombre delgado y fibroso tenía rasgos afilados y las sienes plateadas—. No quiero, pero lo recuerdo.

—¿Se supone que hemos de convertir a esa gente en un ejército? —preguntó Moash.

—Kaladin lo hizo con el Puente Cuatro, ¿no? —repuso Teft, agitando un dedo ante Moash—. Pues ahora lo repetirá.

—No es lo mismo transformar a unas cuantas docenas que a centenares —dijo Moash, apartando de una patada una rama caída durante la alta tormenta. Alto y corpulento, Moash tenía una cicatriz en la barbilla, pero en su frente no había ninguna marca de esclavo. Caminaba con la espalda recta y la barbilla alta. De no ser por sus ojos castaños, podría haber pasado por oficial.

Kaladin los condujo a los tres barracón tras barracón, haciendo un rápido recuento. Casi mil hombres, y aunque el día anterior les había dicho que ya eran libres y podían regresar a sus antiguas vidas si lo deseaban, pocos parecían querer hacer otra cosa sino permanecer sentados. En un principio había cuarenta cuadrillas de los puentes, pero muchas habían sido masacradas durante el último ataque y otras ya carecían de efectivos suficientes.

—Los distribuiremos en veinte cuadrillas de unos cincuenta cada una —dijo Kaladin. En las alturas, Syl revoloteaba en forma de lazo de luz y zigzagueaba a su alrededor. Los hombres no daban señales de distinguirla: era invisible para ellos—. No podremos enseñar a mil hombres adiestrándolos uno por uno, no al principio. Entrenaremos a los más dispuestos, y luego los enviaremos a dirigir y entrenar a sus propios equipos.

—Entiendo —dijo Teft, rascándose la barbilla. El más viejo de los hombres de los puentes era uno de los pocos que todavía conservaba la barba. Casi todos los demás se habían afeitado como marca de orgullo, algo que distinguía a los miembros del Puente Cuatro de los esclavos corrientes. Teft cuidaba la suya por el mismo motivo. Donde no se había vuelto canosa era marrón claro, y la llevaba recortada y cuadrada, casi como la de un fervoroso.

Moash hizo una mueca al mirar a los hombres de los puentes.

—Das por hecho que algunos de ellos estarán «más dispuestos», Kaladin. A mí me parece que todos están en el mismo nivel de abatimiento.

—Algunos habrá que conserven el fuego de la lucha —adujo Kaladin, regresando al Puente Cuatro—. Los que se unieron a nosotros ante la hoguera anoche, sin ir más lejos. Teft, necesito que escojas a otros. Organiza y combina las cuadrillas, luego elige a cuarenta hombres, dos de cada grupo, para que sean entrenados primero. Estarás al mando de ese adiestramiento. Esos cuarenta serán la semilla que usaremos para ayudar al resto.

—Supongo que podré hacerlo.

—Bien. Te daré unos cuantos hombres para que te ayuden.

—¿Unos cuantos? —preguntó Teft—. Sin duda necesitaré algo más que unos cuantos...

—Pues tendrás que apañártelas con eso —respondió Kaladin, deteniéndose en el sendero para volverse a mirar hacia el oeste, hacia el complejo del rey más allá de la muralla del campamento, que se alzaba en una colina que dominaba el resto de los campamentos—. La mayoría vamos a hacer falta para mantener a Dalinar Kholin con vida.

Moash y los demás se detuvieron junto a él. Kaladin contempló el palacio con los ojos entornados. En efecto, no parecía lo bastante grandioso para alojar a un rey: allí todo era solo piedra y más piedra.

—¿Estás dispuesto a confiar en Dalinar? —preguntó Moash.

—Renunció a su hoja esquirlada por nosotros —dijo Kaladin.

—Nos lo debía —gruñó Cikatriz—. Le salvamos su tormentosa vida.

—También pudo hacerlo tan solo para ganarse nuestro favor —adujo Moash, cruzándose de brazos—. Juegos políticos. Sadeas y él tratando de manipularse mutuamente.

Syl se posó en el hombro de Kaladin, tomando la forma de una mujer joven de vestido ondulante y translúcido, todo él blanquiazul. Unió las manos mientras contemplaba el complejo del rey, donde Dalinar Kholin se había retirado a planificar su estrategia.

Le había dicho a Kaladin que iba a hacer algo que enfurecería a un montón de gente. «Voy a eliminar sus juegos...»

—Necesitamos mantener con vida a ese hombre —dijo Kaladin, mirando a los otros—. No sé si me fío de él, pero es la única persona en estas llanuras que ha mostrado aunque sea un atisbo de compasión por los hombres de los puentes. Si muere, ¿imagináis cuánto tardará su sucesor en enviarnos de vuelta con Sadeas?

Cikatriz esbozó una mueca de desdén.

—Me gustaría ver cómo lo intentan ahora que tenemos a un Caballero Radiante como líder.

—No soy un Radiante.

—Lo que tú digas —repuso Cikatriz—. Seas lo que seas, no les resultará fácil apartarnos de ti.

—¿Crees que puedo luchar contra todos, Cikatriz? —dijo Kaladin, mirando a los ojos al hombre que le aventajaba en edad—. ¿Contra docenas de portadores de esquirladas? ¿Decenas de miles de soldados? ¿Crees que un hombre podría hacer eso?

—Un hombre cualquiera, no —respondió Cikatriz, obstinado—. Tú.

—No soy ningún dios, Cikatriz —replicó Kaladin—. No puedo enfrentarme al grueso de diez ejércitos. —Se volvió hacia los otros dos hombres—. Hemos decidido quedarnos aquí en las Llanuras Quebradas. ¿Por qué?

—¿De qué serviría huir? —preguntó Teft, encogiéndose de hombros—. Incluso siendo hombres libres, acabaríamos reclutados en un ejército u otro aquí en las montañas. O moriríamos de hambre.

Moash asintió.

—Este es un lugar tan bueno como cualquier otro, mientras seamos libres.

—Dalinar Kholin es nuestra mejor esperanza de tener una vida real —dijo Kaladin—. Guardaespaldas, no trabajos forzados. Hombres libres, a pesar de las marcas de nuestras frentes. Nadie más nos dará eso. Si queremos ser libres, debemos mantener con vida a Dalinar Kholin.

—¿Y el Asesino de Blanco? —preguntó Cikatriz en voz baja.

Habían oído hablar de lo que ese hombre estaba haciendo por el mundo, asesinando a reyes y príncipes de todas las naciones. La noticia era la comidilla de los campamentos desde que los informes habían empezado a llegar por medio de vinculacaña. El emperador de Azir, muerto. Jah Keved sumida en el caos. Media docena de otras naciones sin gobernante.

—Ya ha matado a nuestro rey —dijo Kaladin—. El viejo Gavilar fue el primer asesinato que cometió. Esperemos que haya acabado aquí. Sea como fuere, protegeremos a Dalinar. A toda costa.

Todos asintieron, aunque a regañadientes. Kaladin no podía reprochárselo. Confiar en los ojos claros no los había llevado muy lejos: incluso Moash, que antaño hablaba bien de Dalinar, parecía haber perdido el aprecio hacia ese hombre. O hacia cualquier ojos claros.

En realidad, Kaladin se sentía un poco sorprendido de sí mismo y de la confianza que sentía. Pero, tormentas, a Syl le gustaba Dalinar.

Eso tenía su peso.

—Ahora mismo somos débiles —prosiguió Kaladin, bajando la voz—. Pero si seguimos con este juego durante un tiempo, protegiendo a Kholin, nos pagarán bien. Podré entrenaros, entrenaros de verdad, como soldados y oficiales. Aparte de eso, tendremos ocasión de enseñar a estos otros hombres.

»Por nuestra cuenta, siendo como somos apenas dos docenas de antiguos hombres de los puentes, es imposible que lo lográramos. Pero ¿y si en cambio fuéramos una fuerza mercenaria altamente dotada compuesta por mil soldados, equipada con las mejores armas de los campamentos de guerra? Si sucede lo peor y tenemos que abandonar los campamentos, me gustaría hacerlo siendo una unidad cohesionada, bien entrenada y peligrosa para el enemigo. Dadme un año con estos mil hombres, y podré conseguirlo.

—Ese plan sí me gusta —dijo Moash—. ¿Aprenderé a emplear una espada?

—Seguimos siendo ojos oscuros, Moash.

—Tú no —dijo Cikatriz desde el otro lado—. Te vi los ojos durante la...

—¡Basta! —exclamó Kaladin. Inspiró profundamente—. Basta. No hablemos más de eso.

Cikatriz guardó silencio.

—Voy a nombraros oficiales —les dijo Kaladin—. A vosotros tres, y también a Sigzil y a Roca. Seréis tenientes.

—¿Tenientes ojos oscuros? —comentó Cikatriz. El rango solía usarse para el equivalente a los sargentos en las compañías compuestas únicamente por ojos claros.

—Dalinar me nombró capitán —repuso Kaladin—. Según él, es el rango más alto al que se atrevió a nombrar a un ojos oscuros. Bueno, necesito elaborar una estructura de mando completa para mil hombres, y vamos a necesitar un grado entre sargento y capitán. Eso significa nombraros tenientes a vosotros cinco. Creo que Dalinar me permitirá hacerlo. Crearemos sargentos mayores si necesitamos otro rango.

»Roca será intendente y estará a cargo del avituallamiento de los mil hombres. Nombraré a Lopen segundo suyo. Teft, tú estarás a cargo de la instrucción. Sigzil será nuestro secretario. Es el único que sabe leer glifos. Moash y Cikatriz...

Miró a los otros dos hombres. Uno bajo, el otro alto, caminaban del mismo modo, con paso suave, peligroso, las lanzas siempre al hombro. Nunca iban sin ellas. De todos los hombres que había entrenado en el Puente Cuatro, solo estos dos lo habían asimilado todo de manera intuitiva. Eran asesinos.

Como el propio Kaladin.

—Nosotros tres —les dijo—, vamos a concentrarnos en vigilar a Dalinar Kholin. Siempre que sea posible, quiero que uno de nosotros tres lo proteja personalmente y otro vigile a sus hijos. Pero no os equivoquéis: el Espina Negra es el hombre cuya vida vamos a salvaguardar a toda costa. Es nuestra única garantía de libertad para el Puente Cuatro.

Los otros asintieron.

—Bien —dijo Kaladin—. Id a reunir a los demás. Es hora de que el mundo os vea como os veo yo.

Por común acuerdo, Hobber se sentó para recibir su tatuaje el primero. El hombre de dientes separados fue uno de los que en primer lugar creyeron en Kaladin, que recordaba perfectamente aquel día: se había sentido agotado tras una incursión en el puente, deseoso de tumbarse y quedarse mirando. En cambio, eligió salvar a Hobber en vez de dejarlo morir. Kaladin se había salvado también a sí mismo aquel día.

El resto del Puente Cuatro permanecía de pie alrededor de Hobber en la tienda, observando en silencio mientras la tatuadora trabajaba con cuidado en su frente, cubriendo la cicatriz de su marca de esclavo con los glifos que Kaladin había proporcionado. Hobber daba un respingo de dolor de vez en cuando, pero no perdía la sonrisa.

Kaladin había oído que era posible cubrir una cicatriz con un tatuaje, y que el resultado era aceptable. Los glifos tatuados llamaban la atención y la gente apenas se fijaba en que la piel de debajo estaba marcada.

Cuando terminó el proceso, la tatuadora entregó a Hobber un espejo para que se mirara. El hombre del puente se tocó la frente, vacilante. La piel estaba algo enrojecida en los bordes del diseño, pero el oscuro tatuaje cubría perfectamente la marca de esclavo.

—¿Qué dice? —preguntó Hobber en voz baja, con los ojos llenos de lágrimas.

—Libertad —dijo Sigzil antes de que Kaladin pudiera responder—. El glifo significa «libertad».

—Los más pequeños de arriba —intervino Kaladin— dicen la fecha en la que fuiste liberado y quién te liberó. Aunque pierdas tus papeles de libertad, todo el que intente encarcelarte por ser un fugitivo verá fácilmente que no lo eres. Pueden consultar con las escribas de Dalinar Kholin, que conservan una copia de tu carta de libertad.

Hobber asintió.

—Eso está bien, pero no es suficiente. Añade «Puente Cuatro». Libertad, Puente Cuatro.

—¿Para dar a entender que te liberaron del Puente Cuatro?

—No, señor. No me liberaron «del» Puente Cuatro. Me liberó él. No cambiaría mi tiempo allí por nada.

Era una conversación absurda. El Puente Cuatro había sido la muerte: docenas de hombres habían sido masacrados transportando aquel maldito puente. Incluso después de que Kaladin decidiera salvar a los hombres, había perdido a demasiados. Hobber habría sido un idiota si no hubiese aprovechado cualquier oportunidad para escapar.

Sin embargo, permaneció allí tozudamente sentado hasta que Kaladin sacó los glifos adecuados para la tatuadora, una mujer callada y recia que parecía capaz de levantar un puente ella sola. Agarró su herramienta y empezó a añadir los dos glifos a la frente de Hobber, justo debajo del símbolo que significaba «libertad». Se pasó el proceso explicando de nuevo que el tatuaje le dolería durante varios días y cómo tendría que atenderlo.

Hobber aceptó el nuevo tatuaje con una sonrisa. Pura tontería, pero los demás asintieron, mostrando su acuerdo, y le estrecharon el brazo. Cuando Hobber terminó, Cikatriz se sentó rápidamente, ansioso, y exigió el mismo grupo de tatuajes.

Kaladin dio un paso atrás, cruzó los brazos y sacudió la cabeza. Fuera de la tienda, un bullicioso mercado ofrecía todo tipo de artículos. El «campamento de guerra» era, en realidad, una ciudad construida dentro del hueco parecido a un cráter de una enorme formación rocosa. La prolongada contienda en las Llanuras Quebradas había atraído a mercaderes de todo tipo, junto con artesanos, artistas e incluso familias con niños.

Moash estaba cerca, con el rostro preocupado, observando a la tatuadora. No era el único de la cuadrilla del puente que no tenía marca de esclavo. Tampoco Teft la tenía. Los habían convertido en hombres de los puentes sin esclavizarlos primero. Sucedía con frecuencia en el campamento de Sadeas, donde cargar con los puentes era el castigo que se asignaba a todo tipo de infracciones.

—Si no tenéis marca de esclavo —le dijo Kaladin en voz alta a los hombres—, no es necesario que os hagáis un tatuaje. Seguís siendo de los nuestros.

—No —replicó Roca—. Yo me haré uno.

Insistió en sentarse detrás de Cikatriz y hacerse el tatuaje en la frente, aunque no tenía marca de esclavo. De hecho, todos los hombres sin marca (Beld y Teft incluidos) decidieron hacerse también el tatuaje en la frente.

Solo Moash se abstuvo, pero se hizo el tatuaje en el brazo. Bien. A diferencia de los demás hombres, no tendría que ir por ahí proclamando al mundo entero que había sido esclavo.

Moash se levantó del asiento y otro ocupó su lugar. Un hombre de piel roja y negra con un patrón moteado, como piedra. En el Puente Cuatro había una gran variedad de razas, pero Shen constituía una clase en sí mismo. Parshmenio.

—No puedo tatuarlo —dijo la artista—. Es propiedad.

Kaladin abrió la boca para protestar, pero los otros hombres del puente intervinieron primero.

—Ha sido liberado, como nosotros —adujo Teft.

—Es uno del equipo —intervino Hobber—. Ponle el tatuaje, o no verás ni una esfera de ninguno de nosotros. —Se ruborizó después de decirlo y miró a Kaladin, que era quien había de pagar todo eso, usando las esferas que le había dado Dalinar Kholin.

Los otros hombres del puente expresaron también su desacuerdo, y la tatuadora finalmente dejó escapar un suspiro y cedió. Acercó su taburete y empezó a trabajar en la frente de Shen.

—Ni siquiera se verá —gruñó, aunque la piel de Sigzil era casi tan oscura como la de Shen, y el tatuaje destacaba bien en la piel.

Al cabo de un rato, Shen se contempló en el espejo y se levantó. Miró a Kaladin, y asintió. Shen no hablaba mucho, y Kaladin no sabía cómo interpretar al hombre. Era fácil olvidarse de él, siempre en silencio al fondo del grupo de hombres del puente. Invisible. Los parshmenios solían ser así.

Una vez hubo terminado el trabajo con Shen, solo quedaba el propio Kaladin. Se sentó a continuación y cerró los ojos. El dolor de las agujas era mucho más agudo de lo que había supuesto.

Poco después, la tatuadora empezó a maldecir entre dientes.

Kaladin abrió los ojos mientras la mujer le secaba la frente con un paño.

—¿Qué ocurre? —preguntó.

—¡La tinta no prende! —dijo la artista—. Nunca había visto nada igual. ¡Cuando te froto la piel, la tinta se va también! El tatuaje no se fijará.

Kaladin suspiró, recordando que tenía un poco de luz tormentosa corriéndole por las venas. Ni siquiera había advertido que recurría a ella, pero parecía que cada vez la conservaba mejor. Frecuentemente absorbía un poco mientras caminaba. Contener luz tormentosa era como llenar un odre de vino: si lo llenabas a rebosar y lo abrías, se vaciaba rápidamente hasta quedar reducido a un hilillo. Lo mismo sucedía con la luz.

La retiró, esperando que la tatuadora no se diera cuenta de que exhalaba una nubecilla de humo brillante.

—Inténtalo otra vez —dijo, mientras ella cogía más tinta.

En esta ocasión el tatuaje prendió. Kaladin permaneció sentado durante todo el proceso, con los dientes apretados para soportar el dolor, y luego alzó la cabeza para mirarse en el espejo que sujetaban ante él. El rostro que le devolvió la mirada le pareció extraño: bien afeitado, con el pelo apartado de la frente para el tatuaje, las marcas de esclavo cubiertas y, por el momento, olvidadas.

«¿Puedo volver a ser este hombre? —pensó, tocándose la mejilla—. Este hombre murió, ¿no?»

Syl se posó en su hombro y se puso a mirarlo en el espejo.

—La vida antes que la muerte, Kaladin —susurró.

Sin darse cuenta él inspiró luz tormentosa. Solo un poquito, una fracción de esfera. La luz fluyó por sus venas como una oleada de presión, como vientos atrapados en un recinto pequeño.

El tatuaje de su frente se derritió. Su cuerpo expulsó la tinta, que empezó a correrle por la cara. La tatuadora soltó una maldición y cogió su paño.

Kaladin contempló la imagen de aquellos glifos fundiéndose. La libertad disuelta y, debajo, las violentas cicatrices de su cautiverio dominadas por un glifo marcado a fuego.

«Shash.» Peligroso.

La mujer se frotó la cara.

—¡No entiendo por qué pasa esto! Creía que esta vez prendería. Yo...

—No importa —dijo Kaladin, cogiendo el paño mientras se levantaba para terminar de limpiarse. Se volvió hacia los demás, hombres del puente convertidos en soldados—. Parece que las cicatrices no han acabado conmigo. Lo intentaré de nuevo en otra ocasión.

Ellos asintieron. Más tarde tendría que explicarles lo que estaba sucediendo: conocían sus habilidades.

—Vamos —les dijo Kaladin.

Lanzó una bolsita de esferas a la tatuadora y acto seguido cogió su lanza, que estaba junto a la entrada de la tienda. Los demás lo siguieron con las lanzas al hombro. No tenían por qué ir armados mientras estaban en el campamento, pero quería que se acostumbraran a la idea de que eran libres para portar armas.

El mercado estaba abarrotado, en plena ebullición. Naturalmente, habían tenido que desmontar las tiendas y guardarlas durante la alta tormenta de la noche anterior, pero a esas horas ya las habían montado de nuevo. Quizá porque estaba pensando en Shen, reparó en los parshmenios. Con un simple vistazo detectó a varios de ellos que ayudaban a levantar unas cuantas tiendas, cargando con las compras de los ojos claros y ayudando a los tenderos a colocar sus mercancías.

«¿Qué piensan de esta guerra en las Llanuras Quebradas? —se preguntó Kaladin—. ¿Qué opinarán de una contienda orientada a derrotar, y quizá a someter, a los únicos parshmenios libres del mundo?»

Ojalá pudiera arrancarle a Shen una respuesta a esas preguntas. Parecía que lo único que podía conseguir del parshmenio eran gestos de indiferencia.

Kaladin condujo a sus hombres a través del mercado, que parecía mucho más amigable que el del campamento de Sadeas. Aunque la gente se quedaba mirando a los hombres de los puentes, nadie hacía gestos de desdén, y las disputas de los puestos cercanos, aunque enérgicas, no se convertían en gritos. Incluso parecía que había menos niños callejeros y mendigos.

«Es lo que quieres creer —pensó Kaladin—. Quieres creer que Dalinar es el hombre que todo el mundo asegura que es. El honorable ojos claros de las historias. Pero también se decía lo mismo sobre Amaram.»

Mientras caminaban, pasaron ante algunos soldados. Demasiado pocos. Hombres que estaban de servicio en el campamento cuando los demás realizaron el desastroso ataque en que Sadeas traicionó a Dalinar. Cuando se cruzaron con un grupo que patrullaba el mercado, Kaladin vio que dos hombres alzaban las manos y las cruzaban ante ellos a la altura de las muñecas.

¿Cómo habían aprendido el viejo saludo del Puente Cuatro tan rápidamente? Esos hombres no lo hicieron como un saludo completo, sino como un pequeño gesto, pero asintieron ante Kaladin y los suyos al pasar. De repente, la naturaleza más tranquila del mercado asumió otro aspecto para Kaladin. Tal vez no se tratara simplemente del orden y la organización del campamento de Dalinar.

Sobre el campamento flotaba un aire de silencioso temor. Miles de hombres habían muerto por la traición de Sadeas. En ese lugar probablemente todos habían conocido a alguien que había muerto en las mesetas. Y probablemente todos se preguntaban si el conflicto entre los dos altos príncipes iría a más.

—Es agradable que te vean como a un héroe, ¿verdad? —comentó Sigzil, que caminaba junto a Kaladin, al ver pasar a otro grupo de soldados.

—¿Cuánto crees que durará la buena voluntad? —preguntó Moash—. ¿Cuánto tiempo habrá de pasar antes de que nos miren con mala cara?

—¡Ja! —Roca, que se alzaba tras él, le dio un manotazo a Moash en el hombro—. ¡Nada de quejas hoy! Siempre andas lamentándote. No me obligues a darte una patada. No me gusta dar patadas. Me lastima los pies.

—¿Patadas a mí? —replicó Moash en tono desdeñoso—. Ni siquiera llevas lanza, Roca.

—Las lanzas no son para dar patadas a los quejicas. Pero unos pies unkalaki grandes como los míos... ¡te aseguro que sirven para eso! ¡Ja! Está clarísimo, ¿no?

Kaladin guio a los hombres fuera del mercado hasta un gran edificio rectangular cerca de los barracones. Estaba construido con piedra trabajada, no con roca moldeada, lo que permitía más detalles en el diseño. Estos edificios se estaban haciendo cada vez más populares en los campamentos de guerra, a medida que iban llevando más albañiles.

Moldear almas era más rápido, pero también más caro y menos flexible. No sabía gran cosa de ello, solo que los poderes de los moldeadores eran limitados en cuanto a lo que podían crear. Por eso todos los barracones eran esencialmente idénticos.

Kaladin condujo a sus hombres al interior del alto edificio, hasta un mostrador donde un hombre canoso con una panza enorme supervisaba a unos cuantos parshmenios que traían unos fardos de tela azul. Se trataba de Rind, el intendente jefe de Kholin, a quien Kaladin había dado instrucciones la noche anterior. Rind era ojos claros, pero del tipo conocido como «decero», un rango muy bajo, apenas un peldaño por encima de los ojos oscuros.

—¡Ah! —dijo Rind, hablando con una voz aguda que desmentía su corpulencia—. ¡Por fin has llegado! Lo he sacado todo para ti, capitán. Todo lo que me queda.

—¿Lo que te queda? —preguntó Moash.

—¡Uniformes de la Guardia de Cobalto! He pedido otros nuevos, pero esto es el material que quedaba. —Rind bajó la voz—. No esperaba necesitar tantos tan pronto, ¿sabes? —Miró a Moash de arriba abajo, le tendió un uniforme y señaló un reservado para que se cambiara.

Moash aceptó el uniforme.

—¿Vamos a llevar nuestros jubones de cuero encima de esto?

—¡Ja! —dijo Rind—. ¿Los que se atan con tanto hueso que parecéis portacráneos del oeste un día de fiesta? He oído hablar de eso. Pero no, el brillante señor Dalinar ha ordenado que se os proporcione a todos petos, cascos de acero y lanzas nuevas. Y cotas de malla para el campo de batalla, si las necesitáis.

—Por ahora bastará con los uniformes —dijo Kaladin.

—Me sentiré un poco tonto con esto puesto —gruñó Moash, pero se dirigió a cambiarse.

Rind distribuyó los uniformes entre los hombres. Dirigió a Shen una mirada de extrañeza, pero le entregó al parshmenio un uniforme sin más queja.

Los hombres se congregaron, ansiosos, parloteando de emoción mientras desplegaban los trajes. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que alguno de ellos se había puesto algo distinto al cuero de los hombres de los puentes o los taparrabos de los esclavos. Cuando Moash salió del probador todos guardaron silencio.

Eran uniformes nuevos, de un estilo más moderno que el que Kaladin había llevado en su anterior vida militar. Recios pantalones azules y botas negras, pulidas y brillantes. Camisa blanca abotonada, cuyo cuello y mangas asomaban bajo la casaca, que llegaba hasta la cintura y se cerraba con botones por debajo del cinturón.

—¡Eso sí que es un soldado! —dijo el intendente con una carcajada—. ¿Sigues pensando que pareces tonto?

Rind le hizo un gesto a Moash para que se inspeccionara ante el espejo que colgaba en la pared.

Moash se ajustó los puños y llegó a ruborizarse. Kaladin rara vez había visto al hombre sin saber qué decir.

—No —respondió por fin—. La verdad es que no.

Los otros se movieron con brío y empezaron a cambiarse. Algunos se dirigieron a los reservados, pero a la mayoría no les importó hacerlo allí mismo. Eran hombres de los puentes y esclavos; habían pasado la mayor parte de sus vidas obligados a desfilar en taparrabos o poco más.

Teft fue el primero en terminar de cambiarse, pues sabía pasar los botones por los ojales adecuados.

—Ha pasado mucho tiempo —susurró, ajustándose el cinturón—. No sé si merezco volver a llevar algo así.

—Esto es lo que eres, Teft —dijo Kaladin—. No dejes que el esclavo te domine.

Teft gruñó, fijando su cuchillo de combate en el cinturón.

—¿Y tú, hijo? ¿Cuándo vas a admitir lo que eres?

—Ya lo he hecho.

—Ante nosotros. No ante los demás.

—No empieces de nuevo con eso.

—Empezaré lo que quiera, tormentas —replicó Teft. Se inclinó hacia delante y habló en voz baja—. Al menos hasta que me des una respuesta de verdad. Eres un potenciador. Todavía no eres un Radiante, pero lo serás cuando todo esto acabe. Los demás hacen bien en presionarte. ¿Por qué no te acercas a ver a ese Dalinar, absorbes un poco de luz tormentosa, y haces que te reconozca como ojos claros?

Kaladin miró al caótico grupo de hombres que intentaban ponerse los uniformes mientras un exasperado Rind les explicaba cómo colocarse las casacas.

—Todo lo que he tenido en la vida, Teft, me lo quitaron los ojos claros —susurró Kaladin—. Mi familia, mi hermano, mis amigos. Más de lo que puedes imaginar. Ven lo que tengo, y se lo quedan. —Alzó la mano y distinguió unos brillantes hilillos que brotaban de su piel, ya que sabía qué buscar—. Me lo quitarán. Si descubren lo que hago, me lo arrebatarán.

—Por el aliento de Kelek, ¿cómo van a hacerlo?

—No lo sé —respondió Kaladin—. No sé, Teft, pero no puedo evitar sentir pánico cuando pienso en ello. No puedo permitir que se queden con esto, no puedo permitir que me lo quiten... ni a ti, ni a vosotros. Guardaremos este secreto mío. No hablemos más.

Teft gruñó mientras los demás hombres acababan de equiparse. Lopen, el de un solo brazo, con la manga vacía vuelta hacia fuera y recogida para que no colgara, señaló el emblema de su hombro.

—¿Qué es esto?

—Es la insignia de la Guardia de Cobalto —dijo Kaladin—. La guardia personal de Dalinar Kholin.

—Esos están muertos, gancho —dijo Lopen—. Esto no nos identifica.

—Sí —coincidió Cikatriz. Para horror de Rind, sacó el cuchillo y cortó la insignia—. Somos el Puente Cuatro.

—El Puente Cuatro era tu prisión —protestó Kaladin.

—No importa —dijo Cikatriz—. Somos el Puente Cuatro.

Los demás estuvieron de acuerdo y empezaron a cortar las insignias, que arrojaron al suelo.

Teft asintió e hizo lo mismo.

—Protegeremos al Espina Negra, pero no vamos a sustituir a la gente que tenía antes. Somos nuestro propio grupo.

Kaladin se frotó la frente, repentinamente consciente de lo que había conseguido al unir a sus hombres: convertirlos en una unidad cohesionada.

—Dibujaré un diseño con glifopares —le dijo a Rind—. Tendrás que encargar insignias nuevas.

El grueso hombretón suspiró mientras recogía los emblemas despreciados.

—Qué remedio. Tengo tu uniforme por aquí, capitán. ¡Un ojos oscuros de capitán! ¿Quién lo habría creído? Serás el único del ejército. ¡El único en la historia, que yo sepa!

No parecía encontrarlo ofensivo. Kaladin tenía poca experiencia con ojos claros de bajo dahn como Rind, aunque eran muy comunes en los campamentos. En su ciudad natal solo estaban la familia del señor (de dahn medio-alto) y los ojos oscuros. Hasta que no llegó al ejército de Amaram no fue consciente de que había toda una escala de ojos claros, muchos de los cuales tenían trabajos corrientes y debían sudar lo suyo para ganarse el pan como la gente común.

Kaladin se acercó al último bulto que había sobre el mostrador. Su uniforme era distinto. Incluía un chaleco azul y un gabán cruzado azul, con el forro blanco y los botones plateados. El gabán estaba diseñado para ir abierto, a pesar de las filas de botones a cada lado.

Había visto a menudo ese tipo de uniformes. Pero solo en los ojos claros.

—Puente Cuatro —dijo, al tiempo que cortaba la insignia de la Guardia de Cobalto de la hombrera y la arrojaba con las otras sobre el mostrador.

Los soldados informaron de que eran vigilados desde lejos por un número impresionante de exploradores parshendi. Entonces advertimos un nuevo patrón en su estrategia de asalto nocturno a los campamentos, para retirarse luego rápidamente. Solo puedo suponer que, ya entonces, nuestros enemigos preparaban su estrategia para poner fin a esta guerra.

Del diario personal de Navani Kholin, Jeseses 1174

Estudiar la época anterior a la Hierocracia es una tarea frustrante y difícil —decía el libro—. Durante el reinado de la Hierocracia, la Iglesia vorin tenía un control casi absoluto sobre el este de Roshar. Las invenciones que promovían (y que luego perpetuaban como verdad absoluta) se grabaron en la conciencia de la sociedad. Más preocupante aún: se hicieron copias modificadas de textos antiguos para que encajaran con el dogma jerárquico.»

Shallan leía en su camarote a la luz de un globo de esferas. El atestado cuarto carecía de una auténtica portilla y solo tenía por ventana una diminuta rendija en lo alto de la pared exterior. El único sonido que se oía era el agua entrechocando contra el casco. Esa noche, el barco no tenía puerto donde guarecerse.

«La Iglesia de esta época recelaba de los Caballeros Radiantes —decía el libro—. Sin embargo, confiaba en la autoridad que los Heraldos habían otorgado al vorinismo. Esto creó una dicotomía en que la Traición, y la deslealtad de los caballeros, se ensalzaba. Al mismo tiempo, los antiguos caballeros, que habían convivido con los Heraldos en los días de las sombras, eran celebrados.

»Esto hace particularmente difícil estudiar a los Radiantes y el lugar llamado Shadesmar. ¿Qué es verdad? ¿Qué registró la Iglesia, en su equivocado intento de limpiar el pasado de las contradicciones que percibía, reescribiéndolo para que encajara con su versión? Sobreviven pocos documentos del período que no pasaran por manos vorin para ser copiados de los pergaminos originales y ser convertidos en códices modernos.»

Shallan dejó de leer el libro. Era una de las primeras obras publicadas por Jasnah como erudita de pleno derecho. Jasnah no le había mandado leerlo. De hecho, se había mostrado vacilante cuando Shallan le pidió un ejemplar, y tuvo que recuperarlo de uno de los numerosos baúles llenos de libros que llevaba en la bodega del barco.

¿Por qué se había mostrado tan reacia, cuando este volumen trataba de lo mismo que Shallan estaba estudiando? ¿No debería de habérselo mostrado al instante? Era...

El patrón regresó.

Shallan contuvo la respiración cuando lo vio en la pared del camarote, junto al camastro, a su izquierda. Con cuidado, volvió a mirar la página que tenía delante. El patrón era el mismo que había visto antes, la forma que había aparecido en su libreta de bocetos.

Desde entonces, lo había estado viendo con el rabillo del ojo, apareciendo en las vetas de la madera, en la camisa de un marinero, en el titilar del agua. En todas esas ocasiones, cuando lo miraba directamente, el patrón se desvanecía. Jasnah se negaba a dar más explicaciones, aparte de señalar que probablemente era inofensivo.

Shallan pasó la página y procuró acompasar su respiración. Había experimentado algo parecido con anterioridad, con las extrañas criaturas con cabeza de símbolo que habían aparecido en sus dibujos. Permitió que sus ojos se apartaran de la página y se volvieran hacia la pared: no justo hacia el patrón, sino hacia el lado, como si no hubiera reparado en él.

Sí, estaba allí. Rugoso, como un bordado, un patrón completo de simetría asombrosa. Sus diminutas líneas se retorcían y rebullían a través de la masa, alzando de algún modo la superficie de la madera, como un repujado metálico bajo un mantel tenso.

Era una de aquellas cosas. Los cabezas de símbolos. Este patrón era similar a sus extrañas cabezas. Miró de nuevo la página, pero no leyó. El barco osciló y las brillantes esferas blancas de su globo tintinearon. Shallan inspiró hondo.

Entonces miró directamente el patrón.

De inmediato, este empezó a desvanecerse; sus bordes se hundieron. Antes de que desapareciera, lo observó con atención y tomó un recuerdo.

—Esta vez no —murmuró mientras se desvanecía—. Esta vez te tengo.

Apartó el libro y corrió a sacar su lápiz de carboncillo y una hoja de papel para hacer un boceto. Se agachó junto a la luz, con el pelo rojo suelto sobre los hombros.

Trabajó furiosamente, poseída por una frenética necesidad de terminar el dibujo. Sus dedos se movían solos, sujetando la carpeta con la mano segura desnuda ante el globo, que salpicaba el papel con fragmentos de luz.

Dejó el lápiz a un lado. Necesitaba algo más duro, que pudiera marcar mejor las líneas. Tinta. El lápiz era lo mejor para plasmar los suaves matices de la vida, pero esa cosa no era vida. Era algo distinto, algo irreal. Sacó pluma y tintero de su zurrón y volvió al dibujo, reproduciendo las diminutas e intrincadas líneas.

No pensaba mientras dibujaba. El arte la consumía, y los creacionspren cobraban vida alrededor. Docenas de formas diminutas pronto abarrotaron la mesita junto al jergón y el suelo del camarote, cerca de donde estaba arrodillada. Los spren se agitaban y giraban, ninguno mayor que el hueco de una cuchara, convirtiéndose en formas que habían encontrado recientemente. Ella los ignoró como pudo, aunque nunca había visto tantos a la vez.

Cambiaban de forma más y más rápido mientras ella dibujaba, concentrada. El patrón parecía imposible de capturar. Sus complejas repeticiones se retorcían hasta el infinito. No, una pluma nunca podría plasmarla a la perfección, aunque se acercaba. La dibujó en espiral desde un punto central, luego recreó cada rama a partir del núcleo, que tenía su propio remolino de líneas diminutas. Era como un laberinto creado para volver loco a su cautivo.

Cuando hubo terminado la última línea, descubrió que respiraba con dificultad, como si hubiera corrido una gran distancia. Parpadeó, advirtiendo de nuevo los creacionspren a su alrededor: eran centenares. Permanecieron allí antes de desvanecerse uno a uno. Shallan dejó la pluma junto al frasco de tinta, que había pegado con cera a la mesa para impedir que resbalara con las sacudidas del barco. Cogió la lámina, esperó a que las últimas líneas de tinta se secaran, y sintió que había conseguido algo importante... aunque no sabía qué.

Cuando la última línea se secó, el patrón se alzó ante ella. Oyó un claro suspiro en el papel, como de alivio.

Dio un brinco, soltó la lámina y corrió a la cama. A diferencia de lo ocurrido en otras ocasiones, el relieve no se desvaneció, aunque dejó el papel, floreciendo a partir del dibujo, y pasó al suelo.

No podía describirlo de otra forma. El patrón, de algún modo, pasó del papel al suelo. Llegó hasta la pata del camastro y se envolvió en ella, subió y llegó hasta la manta. No parecía algo que se moviera bajo la manta; eso sería una burda aproximación de lo que estaba sucediendo. Las líneas eran demasiado precisas para eso, y no había nada que se estirara. Algo bajo la manta habría sido solo un bulto indiferenciado, pero esto era exacto.

Se acercó. No parecía peligroso, pero Shallan se dio cuenta de que estaba temblando. Este patrón era distinto a los cabezas de símbolos de sus dibujos, pero al mismo tiempo era igual. Una versión aplanada, sin torso ni extremidades. Era una abstracción de una de ellas, igual que un círculo con unas cuantas líneas puede representar un rostro humano en una página.

Estas cosas la habían aterrorizado, acosándola en sus sueños, hasta el punto de temer que estaba volviéndose loca. Así que mientras la forma se acercaba, ella se levantó de la cama y se alejó de lo que fuera eso todo lo que pudo en el pequeño camarote. Entonces, con el corazón latiéndole con fuerza en el pecho, abrió la puerta para ir a buscar a Jasnah.

La encontró justo ante la puerta, intentando agarrar el pomo, con la mano izquierda extendida ante ella. Una pequeña criatura negra como la tinta, con la forma de un hombre con un traje elegante y largo abrigo, se alzaba en su palma. La figura se disolvió en las sombras al ver a Shallan. Jasnah miró a su pupila, luego al suelo del camarote, donde el patrón cruzaba la madera.

—Vístete, niña —dijo Jasnah—. Tenemos asuntos de que hablar.

—Al principio supuse que tendríamos el mismo tipo de spren —dijo Jasnah, sentada en un taburete en el camarote de Shallan. El patrón permanecía en el suelo entre ambas. Shallan estaba tendida en el camastro, adecuadamente vestida con una túnica sobre la bata y un fino guante blanco cubriendo su mano izquierda—. Pero, naturalmente, eso sería demasiado sencillo. En Kharbranth empecé a sospechar que seríamos de órdenes distintas.

—¿Órdenes, brillante? —preguntó Shallan, usando tímidamente un lápiz para empujar el patrón por el suelo. La forma se apartó como un animal lastimado. A Shallan le fascinaba ver cómo se levantaba del suelo, aunque una parte de ella no quería tener nada que ver con esa cosa y sus extrañas geometrías que mareaban al mirarlas.

—Sí —dijo Jasnah. El spren de tinta que la acompañaba antes no había vuelto a aparecer—. Cada orden tenía acceso a dos de las potencias, que se solapan. A los poderes los llamamos potenciación. Moldear almas es uno de ellos, y es lo que compartimos, aunque nuestras órdenes son distintas.

Shallan asintió. Potenciación. Moldear almas. Eran los talentos de los Radiantes Perdidos, las habilidades (supuestamente solo leyendas) que habían sido su bendición o su maldición, dependiendo del estudio y del cronista. O eso había aprendido de los libros que Jasnah le había dado a leer durante su viaje.

—No soy una Radiante —dijo Shallan.

—Pues claro que no —respondió Jasnah—, ni yo tampoco. Las órdenes de caballeros eran una invención, igual que toda sociedad es una invención, que las personas empleaban para definir y explicar. No todo hombre que empuña una lanza es un soldado, ni toda mujer que hace pan es panadera. Sin embargo, las armas, o el pan, se convierten en la marca distintiva de ciertas profesiones.

—Entonces estás diciendo que este don que tenemos...

—Fue una vez la definición de lo que te iniciaba en los Caballeros Radiantes —dijo Jasnah.

—¡Pero somos mujeres!

—Sí —dijo Jasnah animadamente—. Los spren no sufren los prejuicios de la sociedad humana. Es refrescante, ¿no te parece?

Shallan dejó de hurgar el patrón.

—¿Había mujeres entre los Caballeros Radiantes?

—Un número estadísticamente adecuado. Pero no te veas ya empuñando una espada, niña. El arquetipo de los Radiantes en el campo de batalla es una exageración. Por lo que he leído (aunque los registros son, por desgracia, poco dignos de confianza), por cada Radiante guerrero, había otros tres que se dedicaban a la diplomacia, el estudio u otras formas de ayudar a la sociedad.

—Oh. —¿Por qué se sentía Shallan decepcionada por eso?

«Tonta.» De pronto la asaltó un recuerdo. Una espada plateada. Un patrón de luz. Verdades a las que no podía enfrentarse. Hizo caso omiso de ellas, cerrando los ojos con fuerza.

Diez latidos.

—He estado investigando esos spren de los que me hablaste —dijo Jasnah—. Las criaturas con cabezas de símbolos.

Shallan inspiró profundamente y abrió los ojos.

—Este es uno de ellos —dijo, señalando con el lápiz el patrón, que se había acercado a su baúl y subía y bajaba por él, como un niño que salta en un sofá. No parecía amenazadora, sino inocente, incluso juguetón, y sin apenas inteligencia. ¿Había sentido miedo de esta cosa?

—Sí, sospecho que así es —contestó Jasnah—. La mayoría de los spren se manifiestan de forma distinta aquí de como lo hacen en Shadesmar. Lo que dibujaste antes era su forma allí.

—Este no es muy impresionante.

—Sí. Admito que me siento decepcionada. Creo que estamos pasando por alto algo importante, Shallan, y eso me incomoda. Los crípticos tienen muy mala reputación, y sin embargo este, el primer espécimen que veo, parece...

El spren subió por la pared, luego se deslizó hacia abajo, volvió a subir, bajó de nuevo.

—¿Imbécil? —preguntó Shallan.

—Quizá simplemente necesita más tiempo —dijo Jasnah—. Cuando conecté por primera vez con Marfil... —Se detuvo bruscamente.

—¿Qué? —preguntó Shallan.

—Lo siento. No le gusta que hable de él. Se pone nervioso. La ruptura del juramento de los caballeros fue muy dolorosa para los spren. Muchos murieron, estoy segura. Aunque Marfil no quiere hablar del tema, supongo que otros de su especie consideran que lo que ha hecho es traición.

—Pero...

—Basta. Lo siento.

—De acuerdo. ¿Has mencionado a los crípticos?

—Sí —dijo Jasnah, buscando en la manga que ocultaba su mano segura y sacando un trozo de papel en el que aparecía uno de los dibujos de los cabezas de símbolos de Shallan—. Así es como se llaman a sí mismos, aunque probablemente deberíamos llamarlos mentiraspren. Pero a ellos no les gusta el término. Sea como fuere, los crípticos gobiernan una de las mayores ciudades de Shadesmar. Considéralos como los ojos claros del Reino Cognitivo.

—Entonces esta cosa —dijo Shallan, indicando el patrón que giraba en círculos en el centro del camarote— es como... ¿un príncipe, en su lado?

—Algo así. Hay una especie de complicado conflicto entre ellos y los honorspren. La política spren es algo a lo que no he podido dedicar mucho tiempo. Este spren será tu acompañante... y te concederá la capacidad de moldear almas, entre otras cosas.

—¿Otras cosas?

—Habrá que ir descubriéndolas. Depende de la naturaleza del spren. ¿Qué ha revelado tu investigación?

Con Jasnah todo parecía un examen de erudición. Shallan contuvo un suspiro. Por eso había venido con ella, en vez de regresar a su hogar. Con todo, a veces deseaba que su maestra le ofreciera respuestas en vez de obligarla a esforzarse tanto para encontrarlas.

—Alai dice que los spren son fragmentos de los poderes de la creación. Muchos estudiosos que he leído están de acuerdo.

—Es una opinión. ¿Qué significa?

Shallan trató de no dejarse distraer por el sprenen en el suelo.

—Hay diez potencias o fuerzas fundamentales por las que funciona el mundo. Gravitación, presión, transformación. Ese tipo de cosas. Me dijiste que los spren son fragmentos del Reino Cognitivo que de algún modo han obtenido conciencia de sí mismos debido a la atención humana. Bueno, es razonable que antes fueran otra cosa. Igual que... igual que un cuadro fue un lienzo antes de cobrar vida.

—¿Vida? —dijo Jasnah, alzando una ceja.

—Naturalmente —respondió Shallan. Los cuadros vivían. No como vivía una persona o un spren, pero... bueno, era obvio para ella, al menos—. Bien, antes de que cobraran vida, los spren eran algo. Poder. Energía. Zen-hija-Vath hizo bocetos de spren diminutos que encontraba a veces en torno a los objetos pesados. Gravitacionspren: fragmentos del poder o la fuerza que nos hace caer. Es razonable que todo spren, antes de serlo, fuera un poder. En realidad, los spren se pueden dividir en dos grupos generales: los que responden a las emociones y los que obedecen a fuerzas como el fuego o la presión del viento.

—Entonces, ¿crees en la teoría de Namar de la categorización de los spren?

—Sí.

—Bien —dijo Jasnah—. Yo también. Personalmente, sospecho que estas agrupaciones de spren (los de emoción frente a los de naturaleza) es de donde surgen las ideas de los «dioses» primigenios de la humanidad. Honor, que se convirtió en el Todopoderoso del vorinismo, fue creado por los hombres que querían una representación de las emociones humanas ideales cuando vieron los spren de emoción. Cultivación, la diosa adorada en el oeste, es una deidad que encarna a la naturaleza y los spren naturales. Los diversos vacíospren, con su dios invisible, cuyos nombres cambian dependiendo de qué cultura hablemos, evocan a un enemigo antagonista. El Padre Tormenta, naturalmente, es un extraño producto de esto, y su naturaleza teórica cambia en cada época del vorinismo...

Guardó silencio. Shallan se ruborizó, advirtiendo que había desviado la mirada y había empezado a trazar en su manta una glifoguarda contra el mal de las palabras de Jasnah.

—Me he ido por las ramas —dijo Jasnah—. Pido disculpas.

—Estás muy segura de que no es real —contestó Shallan—. El Todopoderoso.

—No tengo más pruebas de su existencia que de las Pasiones de Thaylen, Nu Ralik de Lagopuro, o cualquier otra religión.

—¿Y los Heraldos? ¿Crees que no existieron?

—No lo sé. Hay muchas cosas en este mundo que no comprendo. Por ejemplo, hay indicios de que tanto el Padre Tormenta como el Todopoderoso son criaturas reales... simplemente spren poderosos, como la Vigilante Nocturna.

—Entonces el Todopoderoso sería real.

—Nunca he dicho que no lo fuera —replicó Jasnah—. Solo digo que no lo acepto como Dios, ni siento ninguna inclinación a adorarlo. Pero, de nuevo, me voy por las ramas. —Jasnah se puso en pie—. Quedas liberada de otros temas de estudio. Durante los próximos días, solo tienes que concentrarte en tu investigación. —Señaló el suelo.

—¿El patrón? —preguntó Shallan.

—Eres la única persona en siglos que ha tenido la oportunidad de interactuar con un críptico. Estúdialo y registra tus experiencias. En detalle. Probablemente será tu primer escrito significativo, y podría ser de gran importancia en nuestro futuro.

Shallan miró el patrón, que se había movido, había chocado contra su pie (lo notaba muy débilmente), y seguía chocando una y otra vez.

—Perfecto —dijo Shallan.

La siguiente pista fue en las paredes. No hice caso omiso de esta señal, pero tampoco capté todas sus implicaciones.

Del diario de Navani Kholin, Jeseses 1174

Corro por el agua —dijo Dalinar, volviendo en sí. Se movía, avanzando.

La visión tomó forma a su alrededor. El agua cálida le salpicaba las piernas. A cada lado, una docena de hombres con martillos y lanzas corría por las aguas poco profundas. Elevaban las piernas a cada paso, alzando los muslos en paralelo con la superficie, como si estuvieran en un desfile... solo que ningún desfile había sido jamás una loca desbandada como la que se estaba produciendo en ese momento. Obviamente, correr de esta manera les ayudaba a moverse a través del líquido. Intentó imitar el extraño paso.

—Creo que estoy en el Lagopuro —dijo, entre dientes—. Agua cálida que únicamente llega hasta las rodillas, ningún signo de tierra por ninguna parte. Pero anochece, así que no distingo gran cosa.

»Gente corriendo conmigo. No sé si corremos hacia algo o si huimos. Cuando miro por encima del hombro no veo nada. Salta a la vista que estos hombres son soldados, aunque los uniformes son antiguos. Faldas de cuero, cascos y petos de bronce. Brazos y piernas desnudos. —Se miró—. Yo voy vestido igual.

Algunos altos señores de Alezkar y Jah Keved todavía empleaban uniformes como estos, así que no podía situar la época exacta. Los usos modernos eran todos recuperaciones calculadas por comandantes tradicionalistas que esperaban que un aspecto clásico inspirara a sus hombres. Sin embargo, en esos casos se usaba acero moderno junto a los uniformes antiguos, mientras que en la escena que veía no había nada de eso.

Dalinar no hizo preguntas. Había descubierto que si seguía la corriente a esas visiones aprendía más que si se detenía y exigía respuestas.

Correr por las aguas era arduo. Aunque había empezado casi a la cabeza del grupo, se estaba rezagando. Se dirigían hacia una especie de gran montículo de roca, ensombrecido por el atardecer. Tal vez esto no fuera el Lagopuro. No tenía formaciones rocosas como...

No se trataba de un montículo rocoso. Era una fortaleza. Dalinar se detuvo a mirar la puntiaguda estructura similar a un castillo que se alzaba sobre las tranquilas aguas del lago. Nunca había visto algo así. Piedra completamente negra. ¿Obsidiana, tal vez? Quizá este lugar había sido moldeado.

—Hay una fortaleza ahí delante —dijo, avanzando de nuevo—. Puede que no exista ya... de lo contrario, sería famosa. Parece toda ella de obsidiana. Lados como aletas se alzan hacia los picos superiores, con torres como puntas de flecha... Padre Tormenta, es majestuosa.

»Nos aproximamos a otro grupo de soldados que esperan en el agua, empuñando lanzas para protegerse de cualquier ataque. Son tal vez una docena: yo estoy en una compañía que son otra docena. Y... sí, hay alguien en medio. Un portador de esquirlada. La armadura resplandece.

No era solo un portador. Era un Radiante. Un caballero con una esplendorosa armadura esquirlada que brillaba con un rojo profundo en las juntas y en ciertas marcas. Las armaduras tenían ese comportamiento en la época de las sombras. Por lo tanto, la visión tenía lugar antes de la Traición.

Como todas las armaduras esquirladas, esta era única. Con aquella falda de cota de malla, las juntas lisas, los avambrazos que se extendían hacia atrás para... Tormentas, parecía la armadura de Adolin, aunque con la cintura más estrecha. ¿Una mujer? Dalinar no podía decirlo con seguridad, ya que tenía bajada la visera.

—¡Formad! —ordenó el caballero cuando el grupo de Dalinar llegó, y este asintió para sí. En efecto, una mujer.

Dalinar y los demás soldados formaron en círculo en torno a la dama guerrera, con las armas hacia fuera. No muy lejos, otro grupo de soldados con un caballero en el centro empezó a marchar por el agua.

—¿Por qué nos llamaste? —preguntó uno de los acompañantes de Dalinar.

—Caeb cree haber visto algo —dijo la dama guerrera—. Permaneced alerta. Actuemos con cuidado.

El grupo empezó a alejarse de la fortaleza, siguiendo una dirección distinta a aquella por la que habían llegado. Dalinar agarró con fuerza su lanza, con las sienes perladas de sudor. A sus ojos, no parecía distinto a su yo normal. Los otros, sin embargo, lo verían como uno de los suyos.

Seguía sin saber gran cosa de estas visiones. El Todopoderoso se las enviaba de algún modo. Pero el Todopoderoso estaba muerto, según su propia confesión. Entonces, ¿cómo funcionaba?

—Estamos buscando algo —dijo Dalinar en un susurro—. Equipos de caballeros y soldados han sido enviados a la noche para encontrar algo que han visto.

—¿Te encuentras bien, novato? —le preguntó uno de los soldados a su lado.

—Bien —respondió Dalinar—. Solo estoy preocupado. Quiero decir: ni siquiera sé qué estamos buscando.

—Un spren que no actúa como debiera —dijo el hombre—. Mantén los ojos abiertos. Cuando Sja-anat toca un spren, este se comporta de manera extraña. Presta atención a todo lo que veas.

Dalinar asintió y luego repitió entre dientes las palabras, esperando que Navani pudiera oírlo. Los soldados y él continuaron su búsqueda, mientras la dama guerrera del centro hablaba con... ¿nadie? Parecía estar manteniendo una conversación, pero Dalinar no veía ni oía a nadie más que ella.

Dedicó su atención a lo que le rodeaba. Siempre había querido ver el centro del Lagopuro, pero nunca había tenido la oportunidad, aparte de visitar la frontera. Durante su última visita a Azir no había encontrado el tiempo necesario para desviarse en esa dirección. Los azishianos siempre se mostraban sorprendidos cuando comentaba que quería ir a ese lugar, ya que decían que allí no había nada.

Dalinar llevaba una especie de zapatos apretados, quizá para impedir cortarse con algo que quedara oculto por el agua. El terreno era irregular en algunos sitios, con agujeros y montículos que notaba más que veía. Advirtió que había pececillos que nadaban de un lado a otro, sombras en el agua, y junto a ellos una cara.

Una cara.

Dalinar gritó, dando un salto atrás, apuntando con la lanza hacia abajo.

—¡Eso era una cara! ¡En el agua!

—¿Ríospren? —preguntó la dama guerrera, acercándose a él.

—Parecía una sombra —dijo Dalinar—. Ojos rojos.

—Está aquí, entonces —dijo la dama—. Espía de Sja-anat. Caeb, corre al puesto de control. Los demás, seguid vigilando. No podrá ir muy lejos sin un transporte. —Tiró de algo de su cinturón, una bolsita.

—¡Allí! —dijo Dalinar, divisando un puntito rojo en el agua. El ser se alejaba, nadando como un pez. Lo persiguió, corriendo como había aprendido a hacer antes. Pero ¿de qué servía perseguir a un spren? Era imposible atraparlos, al menos con ningún método que él conociera.

Los otros corrieron detrás. Los peces huyeron, asustados por el chapoteo de Dalinar.

—Estoy persiguiendo a un spren —dijo Dalinar entre dientes—. Es lo que hemos estado cazando. Se parece un poco a una cara... una cara oscura, con ojos rojos. Nada en el agua como un pez. ¡Espera! Hay otro. Se une a él. Es más grande, como una silueta entera, de un metro ochenta. Una persona nadando, pero como una sombra. Es...

—¡Tormentas! —exclamó de pronto la dama guerrera—. ¡Ha traído escolta!

El spren más grande se retorció antes de zambullirse en el agua, para desaparecer en el fondo rocoso. Dalinar se detuvo, sin saber si seguir persiguiendo al más pequeño o quedarse allí.

Los demás dieron media vuelta y empezaron a correr en dirección contraria.

«Uh-oh...»

Dalinar retrocedió cuando el fondo rocoso del lago empezó a temblar. Tropezó y cayó al agua, tan clara que alcanzó a ver el suelo resquebrajándose bajo él, como si algo grande golpeara desde abajo.

—¡Vamos! —gritó uno de los soldados, agarrándolo por el brazo. Dalinar se puso en pie como pudo mientras las grietas del suelo crecían. La superficie del lago, antes tranquila, borboteó y se removió.

El suelo saltó, casi derribando de nuevo a Dalinar. Ante él, varios soldados cayeron.

La dama guerrera permaneció firme, mientras una enorme hoja esquirlada se formaba en sus manos.

Dalinar miró por encima del hombro a tiempo de ver la roca emerger del agua. ¡Un brazo largo! Fino, de más de cuatro metros de largo, brotó del agua y luego cayó como para aferrarse con fuerza al lecho del lago. Otro brazo se alzó cerca, con el codo hacia el cielo, y luego los dos se arquearon como si estuvieran unidos a un cuerpo que hiciera flexiones.

Un cuerpo gigantesco se alzó del suelo rocoso. Era como si hubieran enterrado a alguien en la arena y en ese momento estuviera emergiendo. El agua caía de los lados de la espalda irregular y picada de la criatura, que estaba cubierta de trozos de cortezapizarra y hongos submarinos. El spren, de algún modo, había animado la piedra.

Mientras la criatura se alzaba y se sacudía, Dalinar distinguió unos brillantes ojos rojos, como roca derretida, que despuntaban en un maligno rostro de piedra. El cuerpo era esquelético, con finos miembros huesudos y dedos afilados que terminaban en garras rocosas. El pecho era una caja torácica de piedra.

—¡Tronador! —gritaron los soldados—. ¡Martillos! ¡Preparad los martillos!

La mujer caballero permaneció de pie ante la criatura, que tenía unos diez metros de altura y chorreaba agua. Una calmada luz blanca empezó a brotar de ella. A Dalinar le recordó la luz de las esferas. Luz tormentosa. La mujer alzó su hoja esquirlada y atacó, moviéndose por el agua con increíble facilidad, como si no la entorpeciera en absoluto. Tal vez era la fuerza de la armadura esquirlada.

—Fueron creados para observar —dijo una voz junto a Dalinar.

Este miró al soldado que le había ayudado a levantarse antes, un selay de rostro alargado, cabeza calva y nariz ancha. Extendió la mano para ayudar al hombre a levantarse.

El hombre no había hablado así antes, pero Dalinar reconoció la voz. Era la misma que oía al final de la mayoría de las visiones. El Todopoderoso.

—Los Caballeros Radiantes —dijo el Todopoderoso, de pie junto a Dalinar, observando a la mujer mientras esta atacaba a la criatura de pesadilla—. Fueron una solución, un modo de compensar la destrucción de las Desolaciones. Diez órdenes de caballeros, fundadas con el propósito de ayudar a los hombres a luchar, y luego reconstruir.

Dalinar repitió palabra por palabra, concentrado en captar todas y cada una de ellas sin pensar lo que significaban.

El Todopoderoso se volvió hacia él.

—Me sorprendí cuando llegaron estas órdenes. Yo no enseñé esto a mis Heraldos. Fueron los spren, en un intento de imitar lo que yo había dado a los hombres, quienes lo hicieron posible. Tendrás que reinstaurarlos. Esta es tu tarea. Unirlos. Crear una fortaleza que pueda resistir la tormenta. Irrita a Odium, convéncelo de que puede perder, y nombra un campeón. Él aprovechará esa oportunidad en vez de arriesgarse a una nueva derrota, como ha sufrido tantas veces. Es el mejor consejo que puedo darte.

Dalinar terminó de repetir las palabras. Más allá, la lucha comenzó de verdad, entre agua y fragmentos de roca pulverizada. Los soldados se acercaron empuñando martillos, e inesperadamente estos hombres también brillaron de luz tormentosa, aunque mucho más débilmente.

—Te sorprendió la llegada de los Caballeros —le dijo Dalinar al Todopoderoso—. Y esta fuerza, este enemigo, consiguió matarte. Nunca fuiste Dios. Dios lo sabe todo. No se le puede matar. ¿Quién eras, entonces?

El Todopoderoso no contestó. No podía. Dalinar se había dado cuenta de que las visiones eran una especie de experiencia predeterminada, como una obra de teatro. La gente que había en ellas podía reaccionar ante él, como actores que pudieran improvisar hasta cierto punto. Pero el Todopoderoso no lo hacía nunca.

—Haré lo que pueda —dijo Dalinar—. Los reinstauraré. Me prepararé. Me has dicho muchas cosas, pero hay algo que he descubierto yo solo. Si era posible acabar contigo, entonces al que es como tú, a tu enemigo, se le podrá matar también, probablemente.

La oscuridad se cerró sobre Dalinar. Los gritos y salpicaduras se fueron apagando. ¿Había ocurrido esta visión durante una Desolación, o entre dos de ellas? Nunca le decían lo suficiente. Mientras la oscuridad se evaporaba, se encontró tendido en una pequeña sala de piedra en su campamento.

Navani estaba arrodillada a su lado, apoyándose en la carpeta mientras movía la pluma al escribir. Tormentas, sí que era hermosa. Era madura, con los labios pintados de rojo y el cabello rodeándole la cabeza en una compleja trenza que chispeaba con rubíes. Llevaba un vestido rojo sangre. Ella lo miró, advirtió que parpadeaba de regreso a la conciencia, y sonrió.

—Era... —empezó a decir él.

—Calla —respondió ella, sin dejar de escribir—. Esa última parte parecía importante. —Escribió durante un momento y finalmente retiró la pluma de la libreta que sostenía a través de la tela de su manga—. Creo que lo tengo todo. Es difícil cuando cambias de idioma.

—¿Cambié de idioma?

—Al final. Antes, hablabas en selay. Una forma antigua, desde luego, pero tenemos archivos de eso. Espero que mis traductoras puedan encontrar sentido a mi transcripción: tengo algo oxidado mi dominio del idioma. Deberías hablar más despacio cuando hagas esto, querido.

—No creo que sea fácil eso que me pides —dijo Dalinar, poniéndose en pie. Comparado con lo que había sentido en la visión, el aire era frío. La lluvia golpeaba los postigos cerrados de la habitación, aunque sabía por experiencia que el final de sus visiones significaba que la tormenta ya casi había pasado.

Sintiéndose exhausto, se dispuso a sentarse en un sillón junto a la pared. Solo Navani y él estaban en la habitación: lo prefería así. Renarin y Adolin capeaban la tormenta cerca, en otra habitación del cuartel general de Dalinar y bajo la atenta vigilancia del capitán Kaladin y sus hombres del puente convertidos en guardaespaldas.

Tal vez debería invitar a más eruditas a observar sus visiones; ellas podrían anotar sus palabras, y luego debatir entre ellas para producir la versión más precisa. Pero, tormentas, ya le resultaba bastante vergonzoso que una sola persona lo observara en ese estado, mientras deliraba y pataleaba. Creía en las visiones, incluso confiaba en ellas, pero eso no significaba que no fuera embarazoso.

Navani se sentó a su lado y lo rodeó con sus brazos.

—¿Fue mala?

—¿Esta visión? No. Mala, no. Correr un poco y después luchar. No participé. La visión terminó mucho antes de que tuviera que ayudar.

—Entonces, ¿a qué viene esa cara?

—Tengo que reinstaurar los Caballeros Radiantes.

—Reinstaurar... Pero ¿cómo? ¿Qué significa eso?

—No lo sé. No sé nada. Solo tengo atisbos y oscuras amenazas. Se avecina algo peligroso, eso es seguro. Tengo que detenerlo.

Ella apoyó la cabeza en su hombro. Dalinar contempló la chimenea, que crujía suavemente, confiriendo a la pequeña habitación un brillo cálido. Era una de las pocas chimeneas que no se habían convertido a los nuevos artilugios calefactores fabriales.

Prefería el fuego de verdad, aunque no podía decírselo a Navani. Ella se esforzaba por procurar nuevos fabriales a todos.

—¿Por qué tú? —preguntó Navani—. ¿Por qué tienes que hacer esto?

—¿Por qué un hombre nace rey y otro mendigo? Así es el mundo.

—¿Te parece así de sencillo?

—Ni mucho menos —dijo Dalinar—, pero no tiene sentido exigir respuestas.

—Sobre todo si el Todopoderoso está muerto...

Tal vez no tendría que haber compartido ese hecho con ella. Expresar en voz alta esa idea podía convertirlo en hereje, hacerle perder sus propios fervorosos, darle a Sadeas un arma contra el trono.

Si el Todopoderoso estaba muerto, ¿qué adoraba Dalinar? ¿En qué creía?

—Deberíamos registrar tus recuerdos de esta visión —dijo Navani con un suspiro, apartándose de él—. Mientras están frescos.

Dalinar asintió. Era importante tener una descripción que encajara con las transcripciones. Empezó a contar lo que había visto, hablando a un ritmo que ella pudiera seguir mientras lo anotaba todo. Describió el lago, las ropas de los hombres, la extraña fortaleza en la distancia. Ella comentó que la gente que vivía allí contaba historias de grandes estructuras en el Lagopuro. Los eruditos las consideraban mitología.

Dalinar se levantó y se puso a caminar mientras pasaba a describir aquella criatura impía que había surgido del lago.

—Dejó detrás un agujero en el lecho del lago —explicó—. Imagina que esbozas el contorno de un cuerpo en el suelo y luego ves que ese cuerpo se levanta.

»Imagina la ventaja táctica que tendría una criatura semejante. Los spren se mueven con rapidez y facilidad. Uno podría deslizarse detrás de las líneas del frente, y luego levantarse y empezar a atacar al personal de apoyo. El cuerpo de piedra de la bestia debe de haber sido difícil de romper. Tormentas... Hojas esquirladas. Me pregunto si las armas fueron diseñadas para combatir a esos seres.

Navani sonrió mientras escribía.

—¿Qué? —preguntó Dalinar, deteniéndose.

—Eres todo un soldado.

—Sí. ¿Y qué?

—Que resulta enternecedor —dijo ella, terminando de escribir—. ¿Qué ocurrió a continuación?

—El Todopoderoso me habló.

Le relató el monólogo lo mejor que pudo recordar mientras caminaba lenta, pausadamente. «Tengo que dormir más», pensó. No era el joven de hacía veinte años, capaz de permanecer despierto toda la noche con Gavilar, escuchándolo con una copa de vino mientras su hermano hacía planes y luego cargaba en la batalla al día siguiente lleno de vigor y ansia de lucha.

Cuando terminó su narración, Navani se puso en pie y retiró sus utensilios de escritura. Tomaría lo que le había contado y haría que sus eruditas (bueno, las eruditas de él, de las que se había apropiado) cotejaran sus palabras alezi con las transcripciones que había registrado. Aunque, naturalmente, ella eliminaría primero las líneas donde mencionaba temas delicados, como la muerte del Todopoderoso.

Navani buscaría también referencias históricas que encajaran con sus descripciones. Le gustaban las cosas claras y cuantificadas. Había preparado una línea temporal de todas sus visiones, tratando de convertirlas en una trama narrativa única.

—¿Vas a hacer pública la proclama esta semana? —preguntó ella.

Dalinar asintió. Se lo había comunicado a los altos príncipes hacía una semana, en privado. Pretendía hacerlo público en los campamentos el mismo día, pero Navani lo había convencido de que esto era más aconsejable. Aunque la noticia se estaba filtrando, al menos eso permitiría prepararse a los altos príncipes.

—La proclama se divulgará dentro de unos días —dijo—. Antes de que los altos príncipes puedan presionar más a Elhokar para que lo retire.

Navani frunció los labios.

—Hay que hacerlo —dijo Dalinar.

—Se supone que tienes que unirlos.

—Los altos príncipes son niños malcriados —repuso Dalinar—. Para hacer que cambien de actitud harán falta medidas extremas.

—Si rompes el reino, nunca lo unificaremos.

—Entonces nos aseguraremos de que no se rompa.

Navani lo miró de arriba abajo, luego sonrió.

—He de admitir que prefiero esta versión más segura de ti. Si pudiera tomar prestada un poco de esa confianza en lo referido a nosotros...

—Me siento bastante confiado respecto a nosotros —dijo él, atrayéndola.

—¿Ah, sí? Porque tanto viajar entre el palacio del rey y tu complejo me hace perder un montón de tiempo cada día. Si pudiera trasladar mis cosas aquí... digamos, a tu complejo, imagina cuánto más sencillo resultaría todo.

—No.

—Estás convencido de que no nos dejarán casarnos, Dalinar. ¿Qué más podemos hacer? ¿Es por una cuestión de moral? Tú mismo has dicho que el Todopoderoso estaba muerto.

—Las cosas están bien o están mal —dijo Dalinar, testarudo—. El Todopoderoso no interviene en eso.

—Dios no se pronuncia sobre si sus órdenes están bien o mal —repuso ella llanamente.

—Ejem. Sí lo hace.

—Cuidado. Empiezas a hablar como Jasnah. De todas formas, si Dios está muerto...

—Dios no está muerto. Si el Todopoderoso murió, entonces es que nunca fue Dios, y punto.

Ella suspiró, todavía cerca de él. Se puso de puntillas y lo besó, y no con recato. Navani consideraba que el recato era para los tímidos y los frívolos. Fue un beso apasionado, apretada contra su boca, empujando la cabeza de él hacia atrás, anhelando más. Cuando ella se retiró, Dalinar se quedó sin respiración.

Ella le sonrió, dio media vuelta y recogió sus cosas (él no había advertido que las soltaba durante el beso), para encaminarse luego hacia la puerta.

—Te advierto que no soy una mujer paciente. Soy tan malcriada como esos altos príncipes, acostumbrada a conseguir lo que quiero.

Él bufó. Ninguna de las dos cosas era cierta. Ella podía ser paciente, pero solo cuando le convenía. Lo que quería decir era que en este momento no le convenía.

Abrió la puerta y el capitán Kaladin en persona se asomó a inspeccionar la habitación. El hombre del puente, desde luego, era serio en su trabajo.

—Acompáñala a casa, soldado —le dijo Dalinar.

Kaladin saludó. Navani pasó de largo y se marchó sin decir adiós, cerrando la puerta y dejando a Dalinar de nuevo a solas. Este dejó escapar un profundo suspiro, se acercó al sillón y se sentó a pensar junto a la chimenea.

Cuando poco después despertó sobresaltado, el fuego se había apagado. Tormentas. ¿Se quedaba dormido en pleno día? Si no pasara tanto tiempo de noche agitado y dando vueltas en la cama, con la cabeza llena de preocupaciones y cargas que nunca tendrían que haber sido suyas... ¿Qué había sido de los días sencillos? Recordaba cuando solo tenía que llevar la mano a la espada, con la seguridad de que Gavilar se encargaría de lo difícil.

Se desperezó, incorporándose. Tenía que revisar los preparativos para la proclama del rey, y luego ver a los nuevos guardias...

Se detuvo. La pared de su habitación tenía una serie de nítidos arañazos blancos que formaban glifos. No estaban allí antes.

«Sesenta y dos días —decían los glifos—. La muerte sigue.»

Poco después, Dalinar permanecía en pie, erguido, con las manos unidas a la espalda mientras escuchaba a Navani consultar con Rushu, una de las eruditas de Kholin. Adolin esperaba cerca, inspeccionando una piedra blanca que habían encontrado en el suelo. Aparentemente la habían arrancado del friso ornamental que enmarcaba la ventana de la habitación y luego la habían usado para escribir los glifos.

«La espalda recta, la cabeza alta —se dijo Dalinar—, aunque en realidad estés deseando desplomarte en ese sillón.» Un líder no se desplomaba. Un líder conservaba la calma. Incluso cuando menos calmado se sentía.

Sobre todo entonces.

—Ah —dijo Rushu, una joven fervorosa de largas pestañas y labios gordezuelos—. ¡Mira qué líneas tan torpes! Qué simetría tan impropia. Quien hizo esto no está habituado a dibujar glifos. Casi han escrito «muerte» mal... casi parece que pone «roto». Y el significado es vago. ¿La muerte sigue? ¿O es «sigue a la muerte»? ¿O sesenta y dos días de muerte y seguimiento? Los glifos son imprecisos.

—Tú haz la copia, Rushu —dijo Navani—. Y no hables de esto con nadie.

—¿Ni siquiera contigo? —preguntó ella con voz distraída mientras escribía.

Navani suspiró. Se acercó a Dalinar y Adolin.

—Es competente en su trabajo —dijo en voz baja—, pero a veces se distrae un poco. De cualquier forma, sabe de escritura más que nadie. Es uno de sus muchos temas de interés.

Dalinar asintió, sofocando sus temores.

—¿Por qué harían esto? —preguntó Adolin, soltando la roca—. ¿Es algún tipo de oscura amenaza?

—No —respondió Dalinar.

Navani lo miró a los ojos.

—Rushu —dijo—. Déjanos un momento.

La mujer no respondió al principio, pero se marchó cuando volvieron a insistirle. Al otro lado de la puerta aguardaban los miembros del Puente Cuatro en el exterior, guiados por el capitán Kaladin, que tenía el rostro ensombrecido: había escoltado a Navani y a su regreso se había encontrado con esto. Luego, inmediatamente, envió a sus hombres para que comprobaran que Navani se encontraba bien y la trajeran de vuelta.

Obviamente consideraba que lo ocurrido era culpa suya, y pensaba que alguien se había colado en la habitación de Dalinar mientras este dormía. Dalinar le indicó que pasara.

Kaladin se apresuró a obedecer y por fortuna no vio que Adolin tensaba la mandíbula al verlo. Dalinar estaba luchando contra el portador de esquirlaba parshendi cuando Kaladin y Adolin se enfrentaron en el campo de batalla, pero había oído comentarios sobre su encontronazo. A su hijo, desde luego, no le gustó saber que ese hombre de ojos oscuros perteneciente al puente estaba al mando de la Guardia de Cobalto.

—Señor —dijo el capitán Kaladin dando un paso al frente—. Me siento avergonzado. Una semana en el puesto y le he fallado.

—Cumpliste las órdenes, capitán —respondió Dalinar.

—Mis órdenes eran mantenerle a salvo, señor —dijo Kaladin, sin poder disimular la furia que lo embargaba—. Tendría que haber apostado guardias en las puertas interiores de sus aposentos, no solo fuera del complejo de habitaciones.

—Seremos más cautelosos en el futuro, capitán —replicó Dalinar—. Tu predecesor siempre apostaba los guardias como tú has hecho, y nunca hubo problemas.

—Eran otros tiempos, señor —respondió Kaladin, escrutando la habitación y entornando los ojos. Se concentró en la ventana, demasiado pequeña para que pudiera entrar nadie—. Sigo preguntándome cómo han entrado. Los guardias no oyeron nada.

Dalinar inspeccionó al joven soldado cubierto de cicatrices y de expresión sombría. «¿Por qué confío tanto en este hombre?», pensó. No podía explicarlo, pero a lo largo de los años había aprendido a fiarse de su intuición como soldado y como general. Algo en su interior le instaba a confiar en Kaladin, y aceptaba ese presentimiento.

—Eso carece de importancia —dijo Dalinar. Kaladin lo miró fijamente—. No te preocupes demasiado por cómo entraron para escribir en mi pared. Solo refuerza la vigilancia a partir de ahora. Puedes retirarte. —Le hizo un gesto de asentimiento a Kaladin, que se retiró de mala gana y cerró la puerta.

Adolin se acercó. El joven de hirsutos cabellos era tan alto como Dalinar. A veces era difícil recordarlo. Parecía que no había pasado mucho tiempo desde que Adolin era un niño ansioso con una espada de madera.

—Dijiste que despertaste con esto aquí —dijo Navani—. Dijiste que no viste entrar a nadie ni oíste a nadie hacer el dibujo.

Dalinar asintió.

—Entonces, ¿por qué de pronto tengo la impresión de que sabes por qué está aquí?

—No sé con seguridad quién lo hizo, pero sí lo que significa.

—¿Y qué es? —preguntó Navani.

—Significa que nos queda poco tiempo. Promulga el edicto, luego acude a los altos príncipes y concierta una reunión. Querrán hablar conmigo.

«La tormenta eterna viene...»

Sesenta y dos días. No era suficiente tiempo.

Sin embargo, al parecer no disponía de más.

La señal de la pared supuso un peligro aún mayor que el plazo que indicaba. Prever el futuro es cosa de los Portadores del Vacío.

Del diario de Navani Kholin, Jeseses 1174

En la victoria y, en última instancia, la venganza.

La pregonera llevaba un escrito con las palabras del rey, encuadernadas entre dos tablas recubiertas de tela, aunque obviamente había memorizado las palabras. No era de extrañar. Kaladin ya le había hecho repetir el edicto tres veces.

—Otra vez —dijo, sentado en su piedra junto a la hoguera del Puente Cuatro. Muchos miembros de la cuadrilla habían dejado sus cuencos con el desayuno y guardaban silencio. Cerca, Sigzil repetía las palabras para sí, memorizándolas.

La pregonera suspiró. Era una joven ojos claros, regordeta, con mechones de pelo rojo mezclados con negro, lo que revelaba una herencia veden o comecuernos. Habría docenas de mujeres como ella recorriendo el campamento para leer, y a veces explicar, las palabras de Dalinar.

Abrió de nuevo el libro. «En cualquier otro batallón —pensó Kaladin—, el líder sería de clase social lo suficientemente alta para ser superior a ella.»

—Bajo la autoridad del rey —dijo ella—. Dalinar Kholin, alto príncipe de la guerra, ordena por la presente cambiar el modo de recolección y distribución de las gemas corazón de las Llanuras Quebradas. A partir de este momento, cada una de las gemas será recolectada por dos altos príncipes que trabajarán en equipo. El botín se convertirá en propiedad del rey, quien determinará su reparto basándose en la efectividad de las partes implicadas y su disposición a obedecer.

»Se prescribirá una rotación para determinar qué altos príncipes y ejércitos serán responsables de conseguir las gemas corazón, y en qué orden. Las parejas no serán siempre las mismas, y se establecerán según su compatibilidad estratégica. Se espera que, por los Códigos que todos compartimos, los hombres y mujeres de estos ejércitos aprueben este renovado enfoque en la victoria y, en última instancia, la venganza.

La pregonera cerró el libro, miró a Kaladin y enarcó una larga ceja negra que sin duda estaba pintada con maquillaje.

—Gracias —dijo. Se despidió con un gesto con la cabeza y se encaminó al siguiente batallón.

Kaladin se puso en pie.

—Bueno, esa es la tormenta que hemos estado esperando.

Los hombres asintieron. Después de la extraña irrupción en los aposentos de Dalinar del día anterior, las conversaciones en el Puente Cuatro habían sido contenidas. Kaladin se sentía como un necio. Dalinar, sin embargo, no parecía dar la menor importancia a lo sucedido. Sabía mucho más de lo que decía. «¿Cómo voy a poder hacer mi trabajo si no tengo la información que necesito?», pensó Kaladin.

No llevaba ni dos semanas en el puesto, y ya los politiqueos y maquinaciones de los ojos claros le ponían la zancadilla.

—Los altos príncipes no aceptarán esta proclama de buen grado —dijo Leyten desde su lugar junto a la hoguera, donde trabajaba con las correas del peto de Beld, que había llegado del intendente con las hebillas torcidas—. Todo lo basan en conseguir esas gemas corazón. Vamos a tener descontentos para dar y tomar.

—¡Ja! —dijo Roca, sirviendo el curry a Lopen, que se había acercado a por un segundo plato—. ¿Descontentos? Di más bien que habrá revueltas. ¿No has oído esa mención a los Códigos? Esto es un insulto contra los otros, contra los que sabemos que no cumplen sus juramentos. —Sonreía, como si le resultara divertida la ira, o incluso la rebelión, de los altos príncipes.

—Moash, Drehy, Mart y Eth, venid conmigo —dijo Kaladin—. Tenemos que relevar a Cikatriz y su equipo. Teft, ¿cómo va tu misión?

—Lenta —respondió Teft—. Esos chicos de los otros puentes... están muy verdes. Necesitamos algo más, Kal. Algo para inspirarlos.

—A ver qué se me ocurre —dijo Kaladin—. De momento, lo intentaremos con las raciones. Roca, por ahora solo hay cinco oficiales, así que puedes coger esa última habitación exterior como almacén. Kholin nos dio derecho para requisar material a los intendentes. Llénala.

—¿Llenarla? —preguntó Roca, con una enorme sonrisa en la cara—. ¿Cómo de llena?

—Mucho —dijo Kaladin—. Nos hemos estado alimentando de sopa y gachas con cereal moldeado durante meses. Durante el próximo mes, los del Puente Cuatro comeremos como reyes.

—Pero nada de caparazones —advirtió Mart, señalando a Roca mientras recogía su lanza y se abrochaba el uniforme—. Que puedas cocinar cualquier cosa no significa que vayamos a comer una estupidez.

—Llaneros pirados —masculló Roca—. ¿No quieres ser fuerte?

—Quiero conservar mis dientes, gracias —replicó Mart—. Loco comecuernos.

—Prepararé dos cazuelas —dijo Roca con la mano en el pecho, como si hiciera un saludo—. Una para los valientes y otra para los tontos. Que cada uno escoja.

—Lo que tienes que preparar son auténticos festines, Roca —intervino Kaladin—. Necesito que instruyas a los cocineros de otros barracones. Aunque Dalinar tenga ahora menos soldados que alimentar y haya cocineros de sobra, quiero que los hombres de los puentes sean autosuficientes. Lopen, voy a asignarte a Dabbid y Shen para que te ayuden a colaborar con Roca a partir de ahora. Tenemos que convertir a esos mil hombres en soldados. Empezaremos igual que con vosotros: llenándoles el estómago.

—Así se hará —dijo Roca, riendo. Le dio una palmada en el hombro a Shen cuando el parshmenio se acercó a por

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