Introducción
La crisis de la COVID-19 supone una situación sin precedentes en la historia económica contemporánea. Si bien pandemias parecidas han tenido lugar en el pasado (algunas, como la «gripe española» de 1918, con mucha mayor virulencia en términos de contagiados y fallecidos), nunca antes nos habíamos enfrentado a la necesidad de paralizar temporalmente la actividad económica en ramas tan interrelacionadas y en economías tan interdependientes como ha sido el caso en las últimas semanas.
Han pasado poco más de seis meses desde que, el 11 de enero del 2020, se identificara la primera muerte asociada a la COVID-19 en China. En el momento en que escribimos esta introducción, a 16 de mayo del 2020, el total de contagios oficialmente confirmados por COVID-19 asciende a 4.629.407 repartidos entre 213 países, y el número de fallecidos supera los 300.000, cifras ambas que, según la Organización Mundial de la Salud (OMS), subestiman muy significativamente los efectos reales de la pandemia. El primer enfermo fuera de China se registró el 13 de enero en Tailandia, y el primer caso identificado en Europa se confirmó el 25 de enero en Francia. En España, el primer paciente que dio positivo por el virus se conoció el 31 de enero en la isla de la Gomera y no se detectó el primer caso en la Península hasta el 24 de febrero.
La expansión de la COVID19 ha sido muy rápida y ha tenido unos efectos devastadores por la propia naturaleza del virus, que está particularmente bien equipado para sobrevivir. Presenta un alto grado de contagio, pero, a diferencia de otros virus como el ébola, no tiene una elevada tasa de letalidad sobre periodos muy cortos y pasa por muchas personas sin síntomas aparentes. Eso juega a su favor, puesto que de esta manera puede seguir expandiéndose sin generar, en las primeras etapas, excesiva alarma. Se contagia más que la gripe común, con el añadido de que tiene una letalidad más alta, sobre todo en algunos sectores vulnerables de la población, por lo que resulta inviable para nuestras sociedades permitir que se expanda sin control.
En términos económicos la crisis a la que nos enfrentamos es diferente a todas las anteriores. Nunca antes nos habíamos visto en una situación en la que el Gobierno, por recomendación sanitaria, tuviera que forzar a las empresas a echar la persiana y a los trabajadores a quedarse en casa en todo el país. Aunque en un primer momento se pensó que podría tratarse de un confinamiento breve, transcurridas unas semanas, parece claro que la duración de la crisis puede extenderse en el tiempo, lo que supondrá un shock negativo muy intenso y duradero, especialmente para algunos sectores económicos como el turismo y la hostelería, que tienen un peso sustancial en la economía española. Los datos a los que hemos ido teniendo acceso desde la declaración del estado de alarma muestran que la crisis ha tenido desde el primer momento efectos considerables sobre el uso del tiempo, los patrones de consumo de la población y el mercado de trabajo, que apuntan a caídas casi sin precedentes de la producción durante varios trimestres.
Con matices, lo mismo sucede en muchos otros países. El Fondo Monetario Internacional en su último Informe de Perspectivas de la Economía Mundial (WEO, por sus siglas en inglés), publicado a principios de abril, prevé una contracción de la economía global del 3 por ciento del PIB para el 2020 (-7,5 por ciento para la zona euro), la mayor recesión mundial desde la Gran Depresión y mucho más profunda que la de la crisis de los años 2008 y 2009. También es la primera crisis, desde la Gran Depresión, que golpea al mismo tiempo y con similar virulencia a países avanzados y emergentes casi sin excepción.
Hasta el momento, la mayoría de los gobiernos han seguido una estrategia en dos planos para dar respuesta a la crisis. En primer lugar, se ha tratado de «aplanar la curva epidemiológica» con el objetivo de evitar el colapso de sus sistemas sanitarios. Para ello se han tomado medidas drásticas de distanciamiento social, incluido el confinamiento de países enteros durante muchas semanas. El segundo objetivo ha sido tratar de «aplanar la curva económica» con medidas sin precedentes para «hibernar» la economía mientras dure la pandemia.
Tanto los gobiernos como los bancos centrales han optado por hacer «todo lo que sea necesario» para minimizar la destrucción del tejido productivo y el sufrimiento social como consecuencia del parón súbito y fortuito de la actividad económica. Las economías modernas son completamente interdependientes; todos somos el empleado, el prestatario, el acreedor… de alguien. Si se rompe la cadena de pagos, se puede producir un efecto cascada de impagos y cierres de empresas —en muchos casos solventes—, que resulte en una recesión todavía mucho más profunda.
Para lograr ese objetivo los instrumentos de política monetaria y política fiscal se han llevado a límites desconocidos hasta ahora. Los bancos centrales han expandido masivamente sus balances y flexibilizado sus restricciones de compra de activos para tratar de ofrecer toda la liquidez necesaria. Para tener una idea del tamaño de la reacción, es útil compararla con la de la última crisis financiera: solamente en los dos meses que van desde el 24 de febrero al 27 de abril del 2020, el balance de la Reserva Federal de Estados Unidos ha crecido en dos billones y medio de dólares, más de lo que lo hizo entre el 2010 y el 2015. Por su parte, los gobiernos han puesto en marcha programas de apoyo masivos centrados en tres áreas: primero, ofreciendo avales y garantías para que el crédito fluya a la economía real y empresas viables no se vean obligadas a cerrar por falta de liquidez; segundo, han asumido gran parte de los costes salariales (y de otro tipo) de las empresas golpeadas por el virus, y tercero, se han puesto en marcha multitud de ayudas para tratar de proteger a los colectivos más vulnerables. Nunca en la historia económica reciente el gasto público había crecido a tanta velocidad.
España ya estaba en una situación de relativa vulnerabilidad económica antes de la pandemia. A principios de este año seguíamos arrastrando todavía fuertes desequilibrios como consecuencia de la anterior crisis y de nuestra «pereza fiscal» durante la fase de recuperación, con una elevada deuda pública —cercana al cien por ciento del PIB— y una tasa de paro próxima al 14 por ciento —el doble de la media de la eurozona—. Tampoco ha ayudado nuestra estructura económica, fuertemente sesgada hacia el sector servicios y el turismo y con un peso relativo alto de pequeñas y medianas empresas, generalmente peor preparadas para lidiar con crisis. A eso hay que sumarle otras características como una demografía envejecida, muy vulnerable al virus, o un mercado laboral profundamente dual, tendente a destruir empleo de forma masiva en periodos de crisis y con una incidencia muy desigual entre distintos grupos de población. Y, para acabar de arreglarlo, la crisis nos ha golpeado antes y con más virulencia que en otros lugares.
Para el análisis de las consecuencias económicas de la crisis y de las políticas económicas necesarias para afrontarla resulta conveniente dividirla en dos fases. La primera corresponde al periodo de paralización forzosa de buena parte de la economía mientras la población ha de permanecer confinada en sus casas, y la segunda, al proceso de reactivación que se inicia una vez controlada la emergenc