Las habitaciones vacías

Ramón Lluis Bande

Fragmento

I

Quizá tuviera dos o tres años. O uno. Es el primer recuerdo claro que tengo. Lo más seguro es que sepa lo que alguien me contó. O quizá no. Era por la noche. El pasillo de la casa era muy largo. Desde mis ojos era tal la sensación de distancia como la de una hormiga que cada vez que quisiera beber tuviera que atravesar la muralla china. Me arrastraba con la intención puesta en recorrer la larga casa. Llegar a la cocina era la recompensa al esfuerzo. Un esfuerzo inútil, por otra parte. Las cortinas, las sillas y los cuadros me miraban con la intención de evitar mi avance. Me acuerdo de que sus amenazas eran de mentira. Sólo por joder. Finalmente siempre conseguía llegar a la cocina. Me sentía como un triunfador. Tal y como se entiende el triunfo a los dos o tres años. O cuando tienes uno.

El caso es que ese día era diferente a los demás. La oscuridad ocupaba toda la cocina. Sólo la habitaban las sombras de los muchos fantasmas que vivían allí. En ese tiempo no te das cuenta. Es después. Te asustas después cuando piensas todo el tiempo que viviste en la oscuridad sólo habitada por el silencio de los fantasmas.

Ese día llegué a la cocina más rápido que otras veces. Una extraña figura me esperaba con la boca abierta. Amenazante. Sin miedo me acerqué a ella. En ese tiempo todavía no conoces el miedo. De repente su boca cayó encima de mi. En ese momento sí que se hizo oscuro el viaje. Todo retumbó a mi alrededor. Un BBRRRRUUUUUMMMM envolvió mi pequeño cuerpo. Cuerpo de niño de dos o tres años. O uno. En ese momento llegó el silencio, roto solamente por el sonido de unos pasos rápidos que cortaban la distancia. La insalvable distancia entre la cocina y el resto de la casa. Desde el interior del monstruo pude ver unas piernas y otras y otras. Era pequeño, no podría decir a cuántas personas pertenecían. Ni siquiera eso sabía. La cocina estaba envuelta en gritos:

—¿Qué fue ese ruido?

—¡El horno, fue el horno! —contestó una voz más grave que la anterior.

—¡El niño! ¿Dónde está el niño? —preguntó la primera voz.

Una gota, dos, tres... era la primera vez que veía llover en la cocina. Para ser exactos, era la primera vez que veía algo parecido. Todo el mundo daba voces. Las piernas, muchas a la vez, se acercaron al bicho que me había comido. Algunas manos comenzaron a luchar contra él. Unas tenían uñas largas y pintadas. Otras sólo uñas, sin pintar. Todo parecía distinto desde allí dentro. Noté que el suelo se movía debajo de mis pies. Yo rebotaba entre las paredes del estómago de aquel monstruo. Una mano con las uñas sin pintar consiguió abrirle la boca y las manos con las uñas pintadas me rescataron de su interior. Volé unos segundos y llegué a unos ojos llenos de lluvia. En ese momento fue cuando empecé a sentirme mal. Me movía para todos los lados. No sabía dónde estaba. Me tocaban muchas manos. Grandes, pequeñas, con uñas pintadas y con uñas sin pintar. Estaba envuelto en manos. Empecé a dar patadas al aire. Tenía que defenderme, como fuera, de las manos acosadoras.

Un poco después me dejaron en el suelo. Ya estaba más a gusto. El monstruo estaba vencido y yo estaba libre para ir a recorrer otras partes de la casa.

—¡Menos mal, no le pasó nada! ¡Este niño es un trasto, un día nos va a dar un disgusto!

Voces que me perseguían en mi escapada hacia la libertad. El pasillo era la libertad. Como el mar. El pasillo de mi casa, en ese momento, era la liberación.

Seguramente fue en aquel momento cuando descubrí lo que era el miedo, la angustia. La huida de los adultos era lo que me alejaba de esos sentimientos. Indescifrables para mí en aquel momento, pero que hacían que me sintiera tan mal.

Lo que está claro es que desde aquel momento, cuando yo tenía dos o tres años, o uno, escapaba del mundo de los adultos, del miedo, para refugiarme en las sombras, entre los fantasmas que nunca me habían molestado.

II

Una cuna. Oscuridad. Un color azul. Un libro con dibujos. Una habitación a oscuras. Vacía. No sé por qué tengo ese recuerdo, pero muchas veces pasa por mi cabeza. Una cuna blanca. Una oscuridad azulada. Un libro con dibujos que destacaban coloreados en la oscuridad. No recuerdo ningún juguete. Ningún mueble. Nada que no fuera una cuna, una oscuridad azul, un libro y sombras. Muchas sombras a mi alrededor.

Ése es el recuerdo que tengo de la infancia.

Una habitación sin muebles ni juguetes envuelta en una oscuridad azul. Un pasillo muy largo, tan largo como el mar. Con la misma sensación. Una cocina que estaba muy lejos. Y sombras, muchas sombras. En la habitación. En el pasillo. En la cocina. Y un monstruo que una vez me había comido en la cocina, delante de la mirada de los cuadros, de las cortinas, de las sillas y de la voz peligrosa de los adultos. Eso es lo que recuerdo. Tiene que haber más cosas. Pero seguro que éstas son las importantes.

En mis recuerdos sólo aparecen estos elementos. Pero no entiendo por qué los adultos me daban miedo y sólo estaba a gusto en la oscuridad azul. Con el silencio de los fantasmas.

III

Una vez hablé de ello con mis padres. Era una noche oscura. Yo ya era un poco mayor. Ya no había cuna. Ni color azul. Había una cama al lado de la pared y en el otro extremo de la habitación, un mueble. Detrás del mueble una oscuridad más negra y con más sombras. En ese pequeño espacio entre el mueble y la pared salían monstruos que me decían cosas malas y alargaban sus manos para cogerme. Yo estaba asustado. Ya era algo mayor y por eso sentía miedo. Las sombras ya no eran mis amigas. Una noche detrás del armario estaba Drácula. Me acuerdo muy bien, era Drácula que me decía las cosas que me haría en un momento. Cuando me cogiera.

—¡Mamá, mamá! —dije a gritos.

Es algo extraño. Cuando tenía miedo siempre llamaba a mi madre. No recuerdo haber llamado nunca a mi padre. Pero era él el que venía siempre.

Las luces de la casa se encendieron. La habitación de mis padres, el pasillo. Y, por fin, mi habitación. Todo se volvió de un color amarillo. Las sombras desaparecieron. En su lugar apareció mi padre. El héroe que venía a salvarme de Drácula.

—¿Qué pasa, hijo? —dijo con voz nerviosa.

—¡Detrás del armario, papá! ¡Está Drácula! ¡Quiere hacerme daño! ¡Me lo dijo él!

—Tranquilo hijo —dijo mi padre mientras se sentaba en la cama a mi lado—. Los monstruos no existen. Drácula sólo existe en las películas y en los libros. No es real.

—Sí, papá, está aquí. No sé si es Drácula o no, pero hay un monstruo extraño en mi habitación. Ahí, detrás del armario. Se escondió cuando tú llegaste. Pero va a estar esperando que tú marches para venir a por mí.

Mi padre se levantó y fue hacia el armario. Se metió en el hueco entre el armario y la pared y dijo:

—¿Ves? Aquí no hay nadie. Pero si estás más tranquilo ven a dormir a nuestra habitaciÃ

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