Título original: Garden of Rama
Traducción: Adolfo Martín
Ante la imposibilidad de ponerse en contacto con el propietario de la traducción, la editorial pone los derechos que le correspondan a su disposición.
1.ª edición: marzo, 2014
© 2014 Arthur C. Clarke y Gentry Lee
© Ediciones B, S. A., 2014
Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España)
www.edicionesb.com
Depósito Legal: B 8276-2014
ISBN DIGITAL: 978-84-9019-799-8
Maquetación ebook: Caurina.com
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Contenido
Portadilla
Créditos
Agradecimientos
Diario de Nicole
1
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En el nódulo
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Cita en Marte
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Epitalamio
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El juicio
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Agradecimientos
Muchas personas han realizado valiosas aportaciones a esta novela. Destaca entre ellas, por su gran influencia sobre el conjunto de la obra, nuestro editor Lou Aronica. Ya desde el principio, sus observaciones moldearon la estructura de toda la novela y su perspicaz revisión final fortaleció significativamente la cohesión del libro.
Nuestro buen amigo y persona de amplios conocimientos, Gerry Snyder, nos ha sido también de gran ayuda, al abordar generosamente cualquier problema técnico, grande o pequeño. Si los pasajes de la narración relacionados con la ciencia médica son correctos y verosímiles, se debe al doctor Jim Willerson. Cualquier error que pueda existir en tales pasajes es responsabilidad exclusiva de los autores.
Desde el primer momento, Jihei Akita se desvivió por ayudarnos a encontrar las ubicaciones adecuadas para las escenas japonesas. Se mostró también más que dispuesto a disertar largamente sobre las costumbres y la historia de su nación. En Tailandia, la señora Watcharee Monviboon fue una excelente guía de las maravillas de ese país.
En la novela se habla con considerable detalle acerca de mujeres, especialmente de sus sentimientos y de su forma de pensar. Bebe Barden y Stacey Lee se mostraron siempre dispuestas a conversar sobre la naturaleza femenina. La señora Barden fue especialmente útil también con las ideas que aportó para la vida y la poesía de Benita García.
Stacey Kiddoo Lee realizó muchas aportaciones concretas a El jardín de Rama, pero lo absolutamente vital fue su desinteresado apoyo a todo el trabajo en general. Durante la redacción de la novela, Stacey dio además a luz a su cuarto hijo, Travis Clarke Lee. Stacey, muchas gracias por todo.

1
29 de diciembre de 2200
Hace dos noches, a las 10.44, hora del meridiano de Greenwich en la Tierra, Simone Tiasso Wakefield saludó al Universo. Fue una experiencia increíble. Yo imaginaba haber sentido ya antes emociones poderosas, pero nada en mi vida —ni la muerte de mi madre, ni la medalla de oro en la Olimpíada de Los Ángeles, ni mis treinta y seis horas con el príncipe Enrique, ni incluso el nacimiento de Genevieve bajo la atenta mirada de mi padre en el hospital de Tours— fue nunca tan intenso como mi alegría y mi alivio cuando finalmente oí el primer llanto de Simone.
Michael había vaticinado que la criatura llegaría el día de Navidad. Con su habitual entonación afectuosa, nos dijo que creía que Dios iba a darnos una señal haciendo que nuestro hijo espacial naciera el mismo día en que se suponía había nacido Jesús. Richard soltó una risita burlona, como hace siempre mi marido cuando se dispara el fervor religioso de Michael. Pero al notar yo las primeras contracciones fuertes el día de Nochebuena, hasta Richard se volvió casi creyente.
Dormí agitadamente la noche anterior a Navidad. Poco antes de despertar, tuve un sueño vívido e intenso. Estaba caminando junto a la orilla de nuestro estanque en Beauvois, jugando con mi pato domesticado Dunois y sus compañeros silvestres, cuando oí una voz que me llamaba. No podía identificar la voz, pero sabía sin lugar a dudas que se trataba de una mujer. Me dijo que el nacimiento iba a ser extremadamente difícil y que necesitaría de todas mis fuerzas para dar a luz a mi segundo hijo.
El día de Navidad, una vez que intercambiamos los sencillos regalos que cada uno de nosotros habíamos encargado clandestinamente a los ramanos, empecé a adiestrar a Michael y Richard para una serie de posibles emergencias. Yo creo que Simone habría nacido en efecto el día de Navidad si mi subconsciente no hubiese tenido tan presente que ninguno de los dos hombres se hallaba ni siquiera remotamente preparado para ayudarme en caso de que surgiera alguna complicación seria. Con toda probabilidad, fue sólo mi voluntad lo que demoró el nacimiento de la criatura aquellos dos últimos días.
Una de las posibilidades que consideramos en Navidad fue la de que se presentara de nalgas. Un par de meses antes, cuando mi hija aún no nacida tenía todavía cierta libertad de movimientos dentro de mi vientre, yo estaba segura de que se hallaba en posición invertida. Pero pensaba que se había dado la vuelta durante la última semana, antes de entrar en posición de parto. Tenía razón, pero sólo parcialmente. Logró colocarse de cabeza en el canal del parto; sin embargo, tenía la cara vuelta hacia arriba, hacia mi estómago, y tras la primera serie importante de contracciones, la parte superior de su cabecita quedó toscamente encajada en mi pelvis.
En un hospital de la Tierra, el médico habría practicado probablemente una cesárea. Desde luego, un médico habría estado preparado para una tracción fetal y habría intervenido con todos los instrumentos robotizados para esforzarse por hacer girar la cabeza de Simone antes de que quedara encajada en una posición tan incómoda.
Hacia el final, el dolor era muy intenso. Entre las fuertes contracciones que la impulsaban contra mis rígidos huesos, yo trataba de gritar órdenes a Michael y Richard. Éste resultaba casi completamente inútil. No podía enfrentarse a mi dolor (o al «follón», como más tarde lo llamó), y mucho menos ayudar en la episiotomía o utilizar los improvisados fórceps que habíamos obtenido de los ramanos. Michael, bendito sea, con la frente cubierta de sudor, pese a la fría temperatura reinante en la habitación, se esforzaba valerosamente por seguir mis a veces incoherentes instrucciones. Utilizó el escalpelo de mi botiquín para ensancharme y luego, tras sólo un instante de vacilación a causa de toda la sangre, encontró con el fórceps la cabeza de Simone. De alguna manera, consiguió, al tercer intento, obligarla a retroceder por el canal del parto y hacerla girar para que pudiese nacer.
Los dos hombres lanzaron un grito al verla aparecer. Yo seguí concentrándome en mi ritmo respiratorio, preocupada por la posibilidad de que no lograse mantenerme consciente. Pese al intenso dolor, yo también lancé un grito cuando mis siguientes y poderosas contracciones proyectaron a Simone sobre las manos de Michael. En su calidad de padre, le correspondía a Richard la tarea de cortar el cordón umbilical. Cuando Richard hubo terminado, Michael levantó en alto a Simone para que yo la viese. «Es niña», dijo, con lágrimas en los ojos. La depositó suavemente sobre mi estómago, y me incorporé ligeramente para mirarla. Mi primera impresión fue que era exactamente igual que mi madre.
Me forcé a mantenerme alerta hasta que la placenta fue expulsada y hube terminado de coser, con la ayuda de Michael, los cortes que me había hecho con el escalpelo. Luego, me desvanecí. No recuerdo muchos detalles de las veinticuatro horas siguientes. Estaba tan fatigada a consecuencia del proceso del parto (mis contracciones se sucedían cada cinco minutos ya once horas antes de que Simone naciese) que dormía siempre que tenía oportunidad de hacerlo. Mi nueva hija mamaba con facilidad, sin necesidad de instarle a ello, y Michael asegura que incluso mamó una o dos veces mientras yo estaba sólo parcialmente despierta. Ahora la leche me sube a los pechos inmediatamente después de que Simone empiece a chupar. Parece quedarse por completo satisfecha al terminar. Me complace que mi leche sea suficiente para ella; me preocupaba que pudiera tener el mismo problema que con Genevieve.
Cada vez que me despierto, uno de los dos hombres está a mi lado. Las sonrisas de Richard siempre parecen un poco forzadas, pero se agradecen igual. Michael se apresura a ponerme a Simone en los brazos o al pecho cuando estoy despierta. La sostiene cómodamente, incluso cuando está llorando, y murmura sin cesar: «Es preciosa.»
Simone está ahora dormida a mi lado, envuelta en la cuasimanta fabricada por los ramanos (es sumamente difícil definir tejidos, en particular palabras indicadoras de calidad como «suave», con ninguno de los términos cuantitativos que nuestros anfitriones pueden comprender). En efecto, se parece mucho a mi madre. Tiene la piel muy morena, más aún quizá que la mía, y el pelo negro como el azabache. Los ojos son de un luminoso color castaño. Con su cabeza todavía deformada a consecuencia del dificultoso parto, no es fácil llamarle preciosa a Simone. Pero, desde luego, Michael tiene razón. Es maravillosa. Mis ojos pueden ver enseguida la belleza existente más allá de la frágil y colorada criatura que respira con tan frenética rapidez. Bienvenida al mundo, Simone Wakefield.
2
6 de enero de 2201
Llevo dos días deprimida. Y cansada, oh, muy cansada. Aunque me doy perfecta cuenta de que se trata de un típico caso de síndrome puerperal, me ha sido imposible aliviar mis sentimientos de depresión.
Esta mañana ha sido lo peor. Me desperté antes que Richard y permanecí tendida, silenciosa e inmóvil, en mi parte de la estera. Miré a Simone, que dormía sosegadamente en la cuna ramana, junto a la pared. Pese a mis sentimientos de amor hacia ella, no podía forjar ningún pensamiento positivo con respecto a su futuro. El fulgor de éxtasis que había rodeado su nacimiento y se había prolongado durante setenta y dos horas, se había desvanecido por completo. Cruzaba mi mente un flujo incesante de desesperanzadas observaciones y preguntas sin respuesta. ¿Qué clase de vida tendrás, mi pequeña Simone? ¿Cómo podemos nosotros, tus padres, procurarte lo necesario para tu felicidad?
Mi querida hija, vives con tus padres y su buen amigo Michael O’Toole en un refugio subterráneo a bordo de una gigantesca nave espacial de origen extraterrestre. Los tres adultos de tu vida son cosmonautas del planeta Tierra, parte de la tripulación de la expedición Newton, enviada hace casi un año a investigar un pequeño mundo cilíndrico llamado Rama. Tu madre, tu padre y el general O’Toole eran los únicos seres humanos que aún permanecían a bordo de esta nave cuando Rama modificó bruscamente su trayectoria para evitar su aniquilación por una falange nuclear lanzada desde una paranoide Tierra.
Encima de nuestro refugio hay una ciudad insular de misteriosos rascacielos que nosotros llamamos Nueva York. Se encuentra rodeada por un mar helado que circunda por completo a esta enorme nave espacial y la corta en dos. En estos momentos, según los cálculos de tu padre, estamos justo dentro de la órbita de Júpiter (aunque la gran bola de gas misma está al otro lado del Sol), siguiendo una órbita hiperbólica que acabará abandonando completamente el sistema solar. No sabemos adónde vamos. No sabemos quién construyó esta nave espacial ni por qué. Sabemos que hay otros ocupantes a bordo, pero ignoramos por completo de dónde proceden y, además, tenemos razones para sospechar que tal vez sean hostiles, algunos de ellos al menos.
Una y otra vez, mis pensamientos durante los dos últimos días han continuado ajustándose a esta misma pauta. Y siempre llego a la misma deprimente conclusión: es imperdonable que nosotros, supuestamente adultos maduros, traigamos a un ser tan desvalido e inocente a un entorno del que conocemos tan poco y sobre el que no ejercemos absolutamente ningún control.
Esta mañana temprano, al darme cuenta de que hoy cumplía treinta y siete años, me eché a llorar. Al principio, las lágrimas eran suaves y silenciosas, pero al inundar mi mente los recuerdos de todos mis pasados cumpleaños profundos sollozos reemplazaron a las suaves lágrimas. Experimentaba una intensa y desgarradora tristeza, no sólo por Simone, sino también por mí misma. Y, mientras rememoraba el espléndido planeta azul de nuestro origen y no podía imaginarlo en el futuro de Simone, me repetía sin cesar la misma pregunta ¿Por qué he dado a luz a una hija en medio de todo este follón?
Otra vez esa palabra. Es una de las favoritas de Richard. En su vocabulario, «follón» tiene aplicaciones virtualmente ilimitadas. Todo lo que sea caótico y/o se halle fuera de control, ya se trate de un problema técnico o de una crisis doméstica (como una esposa sollozando presa de una intensa depresión puerperal), recibe el nombre de follón.
Los hombres no han sido de mucha ayuda esta mañana. Sus vanos intentos por hacer que me sintiera mejor no conseguían más que aumentar mi melancolía. Una pregunta. ¿Por qué es que casi todos los hombres, al verse frente a una mujer triste, dan inmediatamente por supuesto que su tristeza se halla de alguna manera relacionada con ellos? En realidad, no es justo lo que digo. Michael ha tenido tres hijos en su vida y sabe algo acerca de los sentimientos que estoy experimentando. Se ha limitado a preguntar qué podía hacer para ayudarme. Pero Richard se hallaba totalmente anonadado por mis lágrimas. Al despertar y oír mi llanto, se asustó. Al principio pensó que yo estaba sufriendo algún terrible dolor físico. Se tranquilizó sólo mínimamente cuando le expliqué que se trataba de una simple depresión.
Tras verificar que él no tenía ninguna culpa de mi estado de ánimo, Richard escuchó en silencio mientras yo expresaba mis preocupaciones por el futuro de Simone. Admito que me encontraba ligeramente excitada, pero él no parecía comprender nada de lo que le estaba diciendo. No hacía más que repetir la misma frase —que el futuro de Simone no era más incierto que el nuestro propio—, creyendo que, como no existía ninguna razón lógica para que yo estuviese tan alterada, mi depresión se desvanecería al instante. Finalmente, tras más de una hora de falta de comunicación, Richard llegó a la correcta conclusión de que no me estaba ayudando y decidió dejarme en paz.
(Seis horas después.) Me siento mejor ahora. Faltan aún tres horas para que termine el día de mi cumpleaños. Hemos tenido una pequeña fiesta esta noche. Acabo de dar de mamar a Simone y está de nuevo echada a mi lado. Michael nos dejó hace unos quince minutos para ir a su habitación, al final del pasillo. Richard se quedó dormido a los cinco minutos de haber posado la cabeza sobre la almohada. Se había pasado todo el día trabajando en mi encargo de perfeccionar unos pañales.
Richard disfruta mucho supervisando y catalogando nuestras interacciones con los ramanos o quienesquiera que sean los que manejan los ordenadores que activamos utilizando el teclado que hay en nuestra habitación. Nunca hemos visto nada ni a nadie en el oscuro túnel que se abre inmediatamente detrás de la negra pantalla. Así pues, no sabemos con seguridad si realmente hay allí criaturas que responden a nuestros encargos y ordenan a sus fábricas la confección de los artículos que pedimos, pero es adecuado referirnos a nuestros anfitriones y benefactores con el nombre de ramanos.
Nuestro proceso de comunicación con ellos es muy complicado y simple a un tiempo. Es complicado porque hablamos con ellos por medio de dibujos en la negra pantalla y precisas fórmulas cuantitativas expresadas en el lenguaje de las matemáticas, la física y la química. Es sencillo porque las frases que introducimos por medio del teclado son de sintaxis extraordinariamente simple. Nuestra frase con más frecuencia utilizada es «nos gustaría» o «queremos» (desde luego, no podríamos conocer la traducción exacta de nuestras peticiones, y estamos suponiendo sólo que son corteses; quizá las instrucciones que activamos revisten la forma de rudas órdenes que comienzan con «dadme»), seguida de una detallada descripción de lo que deseamos.
La parte más difícil es la química. Simples objetos cotidianos como el jabón, el papel y el cristal son químicamente muy complejos, y no resulta nada fácil especificar con exactitud el número y la clase de sus combinaciones químicas. A veces, como descubrió Richard casi desde el principio de su trabajo con el teclado y la pantalla negra, debemos describir también un proceso de fabricación, con inclusión de especificaciones térmicas, so pena de recibir algo que no guarde la menor semejanza con lo solicitado. El proceso implica una enorme cantidad de prueba y error. Al principio constituía una interacción muy ineficiente y frustrante. Los tres sentíamos deseos de haber aprendido más química durante nuestros estudios. De hecho, nuestra incapacidad para realizar satisfactorios progresos en la tarea de equiparnos con los esenciales objetos cotidianos fue uno de los catalizadores de la Gran Excursión, como Richard gusta de llamarla, que se efectuó hace cuatro meses.
Para entonces, la temperatura ambiente, tanto arriba, en Nueva York, como en el resto de Rama, había descendido ya a cinco grados por debajo del punto de congelación y Richard había confirmado que el mar Cilíndrico se había helado de nuevo. Yo estaba cada vez más preocupada por la posibilidad de que no consiguiéramos estar adecuadamente preparados para el nacimiento de la criatura. Obtener e instalar un retrete que funcionase, por ejemplo, había costado todo un mes de esfuerzos, y el resultado era todavía sólo marginalmente adecuado. De ordinario, nuestro principal problema era que suministrábamos especificaciones incompletas a nuestros anfitriones. A veces, sin embargo, la dificultad estaba en los propios ramanos. En varias ocasiones, nos informaron, utilizando nuestro lenguaje mutuo de símbolos matemáticos y químicos, que no podían terminar la fabricación de un determinado objeto dentro de nuestro período de tiempo asignado.
De cualquier modo, Richard anunció una mañana que iba a abandonar nuestro refugio e intentar llegar a la inmovilizada nave militar de nuestra expedición Newton. Su intención expresa era recuperar los elementos esenciales de la base de datos científicos almacenada en los ordenadores de la nave (esto nos ayudaría enormemente para la formulación de nuestras peticiones a los ramanos), pero confesó también que tenía unas ganas terribles de comer algo decente. Habíamos conseguido mantenernos vivos y sanos con los brebajes químicos suministrados por los ramanos, pero la mayoría de los alimentos habían sido insípidos o tenían un gusto horrible.
Justo es reconocer que nuestros anfitriones habían estado respondiendo correctamente a nuestras peticiones. Aunque, en términos generales, sabíamos describir los ingredientes químicos esenciales que nuestros cuerpos necesitaban, ninguno de nosotros había estudiado jamás con detalle los complejos procesos bioquímicos que se producen cuando saboreamos algo. En aquellos primeros días comer era una necesidad, nunca un placer. Con frecuencia, resultaba difícil, si no imposible, tragar los alimentos. Más de una comida fue seguida de nauseas.
Pasamos los tres varios días debatiendo los pros y los contras de la Gran Excursión. Yo estaba en la fase de acidez de estómago de mi embarazo y no me sentía muy bien. Aunque no me agradaba la idea de quedarme sola en nuestro refugio mientras los dos hombres caminaban sobre el hielo, localizaban el Jeep, atravesaban en él la Llanura Central y, luego, recorrían o escalaban a pie los muchos kilómetros que había hasta la estación Alfa, reconocía que habían muchas formas en que los hombres podían ayudarse mutuamente. Convenía también con ellos en que sería temerario que el viaje lo hiciera uno solo.
Richard estaba seguro de que el Jeep funcionaría todavía, pero se sentía menos optimista con respecto a la telesilla. Discutimos largamente los daños que podría haber sufrido la nave militar de Newton, expuesta como estaba en el exterior de Rama a las explosiones nucleares que se habían producido más allá del protector escudo de malla. Richard conjeturaba que, como no existían daños estructurales visibles (utilizando nuestro acceso a la información de los sensores ramanos, habíamos visto varias veces durante los últimos meses imágenes de la nave militar de Newton en la negra pantalla), era posible que la misma Rama hubiera protegido inadvertidamente a la nave de todas las explosiones nucleares y, como consecuencia, no hubiese tampoco ningún peligro de radiación en el interior.
Yo me sentía menos optimista. Había trabajado con los ingenieros medioambientales en los diseños del sistema protector de la nave espacial y conocía la susceptibilidad a la radiación de cada uno de los subsistemas de la Newton. Aunque consideraba sumamente probable que la base de datos científicos se hallara intacta (tanto su procesador como todas sus memorias estaban hechos de piezas resistentes a la radiación), estaba virtualmente segura de que los víveres se encontrarían contaminados. Siempre habíamos sabido que nuestros alimentos envasados estaban en un emplazamiento relativamente desprotegido. De hecho, antes del lanzamiento había existido una cierta preocupación por la posibilidad de que una inesperada llamarada solar produjera radiación suficiente para hacer peligrosa la ingestión de los alimentos.
No me asustaba quedarme sola durante los pocos días o la semana que los hombres podrían tardar en hacer el viaje de ida y vuelta a la nave militar. Me preocupaba más la posibilidad de que uno de ellos, o los dos, no regresara. No era sólo cuestión de los aracnopulpos, o de otros seres cualesquiera que pudieran estar habitando con nosotros esta inmensa nave espacial. Había que tener en cuenta también las incertidumbres medioambientales. ¿Y si Rama empezaba de pronto a maniobrar? ¿Y si se producía algún otro acontecimiento adverso y no podían regresar a Nueva York?
Richard y Michael me aseguraron que no correrían riesgos, que no harían nada más que ir a la nave militar y volver. Partieron poco después del amanecer de un día ramano de veintiocho horas. Era la primera vez que estaba sola después de mi larga y solitaria permanencia en Nueva York, que comenzó cuando caí en el pozo. Claro que no estaba realmente sola. Podía sentir a Simone pataleando dentro de mí. Es una sensación asombrosa la de estar embarazada. Hay algo indescriptiblemente maravilloso en saber que tienes en tu interior otro ser vivo. Especialmente, teniendo en cuenta que la criatura está formada en una parte importante de tus propios genes. Es una pena que los hombres no puedan experimentar el embarazo. Si pudieran, tal vez comprendiesen por qué las mujeres estamos tan preocupadas por el futuro.
Para el tercer día terrestre siguiente a la partida de los hombres, yo experimentaba ya una fuerte sensación de claustrofobia. Decidí salir de nuestro refugio y darme una vuelta por Nueva York. Estaba oscuro en Rama, pero me sentía tan inquieta que eché a andar de todos modos. El aire era muy frío. Me subí sobre el abultado estómago la cremallera de la gruesa cazadora de vuelo. Llevaba sólo unos minutos caminando cuando oí un sonido a lo lejos. Un escalofrío me recorrió la espina dorsal y me detuve inmediatamente. Al parecer, la adrenalina afluyó también a Simone, pues pataleó vigorosamente mientras yo aguzaba el oído, atenta a aquel ruido. Al cabo de aproximadamente un minuto, lo oí de nuevo, un sonido de escobillas restregándose sobre una superficie metálica, acompañado de un agudo silbido de alta frecuencia. El sonido era inconfundible; sin duda alguna, un aracnopulpo estaba vagando por Nueva York. Regrese rápidamente al refugio y esperé a que amaneciera para ir a Rama.
Cuando la oscuridad desapareció, regresé a Nueva York y me puse a vagar sin rumbo. Mientras estaba en las proximidades de aquel curioso cobertizo en el que caí al pozo, empecé a sentir dudas con respecto a nuestra conclusión de que los aracnos solamente salen de noche. Richard ha insistido desde el principio en que son criaturas nocturnas. Durante los dos primeros meses después de haber rebasado la Tierra, antes de que construyéramos la reja protectora que impide el descenso a nuestro refugio de visitantes indeseados, Richard desplegó una serie de toscos receptores (aún no había perfeccionado su capacidad para especificar detalladamente piezas electrónicas a los ramanos) en torno a la cobertura de la madriguera de los aracnopulpos y confirmó, a su propia satisfacción al menos, que sólo de noche subían al exterior. Finalmente, los aracnos descubrieron todos sus monitores y los destruyeron, pero no antes de que Richard tuviera lo que consideraba datos concluyentes en apoyo de su hipótesis.
La conclusión de Richard, sin embargo, no suponía para mí ningún alivio cuando oí de pronto un sonido fuerte y totalmente desconocido que llegaba desde la dirección en que se encontraba nuestro refugio. Me hallaba entonces dentro del cobertizo, mirando el pozo en el que había estado a punto de morir hacía nueve meses. Se me aceleraron los latidos del corazón y sentí una especie de hormigueo en la piel. Lo que más me inquietaba era que el ruido sonaba entre el lugar en que estaba y mi hogar ramano. Avancé cautelosamente hacia el intermitente sonido, escrutando los edificios que me rodeaban antes de dar un paso. Finalmente, descubrí el origen del ruido. Richard estaba cortando trozos de una celosía, utilizando una pequeña sierra eléctrica portátil que se había traído de la Newton.
En realidad, él y Michael ya estaban discutiendo cuando los vi. Una celosía relativamente pequeña, de unos quinientos nódulos en total y forma de cuadrado de alrededor de tres metros de lado, se hallaba sujeta a uno de aquellos bajos y extraños cobertizos que había a unos cien metros al este de la abertura de nuestro refugio. Michael estaba poniendo en duda la sensatez de atacar la celosía con una sierra portátil. En el momento en que me vieron, Richard justificaba su acción con un encendido elogio de las virtudes del material elástico de la celosía.
Nos abrazamos y besamos los tres durante varios minutos y, luego, me informaron sobre la Gran Excursión. Había sido un viaje fácil. El Jeep y la telesilla habían funcionado sin complicaciones. Sus instrumentos habían puesto de manifiesto que quedaba todavía bastante radiación en la nave militar, por lo que permanecieron poco tiempo en ella y no recogieron los víveres. La base de datos científicos, en cambio, se encontraba en perfectas condiciones. Richard había utilizado sus subrutinas de compresión de datos para traspasar gran parte de la base de datos a cubos compatibles con nuestros ordenadores portátiles. Habían traído también una gran mochila llena de herramientas, como la sierra eléctrica, que pensaron que serían útiles para completar nuestro acomodo.
Richard y Michael trabajaron incesantemente desde entonces hasta el nacimiento de Simone. Utilizando la información química adicional contenida en la base de datos, resultaba más fácil encargar a los ramanos lo que necesitábamos. Yo probé incluso a espolvorear ésteres inocuos en la comida y conseguí mejorar un tanto el sabor. Michael terminó su habitación al extremo del corredor. Quedó construida la cuna de Simon y nuestros cuartos de baño se vieron enormemente mejorados. Habida cuenta de todas las limitaciones, nuestras condiciones de vida son ahora muy aceptables. Quizá pronto... Tate. Oigo un suave llanto a mi lado. Es la hora de amamantar a mi hija.
Antes de que los últimos treinta minutos de mi cumpleaños sean ya historia, quiero volver sobre las vívidas imágenes de cumpleaños anteriores que han catalizado mi depresión esta mañana. Para mí, el cumpleaños ha sido siempre el acontecimiento más importante del año. El período de Navidad-Año Nuevo es especial, pero de una manera diferente, pues se trata de una celebración compartida por todos. Un cumpleaños se centra más directamente sobre la persona individual. Yo siempre he utilizado mis cumpleaños como ocasión para reflexionar sobre la dirección de mi vida.
Si lo intentara, podría probablemente recordar algo sobre cada uno de mis cumpleaños desde que cumplí los cinco. Algunos recuerdos son más vivos que otros. Esta mañana, muchas de las imágenes de mis celebraciones pasadas evocaban intensos sentimientos de nostalgia y añoranza. En mi estado de depresión, maldecía mi incapacidad para introducir orden y seguridad en la vida de Simone. Pero aun en lo más hondo de mi depresión, enfrentada a la inmensa incertidumbre que rodea nuestra existencia aquí, no habría querido realmente que Simone no estuviera presente para experimentar la vida conmigo. No, somos viajeras unidas por el vínculo más fuerte, el de madre e hija, compartiendo el milagro que llamamos vida.
Yo he compartido ya antes un vínculo similar, no sólo con mis padres, sino también con mi primera hija, Genevieve. Hum. Es sorprendente que todas las imágenes de mi madre destaquen con tanta nitidez en mi mente. Aunque murió hace veintisiete años, cuando yo sólo tenía diez, me dejó una prodigiosa cantidad de recuerdos maravillosos. Mi último cumpleaños con ella fue extraordinario. Fuimos los tres a París en tren. Padre llevaba su traje italiano nuevo y estaba sumamente atractivo. Madre había elegido para ponerse uno de sus resplandecientes y coloridos vestidos nativos. Con el pelo recogido en capas sobre la cabeza, parecía la princesa senoufo que había sido antes de casarse con padre.
Cenamos en un elegante restaurante de los Campos Elíseos. Luego, fuimos a un teatro en el que vimos a una compañía compuesta en su totalidad por negros, interpretar una serie de danzas indígenas de las regiones occidentales de África. Después de la función, se nos permitió pasar a los camerinos, donde madre me presentó a una de las bailarinas, una mujer alta y hermosa de negrura excepcional. Era una de las primas lejanas de mi madre de Costa de Marfil.
Escuché la conversación en el idioma tribal senoufo, recordando retazos de mi aprendizaje ante el Poro tres años antes, y volví a maravillarme de la forma en que el rostro de mi madre se tornaba siempre más expresivo cuando estaba con los suyos. Pero aunque fascinada por la velada, yo sólo tenía diez años y habría preferido una fiesta de cumpleaños normal con todas mis amigas de la escuela. Madre se dio cuenta de lo decepcionada que yo estaba mientras regresábamos en el tren a nuestra casa en el suburbio de Chilly-Mazarin. «No estés triste, Nicol —dijo—, el año que viene puedes tener una fiesta. Tu padre y yo hemos querido aprovechar esta oportunidad para recordarte de nuevo la otra mitad de tu herencia. Eres ciudadana francesa y has vivido toda tu vida en Francia, pero una parte de ti es enteramente senoufo, con raíces que se hunden profundamente en las costumbres tribales del África Occidental.»
Hace unas horas, mientras recordaba las danses ivoiriennes ejecutadas por la prima de madre y sus compañeras, me imaginé por un instante a mí misma entrando en un hermoso teatro con mi hija Simone de diez años al lado, pero la fantasía se desvaneció enseguida. No hay teatros más allá de la órbita de Júpiter. De hecho, la idea misma de un teatro probablemente nunca tendrá un significado real para mi hija. Resulta todo muy desconcertante.
Algunas de mis lágrimas de esta mañana se debían a que Simone nunca conocerá a sus abuelos, y viceversa. Serán personajes mitológicos en el curso de su vida, y sólo los conocerá por sus fotografías y sus vídeos. Nunca tendrá la alegría de oír la asombrosa voz de mi madre. Y nunca verá el dulce y tierno amor en los ojos de mi padre.
Tras la muerte de madre, mi padre tuvo buen cuidado de hacer que cada uno de mis cumpleaños resultase una ocasión muy especial. El día en que cumplí doce años, recién trasladados a la villa de Beauvois, padre y yo caminamos juntos bajo la nieve por los cuidados jardines del Château de Villandry. Aquel día me prometió que siempre estaría a mi lado cuando le necesitase. Yo le apreté con fuerza la mano mientras paseábamos a lo largo de los setos. Aquel día lloré también, confesándole (y confesándome a mí misma) lo mucho que me asustaba que también él me abandonase. Él me abrazó contra su pecho y me besó en la frente. Nunca rompió su promesa.
El año pasado, en lo que ahora parece otra vida, mi cumpleaños empezó en un tren de esquiadores junto a la frontera francesa. Yo estaba todavía despierta a medianoche, reviviendo mi encuentro con Enrique a mediodía en el chalet situado en la ladera del Weissfluhjoch. No le había dicho, cuando lo preguntó de forma indirecta, que él era el padre de Genevieve. No quería darle esa satisfacción.
Pero recuerdo haber pensado en el tren, ¿es justo que le oculte a mi hija el hecho de que su padre es el rey de Inglaterra? ¿Son tan importantes mi propia estima y mi orgullo como para justificar que le impida a mi hija saber que es una princesa? Estaba dándole vueltas en la cabeza a estas preguntas, con la mirada perdida en la noche, cuando Genevieve apareció en mi litera. «Feliz cumpleaños, madre», dijo sonriendo. Me abrazó. Casi le cuento lo de su padre. Lo habría hecho, estoy segura, de haber sabido en qué iba a parar la expedición Newton. Te echo de menos, Genevieve. Ojalá hubiera podido despedirme adecuadamente.
Los recuerdos son muy peculiares. Esta mañana, en mi depresión, el aluvión de imágenes de cumpleaños anteriores intensificaba mis sentimientos de soledad y de privación. Ahora que estoy de mejor ánimo, saboreo esos mismos recuerdos. Ya no me entristece en este momento el hecho de que Simone no podrá experimentar lo que yo he conocido. Sus cumpleaños serán completamente diferentes a los míos y únicos para su vida. Constituye mi privilegio y mi obligación el hacerlos tan memorables y amorosos como me sea posible.
3
26 de mayo de 2201
Hace cinco horas, comenzaron a producirse en el interior de Rama una serie de extraordinarios acontecimientos. Nos encontrábamos entonces juntos, tomando nuestra cena de rosbif, patatas y ensalada (en un esfuerzo por persuadirnos a nosotros mismos de que lo que comemos es delicioso, tenemos un nombre en clave para cada una de las combinaciones químicas que obtenemos de los ramanos; los nombres son derivaciones aproximadas de la clase de nutrición proporcionada; así, nuestro «rosbif» es rico en proteínas, las «patatas» son fundamentalmente hidratos de carbono, etcétera), cuando oímos un agudo y lejano silbido. Dejamos todos de comer y los hombres se cargaron de ropa de abrigo para subir al exterior. Como persistía el silbido, cogí a Simone, me abrigué bien, envolví a la niña en numerosas mantas y seguí a Michael y Richard a la gélida parte superior.
El silbido era mucho más intenso en la superficie. Estábamos bastante seguros de que procedía del sur, pero, como Rama se hallaba sumida en la oscuridad, nos inspiraba recelo la idea de alejarnos de nuestro refugio. Pero, al cabo de unos minutos, empezamos a ver manchas de luz que se reflejaban en las relucientes superficies de los rascacielos circundantes y nos fue imposible reprimir la curiosidad. Nos deslizamos cautelosamente hacia la orilla meridional de la isla, donde ningún edificio se interpondría entre los impresionantes cuernos del Cuenco Sur de Rama y nosotros.
Cuando llegamos a la orilla del mar Cilíndrico, se estaba desarrollando ya un fascinante espectáculo luminoso. Los arcos de policroma luz que iluminaban las gigantescas agujas del Cuenco Sur y revoloteaban alrededor de ellas, continuaron durante más de una hora. Hasta la pequeña Simone estaba hipnotizada por los alargados haces amarillos, azules y rojos que saltaban entre las agujas y trazaban irisados diseños en la oscuridad. Cuando, bruscamente, cesó el espectáculo, encendimos las linternas y emprendimos el regreso a nuestro refugio.
Tras caminar durante unos minutos, nuestra animada conversación se vio interrumpida por un lejano y prolongado chillido, evidentemente el sonido de una de las criaturas avícolas que el año pasado nos ayudaron a Richard y a mí a escapar de Nueva York. Nos paramos en seco y aguzamos el oído. Como no habíamos visto ni oído a ningún avícola desde nuestro regreso a Nueva York para avisar a los ramanos de la inminente llegada de los misiles nucleares, Richard y yo experimentamos una gran excitación. Richard ha acudido varias veces a su madriguera, pero nunca ha obtenido respuesta a los gritos lanzados por el gran corredor vertical. Hace un mes, Richard dijo que creía que los avícolas se habían marchado de Nueva York para siempre; el chillido de esta noche indicaba con toda claridad que por lo menos uno de nuestros amigos estaba todavía por aquí.
A los pocos segundos, antes de que tuviéramos oportunidad de considerar si uno de nosotros debía dirigirse hacia el lugar de donde procedía el silbido, oímos otro sonido, también familiar, que era demasiado fuerte como para que ninguno de nosotros se sintiera tranquilo. Por fortuna las restregantes escobillas no estaban entre nosotros y nuestro refugio. Yo rodeé con los brazos a Simone y eché a correr hacia casa; en mi precipitada carrera en la oscuridad, un par de veces estuve a punto de tropezar contra los edificios. Michael fue el último en llegar. Para entonces, yo había terminado ya de abrir la tapa y la reja. «Son varios», observó Richard, jadeante, mientras el sonido de los aracnopulpos nos rodeaba, cada vez más intenso. Dirigió el haz luminoso de su linterna hacia la larga calle que se extendía al este de nuestro refugio y vimos dos objetos grandes y oscuros que avanzaban en nuestra dirección.
Normalmente, nos acostamos dentro de las dos o tres horas siguientes a la cena, pero esta noche era una excepción. El espectáculo de luz, el chillido avícola y el encuentro con los aracnopulpos nos había excitado a todos. Hablamos y hablamos. Richard estaba convencido de que iba a suceder algo realmente importante. Nos recordó que la maniobra de impacto terrestre realizada por Rama había estado precedida de un pequeño espectáculo luminoso en el Cuenco Sur. En aquella ocasión, recordó, los cosmonautas de la Newton habían estado de acuerdo en que toda la demostración tenía el sentido de un anuncio o, posiblemente, de una especie de alerta. ¿Cuál era, se preguntaba Richard, el significado de la deslumbrante exhibición de esta noche?
Para Michael, que no había permanecido ningún período largo de tiempo en el interior de Rama antes de que ésta pasara por las proximidades de la Tierra y nunca había tenido contacto directo ni con los avícolas ni con los aracnopulpos, los acontecimientos de esta noche revestían grandes proporciones. Su fugaz atisbo de las tentaculadas criaturas acercándose a nosotros por la calle le hizo comprender el terror que Richard y yo habíamos sentido cuando, el año pasado, corríamos por aquellas extrañas agujas, huyendo de la madriguera de los aracnopulpos.
—¿Son los aracnopulpos los ramanos? —preguntó Michael esta noche—. En tal caso —continuó—, ¿por qué tenemos que huir de ellos? Su tecnología es tan extraordinariamente superior a la nuestra que pueden hacer con nosotros lo que quieran.
—Los aracnopulpos son pasajeros de este vehículo —respondió rápidamente Richard—, igual que nosotros. Y también lo son los avícolas. Los aracnos creen que quizá seamos nosotros los ramanos, pero no están seguros. Los avícolas son un enigma. Sin duda, no pueden ser una especie espacial. ¿Y cómo subieron a bordo? ¿Quizá forman parte del original ecosistema ramano?
Instintivamente, apreté a Simone contra mi cuerpo. Demasiadas preguntas. Demasiadas pocas respuestas. Un recuerdo del pobre doctor Takagishi, disecado como un enorme pez o un tigre y colocado en el museo de los aracnopulpos, atravesó mi mente y me hizo estremecer.
—Si somos pasajeros —dije suavemente—, ¿adónde vamos?
Richard suspiró.
—He estado haciendo algunos cálculos —respondió—, y los resultados no son muy alentadores. Aunque estamos viajando muy rápidamente con respecto al Sol, nuestra velocidad es pequeña si utilizamos como sistema de referencia nuestro grupo local de estrellas. Si nuestra trayectoria no cambia, saldremos del sistema solar en la dirección general de la estrella de Barnard. Llegaremos al Sistema Barnard dentro de varios miles de años.
Simone empezó a llorar. Era muy tarde y estaba muy cansada. Me disculpé y fui a la habitación de Michael para amamantarla mientras los hombres observaban todas las informaciones de los sensores que aparecían en la pantalla negra para ver si podían determinar qué estaba sucediendo. Simone chupó ansiosamente en mis pechos, incluso haciéndome daño una vez. Su agitación era en extremo insólita. De ordinario es una niña muy sosegada. «Percibes nuestro miedo, ¿verdad?», le dije. He leído que los bebés pueden percibir las emociones de los adultos que les rodean. Quizá sea cierto.
Yo seguía sin poder descansar, aun después de que Simone durmiera tranquilamente sobre su manta, en el suelo. Mis sentidos premonitorios me advertían que los acontecimientos de esta noche señalaban una transición a una nueva fase de nuestra vida a bordo de Rama. No me había alentado nada el cálculo de Richard según el cual Rama podría continuar navegando durante más de mil años por el vacío interestelar. Traté de imaginarme viviendo en nuestras actuales condiciones el resto de mi vida y mi mente se rebeló. Sería, ciertamente, una existencia aburrida para Simone. Me encontré formulando una oración, a Dios, a los ramanos o a quienquiera que tuviese poder para alterar el futuro. Mi oración era muy sencilla. Pedía que los venideros cambios enriqueciesen de alguna manera la vida futura de mi hija.
28 de mayo de 2201
De nuevo esta noche se ha oído un prolongado silbido, al que ha seguido un aparatoso espectáculo luminoso en el Cuenco Sur de Rama. Yo no he ido a verlo. Me he quedado en el refugio con Simone. Michael y Richard no se han encontrado con ninguno de los otros ocupantes de Nueva York. Richard dice que el espectáculo tuvo aproximadamente la misma duración que el primero, pero sus episodios eran considerablemente diferentes. La impresión de Michael es que el único cambio importante producido en el espectáculo se refería a los colores. En su opinión, el color dominante esta noche era el azul, mientras que hace dos días lo fue el amarillo.
Richard tiene la convicción de que los ramanos están enamorados del número tres y de que, por lo tanto, habrá otro espectáculo luminoso cuando vuelva a cerrar la noche. Como los días y las noches en Rama tienen ahora una duración aproximadamente igual de veintitrés horas —período de tiempo que Richard llama equinoccio ramano, correctamente predicho por mi brillante marido en el almanaque que nos dio a Michael y a mí hace cuatro meses—, la tercera exhibición comenzará dentro de otros dos días terrestres Todos esperamos que algo insólito ocurra poco después de esta tercera demostración. A menos que la seguridad de Simone corra peligro, yo lo presenciaré.
30 de mayo de 2201
Nuestro enorme hogar cilíndrico está experimentando ahora una rápida aceleración que comenzó hace cuatro horas. Richard se halla tan excitado que apenas si puede dominarse. Está convencido de que bajo el elevado Hemicilindro Sur hay un sistema de propulsión que funciona con arreglo a principios físicos que superan las mayores audacias imaginativas de científicos e ingenieros humanos. Observa atentamente los datos de los sensores externos en la pantalla negra, con su querido ordenador portátil en la mano, e introduce ocasionalmente magnitudes diversas sobre la base de lo que ve en el monitor. De vez en cuando, murmura para sus adentros, o dirigiéndose a nosotros, sus conclusiones sobre lo que cree que la maniobra está causando a nuestra trayectoria.
Yo me encontraba inconsciente en el fondo del pozo cuando Rama realizó la corrección de rumbo para alcanzar la órbita de impacto terrestre, así que no sé cuánto tembló el suelo durante aquella maniobra. Richard dice que aquellas vibraciones eran triviales en comparación con las que estamos experimentando ahora. El simple hecho de andar resulta difícil. El suelo salta y se estremece con una frecuencia altísima, como si estuviera funcionando un martillo pilón a sólo unos metros de distancia. Desde que comenzó la aceleración estamos sosteniendo en brazos a Simone. No podemos dejarla en el suelo ni en la cuna, porque la vibración le asusta. Yo soy la única que camina con Simone en brazos, y lo hago con excepcional cautela. Me preocupa de veras perder el equilibrio y caerme —Richard y Michael se han caído ya dos veces—, y Simone podría resultar gravemente lesionada si yo cayese en mala posición.
Nuestro exiguo mobiliario salta sin cesar por toda la estancia. Hace media hora, una de las sillas saltó disparada hacia el corredor, en dirección a la escalera. Al principio, volvíamos a colocar los muebles en su sitio cada diez minutos más o menos, pero ahora no nos preocupamos de ello, a menos que salgan al pasillo.
En conjunto, ha sido un período de tiempo increíble que comenzó con el tercero y último espectáculo luminoso en el sur. Esa noche Richard salió primero, él solo, poco antes de oscurecer. Minutos después, volvió a entrar, lleno de excitación, y agarró a Michael. Cuando regresaron los dos, Michael tenía el mismo aspecto que si hubiese visto un fantasma.
—Aracnopulpos —gritó Richard—. Docenas de ellos están agrupados a lo largo de la costa, a dos kilómetros al este.
—Bueno, en realidad no sabes cuántos hay —observó Michael—. Sólo los hemos visto durante diez segundos como mucho antes de que se apagaran las luces.
—Yo los he estado mirando antes, cuando estaba solo —continuó Richard—. Los pude ver con toda claridad con los prismáticos. Al principio eran solamente un puñado, pero de pronto empezaron a llegar en manadas. Estaba empezando a contarlos, cuando se organizaron en una especie de formación. Al frente de ella parecía hallarse un gigantesco aracno de cabeza a franjas rojas y azules.
—Yo no he visto al gigante rojo y azul, ni tampoco ninguna «formación» —añadió Michael, mientras yo les miraba con incredulidad a los dos—. Pero, desde luego, he visto muchas de las criaturas de cabeza negra y tentáculos negros y dorados. En mi opinión, estaban mirando hacia el sur, esperando que empezase el espectáculo luminoso.
—Hemos visto también a los avícolas —me dijo Richard. Se volvió hacia Michael—. ¿Cuántos dirías tú que volaban en aquella bandada?
—Veinticinco, quizá treinta —respondió Michael.
—Se elevaron a gran altura en el aire sobre Nueva York, chillando mientras ascendían, y luego volaron en dirección norte, por encima del mar Cilíndrico —Richard hizo una breve pausa—. Es probable que esos estúpidos pájaros hayan pasado por esto antes. Yo creo que saben qué va a suceder.
Empecé a envolver a Simone en sus mantas.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó Richard.
Expliqué que no quería perderme el espectáculo luminoso final. Le recordé también a Richard que me había jurado que los aracnopulpos solamente se aventuraban a salir de noche.
—Ésta es una ocasión especial —respondió confiadamente, justo en el momento en que comenzaba a sonar el silbido.
La función de esta noche me ha parecido más espectacular. Quizá se deba a la expectación con que la aguardaba. El rojo era decididamente el color de la noche. En un momento dado, un ígneo arco rojo se inscribió en un vasto y continuo hexágono que unía las puntas de los seis cuernos menores. Pero a pesar de su espectacularidad, las luces de Rama no fueron el momento estelar de la velada. Al cabo de unos treinta minutos de espectáculo, Michael gritó de pronto: «¡Mirad!», y señaló hacia la costa, en la dirección en que él y Richard habían visto antes a los aracnopulpos.
Varias bolas de fuego se habían encendido simultáneamente en el firmamento sobre el helado mar Cilíndrico. Las llamas ardían a unos cincuenta metros de altura e iluminaban una extensión de, aproximadamente, un kilómetro cuadrado en el hielo que se extendía bajo ellas. Durante el minuto aproximado en que pudimos ver con cierto detalle, una gran masa negra fue moviéndose sobre el hielo en dirección sur. Richard me pasó los prismáticos cuando comenzó a decrecer la intensidad de la luz. Pude distinguir algunas criaturas individuales en la masa. Un número sorprendentemente grande de los aracnopulpos tenía diseños coloreados en la cabeza, pero la mayoría eran de una tonalidad gris carbón, como el que nos había perseguido en el refugio. Tanto los tentáculos negros y dorados como las formas de sus cuerpos confirmaban que aquellas criaturas pertenecían a la misma especie que la que habíamos visto trepar por la verja el año pasado. Y Richard tenía razón. Había docenas de ellas.
Cuando la maniobra comenzó, regresamos rápidamente a nuestro refugio. Era peligroso permanecer fuera, en Rama, durante las vibraciones extremas. Ocasionalmente, se desprendían de los rascacielos circundantes pequeños fragmentos que se estrellaban contra el suelo. Simone rompió a llorar en cuanto comenzó el temblor.
Tras un difícil descenso a nuestro refugio, Richard empezó a comprobar los sensores externos, mirando principalmente las posiciones de las estrellas y los planetas (Saturno es ciertamente identificable en algunos de los estados ramanos) y realizando cálculos sobre la base de los datos obtenidos en su observación. Michael y yo nos turnábamos para sostener a Simone —finalmente nos sentamos en el rincón de la habitación, donde la unión de las dos paredes nos proporcionaba una cierta sensación de estabilidad— y charlamos sobre las incidencias del día.
Casi una hora después, Richard anunció los resultados de su preliminar determinación de órbita. Dio primeramente los elementos orbitales, con respecto al Sol, de nuestra trayectoria hiperbólica antes de que comenzara la maniobra. Luego, presentó dramáticamente los nuevos elementos osculadores (como él los llamó) de nuestra trayectoria instantánea. En algún recoveco de la mente debo de tener almacenada la información que define el término elemento osculador, pero, afortunadamente, no necesitaba buscarla. Por el contexto general, podía entender que Richard estaba utilizando una forma taquigráfica de decirnos cuánto había cambiado nuestra hipérbole durante las tres primeras horas de la maniobra. No obstante, se me escapan las implicaciones de un cambio en la excentricidad hiperbólica.
Michael recordaba mejor su mecánica celeste.
—¿Estás seguro? —preguntó, casi de inmediato.
—Los resultados cuantitativos tienen amplios márgenes de error —respondió Richard—. Pero no puede haber la menor duda sobre la naturaleza cualitativa del cambio de trayectoria.
—Entonces, ¿está aumentando nuestra velocidad de salida del sistema solar? —preguntó Michael.
—En efecto —asintió Richard—. Nuestra aceleración está yendo virtualmente en su totalidad en la dirección que aumenta nuestra velocidad con respecto al Sol. La maniobra ha añadido ya muchos kilómetros por segundo a nuestra velocidad con relación al Sol.
Michael lanzó un silbido.
—Es asombroso —exclamó.
Yo entendía lo esencial de lo que Richard estaba diciendo. Si conservábamos alguna esperanza de estar realizando un viaje que nos devolvería mágicamente a la Tierra, tales esperanzas estaban ahora saltando en pedazos. Rama iba a abandonar el sistema solar mucho más rápidamente de lo que ninguno de nosotros había esperado. Mientras Richard manifestaba su entusiasmo por la clase de sistema de propulsión capaz de comunicar semejante cambio de velocidad a esta «mastodóntica nave espacial», yo amamantaba a Simone y reflexionaba acerca de su futuro. De modo que estamos definitivamente abandonando el sistema solar, pensé, y yendo a algún otro lugar. ¿Veré yo alguna vez otro mundo? ¿Lo verá Simone? ¿Es posible, hija mía, que Rama sea tu único mundo durante toda tu vida?
El suelo continúa vibrando intensamente, pero eso me consuela. Richard dice que nuestra velocidad de escape sigue aumentando con rapidez. Excelente. Siempre que vayamos a algún sitio nuevo, quiero ir allá lo más velozmente posible.
4
5 de junio de 2201
Ayer desperté en medio de la noche al oír el sonido de un persistente golpeteo que llegaba por el corredor vertical de nuestro refugio. Aunque el nivel de ruido del constante temblor es considerable, Richard y yo podíamos oír el golpeteo sin ninguna dificultad. Nos cercioramos de que Simone dormía tranquilamente en la nueva cuna que Richard había construido para reducir al mínimo la vibración y echamos a andar cautelosamente por el corredor vertical.
El golpeteo se iba tornando más intenso a medida que subíamos las escaleras en dirección a la reja que nos protege de visitantes indeseados. En un rellano, Richard se inclinó hacia mí y me susurró que debía de ser «Macduff llamando a la puerta» y que no tardaría en descubrirse nuestra «mala acción». Yo estaba demasiado tensa como para reírme. Cuando aún nos hallábamos a varios metros de distancia bajo la reja, vimos una gran sombra móvil proyectada frente a nosotros en la pared. Nos detuvimos para estudiarla. Richard y yo nos dimos cuenta al instante de que la cubierta exterior de nuestro refugio estaba abierta —arriba, en Rama, era de día entonces— y de que la criatura ramana, o biot, responsable del golpeteo estaba creando la extraña sombra en la pared.
Instintivamente, agarré de la mano a Richard.
—¿Qué diablos es? —pregunté.
—Debe de ser algo nuevo —respondió suavemente Richard.
Le dije que la sombra semejaba una anticuada bomba extractora subiendo y bajando en medio de un yacimiento petrolífero.
Sonrió nerviosamente y asintió.
Tras esperar lo que debieron de ser cinco minutos sin ver ni oír ningún cambio en el rítmico golpeteo del visitante, Richard me dijo que iba a subir hasta la reja, donde podría ver algo más concreto que una sombra. Naturalmente, eso significaba que aquello que estaba golpeando en nuestra puerta podría verle también a él, suponiendo que tuviera ojos o un equivalente aproximado. Por alguna razón, me acordé en ese momento del doctor Takagishi, y me invadió una oleada de miedo. Le di un beso a Richard y le dije que no corriera riesgos.
Cuando llegó al rellano final, justo encima de donde yo permanecía esperando, su cuerpo interceptó parcialmente la luz y tapó a la móvil sombra. El golpeteo cesó bruscamente.
—Es un biot, en efecto —gritó Richard—. Parece un mantis con una mano adicional en medio de la cara.
Se le dilataron de pronto los ojos.
—Y ahora está abriendo la verja —añadió, al tiempo que se apresuraba a saltar del rellano.
Un segundo después estaba a mi lado. Me cogió de la mano y bajamos corriendo juntos varios tramos de escaleras. No nos detuvimos hasta llegar al nivel de nuestro alojamiento, varios rellanos más abajo.
Podíamos oír ruido de movimientos encima de nosotros.
—Había otro mantis y por lo menos un biot bulldozer detrás del primer mantis —dijo Richard, jadeando—. En cuanto me vieron empezaron a retirar la verja... Al parecer, estaban dando los golpes sólo para avisarnos de su presencia.
—¿Qué quieren? —pregunté retóricamente. El ruido continuaba aumentando encima de nosotros—. Parece un ejército —observé.
Al cabo de unos segundos, les oímos descender por la escalera.
—Debemos estar preparados para largarnos —exclamó frenéticamente Richard—. Tú coge a Simone, y yo despertaré a Michael.
Descendimos rápidamente por el corredor en dirección a la zona que habitábamos. El ruido había despertado a Michael, y Simone estaba inquieta también. Nos acurrucamos en nuestra habitación principal, sentados en el vibrante suelo frente a la negra pantalla, y aguardamos la llegada de los invasores foráneos. Richard había preparado una petición por teclado para los ramanos que, con la acción de dos mandos adicionales, haría elevarse la pantalla del mismo modo que cuando nuestros invisibles benefactores se disponían a suministrarnos algún nuevo producto.
—Si nos atacan —dijo Richard—, nos aventuraremos en los túneles que se extienden detrás de la pantalla.
Transcurrió media hora. Por el ruido que llegaba de la escalera nos dábamos cuenta de que los intrusos se encontraban ya al nivel de nuestro refugio, pero ninguno de ellos había entrado aún en el pasillo que daba a nuestra residencia. Al cabo de otros quince minutos, la curiosidad venció a mi marido.
—Voy a examinar la situación —dijo Richard, dejando a Michael conmigo y con Simone.
Regresó antes de cinco minutos.
—Hay quince, quizá veinte —nos dijo, con el ceño fruncido y expresión desconcertada—. Tres mantis en total, más dos tipos diferentes de biots bulldozer. Parecen estar construyendo algo en el otro lado del refugio.
Simone había vuelto a dormirse. La puse en la cuna y, luego, seguí a los dos hombres en dirección al ruido. Al llegar al área circular desde la que suben las escaleras hacia la abertura que da a Nueva York, encontramos un torbellino de actividad. Era imposible seguir todo el trabajo que se realizaba en el lado opuesto de la estancia. Los mantis parecían supervisar a los biots bulldozer, que ensanchaban un corredor horizontal al otro lado de la circular sala.
—¿Tiene alguien idea de lo que están haciendo? —preguntó Michael en un susurro.
—Ni la más mínima —respondió Richard.
Han pasado ya casi veinticuatro horas, y todavía no está claro qué es exactamente lo que están construyendo los biots. Richard cree que la ampliación del corredor tiene por objeto acomodar alguna clase de nueva instalación. También ha sugerido que, casi con toda seguridad, toda esta actividad tiene algo que ver con nosotros, ya que, al fin y al cabo, se está produciendo en nuestro refugio.
Los biots trabajan sin pararse a descansar, comer ni dormir. Parecen estar siguiendo algún plan o procedimiento que les ha sido completamente comunicado, pues ninguno de ellos consulta nada. Su incansable actividad constituye un espectáculo impresionante. Por su parte, los biots no han dado ni una sola vez muestras de haber reparado en nuestra presencia.
Hace una hora, Richard, Michael y yo hemos hablado brevemente sobre la frustración que experimentamos al no saber qué es lo que está sucediendo a nuestro alrededor.
En un momento dado, Richard sonrió.
—En realidad, no es dramáticamente diferente de la situación en la Tierra —dijo vagamente.
Cuando Michael y yo le instamos a que explicara qué quería decir, Richard hizo un amplio gesto con la mano.
—Incluso allí —respondió, con aire abstraído— nuestro conocimiento es notablemente limitado. La búsqueda de la verdad es siempre una experiencia frustrante.
8 de junio de 2201
Me resulta inconcebible que los biots hayan podido terminar tan rápidamente la instalación. Hace dos horas, el último de ellos, el mantis capataz que a primera hora de la tarde nos había hecho seña (utilizando la «mano» que tiene en medio de la «cara») de que inspeccionáramos la nueva habitación, subió finalmente por la escalera y desapareció. Richard dice que se había quedado en nuestro refugio hasta cerciorarse de que entendíamos todo.
El único objeto que hay en la nueva habitación es un estrecho tanque rectangular que, evidentemente, ha sido diseñado para nosotros. Sus costados son de metal brillante y tiene unos tres metros de altura. En cada uno de sus dos extremos hay una escalera de mano que va desde el suelo hasta el borde del tanque. Un sólido pasadizo discurre a lo largo del perímetro exterior del tanque, a pocos centímetros por debajo del borde.
Dentro de la estructura rectangular hay cuatro hamacas de red sujetas a las paredes. Cada una de estas fascinantes creaciones ha sido realizada individualmente para un miembro concreto de nuestra familia. Las hamacas para Michael y Richard están cada una en un extremo del tanque; Simone y yo tenemos nuestros lechos de red en el centro, estando su diminuta hamaca al lado de la mía.
Por supuesto, Richard ha examinado ya detalladamente toda la disposición. Como hay una tapa para el tanque y las hamacas están colocadas en la cavidad, a una distancia de entre medio metro y uno de la parte superior, ha llegado a la conclusión de que el tanque se cierra y, luego, se llena probablemente de algún fluido. Pero ¿por qué lo han construido? ¿Nos van a someter a alguna serie de experimentos? Richard está seguro de que nos van a hacer algunas pruebas, pero Michael dice que el utilizarnos como conejillos de Indias es «incompatible con la personalidad ramana» que hemos observado hasta el momento. No pude por menos de echarme a reír ante su comentario. Michael ha ampliado su incurable optimismo religioso hasta incluir también en él a los ramanos. Él siempre da por supuesto, como el doctor Pangloss de Voltaire, que vivimos en el mejor de todos los mundos posibles.
El mantis capataz se mantuvo en las proximidades, generalmente observando desde el pasadizo superior del tanque, hasta que cada uno de nosotros nos hubimos tendido en nuestra hamaca. Richard hizo notar que, aunque las hamacas se hallaban situadas a alturas distintas a lo largo de las paredes, todos nos «hundiremos» a la misma profundidad, aproximadamente, cuando ocupemos los lechos de red. Esta redecilla es ligeramente elástica y recuerda al material tipo celosía que ya antes hemos encontrado en Rama. Mientras «probaba» mi hamaca esta tarde, su elasticidad me recordaba el miedo y el júbilo que a un tiempo experimenté durante mi fantástica travesía, envuelta en el reticulado arnés, sobre el mar Cilíndrico. Cuando cerraba los ojos, me resultaba fácil imaginarme de nuevo sobre el agua, suspendida bajo los tres gigantescos avícolas que me transportaban a la libertad.
A lo largo de la pared del refugio, detrás del tanque según se mira desde la zona que habitamos, hay una serie de gruesas tuberías conectadas directamente con el tanque. Sospechamos que tienen por objeto transportar alguna clase de fluido que llene el volumen del tanque. Supongo que no tardaremos en averiguarlo.
Y ¿qué hacemos ahora? Los tres estamos de acuerdo en que debemos limitarnos a esperar. Sin duda, pasaremos algún tiempo en el interior de este tanque. Pero hemos de suponer que nos dirán cuándo llegue el momento adecuado.
10 de junio de 2201
Richard tenía razón. Estaba seguro de que el intermitente silbido de baja frecuencia que se oyó ayer a primera hora anunciaba otra transición de fase de la misión. Incluso sugirió que quizá debiéramos dirigirnos al nuevo tanque y estar preparados para tomar posiciones en nuestras hamacas individuales. Michael y yo discutimos con él, insistiendo en que no había información suficiente para llegar a semejante conclusión.
Hubiéramos debido seguir el consejo de Richard. Hicimos caso omiso del silbido y continuamos con nuestra rutina normal (si puede utilizarse ese término para calificar nuestra existencia en el interior de esta nave espacial de origen extraterrestre). Unas tres horas después, el mantis capataz apareció de pronto en la puerta de nuestra habitación principal y me dio un susto de muerte. Señaló hacia el corredor con sus peculiares dedos e indicó claramente que debíamos movernos con rapidez.
Simone estaba todavía dormida, y no le hizo ninguna gracia que la despertase. También estaba hambrienta, pero el biot mantis me impidió que me entretuviera en alimentarla. Así pues, lloraba espasmódicamente mientras cruzábamos nuestro refugio en dirección al tanque.
Un segundo mantis estaba esperando en el pasadizo que circunda el borde del tanque. Sostenía nuestros cascos transparentes en sus extrañas manos. Debía de ser el inspector, pues este segundo mantis no nos permitió descender a nuestras hamacas hasta haberse cerciorado de que los cascos quedaban adecuadamente colocados sobre nuestras cabezas. El material plástico o de cristal que forma la parte delantera del casco es en verdad extraordinario; podemos ver perfectamente a través de él. La parte inferior de los cascos es también notable. Está hecha de un material viscoso, semejante al caucho, que se adhiere firmemente a la piel y crea un cierre impermeable.
Llevábamos sólo treinta segundos tendidos en nuestras hamacas cuando una poderosa presión nos oprimió contra los elementos reticulares con tal fuerza que nos hundimos hasta la mitad de la profundidad del vacío tanque. Un instante después, diminutas hebras (parecían brotar del material de la hamaca) se enroscaron en torno a nuestros cuerpos, dejándonos libres solamente los brazos y el cuello. Volví la vista hacia Simone para ver si lloraba; tenía una amplia sonrisa en la cara.
El tanque había comenzado ya a llenarse de un líquido color verde claro. En menos de un minuto quedamos envueltos por él. Su densidad era muy parecida a la nuestra, pues permanecimos semiflotando en la superficie hasta que la parte superior del tanque se cerró y el líquido llenó completamente el volumen. Aunque consideraba improbable que corriéramos realmente ningún peligro, me asusté cuando la tapa se cerró sobre nuestras cabezas.
Todos sufrimos un poco de claustrofobia.
La fuerte aceleración continuó durante todo este tiempo. Por fortuna, la oscuridad no era absoluta en el interior del tanque. Había diminutas luces esparcidas por su tapa. Veía a Simone a mi lado, bamboleándose su cuerpo como una boya, e incluso podía divisar a Richard a lo lejos.
Permanecimos en el interior del tanque poco más de dos horas. Richard se hallaba tremendamente excitado cuando terminamos. Nos dijo a Michael y a mí que estaba seguro de que acabábamos de finalizar una «prueba» para ver de qué modo podíamos resistir fuerzas «excesivas».
—No se conforman con las insignificantes aceleraciones que hemos estado experimentando hasta ahora —nos informó exuberantemente—. Los ramanos quieren aumentar realmente la velocidad. Para conseguirlo, la nave espacial debe ser sometida prolongadamente a una elevada aceleración. Este tanque ha sido diseñado para proporcionarnos una amortiguación que permita a nuestra estructura biológica acomodarse al insólito entorno.
Richard se pasó todo el día haciendo cálculos y hace unas horas que nos ha mostrado su reconstrucción preliminar del «incidente acelerador» de ayer.
—¡Mirad esto! —gritó, casi sin poder dominarse—. Hemos realizado un cambio de velocidad equivalente de setenta kilómetros por segundo durante ese breve período de dos horas. ¡Es algo absolutamente monstruoso para una nave espacial de las dimensiones de Rama! Hemos estado acelerando todo el tiempo a razón de casi diez G. —Nos dirigió una sonrisa—. Esta nave es de una adaptabilidad extraordinaria.
Cuando finalizamos la prueba en el tanque, inserté a todos, incluidas Simone y yo, un nuevo juego de sondas biométricas. No he encontrado ninguna reacción insólita, por lo menos nada que suscite alarma, pero confieso que todavía me preocupa un poco la forma en que nuestros cuerpos reaccionarán a la tensión. Hace unos momentos, Richard me regañaba afablemente.
—Sin duda, los ramanos están observando también —dijo, indicando que consideraba innecesaria la biometría—. Apuesto a que ellos están tomando sus propios datos por medio de esas hebras.
5
19 de junio de 2201
Mi vocabulario es inadecuado para describir mis experiencias de los últimos días. La palabra «asombroso», por ejemplo, no consigue expresar el verdadero sentido de lo extraordinarias que han sido estas largas horas en el tanque. Las dos únicas experiencias remotamente similares que he tenido en mi vida fueron inducidas ambas por la ingestión de sustancias químicas catalíticas, primero durante la ceremonia poro en Costa de Marfil cuando tenía siete años y después, más recientemente, después de beber el frasco de Omeh mientras me encontraba en el fondo del pozo en Rama. Pero esos viajes, visiones o lo que fuesen tuvieron el carácter de incidentes aislados y de duración relativamente breve. Mis recientes episodios en el tanque han durado horas.
Antes de entregarme de lleno a la descripción del mundo interior de mi mente, debo resumir primero los acontecimientos «reales» de la semana pasada, a fin de poder situar en su contexto los episodios alucinatorios. Nuestra vida cotidiana ha adoptado ahora una pauta periódica. La nave espacial continúa maniobrando, pero de dos modos distintos: «regular», cuando el suelo vibra y todo se mueve, pero se puede desarrollar una vida casi normal, y «superimpulso», cuando Rama acelera a un ritmo feroz. El propósito es, evidentemente, que durmamos durante las fases de superimpulso. Las diminutas luces que brillan sobre nuestras cabezas en el tanque cerrado se apagan después de los veinte primeros minutos de cada fase y permanecemos allí tendidos, en total oscuridad, hasta cinco minutos antes del final del período de ocho horas.
Todo este rápido cambio de velocidad está acelerando, según Richard, nuestro escape respecto del Sol. Si la maniobra actual mantiene su magnitud y su dirección, y continúa durante un mes, estaremos viajando a la mitad de la velocidad de la luz con respecto a nuestro sistema solar.
—¿Adónde vamos? —preguntó ayer Michael.
—Todavía es demasiado pronto para decirlo —respondió Richard—. Todo lo que sabemos es que nos estamos desplazando a una velocidad fantástica.
La temperatura y la densidad del líquido existente en el interior del tanque han ido siendo cuidadosamente reguladas en cada período hasta que a