Siempre llega la noche

Alfonso S. Palomares

Fragmento

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Si de verdad tienen curiosidad por lo que voy a contarles en las páginas de este libro, lo primero que querrán saber son las razones que me llevaron a titularlo: Siempre llega la noche. Y me adelanto a decirles que no tengo ningún argumento convincente para haber elegido ese nombre, ni siquiera lo considero el más acertado en la amplia baraja de los títulos posibles, pero ya me he acostumbrado a él e incluso me parece bueno. Buscar título para un libro de recuerdos periodísticos, pero que tampoco es exactamente un libro de recuerdos periodísticos, no es tarea fácil, nunca es fácil ponerle título a un libro porque pretendemos lo imposible, tratamos de que sea un resumen de lo que contamos y que ejerza una atracción fatal sobre el hipotético comprador al verlo en las mesas de novedades de las librerías. Es más difícil conseguir eso que hacer cordeles con arena. Siempre llega la noche se presta a las más diversas interpretaciones: puede ser una metáfora de lo fugaz que resultan los esplendores entusiastas en los amaneceres de los paisajes revolucionarios, pero también puede esconder los avatares de una película romántica de los años setenta protagonizada por Gregory Peck, Sofia Loren o actores de ese fuste. La verdad es que, Siempre llega la noche, me sonaba a título de película o a serie americana, tipo Sexo en Nueva York o algo así; y a novela de géneros diversos, incluso de novela negra. Me vino a la cabeza cuando estaba describiendo el golpe de Estado del coronel Bumedián contra el presidente Ben Bella, un mes y medio después de que yo hubiera mantenido una larga conversación con el fascinante líder argelino. Ocurrió en la oscuridad de la noche. Aquí cuento la manera pintoresca de cómo había conocido a Ben Bella y cómo le había visto en sus días de gloria, era el ídolo y el héroe de la independencia de Argelia y de la revolución que estaba en marcha. A principios de los años sesenta, Ben Bella ocupaba, junto a Fidel Castro, Tito, Pandit Nehru, Nasser y Sukarno, el reparto estelar en el escenario de los Países No Alineados que ofrecían un futuro diferente al férreo mundo bipolar que se balanceaba entre Washington y Moscú. A aquel movimiento prometedor vimos cómo muy pronto le llegó la noche. Después de lo que acabo de escribir comprenderán que el título de mi libro no responde precisamente a un desenfrenado optimismo histórico. En el fondo, la visión del mundo del que he sido testigo y aquí cuento se parece bastante a la que García Márquez tiene de Macondo en Cien años de soledad. A través de la prosa tropical de García Márquez vemos el radiante crecimiento de Macondo y cómo le llegó la noche convertido en un pavoroso remolino de polvo oscuro.

Antes hablé de que se trataba de un libro de recuerdos periodísticos, pero que no era exactamente un libro de recuerdos periodísticos. A primera vista es una contradicción y por eso trataré de explicar lo que quiero decir y lo que pretendí hacer. Recurriré por ello a la analogía de situaciones. Cuando acudimos al teatro, desde nuestros asientos presenciamos el producto final y armónico de la obra, pero esa perfección es el resultado del engranaje de una serie de trabajos y ensayos llevados a cabo antes. La obra que se está representando, vista desde la parte de atrás del escenario donde los actores se mezclan con los tramoyistas y los iluminadores, y el director da órdenes nerviosas, es totalmente diferente a la que están presenciando los espectadores. En bastantes de los capítulos de este libro, no se cuenta el resultado final tal como aparecieron en los medios de comunicación los acontecimientos, sino que pongo el acento sobre lo que no se leyó en los medios, y cuento lo que sucedió en los camerinos situados en la parte de atrás de los escenarios. A lo largo de más de cuarenta años de profesión, en el periodismo hice casi de todo, menos dinero. A veces comprendí la historia con retraso, como cuando Ahmed Ben Bella me reveló, después de haber pasado catorce años en la cárcel, que durante su presidencia había mantenido unas magníficas relaciones con el régimen de Franco porque se lo habían pedido Fidel Castro y el Ché Guevara. A Fidel Castro lo vi en el reino de su gloria a mediados de los sesenta y también después, cuando la revolución había perdido la frescura de la seducción a primera vista y la reiteración ideológica trataba de edulcorar los evidentes fracasos económicos. En la transición española, mi lucha como director de las revistas Ciudadano y Posible no era cómo conseguir buenas exclusivas, sino encontrar la manera de publicarlas sin que la censura de la Administración franquista, ni los jueces de Orden Público las degollaran ordenando su secuestro, lo que suponía retirarlas de la circulación. El miedo a la censura hacía que la censura comenzara en las redacciones. A veces la censura era imprevisible, como sucedió cuando secuestraron un número de Posible por un artículo sobre las identidades de Cataluña escrito por el catedrático Manuel Jiménez de Parga. ¡Qué cosas!

Como presidente de la Agencia Efe, con la democracia asentada, los desafíos fueron muy diferentes. Yo no hacía información, tenía que facilitar de cien maneras que los más de dos mil periodistas que trabajaban para Efe la hicieran en las más diversas partes de mundo, desde Pekín a Panamá. No es gratuito que cite Panamá, en donde seguí las tenebrosas maniobras de la dictadura de Noriega manteniendo largas conversaciones con él, y asistí a maniobras de la invasión americana que determinó su caída. Es una historia interesante con varios personajes en escena, entre ellos el Nuncio de Su Santidad, por eso no puedo resumirlo de forma telegráfica y tendrán que leerlo si quieren conocer los turbios detalles de lo que sucedió. Tampoco cité gratuitamente Pekín. En una de aquellas noches soñadoras de futuro, cuando los estudiantes gritaban a favor de la libertad y la democracia en la plaza de Tiananmen, yo cenaba en un restaurante cercano con el poderoso presidente de la agencia Xinhua. Cuando le pregunté por los disturbios que se estaban produciendo, me respondió que se disolverían como azucarillos en el té. Supongo que en su imaginario la palabra «té» significaba ‘tanque’, pues fueron los tanques del ejército los que provocaron la matanza de Tiananmen y disolvieron en sangre las ilusiones esperanzadas. Durante mis años de Efe he evitado contar el día a día, sería demasiado monótono, y he escogido los episodios que tienen una historia interesante o curiosa dentro. Todos los capítulos sobre esa época podían servir de ejemplo de lo que digo y por eso señalo dos: Cada año, la Agencia Efe y la Secretaría de Estado para la Cooperación Internacional conceden los premios Rey de España de Periodismo, que entregan, en un solemne acto protocolario, los Reyes en el palacio de la Zarzuela. Nunca habíamos tenido sobresaltos, pero el año que se concedió el primer premio a la brasileña Beatriz Magno por su trabajo sobre las adopciones fraudulentas de niños en Brasil y el posible tráfico de órganos, el embajador americano Richard Gardner llegó a pedir a don Juan Carlos que se pusiera enfermo y no entregara el premio. Fue una historia muy truculenta en la que, aparte del embajador estadounidense, intervinieron la Secretaría de Estado norteame

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