Quédate en mi vida

Maria Ferrer Payeras

Fragmento

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CAPÍTULO 1

Lucía bajó del avión y se dispuso a cruzar el inmenso aeropuerto de Palma para recoger sus maletas.

«¿Con quién habrá venido papá a buscarme? ¡Seguro que con mamá no!», pensó mientras avanzaba por los concurridos pasillos de la terminal. «Mi madre odia las aglomeraciones si no son en el Real Club Náutico o en algún otro sitio por el estilo».

Si no fuera por la intervención de sus abuelos, ella, como el resto del mundo, no podría explicarse el matrimonio de sus padres. Ambos pertenecían a dos casas de Mallorca con apellidos nobles y fortunas de sobra envidiadas. Era consciente de que eso le había proporcionado la vida regalada que llevaba, incluido el último año pasado en Boston, donde había hecho su segundo máster. Todavía se ponía nerviosa al recordar lo muchísimo que le había costado convencer a su madre –la mujer no había visto con buenos ojos que ella saliera de su área de influencia–. «Mamá no me hubiese dejado irme si antes no hubiera fijado la fecha de la boda con Alberto, aunque el día lo escogió ella, ¿¡cómo no!?», se recordó a sí misma.

Las cintas transportadoras empezaron a dar vueltas y Lucía centró de nuevo su atención fuera de sus pensamientos. Tenía que recoger las dos maletas inmensas que le había costado tanto manejar por el aeropuerto de Boston. Esperaba que su padre viniese con el chófer; si no, ya se veía haciendo esfuerzos sobrehumanos para subir esos dos muertos al coche.

Nada más salir por las puertas correderas de la terminal de llegadas, vio que su siempre elegante padre, vestido con un traje sport, la esperaba; en cuanto la reconoció entre la gente, una gran sonrisa iluminó su rostro. Lucía dejó las maletas y corrió a abrazarlo.

—¡Uy! Vaya espectáculo en público, a tu madre no le gustaría nada nuestro comportamiento —dijo riendo.

—Ella no está aquí, ¿no? Pues eso le quita el derecho a amargarnos el reencuentro.

Su padre prorrumpió en carcajadas y la besó efusivamente.

—¿Has venido solo?

—No, ¡por Dios! Te conozco y supuse que vendrías cargada de maletas. No me apetecía hacer pesas tan temprano —dijo levantando las cejas—. Efraín nos espera con el coche.

—¿Efraín? —preguntó ella dirigiéndose a por las maletas olvidadas.

—¿No lo conoces? Sí, creo que tienes que conocerlo. Es una de las adquisiciones de la Tata, ya lleva al menos dos años en el servicio.

—¿Es aquel que vino con la mujer y cinco hijos?

—Sí, creo que es ese. Pude arreglarle los papeles a él, pero tu madre se negó a que contratáramos a la mujer. Según ella, tenía suficiente trabajo en su casa con los niños. Ya sabes lo tradicional que es para esas cosas.

«Si solo fuera tradicional para eso», pensó Lucía, aunque no se atrevió a decirlo en voz alta.

—¿Y la Tata no montó en cólera?

—Puedes imaginártelo, pero a tu madre no le dijo nada. Bueno, ni a mí, es demasiado buena para eso; de todas formas, estuvo de morros al menos durante un mes. ¡No puedo creer que no te acuerdes de Efraín!

—Sí, sí que me acuerdo, lo que no recordaba era su nombre —dijo poniendo el asa de una de las dos maletas en manos de su padre.

—Tu madre nos espera para comer —dijo él cambiando de tema.

—Y vosotros ¿cuándo salís de viaje? —preguntó con un poco más de entusiasmo del que pretendía. Pensar que acababa de llegar a casa y que sus padres no estarían durante tres semanas la tenía loca de contento.

—Será mejor que disimules esa alegría delante de tu madre, o al final no querrá irse —remarcó él mirándola de soslayo—. No me apetece nada cancelar el viaje a las Seychelles.

Lucía se puso a reír y le dio un ligero codazo en las costillas.

—¿Acaso no la ves capaz? —la interrogó su padre con el semblante serio—. Porque a mí no me extrañaría nada que no quisiera irse.

El chófer los esperaba con el coche en un lugar donde, evidentemente, no se podía parar, aunque Lucía sospechaba que no había sido idea suya. Lo más probable era que su padre le hubiera «sugerido» hacerlo de esa manera.

La impunidad que le otorgaba a don Jorge su apellido también era una de las cosas que podía usar si un día la necesitaba.

No tardaron demasiado en llegar al chalet que sus padres tenían en Son Vida, una de las zonas de alto standing de Palma. Se trataba de una casa moderna: tenía tres plantas, diez habitaciones (además de las que ocupaba el servicio) y un jardín de más de siete mil metros, sin contar el espacio ocupado por la casa de invitados, que estaba al lado de la piscina.

Doña Obdulia, que los esperaba en una de las terrazas traseras tomando un vermut, se levantó al ver a Lucía.

—¿Qué tal el viaje, querida?

—Muy bien, mamá, no es lo mismo un vuelo interno que venir desde los Estados Unidos —le dijo al tiempo que acercaba la mejilla a la de su madre y besaba el aire—. Hace dos días, cuando desembarqué del avión en Madrid, sí que estaba hecha polvo, pero en casa de Alberto me he repuesto muy bien.

—Sí; por cierto, he hablado esta mañana con su madre. Tú ya habías salido de su casa; me ha dicho que habíais pasado dos días maravillosos. Qué pena que tu padre y yo no hayamos podido estar ahí con vosotros, pero ya sabes lo ocupado que está siempre.

—Me han tenido todo el día para arriba y para abajo. He conocido a un montón de gente, aunque yo creía que ya conocía a todos los amigos de Alberto. Sin embargo, él no ha dispuesto de demasiado tiempo libre para pasarlo conmigo.

Pensó en Alberto y en su compromiso. Sus familias eran muy amigas; veraneaban en la misma urbanización privada del Puerto de Andratx. Ella y Alberto tenían la misma edad y habían aprendido juntos muchas cosas, desde la disciplina de la vela mini hasta el perfecto manejo de un catamarán de alto rendimiento; pasando, claro estaba, por las clases de equitación, las de pádel y el esquí en Zermatt, LechZurs y Chamonix.

Siempre había intuido que sus padres y sus futuros suegros se habían encargado de que su relación prosperara como era debido hasta conseguir que se prometieran. Ellos se habían dejado llevar, se querían de verdad, aunque a Lucía a veces le parecía que su amor por Alberto era más fraternal que otra cosa.

Mientras iba pensando en todo eso, los tres pasaron al enorme comedor, donde la mesa ya estaba puesta. En el mismo instante que entraron apareció Margarita, la gobernanta de la casa, desde la cocina; traía un gran ramo de flores primorosamente colocado en un jarrón de cristal. En cuanto la vio, Lucía fue corriendo a darle un abrazo y todos los besos que no le había dado en el último año.

—¡Quita, quita! No seas besucona, vas a hacer que se me caigan las flores —exclamó riéndose, con la alegría reflejada en el rostro.

Doña Obdulia miraba la escena con disgusto, como siempre que Lucía demostraba ese afecto desmedido hacia Margarita. Con el servicio uno debía ser amable, no demostrar cariño. «¿Cuántas veces le habré dicho lo mismo? Mira que es una norma sencilla y clara», se dijo la mujer.

—Te he echado mucho de menos, Tata —le dijo separándose de ella, pero sin soltarla del todo.

Margarita dejó el jarrón con las flores y Lucía aprovechó para abrazarla de nuevo con fuerza, h

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