La mujer que no quería amar

Stephen Grosz

Fragmento

Prefacio

Durante los últimos veinticinco años he trabajado como psicoanalista. He tratado a pacientes en hospitales psiquiátricos, en clínicas de psicoterapia y de psicoterapia forense, en unidades infantiles y de adolescentes, y he ejercido la práctica privada. He visitado a niños, adolescentes y adultos para pasar consulta, derivarlos o para su psicoterapia semanal. Sin embargo, la mayor parte de mi trabajo ha sido el psicoanálisis de adultos: sesiones de cincuenta minutos con una persona, cuatro o cinco veces a la semana, durante algunos años. He pasado más de cincuenta mil horas con pacientes. La sustancia de todo ese trabajo es la sustancia de este libro.

Lo que sigue son episodios extraídos de la práctica diaria. Aun cuando he alterado algunos detalles en aras de la confidencialidad, me he mantenido fiel a los hechos: estas historias son verdaderas.

En algún momento, la mayoría de nosotros nos hemos sentido atrapados por cosas que nos descubrimos pensando o haciendo, atrapados por nuestros propios impulsos o decisiones insensatas; cautivos de cierto miedo o infelicidad; prisioneros de nuestra propia historia. Nos sentimos incapaces de seguir avanzando y, sin embargo, creemos que tiene que haber una manera de hacerlo. «Quiero cambiar, pero no si eso supone un cambio», me dijo una vez un paciente con toda la inocencia. Como mi trabajo tiene que ver con ayudar a la gente a cambiar, este libro trata sobre la transformación. Y puesto que el cambio y la pérdida están profundamente conectados —no hay transformación sin pérdida—, la pérdida está muy presente en las páginas de este libro.

La filósofa Simone Weil cuenta cómo dos prisioneros en celdas contiguas aprenden, durante un período muy largo de tiempo, a comunicarse dando golpecitos en la pared. «El muro es la cosa que los separa, pero también es su medio de comunicación —escribe—. Cada separación es un vínculo.»

Este libro trata de esa pared. Trata de nuestro deseo de hablar, de comprender y de ser comprendidos. Y versa sobre escucharnos mutuamente, no solo las palabras, sino también los silencios que hay entre estas. Lo que describo aquí no es un proceso mágico, sino algo que forma parte de nuestra vida cotidiana: golpeamos la pared, escuchamos.

COMIENZOS

Cómo podemos vernos atrapados por una historia que no puede contarse

Quiero contarles una historia acerca de un paciente que me impactó mucho.

Cuando estaba comenzando como psicoanalista, alquilé una pequeña consulta en la avenida Fitzjohns, una amplia calle arbolada en Hampstead. En la zona había varias clínicas de psicoanálisis bastante conocidas, y se hallaba a unos minutos a pie de la Casa Museo Freud. En el extremo sur de la avenida Fitzjohns hay una gran estatua de bronce de Freud.

Mi consulta era amplia y austera. Había un escritorio lo suficientemente grande para tomar notas y preparar las facturas mensuales, pero no había estanterías ni archivos; no era un despacho para leer o investigar. Al igual que en la mayoría de las consultas, el diván no era un diván, sino una cama individual cubierta con una colcha oscura. En la cabecera de la cama había un almohadón de plumas y, encima de este, una servilleta de lino blanco que cambiaba entre paciente y paciente. La psicoanalista que me alquilaba el despacho tenía colgada en la pared una pieza de arte popular africano. Ella seguía usando la consulta por las mañanas y yo iba por las tardes. Por esta razón era un lugar impersonal, incluso ascético.

Yo trabajaba a media jornada en la clínica Portman, un servicio externo de medicina legal. En general, los pacientes derivados a la clínica habían infringido la ley; algunos habían cometido crímenes sexuales o violentos. Veía a pacientes de todas las edades y escribía algunos informes judiciales. Al mismo tiempo, trataba de establecer mi consulta privada. Mi plan era trabajar en la clínica por las mañanas y dedicar las tardes a mis pacientes de la consulta, que tenían problemas menos extremos o acuciantes.

Pero resultó que mis primeros pacientes también me exigieron mucha más dedicación de lo que me esperaba. En retrospectiva, entiendo muchas de las razones por las que aquellos casos me resultaron tan difíciles. En parte se debía a mi inexperiencia. Creo que lleva tiempo —a mí me lo llevó— darse cuenta de lo muy diferentes que son unas personas de otras. Y probablemente no ayudó que psiquiatras y psicoanalistas ya veteranos me enviaran a sus pacientes para ayudarme a comenzar. Los doctores suelen derivar a los analistas más jóvenes aquellos casos que ya no quieren o no pueden atender. De manera que tuve que vérmelas con:

La señorita A., universitaria de veinte años. Aunque el psicoanalista que la había evaluado escribió en su informe que «sufre incontrolables accesos de llanto, depresión y un sentimiento dominante de inadaptación», la señorita A. se presentó como una joven alegre que insistía en que no necesitaba tratamiento. Sin embargo, con el tiempo descubrí que era bulímica y que, de forma regular y compulsiva, se hacía cortes en la piel. Como solo asistía esporádicamente a las sesiones, otros dos terapeutas habían renunciado a tratarla.

El profesor B., investigador científico de cuarenta años, casado y con dos hijos. Recientemente había sido acusado de plagio por uno de sus colegas. El vicerrector había trasladado su caso al comité disciplinario. Si era considerado culpable —y el profesor B. me había dicho que era probable que así fuera—, le darían la oportunidad de dimitir discretamente. Su médico le había recetado antidepresivos y me había pedido que lo psicoanalizara. El profesor B. oscilaba violentamente entre estados de triunfalismo frenético —por ejemplo, se mofaba de sus colegas del comité disciplinario— y de abatimiento extremo.

La señora C., que tenía un pequeño restaurante con su marido y era madre de tres hijos. Necesitaba ayuda porque sufría ansiedad y ataques de pánico. En nuestra primera sesión me dijo que «le resultaba difícil hablar francamente», pero no fue hasta después de varios meses de terapia cuando me contó que tenía una relación sentimental con la niñera de sus hijos, una mu

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