I
Quizá tuviera dos o tres años. O uno. Es el primer recuerdo claro que tengo. Lo más seguro es que sepa lo que alguien me contó. O quizá no. Era por la noche. El pasillo de la casa era muy largo. Desde mis ojos era tal la sensación de distancia como la de una hormiga que cada vez que quisiera beber tuviera que atravesar la muralla china. Me arrastraba con la intención puesta en recorrer la larga casa. Llegar a la cocina era la recompensa al esfuerzo. Un esfuerzo inútil, por otra parte. Las cortinas, las sillas y los cuadros me miraban con la intención de evitar mi avance. Me acuerdo de que sus amenazas eran de mentira. Sólo por joder. Finalmente siempre conseguÃa llegar a la cocina. Me sentÃa como un triunfador. Tal y como se entiende el triunfo a los dos o tres años. O cuando tienes uno.
El caso es que ese dÃa era diferente a los demás. La oscuridad ocupaba toda la cocina. Sólo la habitaban las sombras de los muchos fantasmas que vivÃan allÃ. En ese tiempo no te das cuenta. Es después. Te asustas después cuando piensas todo el tiempo que viviste en la oscuridad sólo habitada por el silencio de los fantasmas.
Ese dÃa llegué a la cocina más rápido que otras veces. Una extraña figura me esperaba con la boca abierta. Amenazante. Sin miedo me acerqué a ella. En ese tiempo todavÃa no conoces el miedo. De repente su boca cayó encima de mi. En ese momento sà que se hizo oscuro el viaje. Todo retumbó a mi alrededor. Un BBRRRRUUUUUMMMM envolvió mi pequeño cuerpo. Cuerpo de niño de dos o tres años. O uno. En ese momento llegó el silencio, roto solamente por el sonido de unos pasos rápidos que cortaban la distancia. La insalvable distancia entre la cocina y el resto de la casa. Desde el interior del monstruo pude ver unas piernas y otras y otras. Era pequeño, no podrÃa decir a cuántas personas pertenecÃan. Ni siquiera eso sabÃa. La cocina estaba envuelta en gritos:
—¿Qué fue ese ruido?
—¡El horno, fue el horno! —contestó una voz más grave que la anterior.
—¡El niño! ¿Dónde está el niño? —preguntó la primera voz.
Una gota, dos, tres... era la primera vez que veÃa llover en la cocina. Para ser exactos, era la primera vez que veÃa algo parecido. Todo el mundo daba voces. Las piernas, muchas a la vez, se acercaron al bicho que me habÃa comido. Algunas manos comenzaron a luchar contra él. Unas tenÃan uñas largas y pintadas. Otras sólo uñas, sin pintar. Todo parecÃa distinto desde allà dentro. Noté que el suelo se movÃa debajo de mis pies. Yo rebotaba entre las paredes del estómago de aquel monstruo. Una mano con las uñas sin pintar consiguió abrirle la boca y las manos con las uñas pintadas me rescataron de su interior. Volé unos segundos y llegué a unos ojos llenos de lluvia. En ese momento fue cuando empecé a sentirme mal. Me movÃa para todos los lados. No sabÃa dónde estaba. Me tocaban muchas manos. Grandes, pequeñas, con uñas pintadas y con uñas sin pintar. Estaba envuelto en manos. Empecé a dar patadas al aire. TenÃa que defenderme, como fuera, de las manos acosadoras.
Un poco después me dejaron en el suelo. Ya estaba más a gusto. El monstruo estaba vencido y yo estaba libre para ir a recorrer otras partes de la casa.
—¡Menos mal, no le pasó nada! ¡Este niño es un trasto, un dÃa nos va a dar un disgusto!
Voces que me perseguÃan en mi escapada hacia la libertad. El pasillo era la libertad. Como el mar. El pasillo de mi casa, en ese momento, era la liberación.
Seguramente fue en aquel momento cuando descubrà lo que era el miedo, la angustia. La huida de los adultos era lo que me alejaba de esos sentimientos. Indescifrables para mà en aquel momento, pero que hacÃan que me sintiera tan mal.
Lo que está claro es que desde aquel momento, cuando yo tenÃa dos o tres años, o uno, escapaba del mundo de los adultos, del miedo, para refugiarme en las sombras, entre los fantasmas que nunca me habÃan molestado.
II
Una cuna. Oscuridad. Un color azul. Un libro con dibujos. Una habitación a oscuras. VacÃa. No sé por qué tengo ese recuerdo, pero muchas veces pasa por mi cabeza. Una cuna blanca. Una oscuridad azulada. Un libro con dibujos que destacaban coloreados en la oscuridad. No recuerdo ningún juguete. Ningún mueble. Nada que no fuera una cuna, una oscuridad azul, un libro y sombras. Muchas sombras a mi alrededor.
Ése es el recuerdo que tengo de la infancia.
Una habitación sin muebles ni juguetes envuelta en una oscuridad azul. Un pasillo muy largo, tan largo como el mar. Con la misma sensación. Una cocina que estaba muy lejos. Y sombras, muchas sombras. En la habitación. En el pasillo. En la cocina. Y un monstruo que una vez me habÃa comido en la cocina, delante de la mirada de los cuadros, de las cortinas, de las sillas y de la voz peligrosa de los adultos. Eso es lo que recuerdo. Tiene que haber más cosas. Pero seguro que éstas son las importantes.
En mis recuerdos sólo aparecen estos elementos. Pero no entiendo por qué los adultos me daban miedo y sólo estaba a gusto en la oscuridad azul. Con el silencio de los fantasmas.
III
Una vez hablé de ello con mis padres. Era una noche oscura. Yo ya era un poco mayor. Ya no habÃa cuna. Ni color azul. HabÃa una cama al lado de la pared y en el otro extremo de la habitación, un mueble. Detrás del mueble una oscuridad más negra y con más sombras. En ese pequeño espacio entre el mueble y la pared salÃan monstruos que me decÃan cosas malas y alargaban sus manos para cogerme. Yo estaba asustado. Ya era algo mayor y por eso sentÃa miedo. Las sombras ya no eran mis amigas. Una noche detrás del armario estaba Drácula. Me acuerdo muy bien, era Drácula que me decÃa las cosas que me harÃa en un momento. Cuando me cogiera.
—¡Mamá, mamá! —dije a gritos.
Es algo extraño. Cuando tenÃa miedo siempre llamaba a mi madre. No recuerdo haber llamado nunca a mi padre. Pero era él el que venÃa siempre.
Las luces de la casa se encendieron. La habitación de mis padres, el pasillo. Y, por fin, mi habitación. Todo se volvió de un color amarillo. Las sombras desaparecieron. En su lugar apareció mi padre. El héroe que venÃa a salvarme de Drácula.
—¿Qué pasa, hijo? —dijo con voz nerviosa.
—¡Detrás del armario, papá! ¡Está Drácula! ¡Quiere hacerme daño! ¡Me lo dijo él!
—Tranquilo hijo —dijo mi padre mientras se sentaba en la cama a mi lado—. Los monstruos no existen. Drácula sólo existe en las pelÃculas y en los libros. No es real.
—SÃ, papá, está aquÃ. No sé si es Drácula o no, pero hay un monstruo extraño en mi habitación. AhÃ, detrás del armario. Se escondió cuando tú llegaste. Pero va a estar esperando que tú marches para venir a por mÃ.
Mi padre se levantó y fue hacia el armario. Se metió en el hueco entre el armario y la pared y dijo:
—¿Ves? Aquà no hay nadie. Pero si estás más tranquilo ven a dormir a nuestra habitaciÃ