Índice
¡Plato!
Destino: Gastrópolis
LIMA
1. Renzo Garibaldi: la cicatriz del carnicero
2. Virgilio Martínez: el skater que subió más alto
3. Gastón Acurio: «¿Qué mejor legado le puedo dejar a mi familia que morir por un ideal?»
TOKIO
4. No hay dónde llorar a los muertos
5. En busca de la comida perfecta
6. El ramen más caro del mundo
CIUDAD DE MÉXICO
7. Camarero, hay una chinche en mi plato
8. Enrique Olvera: México es redondo
VIENA
9. Si vas a Viena, no pidas escalopa
HUMANES
10. El Coque después de 136.000 cochinillos
PARÍS
11. Alain Senderens: el chef que devolvió las estrellas (y al que se las dieron otra vez)
12. Le Nouveau Chic
13. Pierre Gagnaire: sentado al borde del precipicio
GETARIA
14. Elkano: los ojos del rodaballo
MENTON
15. Mauro Colagreco: de padres, hijos y fronteras
GRUYÈRES
16. Extraer, ingresar y guardar el oro
DÉNIA
17. Ánimo y desánimo de Quique Dacosta
NUEVA YORK
18. David Chang: famoso por un bocata
SÃO PAULO
19. Alex Atala: el Amazonas desde la silla
COPENHAGUE
20. Tres días, mil ochocientas copas (y dos botellas excepcionales en el Noma)
LONDRES
21. Señor chef: su restaurante es el mejor del mundo
22. Jamie Oliver: «Mi nombre es más importante que yo»
23. Heston Blumenthal: una mandarina en la oscuridad
ALBA
24. Enrico Crippa: cocina en voz baja
25. Trufa blanca, brillo en la sombra
NÁPOLES
26. Lenin en Capri, Capote en Isquia y unos limones como cabezas
GIRONA
27. Los Roca comen por primera vez en El Celler de Can Roca
SAN SEBASTIÁN
28. El Nobel de Química que fue pinche del Arzak
REIKIAVIK
29. Un glaciar en el gin-tonic
ERRENTERIA
30. Cuando el Mugaritz se incendió o no te enredes con la melancolía
ATXONDO
31. El Etxebarri y el hombre de fuego (y unas pocas palabras)
CALA MONTJOI
32. Las lágrimas del señor Ishida
Sobre este libro
Sobre Pau Arenós
Créditos
Destino: Gastrópolis
La mesa es capital
Una de las ideas que sostiene este libro es que el concepto «capital gastronómica» es como una goma: se extiende o se contrae a voluntad. Una población con unos pocos cientos de habitantes puede albergar un centro culinario magnético. Cierto es que las megalópolis facilitan el tránsito y que —en apariencia— es más sencillo llenar un restaurante si hay millones de individuos circulando por la acera, pero salir de los núcleos urbanos facilita la visibilidad porque enriquece el discurso. En este caso, el gancho, y el argumento, es que lo rural y apartado permite el acceso a un producto único. El viaje siempre es una promesa de que algo bueno, excitante y distinto está a punto de suceder.
Hace más de cien años los hermanos Michelin comprendieron que si querían vender ruedas tenían que colaborar en su desgaste. ¿Y cómo hacerlo? Con una guía que incluyera garajes, hoteles y restaurantes. Abrir la puerta, moverse, quemar neumáticos. Acostumbraron a sus clientes a una proclama revolucionaria: salga usted de casa y explore. Una remota ciudad de provincias podía albergar un restaurante con la misma calidad que la mejor de las casas parisinas. Y, además, venían a decir, usted se oxigenará, conocerá mundo, verá paisajes, saldrá de la rutina.
Hay que comprender que, desde que los Michelin reinventaron la rueda, Londres es una capital gastro, pero también lo es Bray-on-Thames, que da cobijo a unos cientos de vecinos. Heston Blumenthal dirige en la primera ciudad el restaurante Dinner, en los fastos del hotel Mandarin, y en la segunda, The Fat Duck; ambos son importantes puntos de atraque de los gourmets, tanto si son paquebotes como lanchas motoras, esto es, las viejas y pesadas tripas y las tabletas de gimnasio. Porque son dos ejemplos de restaurantes a-los-que-hay-ir, y no solo por lo que comes.
¡Plato! no distingue entre Tokio y Humanes, entre Ciudad de México y Girona, entre Copenhague y Errenteria, entre París y Menton, entre Nueva York y Dénia, entre Lima y Atxondo, entre Londres y Getaria. En todos esos lugares suceden cosas excepcionales y es necesario dedicar tiempo y recursos para contarlas. Son las gastrópolis, donde la mesa es capital.
Las historias que se explican a continuación suceden en varios años y están fechadas y contextualizadas: transcienden la glotonería, la narrativa clásica del hombre blanco con los bolsillos llenos y la papada de pelícano.
Porque una vez hemos decidido que se come bien, que se come de forma extraordinaria, ¿qué? ¿Qué más? El género conocido como «crítica de restaurante» olvida a las personas: prefiere hablar del atún que de los seres humanos. Sorprende la frialdad, distancia y arrogancia con que algunos especialistas diseccionan al bicho, cuando lo interesante, arriesgado y comprometido es abrir a la persona (como un acto metafórico, sin vísceras, aunque con un poco de sangre).
Ah, y el tono. ¿Pretenden que describamos la gastronomía como los notarios? De ninguna manera. Hay que desenvolverse, a ser posible, con humor. El humor son las zarpas del topo que escarban y se abren camino en el barro y la oscuridad. Cuidado, lombrices.
Durante años he buscado la comida perfecta y me he aproximado un buen número de veces a ella. ¿Existe? No lo creo, al menos, no en cuanto acto único: la comida perfecta, la que está por encima de las demás. ¿Solo una? ¡Qué triste! Las comidas perfectas son muchas y en todas ellas las circunstancias se imponen a la materia orgánica. Con quién nos sentábamos a la mesa, en qué lugar estábamos, cuál era nuestro ánimo. He degustado banquetes de irreprochable ejecución que no lograron conmoverme e imperfecciones que me hicieron estremecer. La comida perfecta aparece cuando no se busca, y solo nos damos cuenta de la excepción en cuanto ha terminado.
En este libro compartimos con los capitanes momentos irrepetibles en los que se ríe, se padece, se detallan intimidades... Gastón Acurio con la vida amenazada, Alain Senderens y la renuncia a la tercera estrella Michelin, Mauro Colagreco y el dolor de tener a sus bebés separados, Quique Dacosta y una muerte, un divorcio reciente y las ganas de reconstruirse, Andoni Luis Aduriz y el incendio del Mugaritz.
Personas, productos y lugares. El banquete radiactivo en la costa de Japón arrasada por el tsunami, la sobremesa de los chefs españoles en Londres a la espera de saber cuál iba a ser el mejor restaurante del mundo, la primera vez que los hermanos Roca se sentaron en su propio establecimiento, cómo un chef neoyorquino se ha convertido en estrella planetaria gracias a un bocata, en qué lugar de Lima se come carne con las manos y por qué el cocinero-carnicero se cubre la muñeca con un reloj gigante.
Descubrir la cicatriz en la oreja del ex-skater Virgilio Martínez, visitar en París a los nuevos sans-culottes, encontrar en Tokio el ramen más caro del mundo o el sashimi más fresco en el mercado de Tsukiji, meter la cuchara en los primeros días del Madre Mole de Enrique Olvera, masticar una chinche viva y seguir probando bichos en México sin asco, chupar un gusano amazónico en São Paulo, entrar en las cámaras de Gruyères donde reposan las ruedas de oro, no comprender la cocina de Pierre Gagnaire.
Beber en Noma dos de los Pingus 1995 que no se hundieron en el mar, abrir un barolo de 600 euros con los dueños del Piazza Duomo en Alba, escuchar a Jamie Oliver decir que su nombre es más importante que él, comprender en el Elkano los secretos de la parrilla y el rodaballo, saber quién es el hombre de fuego que refundó los asadores en el Etxebarri, hornear uno de los 136.000 cochinillos de los hermanos Sandoval, beber en Islandia una ginebra hecha con agua volcánica, escuchar a Juan Mari Arzak explicar cómo un premio Nobel de Química fue pinche de su restaurante y pasar un día en cala Montjoi con los señores Ishida y la representación del Mibu, el místico restaurante tokiota.
Experiencias gratas y desagradables, paraísos y purgatorios, aciertos y desastres. Destinos equivocados como la navegación por el golfo de Nápoles tras grandes celebraciones que nunca sucedieron, la búsqueda de la mejor escalopa por Viena, los engaños en la subasta de la trufa blanca en el Piamonte o la decepción en restaurantes con fama mundial desde Francia hasta Dinamarca. Escribir solo sobre el éxito es como cubrir con un pañuelo de seda una cicatriz en el cuello. De ahí el título del libro: se dispara muchas veces y se acierta unas pocas. ¡Plato!
¿Qué se requiere para el viaje? Curiosidad y ganas de aprender, querer saber más que el cliente convencional, que es alguien que come, paga y se va sin adentrarse en grasas y quemaduras (y si está enganchado a las redes sociales y se cree influencer, u otra palabra que merezca un hachazo, pontifica rebozándose en prejuicios e inventando una tesis sobre algo que desconoce).
Sirvan las siguientes páginas como retrato (parcial) de lo que ha sucedido en algunas capitales en la última década, cuando los cocineros comenzaron a conquistar el mundo, y algunos se lo creyeron de verdad.
1
Renzo Garibaldi
La cicatriz del carnicero
Lima, 2014. Una comida pantagruélica en una mesa de cortar carne y un comedor bajo la dictadura del carnicero, un hombre de 1,92 metros y 120 kilos de peso con 36 camisas de cuadros y 30 gorras en el ropero, donde se come con las manos y el jabón está hecho de grasa. Como plato final, un filete de wagyu madurado durante 220 días que Renzo Garibaldi entierra bajo ascuas. ¿Quiénes son las estrellas mundiales de la nueva carnicería? ¿Algún exvegano?
Si Renzo Garibaldi (Miraflores, Lima, 1982) gira la muñeca izquierda y muestra la parte oculta, la más blanca, aparece aquel tajo que pudo haberle costado la mano.
La cicatriz es pequeña, no parece que arriesgase mucho. Un reloj, que se partió por la mitad, salvó los tendones y el hueso. Un corte limpio dividió el tiempo y podría haber acabado con el carnicero antes de comenzar. Este no es un oficio para mancos.
Fue un accidente de aprendiz, cuando se enfrentaba a un cordero muerto con un cuchillo vivo en la Fleisher’s, la carnicería de Joshua y Jessica Applestone, en Kingston, Nueva York, donde veló armas.
«Deshuesaba el pecho. Al chocar contra el hueso, el cuchillo resbaló y saltó. Tenía un reloj azul de plástico Nixon. Hoy sigo usando reloj con la correa de plástico más gruesa que encuentro. Es una especie de protección.»
El reloj azul está en su casa como recordatorio de que a las imprudencias les llega su hora. «Me hace recordar que puedo decir que aprender me costó sangre, sudor y lágrimas, y decirlo de forma literal.»
El Osso, la carnicería-restaurante de Renzo, es la última sensación de una Lima gastronómica con más efervescencia que el sidral en un vaso de agua, en la que establecimientos como el Central (Virgilio Martínez), el Astrid & Gastón/Casa Moreyra, el Maido (Mitsuharu Tsumura) y el Malabar (Pedro Miguel Schiaffino) descubren la grandeza, y la ambición y la complejidad de una cocina que trasciende la papa y el choclo.
En un país en el que se consume poca carne de res y donde la oferta de pollo a la parrilla monopoliza los comedores públicos, Renzo se presentó como carnicero de animales grandes tras probar como especialista de pescados en el estadounidense La Mar, establecimiento que forma parte del grupo de Gastón Acurio, el hombre que inventó la gastronomía en el Perú moderno.
La primera clase fue con Ryan Farr, dueño del 4505 Meats, del que había sido cliente y consumidor de hamburguesas del tamaño de la cabeza de un niño. «El primer día que corté carne en San Francisco, en esa clase... Me sentí carnicero desde el momento en que empecé a mover el cuchillo. Después de eso no había marcha atrás.»
Que Renzo cambiase las espinas por las columnas vertebrales es menos traumático que el camino de la clorofila a la sangre que siguió su maestro Applestone, vegano durante diecisiete años. Resulta que entre estos expertos en músculos y hemoglobina hay exmilitantes de lo verde que recuperan su relación con la naturaleza usando la ingesta de herbívoros como si se sirvieran de una médium.
Esta mañana, Renzo, descendiente de italianos con apellido de libertador («Mi bisabuelo Santiago era genovés») e hijo de hombre de negocios, ha estado jugando al golf con esa muñeca izquierda que salvó gracias a un reloj. «Mi padre es socio de una empresa textil. Siempre hay expectativas para que uno siga los pasos del padre. Pero como son varios socios, en algún momento decidieron no contratar a los familiares. Por suerte, no hubo opción de seguir ese camino.»
El campo está en La Molina, distrito residencial de Lima a una hora del centro; para llegar a este césped en el que pastan los ricos de la metrópoli hay que armarse de paciencia porque el tráfico es de hormigón armado. Conducir por el extensísimo suelo capitalino es una forma de estar parado.
En La Molina, Renzo y su mujer, Andrea Yui, abrieron la carnicería en julio de 2013 y el restaurante, en septiembre de 2014.
Imaginar al carnicero con un palo de golf es chocante por su altura y corpulencia. «Estoy en proceso de bajar un poco.» En sus manos de oso, el palo es una astilla. «Parezco más un leñador que un golfista, pero la verdad es que juego bastante bien, y el tamaño y el peso me ayudan a pegarle muy largo a la bola. Espero seguir mejorando.»
Su revolución tiene una pata local y otra mundial. La local es abrir una carnicería en un país donde los mamíferos los despachan en mercados y supermercados y pocas veces en establecimientos con vida propia.
«No somos un país con cultura ganadera. Hemos sido menos exigentes. Las personas con experiencia que podían recomendar qué comprar desparecieron cuando el cliente solo buscaba bistec y lomo, los cortes más rápidos. Perú es un país en vías de desarrollo y tenemos un grado de pobreza aún muy alto. Por eso el consumo de carne es tan bajo. Al no ser un país ganadero, la carne sale cara, está fuera del presupuesto de muchos peruanos. Aunque eso ha ido mejorando.»
La pata mundial de la revolución de Renzo es el hecho de formar parte de la élite del oficio, sangre nueva para una ocupación primitiva, liberada de la mosca y la putrefacción y las acusaciones de asesinato.
«Creo que siempre existió el movimiento, solo que ahora le estamos dando más importancia. Es increíble la cantidad de información a la que hoy tenemos acceso. Esos carniceros que han estado haciendo bien las cosas y con amor por la profesión solo eran conocidos por sus clientes. En cambio, hoy pueden llegar al mundo entero gracias a las fotos que los clientes toman de las tiendas, a Twitter, a Facebook...»
Es probable que el primero de la lista de desolladores con estilo sea el italiano Dario Cecchini, que recita versos de Dante hacha en alto, seguido por los franceses Yves-Marie Le Bourdonnec y Hugo Desnoyer; los estadounidenses Applestone, Farr, Taylor Boetticher, Tom Mylan y Chris Cosentino, y el británico Tim Wilson.
En todos ha prendido el discurso de la sostenibilidad, algo chocante porque están especializados en vacas, fábricas de metano con pezuñas y grandes consumidoras de energía. Para conseguir un kilo de ternera es necesario dilapidar 15.400 litros de agua.
Ellos lo saben y responden que defienden la ganadería artesanal frente a la industrial, que buscan al animal libre, sin hormonas ni antibióticos, y se alejan de las bestias hacinadas, drogadas y sobrealimentadas. Aun así, les sería difícil santificar el kilómetro cero: los rumiantes llevan pasaporte con muchos sellos.
La carnicería y salumeria Osso (hueso en italiano) abre en canal el negocio antiguo. Una cuidada estética con una imagen gráfica potente («La diseñó mi cuñada Jessica»), una limpieza de quirófano, carteles insinuantes, los cortes expuestos en las vitrinas con el orgullo del que sabe que maneja un producto óptimo y que desmembra con pericia: «Trabajamos animales enteros». Camisetas rocanroleras, sartenes, salsas, mezclas de especias y el escudo nobiliario de casa Osso: dos hachas cruzadas.
No solo corta y vende carne: también despacha una forma de euforia.
Renzo participa de esta meditada estética: la barba deshilachada, la gorra, la camisa de cuadros. Guarda en el ropero treinta y seis camisas de cuadros, «incluidas un par de vestir», y unas treinta gorras, «contando con las de golf». Quiere ser identificado con facilidad gracias a ellas, además de por sacarles medio cuerpo a los empleados: «La gorra y la camisa son parte del uniforme».
Es fácil confundir los nombres de Renzo y Osso. El carnicero tiene talla de plantígrado y más de una vez los clientes se dirigen a él con el apelativo animal.
El Osso es una u: un ala, la carnicería; la otra, el restaurante. El lugar interesante está detrás. En realidad son dos espacios, la cámara donde sosiegan las adquisiciones y la mesa de arce donde se llevan a cabo los sacrificios. Sobre la tabla, las vacas muertas esperan una autopsia exquisita.
«Lo primero que veo es la calidad de la carne y el trato que esta ha tenido. Buscamos huesos rotos, coágulos de sangre o cosas por el estilo que puedan ser consecuencia de un maltrato al animal. Si hallamos algo de eso, devolvemos la pieza y hablamos con el proveedor. Vemos el desarrollo de los músculos. No todos los animales son iguales. A veces llega un cerdo con mucha grasa en el lomo y tratamos de aprovecharlo sacando chuletas largas. Siempre intentamos entender lo que tenemos antes de decidir por dónde abrir.»
El destino será el fuego, al otro lado de unas puertas de cristal que protegen a los comensales del infierno. Un parrillero, seguramente un hombre de amianto, lo alimenta con maderas aromáticas: naranjo y manzano. Sahumerio para el último viaje.
En broma, Acurio le dijo recientemente: «¿Cuándo meterás vegetales en la parrilla?». A lo que el carnicero respondió sin tirarse del bigote: «Ya estoy con el pollo».
La mesa ocupa el centro de la habitación secreta. Una vez al día y para una decena de personas, el carnicero ofrece intimidades.
«Para comer aquí hay tres condiciones. La primera: sin cubiertos, se come con las manos. La segunda: la botella de vino no puede estar en la mesa porque es preciso evitar que se derrame. Es mi mesa de trabajo. La tercera: esto es una dictadura. Se come lo que yo quiero.»
Esta forma de masoquismo suave parece agradar, porque las reservas están completas los siguientes dos meses. Otra de las reglas del Osso es que no se tira nada, así que el jabón para las abluciones está hecho con grasa. Un grifo y abundantes rollos de papel ayudan a los refinados salvajes a limpiarse tantas veces como quieran.
En una de esas veladas con colmillo, el cardenal de Lima exigió cuchillo y tenedor a la altura de su eminencia. A la tercera tanda estaba metiendo las manos en el tartar en busca de la comunión.
«Me encanta este olor.» No es olor a muerte sino a fresco. Acaba de salir de la cámara frigorífica —a 4 grados de temperatura y entre 72 y 76 por ciento de humedad—, donde se balancean canales de reses de 450 kilos y tres años de edad y cerdos de casi 100 kilos y entre 10 y 16 meses. Habrá que establecer paralelismo entre la corpulencia del anfitrión y sus víctimas. Las chuletas añejadas tienen colores antiguos, de tierra primigenia, de arcilla blanca y de arcilla roja. Esto podría ser una cueva y Renzo, un hombre de las cavernas.
Lo más interesante de lo que sucede en este fresco interior es la maduración. El artista experimenta con el tiempo. Las bacterias trabajan en silencio. «Las piezas pasan ahí dentro entre 10 y 250 días. Nuestra máxima espera ha sido con un wagyu: lo dejamos 320 días.» Si fuera un infante, en ese tiempo hubiese aprendido a andar. Existe entre los especialistas una discusión acerca de las sobremaduraciones. ¿Cuál es el límite? ¿Y cuál es el período óptimo? ¿A partir de qué fecha el tiempo se convierte en enemigo?
Renzo opina que cada pieza requiere un toque: depende de la grasa, depende de la raza, depende de la crianza. No es lo mismo angus, que wagyu, que holstein, que simmental. Y también es distinto si mugen en peruano o en norteamericano.
«Es algo que nació de la curiosidad. Quería ver hasta dónde podíamos llevar la carne y qué cambiaba con los días. No había un plan maestro, pero hoy se ha vuelto nuestro sello.»
Las viandas se suceden en esta fiesta de la proteína. Mantequilla de lardo, embutidos (poca tradición en Perú, concentrada en los Andes y casi para el autoconsumo), panceta, tartar mezclado con huevo por uno de los comensales, rillettes (pato, ¡ave!, ¡anatema!) según la receta que aprendió en Francia, hamburguesita, hot dog (¡buen perrito!), costilla lacada, chuleta ahumada. Croquetas de carrillera rebozadas con chicharrones. Una máquina de palomitas va expendiendo maíz engrasado.
Aguanta, mañana no te hagas análisis de colesterol. Asado de tira. Que bebo vino. Que me levanto y me limpio. En un momento piadoso, aparece una ensaladera con un poco de lechuga.
La mesa de la muerte es la mesa de la celebración. Donde Renzo hunde el cuchillo deshuesador «de diez o doce centímetros», los comensales enseñan dientes y ríen y brindan, ahítos. Ellos han ingerido carne, y son carne.
¿Hay simbolismo en unir trabajo y festejo? «Definitivamente. Para nosotros, la carcasa de la res o del cerdo es el inicio del trabajo. Y eso sucede en la mesa. El menú degustación es el final del trabajo y por eso lo hacemos en la misma mesa. Cerramos el ciclo. Es la pieza central de la tienda. Todas las noches la limpiamos con agua y la afeitamos. La cubrimos con sal para que absorba toda el agua y elimine las bacterias que puedan quedar. Además, echarle sal a la mesa es como un ritual.»
Los ritos, la materia, los gestos de magia cotidiana.
Para el número final, Renzo se pone guantes y coge un trozo de wagyu que ha reposado durante doscientos veinte días. Levanta las brasas, lo mete debajo y lo cubre con los rescoldos. Cronometra dos minutos. Lo desentierra y lo deja encima: un minuto más sobre la lava. Una vez limpiado, la carne es la mejor carne.
Al girar la muñeca, muestra aquella cicatriz que pudo costarle la mano.
Otro reloj gigante le sirve de salvaguarda y amuleto.
2
Virgilio Martínez
El skater que subió más alto
Lima, 2014. La historia del primer cocinero de Sudamérica según los expertos y «premiólogos», que una vez fue artista del monopatín, lo que le dejó el cuerpo roto. Hombre flaco de carácter duro, ha sido capaz de domesticarse (y dejar de patear puertas). Su cocina es de altura, de alturas, basada en los productos que se pueden encontrar en los diversos ecosistemas de Perú. Una herida en la oreja izquierda habla de la violencia en la cocina.
Renato es un estudiante de Pachacútec. La escuela en la que aprende cocina está en un desierto. Para llegar a esa desolación desde Lima, donde vive, tiene que cambiar varias veces de autobús y andar un rato.
Andar un rato bajo un sol engasado.
Cuando le preguntan con qué chef desearía iniciarse, responde sin pensárselo: «Con Virgilio Martínez». ¿Por qué? «Porque me gusta que trabaje los ecosistemas.» Los estudiantes suelen dar respuestas más limitadas.
No hay un grano de vacuidad ni de arena en la respuesta de Renato. De hecho, resume con exactitud el quehacer de Virgilio Martínez Véliz (Lima, 1977), chef del Central, en el barrio limeño de Miraflores, y de su mujer, socia y jefa de cocina, Pía León Vegas (Lima, 1986).
Virgilio cumple con el principal de los requisitos necesarios para ser uno de los chefs más admirados del mundo: su cocina es lo menos parecida posible a la de los demás. Traslada los ecosistemas de Perú al plato como forma de singularidad y responsabilidad.
Comerse un paisaje no significa hincar el diente a una foto, a un cuadro, sino que es algo más complejo que tiene que ver con lo invisible. Ser ecológico es intentar infligir al mundo el menor daño posible.
Antes de construirse como cocinero, Virgilio se rompió todos los huesos: «Era skater. Siempre estaba en la calle. Tenía todos los números para convertirme en delincuente». Se ríe porque su barrio era La Molina, uno de los más finos de Lima.
Es un flaco que, de pasar de lado, resultaría invisible. Su otro rasgo característico es el flequillo, de un negro de aceituna.
En ese cuerpo en apariencia frágil habita un gran carácter. En los últimos años ha aprendido a mantener la pequeña fiera en la jaula: trabajar en equipo implica comprender que antes de domar a los otros hay que saber domarse a uno mismo.
El primer amor de Virgilio fue el skate. Como sucede con l