Snowden. Sin un lugar donde esconderse

Glenn Greenwald

Fragmento

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Introducción

En el otoño de 2005, sin grandes expectativas a la vista, decidí crear un blog político. En su momento apenas calibré el grado en que esta decisión me cambiaría la vida a la larga. Mi principal motivación era la creciente inquietud que me causaban las teorías extremistas y radicales sobre el poder adoptadas por el gobierno de EE.UU. tras el 11 de Septiembre, y esperaba que escribir sobre estos asuntos me permitiera causar un impacto mayor que el de mi labor de entonces como abogado de derechos civiles y constitucionales.

Solo siete semanas después de empezar a bloguear, el New York Times dejó caer un bombazo: en 2001, decía, la administración Bush había ordenado a la Agencia de Seguridad Nacional (NSA) escuchar en secreto las comunicaciones electrónicas de los norteamericanos sin las órdenes judiciales requeridas por la ley penal pertinente. En el momento en que salieron a la luz estas escuchas sin orden judicial llevaban realizándose ya desde hacía cuatro años y mediante ellas se había espiado a varios miles de norteamericanos.

El tema constituía una convergencia perfecta entre mis pasiones y mis conocimientos. El gobierno intentaba justificar el programa secreto de la NSA recurriendo exactamente al tipo de teoría extrema del poder ejecutivo que me había impulsado a empezar a escribir: la idea de que la amenaza del terrorismo otorgaba al presidente una autoridad prácticamente ilimitada para hacer lo que fuera preciso a fin de «mantener segura la nación», incluida la autoridad para infringir la ley. El debate subsiguiente conllevó complejas cuestiones de derecho constitucional e interpretaciones legales, que mi formación me permitía abordar con cierto conocimiento de causa.

Pasé los dos años siguientes cubriendo todos los aspectos del escándalo de las escuchas ilegales de la NSA, tanto en mi blog como en mi libro superventas de 2006. Mi postura era muy clara: al ordenar escuchas sin autorización judicial, el presidente había cometido delitos y debía asumir su responsabilidad. En el ambiente político cada vez más opresivo y patriotero de Norteamérica, mi actitud resultó de lo más controvertida.

Fueron estos antecedentes los que, unos años después, movieron a Edward Snowden a escogerme como primer contacto para revelar las fechorías de la NSA a una escala aún mayor. Dijo creer que yo entendería los peligros de la vigilancia masiva y los secretos de estado extremos, y que no me volvería atrás ante las presiones del gobierno y sus numerosos aliados en los medios y otros sectores.

El extraordinario volumen de los documentos secretos que me pasó Snowden, junto con el dramatismo que le ha rodeado a él, han generado un interés mundial sin precedentes en la amenaza de la vigilancia electrónica y el valor de la privacidad en la era digital. Sin embargo, los problemas subyacentes llevan años recrudeciéndose, casi siempre en la oscuridad.

En la actual polémica sobre la NSA hay sin duda muchos aspectos exclusivos. La tecnología permite actualmente un tipo de vigilancia omnipresente que antes era terreno acotado solo de los escritores de ciencia ficción más imaginativos. Además, tras el 11-S, el culto norteamericano a la seguridad ha creado más que nada un ambiente especialmente propicio a los abusos de poder. Y gracias a la valentía de Snowden y a la relativa facilidad para copiar información digital, tenemos un incomparable vistazo de primera mano sobre los detalles de cómo funciona realmente el sistema de vigilancia.

Aun así, las cuestiones planteadas por la historia de la NSA se hacen, en muchos aspectos, eco de numerosos episodios del pasado, pasado que se remonta a varios siglos. De hecho, la oposición a que el gobierno invadiera la privacidad de la gente fue un factor importante en la creación de Estados Unidos, pues los colonos protestaban contra las leyes que permitían a los funcionarios británicos registrar a voluntad cualquier domicilio. Era legítimo, admitían los colonos, que el estado obtuviera órdenes judiciales específicas, seleccionadas, para detener a individuos cuando hubiera indicios de causas probables de actos delictivos. No obstante, las órdenes judiciales de carácter general —el hecho de que todos los ciudadanos fueran objeto potencial de registro domiciliario indiscriminado— eran intrínsecamente ilegítimas.

La Cuarta Enmienda consagró esta idea en las leyes norteamericanas. El lenguaje es claro y conciso: «El derecho de la gente a tener seguridad en sus personas, casas, papeles y efectos, contra cualquier registro y arresto irrazonable, no será violado, y no se emitirá ningún mandamiento, a no ser que exista causa probable, apoyada por un juramento o testimonio, y que describa especialmente el lugar a ser registrado, las personas a ser arrestadas y las cosas a ser confiscadas.» Se pretendía, por encima de todo, suprimir para siempre en Norteamérica el poder del gobierno para someter a sus ciudadanos a vigilancia generalizada si no mediaban sospechas.

En el siglo XVIII, el conflicto con la vigilancia se centraba en los registros domiciliarios, pero, a medida que la tecnología fue evolucionando, la vigilancia evolucionó también. A mediados del siglo XX, cuando la extensión del ferrocarril empezó a permitir el reparto rápido y barato del correo, la furtiva violación del mismo por el gobierno británico provocó un grave escándalo en Reino Unido. En las primeras décadas del siglo XX, la Oficina de Investigación de EE.UU. —precursora del actual FBI— utilizaba escuchas telefónicas, además de informantes y control de la correspondencia, para perseguir a quienes se opusieran a la política gubernamental.

Con independencia de las técnicas específicas utilizadas, desde el punto de vista histórico la vigilancia masiva ha tenido varias características constantes. Al principio, los más afectados por la vigilancia siempre son los disidentes y los marginados, por lo que quienes respaldan al gobierno o se muestran indiferentes sin más acaso lleguen a creer equivocadamente que son inmunes. Pero la historia demuestra que la mera existencia de un aparato de vigilancia a gran escala, al margen de cómo se utilice, es en sí mismo suficiente para reprimir a los discrepantes. Una ciudadanía consciente de estar siempre vigilada enseguida se vuelve dócil y miedosa.

Una investigación de Frank Church de mediados de la década de 1970 sobre espionaje del FBI puso de manifiesto que la agencia había etiquetado a medio millón de ciudadanos norteamericanos como «subversivos» potenciales y había espiado de manera rutinaria a montones de personas basándose únicamente en el criterio de las ideas políticas. (La lista de objetivos del FBI iba de Martin Luther King a John Lennon, pasando por el Movimiento de Liberación de las Mujeres o la Sociedad John Birch.) De todos modos, la plaga de abusos de vigilancia no es ni mucho menos exclusiva de la historia norteamericana. La vigilancia masiva ha sido una tentación universal para cualquier poder sin escrúpulos. Y el motivo es el mismo en todos los casos: neutralizar a la disidencia y exigir conformidad.

Así pues, la vigilancia une a gobiernos de, por lo demás, credos políticos notablemente distintos. A comienzos del

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