Dulce promesa (Dulce Londres 3)

Eva Benavídez

Fragmento

dulce_promesa-2

PRÓLOGO

El amor es para muchos, pero le pertenece solo a unos pocos.

Prefacio del libro Reglas para no enamorarse

Londres, Inglaterra

Julio de 1815

Los latidos de su corazón acelerado le golpeaban con violencia el pecho. Todo el cuerpo le temblaba y el vello se le había erizado.

En unos minutos, vendrían a buscarla y tendría que enfrentar una aterradora experiencia. Cerró los ojos con fuerza unos segundos y trató de recuperar el aire que parecía haber abandonado sus pulmones.

La puerta del pequeño cuarto en el que se encontraba se abrió y por ella, apareció un enorme hombre vestido completamente de negro. Emily se armó de valor, caminó tras el tosco guardia y lo siguió a través de un desierto pasillo.

Cuando llegaron a una pequeña y algo descuidada escalera, el gigante, que tenía el rostro marcado por diversas cicatrices, le hizo señas para que subiese. Al hacerlo, ella pudo oír el tumulto al otro lado de la cortina roja que permanecía cerrada. Sabía de memoria la rutina que debería seguir, ya que la había ensayado decenas de veces en la semana. No obstante, no hacía la situación menos atemorizante.

Las voces y las risas se escuchaban cada vez más altas, lo que le hacía saber que la concurrencia era mucha. Un sudor frío le cubrió la frente y la nuca; el miedo le estaba jugando una mala pasada. Suspiró y volvió a recordarse que todo estaba bajo control. Jeremy y ella tenían un plan. Él estaba dentro del salón y la protegería si la situación llegaba a desbordarse.

El presentador comenzó a hablar y Emily tomó la posición que le habían indicado. De espaldas al público, cerró los ojos y llevó su mente e imaginación a un lugar lejano y mágico.

—¡Bienvenidos a Place Club! En esta fantástica noche, nos acompaña una nueva delicia, prepárense para disfrutar de… ¡la Dama Negra! —anunció el presentador, y los aullidos masculinos resonaron mientras la cortina se abría.

La música exótica y sensual que tocaban los músicos ocultos al otro lado del salón comenzó a sonar. Emily permanecía sobre sus rodillas, con el pecho contra sus muslos y los brazos extendidos hacia adelante.

Toda la audiencia se quedó en completo silencio mientras ella se dejaba envolver por la erótica melodía. Con mucha lentitud, levantó la cabeza y sintió cómo su largo pelo caía y se derramaba sobre su espalda, rozando sus caderas. Arqueó el cuello, levantó los brazos en el aire y, doblándose sensualmente hacia atrás, se sentó sobre sus pantorrillas hasta apoyarse contra el suelo. Sus pechos, ceñidos por un corsé negro, se levantaron con el movimiento. Luego, apoyando las manos en el suelo alfombrado, se impulsó hasta sentarse, tiró la cabeza hacia atrás y abrió lentamente las piernas.

Cuando la música cambió, acelerándose, Emily se puso en pie con felina gracia y giró lentamente para quedar de cara al salón. Caminó hacia el frente del escenario con femenina cadencia, poniendo un pie vestido por un zapato de taco negro adelante y después el otro. Luego pasó un dedo suavemente por su tobillo en un movimiento ascendente, abrió la mano, acarició su pierna cubierta por medias negras traslúcidas, tocando la liga y el pantaloncillo de seda y encaje negro que completaban su atuendo, hasta depositarla en su cadera.

Entonces levantó la otra mano y lanzó un beso a los espectadores. La muchedumbre gritó de satisfacción y el sonido fue ensordecedor.

Todavía temblando, Emily abrió los ojos y agradeció que el salón estuviese apenas iluminado. Y que su rostro estuviera tapado por un antifaz negro, manteniendo ocultos sus rasgos. Solo sus labios gruesos y sus ojos verdes podían distinguirse tras la máscara que la convertía en otra persona.

—Esa fue la excitante presentación de la Dama Negra, ¡que comiencen las apuestas! —pregonó el presentador.

Y las apuestas llegaron en tropel.

—¡Ciento cincuenta libras! —gritó un hombre ubicado muy cerca de la plataforma.

—¡Trescientas libras por ese encanto! —dijo, a su vez, otra voz algo pastosa.

—¡Quinientas libras por esa preciosidad! —intervino una tercera persona.

—¡Dos mil libras por ella! —se oyó en medio del salón.

La concurrencia silbó por la suba y el presentador comenzó a hacer la cuenta hacia atrás. Emily permanecía de pie en el escenario iluminado, mirando hacia el frente, imperturbable. Pero por dentro sentía la bilis subir por su garganta, en cualquier momento se desmoronaría.

—¡Cedida al caballero de camisa blanca! —seguía diciendo el encargado, cuando una voz profunda, ronca y electrizante se elevó desde el fondo del club.

—¡Cinco mil libras esterlinas por una noche completa! —lo interrumpió, y el silencio se adueñó del lugar, acompañado solo por los jadeos sorprendidos.

Emily se tensó de inmediato y todo a su alrededor se tambaleó. Su corazón se detuvo porque había reconocido esa voz.

Y si guardaba alguna esperanza de que pudiese estar equivocada, la perdió con rapidez, pues inmediatamente la oferta fue aceptada, una fuerte mano tomó la suya y, de un tirón, la bajó de la plataforma. En un parpadeo, su cuerpo impactó contra un pecho duro y masculino vestido completamente de negro, dejándola sin aliento, paralizada y conmocionada. Incapaz de creer que estuviese siendo sostenida por él, aturdida, levantó la vista y allí estaba.

El hombre del que venía huyendo y la última persona a la que quería ver en aquel momento. Ese hombre que tanto detestaba y que la miraba con esos penetrantes ojos violetas.

Ojos que siempre la habían visto con desdén y odio.

Sin embargo, en ese instante la observaban oscurecidos con voraz hambre y deseo.

Tenía frente a sí a… Sebastien Albrigth, conde de Gauss.

dulce_promesa-3

CAPÍTULO 1

N° 1: Nunca dejes que un impulso nuble tu razón.

Capítulo uno del libro Reglas para no enamorarse

El bullicio del lugar lo recibió ni bien traspasó las puertas. Solo al verlo entrar, una de las mujeres escasamente vestidas se acercó a él y lo guio a una mesa. Una vez sentado y con la bebida en mano, se dedicó a examinar el sitio. Aquel club era uno de lo más selectos de Londres, ubicado en la periferia entre la zona más adinerada y el East End, el sector marginal londinense.

La clientela que accedía a Place Club, debía cumplir requisitos específicos. Guardar discreción absoluta y tener un alto nivel adquisitivo. Las apuestas que allí se daban no eran para cualquiera, pues la mercancía que ofrecían era lo más exclusivo del mercado.

El animador anunció que esa noche se exhibirían nuevas mujeres, y la clientela gritó de regocijo. En otro momento, a él le podría haber interesado aquella información, pero no en ese preciso instante. No estaba allí para sucumbir a sus deseos más bajos, como sí lo había hecho en numerosas ocasiones.

«No». En aquel instante, estaba frustrado y moles

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos