Los ídolos a nado

Carlos Monsiváis

Fragmento

Entre Camus y Ringo Starr

Entre Camus y Ringo Starr

En el año 1998, en una de las misiones más estrafalarias en las que he participado, me tocó, con la complicidad de un par de colegas, llevar a Carlos Monsiváis a conversar con el cantante Bono. Al líder de U2 le interesaba oír lo que opinaba el escritor de su propio país, que entonces seguía gobernado por el PRI y removido por la sensibilidad indígena nacional que habían desamarrado los Zapatistas en 1994. Después de ver el concierto en los lugares que nos designó el mánager del grupo, pasamos a los intestinos del estadio donde había dispuesta una mesa larga con canapés y todo tipo de bebidas. El cantante Bono apareció vestido de verde olivo, con gafas de vidrio azul y una gorra, escorada hacia el hemisferio izquierdo, que podría haber sido prima hermana de la que usaba entonces el subcomandante Marcos. Bono sabía, mucha gente se lo había dicho, que si de verdad quería enterarse de lo que sucedía en México, tenía que hablar con ese escritor emblemático, con el cronista que durante décadas había desmontado la cotidianidad nacional, en una larga serie de piezas literarias. Monsiváis explicó a Bono todo lo que quería saber, en un cuarto de hora sólido improvisó una versión abreviada de la historia de la patria, nos apabulló con una suerte de thriller, dicho en un inglés impecable, que arrancaba en la caída de Tenochtitlán y terminaba, con un crescendo memorable, en la dimensión planetaria del subcomandante Marcos. Inmediatamente después, cuando calculó que Bono había quedado debidamente informado, empezó a preguntarle generalidades, y enseguida detalles y minucias sobre el conflicto de Irlanda del Norte, y lo hacía con un conocimiento de ese tema, que es famoso por complicado, que nos dejó a todos, el cantante Bono incluido, boquiabiertos.

Cuento esta anécdota porque me parece que ilustra muy bien la personalidad de Carlos Monsiváis, que era un hombre al que le interesaba todo. Su vasta producción abarca una multitud de temas, dejó más de cincuenta libros publicados y la mayor parte de su obra, de la que tenemos nada más una idea aproximada, ha quedado desperdigada en periódicos, revistas y publicaciones marginales de todo tipo. Dentro de ese universo hasta hoy inabarcable, Monsiváis regresaba una y otra vez a los temas que lo obsesionaban y que eran aquellos que gravitaban alrededor de sus dos grandes pasiones: el cine y el circo. El cine de las estrellas legendarias, como María Félix, Dolores del Río, Cantinflas, que se extendía hacia la música de Agustín Lara y José Alfredo Jiménez, y de ahí pasaba al teatro de carpa y luego al circo metafórico de la política mexicana, y de la sociedad en general, siempre llenas de personajes delirantes. Carlos Monsiváis era algo así como la conciencia de México, buena parte de su obra es una denuncia ininterrumpida contra las desigualdades sociales, la corrupción de políticos y empresarios, la torpeza o ridiculez de los líderes sociales, la discriminación racial, económica y sexual y un largo, y abrumador, etcétera.

La obra de Monsiváis es, como a estas alturas ya irá imaginando el lector español, no sólo profundamente mexicana, también está llena de datos y de imágenes que, para alguien que no haya vivido el México de la segunda mitad del siglo XX, resultan incomprensibles: Monsiváis era un escritor del DF, chilango, y específicamente de La Portales, su barrio, y toda su vida, la suya y la de sus libros, transcurrió ahí, en su estudio lleno de gatos donde trabajaba incansablemente combinando su grafomanía con una serie interminable de llamadas telefónicas que él mismo iba atendiendo: contestaba con una vocecita y, fingiendo ser su propia tía, interrogaba a quién había llamado y en el caso de que quisiera hablar con él, dejaba de ser su tía y se reconvertía, violentamente, en Carlos Monsiváis. Pero dentro de la acentuada localidad de su obra, hay un montón de piezas, digamos, globales, en las que un lector sin referentes mexicanos puede adentrarse en su prosa riquísima, en su deslumbrante musicalidad, en ese magma literario lleno de dobleces y volutas que vuela animado por un soplo que es a la vez barroco y pop.

En su Autobiografía, que publicó a los veintiocho años, en 1966, Carlos Monsiváis declaró lo siguiente: «Acepté esta suerte de autobiografía con el mezquino fin de hacerme ver como una mezcla de Albert Camus y Ringo Starr». La distancia que hay entre el autor de El Extranjero y el más cachondo de los Beatles es el espacio por el que transita la vena más literaria de Monsiváis, y también la más global, esa zona de su obra que es el motivo de esta antología.

La última vez que hablamos por teléfono, luego de pasar por el riguroso filtro de su tía de ficción, me dijo que le gustaría que este libro se titulara Los ídolos a nado, que es un verso del poema «Suave Patria», de Ramón López Velarde. Eligió este título por su misteriosa sonoridad, y también porque contiene esa imagen poderosa que sugiere lo que esta antología pretende: cruzar el mar, traer a España la obra de uno de los escritores imprescindibles de la lengua. Además lo eligió porque era un apasionado de la poesía, que ensayó sobre la obra de poetas como Cernuda o Gil de Biedma, Ginsberg o Withman, Octavio Paz o Carlos Pellicer, y desde luego López Velarde. No era raro que en algún momento épico se arrancara a decir los primeros versos de La Ilíada: «Canta, oh diosa, la cólera de Aquiles». Estaba convencido, como Shelley, que «los poetas son los legisladores no reconocidos del mundo».

Monsiváis era un intelectual omnívoro, lo había leído, visto y oído absolutamente todo; se sabía la Biblia de arriba abajo, había leído cualquier novela que se mencionara, de Balzac o de Galdós, de Cormac McCarthy o de Ian McEwan; se sabía todas las canciones pop, y también las cultas, y de cine no sólo había visto todas las películas, sino que sabía la vida y los milagros de todos los actores, directores, fotógrafos y productores de todas las nacionalidades. En su casa tenía una colección de películas, discos, cuadros, cómics, objetos raros que poco a poco fueron desbordándose hasta formar un museo, un museo de verdad que hoy puede visitarse en la Ciudad de México. Esa vida omnívora, que estaba directamente conectada con sus horas de escritura, estaba contrapesada por su exuberante vida pública, que lo llevaba todos los días de una entrevista en la tele a una tertulia en la radio, y entre una y otra presentaba un par de libros y dictaba una conferencia. Su inconcebible ubicuidad nos hizo pensar, más de una vez, que tenía un ejército de dobles que le ayudaban a cumplir con su delirante agenda de compromisos.

Monsiváis era una estrella mediática, lo reconocían sus lectores y los que no lo habían leído nunca, y también los que ni sabían que escribía libros. Este escritor popular, prolijo y complejo, inventó una forma de contar la realidad y dotó a la crónica y al ensayo periodístico de verdadero calado literario, y la prueba son las páginas que conforman esta antología: entre las crónicas y los ensayos sobre actrices, actores, cantantes y «carpas, salones, burdeles y demás antros del saber», viene un luminoso ensayo sobre el Dandismo, extraído del libro que dedicó al escritor Salvador Novo; también aparece un ensayo sobre Siqueiros, una crónica sobre el Ejército Zapatista en la Ciudad de México y un lúcido ensayo sobre Latinoamérica, que escribió pensando en sus lectores españoles.

Aquella curiosa Autobiografía que escribió en 1966, terminaba con la siguiente declaración: «Tengo veintiocho años y no conozco Europa». Con un poco de suerte, y el favor de algunos lectores, conseguiremos que Europa lo conozca a él.

JORDI SOLER

La cursilería

La cursilería*

Y en un vaso olvidado se desmaya un país

A las Damas Bizantinas

Lo cursi es la elocuencia que se gasta.

No te preocupes

si sonreímos con tus versos dolientes

y nos sentiremos hoy por hoy superiores.

Tarde o temprano

vamos a hacerte compañía.

JOSÉ EMILIO PACHECO,

«Una cartita rosa a Amado Nervo»

Prefiero la muerte a la gloria inútil de vivir sin ti, «México, País de los cursis», proclaman desde hace décadas analistas, periodistas y vanguardias culturales. Los ejemplos se prodigan, y las playas se visten de amargura porque tu barca tiene que partir. Antes del enfrentamiento con los villistas, el Caudillo convoca a una junta de Estado Mayor para leer las poesías amorosas que escribió al alba. Ante el cielo azul de México, el líder del magisterio gimotea conmovido y le jura al Presidente de la República que ese mismo firmamento estará allí, a su regreso de la gira de buena voluntad. Poético, el cardenal compara a los niños con azucenas y gladiolas. El dirigente sindical llora de emoción porque sus agremiados le han regalado un automóvil haciendo un meritorio sacrificio. Él, mucho lo agradece pero no puede aceptarlo, no se siente digno… y en un acto de supremo desinterés, le transfiere el regalo a su hija.

Hoy como ayer la cursilería es el idioma público de una sociedad que nunca ha prescindido del cordón umbilical que enlaza a banqueros con desempleados, a jerarcas de la Iglesia con mártires teóricos de la ultraizquierda, a literatos con analfabetos, a nobilísimas matronas con impías hetairas. La cursilería es otra (genuina) Unidad Nacional, la no afectada por riñas ideológicas, la que en distintos escalones de la pirámide no admite disidentes, al tecnócrata o al cacique la trova los sacude de igual modo, y en los estremecimientos del amanecer el izquierdista y el derechista evocan «aquellas siluetas inolvidables como de ángel», y confiesan haber escrito en la adolescencia versos «malísimos», claro, aunque tenían algo, la autenticidad siempre es importante y viéndolo bien eran mejores que mucho de lo hoy tan alabado.

Una aclaración esencial: si bien la cursilería no es tan eterna como las rosas y las almas maravillosas, lo que en México se suele calificar de cursilería, es en lo básico un desprendimiento de los lenguajes (el romántico, el neoclásico, el modernista) que representan el pasado en sus versiones más ostentosamente premodernas. Lo cursi es, primero, el anacronismo que se enorgullece de serlo, y sólo en segundo término la pretensión derrotada. Por eso, hay nuevas formas de cursilería que nunca alcanzan la fama pública, porque no las incluye la definición clásica. Cursi es, en la versión semántica dominante, lo que nos acerca a sensibilidades anteriores, lo que trae siempre consigo su fecha de auge.

LAS PASIONES INÚTILES Y LOS COMENTARIOS DESCORAZONADOS

Provenga de donde provenga, de familias famosamente ridículas o de las ocultas jitanjáforas del castellano, la voz «cursi» designó en el siglo XIX la apariencia exagerada, la perturbación al hallar una flor en las páginas de un libro, el desciframiento de los mensajes de la luna. En el siglo XX, el término ya estaba satanizado, y en un ensayo magistral Ramón Gómez de la Serna definió a lo cursi: «El fracaso de la elegancia». Al popularizarse la voz en México en la década de los veinte, lo cursi por antonomasia en la capital resultó en primer lugar la provincia, el recinto de lo insoportablemente antiguo, donde aún regían las pretensiones porfirianas, los códigos de maneras que se pulían ante el espejo, los ramilletes de virtudes que eran provocaciones al sentido del humor, el afán de ser culto a partir de las relecturas de Enrique Pérez Escrich (El Mártir del Gólgota) y Juan de Dios Peza (Cantos del hogar). Para los escritores de vanguardia, lo más cursi fue el culto a la inspiración, acaudillado por el poeta Amado Nervo, el amor a la reflexión, a la vida, tal y como la desplegaba Enrique González Martínez. Los vanguardistas se rieron a placer de versos y fotografías de Nervo, con la faz indolente y el dueto lánguido de mejilla y dedos. ¡Qué increíble!, se mofaban los representantes del verso y el amor libres, mírenlo bendiciendo a la Vida como al hijo que nos sobrevivirá, maldiciendo a Kempis por escribir un libro, o cerrando los ojos para no desvariar ante raras bellezas. ¡Qué antigualla!

La renuncia a la poesía rimada expulsó de los espacios culturales a un tipo de cursilería (a la que velozmente sustituyó otra, igual y distinta). Y Nervo y sus almas gemelas se incorporaron en exclusiva al patrimonio popular. Las ínfulas espirituales se diluyeron y «democratizaron», y surgió, multiplicado, el trato placentero con el Placer Artístico jamás disfrutado por ancestros rurales y padres labriegos, con el Ánimo Patriótico que reconoce la esencia de México en cielos límpidos.

El sucesor evidente de Nervo fue Agustín Lara, el personaje y compositor que no fue precisamente cursi, más bien trasladó a la música comercial una actitud-fuera-de-la-sociedad (la bohemia) y su fe religiosa en la poesía. Pero estos matices no importaban. Los modernistas tardíos resultaron las lágrimas expiatorias de la modernidad, al grado que, desde el sentimiento ultrajado o desde el cálculo mercantil, ellos mismos se vieron forzados a reconocerse en la cursilería, que exaltaron en el trato, en el vestuario, en la gesticulación, en la filosofía de la vida, en las ráfagas de sus improvisaciones noctívagas («Mi cursilería es para la exportación», le confesó Lara a Renato Leduc). De la sinceridad desgarrada al cálculo de taquilla.

DEL PUENTE ME DEVOLVÍ BAÑADO EN ALEGORÍAS

En las primeras décadas del siglo XX, a la canción popular le conceden certificado estético voces operáticas y letras declaradamente poéticas. Al desistir los poetas de la rima, la canción —que hereda las audacias modernistas y las mezcla con las tempestades insulínicas del romanticismo— difunde en gran escala hallazgos de la poesía rimada, en medios aún no intimidados por el espectro de lo cursi (de la amenaza de ser cursi). La voz preserva la dignidad del oyente, la melodía hechiza por su docilidad memorizable, la letra alaba el sentido artístico de quien la recuerda. Todo se contagia del ánimo inefable. Los sentimientos prestigiosos de antaño se refugian en la feliz desesperanza de noctámbulos, enamorados adolescentes y amas de casa. De la lírica en uso se toma primero la fatalidad «subjetiva». Recuérdense «Marchita el alma» de Antonia Zúñiga («Marchita el alma / triste el pensamiento / mustia la faz / herido el corazón…»), o «Perjura» de Miguel Lerdo de Tejada («Con tenue velo / tu faz hermosa»), y luego la fatalidad objetiva: «¿Por qué te hizo el destino pecadora?».

Rescatar lo olvidado y destruido por la ciudad, exaltar lo que se desvanece: la casta pequeñez de la provincia, la gallardía criolla, el silencio reverencial de las mujeres, el libre albedrío invertido en declaraciones de amor al pie de la reja. Se afirma la «actitud romántica» y el sueño minoritario del XIX deviene utopía individual: la mujer inaccesible, a la que útil e inútilmente se venera. En 1914, el maestro Manuel M. Ponce explica su canción: «“Estrellita” es una nostalgia viva; una queja por la juventud que comienza a perderse. Reuní en ella el rumor de las callejas empedradas de Aguascalientes, los sueños de mis paseos nocturnos a la luz de la luna, el recuerdo de Sebastiana Rodríguez». La lírica-al-alcance-de-todos se masifica y se diluye, se distribuye en los hogares y se estaciona, retrasando el arribo de la poesía culta. Lo bello es lo conocido, lo previsible.

Por eso el auge de la trova yucateca. Es la poesía sencilla, la que, en un rapto de inspiración, también pueden escribir los oyentes. «Las canoras avecillas de mis prados / por cantarte dan sus trinos si te ven.» Y luego vienen las letras que el oyente no podría escribir, que entreveran moral y donaire, sexualización hipócrita y las conmociones literarias de quienes nunca leen, idealización de las prostitutas y el domesticamiento de lo subversivo a cargo de arduas metáforas: «Y aquel que de tus labios la miel quiera / que pague con brillantes tu pecado». A las clases medias, en ámbitos cerrados y a la defensiva, les importan las canciones que sean un halago estético. ¡Oigan estas líneas!: «Temor de ser feliz a tu lado». ¿No es bellísimo hablar de este modo?

LOS ARQUITECTOS (IDEALES) DE SU PROPIO DESTINO (REAL)

Los satisfactores de la intimidad: salitas distribuidas en torno al cuadro donde la Guadalupana fosforece opacando el verde limón de los muebles, macetas que son los jardines condensados de la pobreza, reproducciones de la «Última Cena» de Leonardo que bien podrían representar la carga de los seiscientos dragones, pero que la fe convierte en reproducciones de la «Última Cena»… Frases de telenovela que mistifican situaciones de veras trágicas. («No dejes que me muera, Andrés, porque eres lo único que tengo.») Escandaleras cromáticas que suplantan el sentido del color. Religiosidad traducida a oraciones sentidísimas e imágenes dulcíferas. Conmoción de la novia ante el órgano de iglesia que martilla para su recuerdo «My Way».

El curso de esta sensibilidad es transparente. Se mezclan herencias indígenas, criollas, mestizas, urbanas, campesinas; se flexibiliza a la tradición de tal modo que la tecnología sólo afecta a su esencia y deja intactos sus procedimientos selectivos; se hace del gusto la operación que comprime todo —familia, muebles, animales y adornos— en un mismo espacio restringido. En un brillante ensayo sobre la creatividad popular (en Culturas populares y política cultural, Museo de Culturas Populares, SEP, 1982), Arturo Warman analiza el proceso mediante el cual

la búsqueda de distinciones permanentes entre Arte con mayúsculas y artesanías, sólo encubre y justifica, legitima y tiende a perpetuar las distinciones sociales… Para el ciudadano común, la entrada al espacio reservado para la creatividad «Culta» demanda una actitud de reverencia, respeto y sumisión. Como no hay manera de echarle la culpa a Dios por la sacralización de la cultura, ésta se justifica por la excepcionalidad, por su distancia respecto a lo corriente y cotidiano. Ideas como las de excelencia, universalidad, trascendencia, envuelven y protegen este espacio, lo acolchonan.

Quienes no gozan de resguardos económicos y sociales, suelen confiarle a la religión sus vínculos con la trascendencia personal, al sexo y a la familia sus relaciones con la universalidad, y a su resignación entusiasta su apropiación de la excelencia. Los pobres no defienden razonadamente su gusto; lo disfrutan cálidamente como un agregado visual y auditivo de la sobrevivencia. Es lo que hay, y su habilidad transformista cambia lo que hay acudiendo a la devastación y al método acumulativo. Los espacios vacíos molestan: son ratificaciones de la pobreza. No sólo la elegancia fallida o el ánimo encantado explican las reproducciones de la «Mona Lisa» entre quienes no tienen un Tamayo legítimo en la sala o entre quienes no tienen sala. Tras los calendarios de la belleza prehispánica o las copias en marcos garigoleados de paisajes níveos o el esfuerzo del director de la escuela primaria que al no memorizar la «Suave Patria» le regala versos, sigue agitándose el problema de la formación cultural y literaria en México, en última y primera instancia resultado de un proceso educativo que por diversas razones no ha tomado en cuenta la formación del gusto.

¿Cómo estuvo esto? Reloj, no marques las horas porque voy a teorizar. En la vida social de México (y la generalización abarca a Latinoamérica), la poesía fue elemento fundamental durante el siglo XIX y las primeras décadas del XX. No sólo era el valor cultural más elevado; también, y principalmente, era la única señal de refinamiento interno, el barómetro de la Sensibilidad personal y colectiva. Un político, un sacerdote, un notario, una mujer decente, un pilar de la comunidad, un empleado menor, si en verdad se querían distinguir en un país de bárbaros, deberían en los momentos álgidos expresarse dulce, lírica, encendidamente. Quien, en algún instante de su vida, no arribase a la poesía se reducía ante sus propios ojos. Quien no hallase lo poético de una situación merecía ser igual al resto de los mexicanos.

La cursilería que tanto divierte fue durante más de un largo siglo la única sensibilidad aceptablemente distribuida, y la repartición se llevó a cabo a través de la prosa periodística (y su lectura ufana), los discursos (y su recepción enardecida), la poesía (y su fervorosa memorización), la canción romántica (y su repetición con los ojos cerrados), los sermones (y sus cielos portátiles), el teatro (y los telones que caían ocultando hogares desgarrados), la pintura (y sus escenas románticas), la arquitectura (y sus palacios mayas o californianos), la política (y su incendio de masas). Sin tal exaltación versificable, la vida cultural hubiese sido aún más pobre, sin tribunos que comparasen a la patria con la nevada y enrojecida montaña, sin obispos que reprodujeran con la voz, el santo ademán y la metáfora pía, la hazaña de redimir a los mortales, sin artistas alojados sin remedio en las madrugadas de la inspiración, sin fracasos de la técnica que se vivían como milagros del temperamento nativo. ¿Y qué hubiese sido del patriotismo y de las relaciones interpersonales sin la intervención de las Musas? Entre los géneros culturales, son el poema arrebatado, el artículo de admonición nacional, la oratoria cívica y sagrada y la canción romántica los más beneficiados durante más de siglo y medio con el prestigio de lo poético. Se aprovechan de lo que los relegará, de la diseminación de «logros literarios» que la vanguardia desprecia, de la «grandeza de la vida cotidiana» que será presa del sarcasmo fácil (y nada estruja tanto el ánimo dolido y sublimado como el presentimiento de las risas).

«Nos convertimos en lo que contemplamos.» El auditorio crédulo no se transforma en la sucesión de enredos y desdichas de la tragicomedia, ni amanece vuelto sortilegio de mujer y vendaval sin rumbo; tan sólo, en el trayecto de una sociedad semifeudal a una semimoderna, se reafirma el amor por las palabras sin las cuales los objetos languidecen y las situaciones se esfuman; la pintura adquirida a plazos tiene pleno sentido si el comprador la mira desde la perspectiva del vocablo «arrebol»; el exquisito abandono se entiende magníficamente si el ama de casa ha ahorrado años con tal de comprarse un sofá azul cielo donde desparramarse; el lipstick detonante es el contexto de la «púrpura encendida»; si quien sueña contigo en noche de luna no tiene cuenta bancaria, bien puede entregarte un acta matrimonial. Reinterpretado, este idioma de la cursilería (versión «estética» del habla cotidiana) es fábula que le confiere encanto a la desposesión y a la idealización de los contornos.

ALIÑOS MARCHITADOS POR UN SOL ARDIENTE

A la vanguardia artística, ebria de lo nuevo y lo irrepetible, la cursilería le resultó el idioma del pasado que se niega a morir, el riesgo que les espera a quienes no cambian de costumbres mentales. Profeta incontestado, Ortega y Gasset previno contra una ética fundada en la «satisfacción de las necesidades de las masas por medio de la producción racionalizada con ayuda del progreso técnico». Ser cursi era oficiar en los altares de los Idola Fori, las supersticiones que reaparecen cada vez que los pueblos se sumergen en el mal gusto. «Donde quiera que las jóvenes musas se presentan, la masa cocea», insistía Ortega. A la sensibilidad popular se la juzgó la más deleznable de las supersticiones democráticas, y los intelectuales compartieron la fe desdeñosa del Stockman de Ibsen: «Las mayorías compactas son el enemigo más peligroso de la libertad y de la verdad».

Los primeros efectos de los medios tecnológicos vigorizaron la convicción de las élites: las masas no tienen remedio. (En 1929, escribe Ortiz de Montellano: «Lo cursi es la estética del pobre con ambiciones».) «Esto es cursi» equivalió a decir: «Esto es propio de clases bajas». En la zona de referencias culturales, ser cursi se tradujo sin apelación: «Perteneciente a lo viejo y trasnochado, lo que inspira simultáneamente risa y compasión, el calificativo que liquida la esperanza de hermosura». Los jueces tenían razón en muchísimas ocasiones, pero las sentencias no persuadían a los afectados. Debieron transcurrir cuatro décadas para que los amantes de una versión de Lo Bonito y Lo Melodioso pagasen, respecto de sus gustos artísticos y sentimentales, la cuota de autoescarnio que es maña y rendición de la edad madura y la vejez: «Ya sé que me van a decir cursi, pero a mí me fascinan las canciones de Guty Cárdenas y Gonzalo Curiel y la poesía de antes, a la antigüita, la que uno declama por dentro a la hora de dormirse. ¿No es bellísimo eso de “Vinieron en tardes serenas de estío / Cruzaron los aires con vuelo veloz?”. Eso sí me emociona, porque la mera verdad lo de ahora ni lo entiendo ni me agrada». Y en ese instante el interlocutor contempló con cierta misericordia a su padre, a su tío, al boticario, al futuro suegro, guardó un minuto de silencio, y desvió la conversación.

Lo cursi también fue un elemento estabilizador, la prueba de que las masas no sólo incurren en la violencia; también aspiran a la sensibilidad en su afán de Valores Trascendentes (la religión como familia, la familia como religión), y en su devoción por «lo inaccesible»: el Arte, la Sensibilidad. Sabedlo, metrópolis y aldeas: México no es tierra de asesinos y bandidos, y todo está regido por la fe en el porvenir individual como único futuro colectivo, y el cuidadoso arreglo de salas y comedores reales o imaginarios (el milagro: en cada habitación popular cabe también un «cuarto de visitas»).

La cursilería, expresión cultural genuina y estrategia del conservadurismo. La adquisición de Espiritualidad fue un voto de confianza en la Estabilidad. A ningún gobierno le viene mal un pueblo en trance ante los nectarios perfumados (aunque, a la inversa, de poco les sirve a estos gobernados la Sensibilidad Iluminada de sus gobernantes).

¿Qué sabemos de estas décadas en donde una mayoría de la población vio en la cursilería «modernista-romántica» su habla prestigiosa, su maquillaje de identidad y su seguridad ante los cambios? Antes de la sociedad de masas, la vida no sólo imitó al arte; en rigor, la imposibilidad de distinguir entre «Arte» y «vida» le dio su fuerza a melodramas, canciones y relatos, y la clave de la «estética popular» se halló en la confusión perenne entre lo que daba gusto ver y lo que daba gusto sufrir. Lo Bonito proporcionaba sensaciones y visiones utópicas, y lo-más-real permitía soportar la existencia, mientras cundían los exorcismos: la educación del temperamento, la gratitud al cielo por el talento de los seres privilegiados, la certeza de que la poesía es un don que le sobreviene a todo ser humano, con tal de que devuelva su corazón a la inocencia.

En algo influyó el desprecio de los ilustrados sobre los productos de la industria cultural. Si nos dicen cursis, exacerbemos nuestras tendencias. Y en cine, teatro de variedad, industria de la canción y del espectáculo, melodramas y artesanía urbana, se deseó y se practicó una «estética autónoma», al margen de cualquier bendición de la alta cultura. Los pobres, aseguró la empresa, no creen en el arte de allá afuera, sólo les interesan el Sentimiento Puro y la Diversión. Y el premio para las mayorías fue lo funcional, lo que no será muy bello pero es bonito, lo que no será bonito pero es regocijante, lo que no es regocijante pero ¿con qué lo sustituyen?

A quienes propusieron una estética nacionalista, se les aprovechó con rapidez. Alimentaron las visiones turísticas, ilustraron algunas proposiciones gubernamentales y ratificaron las cualidades domésticas de la Patria, a la que hicieron la Novia y la Madre, la Cuna y la Mortaja. México, creo en ti, porque si no creyera que eres mío…

CLAMAR AL CIELO VENGANZA ES PEDIR PERAS AL ALMA

En los años cuarenta, una de las décadas de mayor cursilería pública, la modernidad impone sus criterios de exterminio, y el chiste privado se extiende hasta el límite de la manía clasificatoria. Los investigadores Francisco de la Maza —«lo cursi es lo exquisito fallido»— y Raoul Fournier le dedican al tema de la cursilería desvelos y regocijos de coleccionista e incitan al acopio que veinte y treinta años después se volverá moda: bibelots y lámparas, fotos de recintos «de ensueño» donde la nuevorricracia distribuye en vitrinas su «delicadeza», pintura de calendarios donde Helguera retrató a las despampanantes parejas campesinas y prehispánicas, versos levitadores donde el corazón rima con (y sufre inexorablemente la) pasión, tarjetas postales iluminadas a mano, fachadas de residencias que desearon ser templos aztecas o mayas, argumentos de películas seráficas donde la protagonista recobra la vista al desatar su llanto libertador, o se queda ciega al maldecir a su madre.

La empresa lúcida de Fournier y De la Maza se añade a la exploración insomne del Ser Mexicano, al «buceo psíquico» de ontólogos, psicoanalistas, psicólogos y demás aficionados al esoterismo-que-no-osa-decir-su-nombre. Los exhumadores y delatadores de traumas y paranoias nacionales, los espeleólogos del inconsciente (con sus símiles airosos que son lámparas de Diógenes y velos protectores de la virginidad), enviaron a la cursilería al paredón verbal: «huida de la realidad», «complejo de inferioridad que quiere redimirse con falsa poesía» y otras frases igualmente esclarecedoras.

Desde entonces, catalogar el «desafuero romántico» resultó, en el ámbito de clases medias, un tributo calisténico al inasible «espíritu contemporáneo», el vituperio que es alabanza en boca propia. Cazar cursis era el método implacable para ser modernos abriéndole el paso al México de la tecnología, con declaración implícita al calce: «Yo sí respondo a las transformaciones sociales; yo no me quedo velando tradiciones».

La operación se puso en marcha, y la cursilería fue la víctima que acredita a los victimarios. Quien más diestramente la exhibiese, con más celeridad se evadiría de las listas mortíferas. («Si enjuicio al pasado, neutralizo las iras del porvenir.») Uno tras otro, los baluartes de la antigua cursilería en política, prácticas religiosas, vida familiar, pintura, mística de sobremesa, decoración, arquitectura, sufrieron los embates de la parodia, la sátira, el desprecio culto. Y como el término «cursi» era únicamente peyorativo, para situar los fenómenos que merecían más admiración que castigo, se importó de Estados Unidos la moda del Camp, con su afecto coleccionista por lámparas y relojes Mickey Mouse, su deslumbramiento ante el art-nouveau y el art-déco, su amor por el desbordamiento formal, su arraigo en la sensibilidad marginal, su interesado patrocinio de las diosas de Hollywood, su culto del sentido ambiguo y excéntrico en el arte y en la conducta. Y en la puesta al día se trajo de Europa el concepto rehabilitado del Kitsch, la «basura con estilo».

«Y AL FIN DE LA JORNADA / LAS FORMAS DE MI MADRE SE PIERDEN EN LA NADA»

Creer en el Sentimiento fue, de acuerdo con las inflexibles reglas de los sesenta, el pecado sin expiación. De hecho, al diseccionarse una (vencida) educación sentimental, se juzgó cursi a casi todo el pasado. Las primeras víctimas: los gustos de los padres. Lo siguiente en la lista del exterminio: las expresiones altisonantes y epopéyicas de flechadores del cielo y robadores del fuego. El vencido vencedor: el lenguaje amoroso. La imagen sacrosanta del condenado: desde la portada de disco, con el atavío bohemio de fin de siglo, el declamador Manuel Bernal arenga a sus compañeros soñolientos con —estamos seguros— el muy memorizado poema de Guillermo Aguirre y Fierro, «El brindis del bohemio». La

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