El reino (Las aventuras de Fargo 3)

Clive Cussler
Grant Blackwood

Fragmento

Índice

Índice

El reino

PRÓLOGO

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Capítulo 36

Capítulo 37

Capítulo 38

Capítulo 39

Capítulo 40

EPÍLOGO

Biografía

Créditos

Acerca de Random House Mondadori

PRÓLOGO

Una tierra olvidada

De los ciento cuarenta centinelas originales, ¿era posible que él fuese el último? La desalentadora idea daba vueltas en la cabeza de Dhakal.

Ocho semanas antes, la fuerza principal de los conquistadores había invadido su país desde el este con una velocidad y una crueldad brutales. Soldados de caballería e infantería bajaron de las colinas y entraron en tropel en los valles, arrasaron los pueblos y mataron a todo aquel que se interpuso entre ellos.

Junto con los ejércitos llegaron grupos de soldados de élite encargados de una única misión: localizar el Theurang sagrado y llevárselo a su rey. En previsión de ello, los centinelas, cuya responsabilidad era proteger la reliquia sacra, la extrajeron de su lugar de veneración y la hicieron desaparecer.

Dhakal redujo la marcha de su caballo hasta hacerlo avanzar trotando, se desvió del sendero por una abertura entre los árboles y se detuvo en un pequeño claro sombreado. Se apeó de la silla de montar y dejó que el animal vagara hasta un arroyo cercano y agachara la cabeza para beber. Se situó detrás de su montura para comprobar la serie de correas de cuero que sujetaban el cofre con forma de cubo a la grupa del caballo. Como siempre, su carga se mantenía firme.

El cofre era una maravilla, fabricado con tal solidez que podía soportar una brusca caída sobre una roca o golpes repetidos sin mostrar la más mínima grieta. Tenía muchas cerraduras ocultas e ingeniosamente diseñadas para que resultara prácticamente imposible abrirlas.

De los diez centinelas del grupo de Dhakal, ninguno tenía los recursos ni la capacidad para abrir ese cofre, ni ninguno sabía si su contenido era auténtico o falso. Ese honor, o tal vez esa maldición, correspondía exclusivamente a Dhakal. La forma en que lo habían elegido no le había sido revelada, pero solo él sabía que ese cofre sagrado transportaba el venerado Theurang. Con suerte, dentro de poco encontraría un lugar seguro para ocultarlo.

Durante prácticamente las últimas nueve semanas había estado huyendo; había escapado de la capital con su grupo pocas horas antes de la llegada de los invasores. Durante dos días, mientras el humo de sus hogares y de sus campos en llamas cubría el cielo detrás de ellos, corrieron a caballo hacia el sur. Al tercer día se separaron, siguiendo cada uno una dirección determinada de antemano; la mayoría de los centinelas se alejaron de la línea de avance de los invasores, pero algunos se dirigieron hacia ella. Esos valerosos hombres bien habían muerto o bien estaban sufriendo a manos de un enemigo que, habiendo capturado la engañosa carga de cada centinela, exigía que le dijeran cómo acceder al cofre que transportaba Dhakal. Según lo planeado, ninguno de ellos tenía respuesta a esa demanda.

En cuanto a Dhakal, sus órdenes lo habían llevado derecho hacia el este, al sol naciente, una dirección que había mantenido durante los últimos sesenta y un días. La tierra en la que en ese momento se encontraba era distinta del terreno árido y montañoso en el que se había criado. Allí también había montañas, pero estaban cubiertas de un espeso bosque y separadas por valles repletos de lagos. Eso hacía que le resultara mucho más fácil mantenerse oculto, pero también había ralentizado su avance. El terrero era un arma de doble filo: un asaltante diestro podía caerle encima antes de que tuviera ocasión de escapar.

Hasta el momento había vivido muchas situaciones peligrosas, pero su adiestramiento le había permitido salir indemne de todas ellas. En cinco ocasiones había observado, debidamente oculto, cómo sus perseguidores pasaban a caballo a escasa distancia de él, y en dos ocasiones había entablado batalla campal con brigadas de caballería enemiga. Pese a encontrarse en inferioridad numérica y agotado, había matado a esos hombres, había enterrado sus cadáveres y sus pertrechos, y había dispersado sus caballos.

Durante los últimos tres días no había visto ni oído el menor rastro de sus perseguidores. Tampoco se había tropezado con ningún lugareño; las personas con las que se cruzaba le prestaban escasa atención. Su rostro y su estatura se parecían a los de ellos. Su instinto le decía que siguiera adelante, que todavía no se había alejado lo suficiente de...

Al otro lado del arroyo, a unos cuarenta metros, se oyó el crujido de una rama entre los árboles. Cualquier otra persona no le habría dado importancia, pero Dhakal conocía bien el sonido de un caballo al abrirse paso entre la espesa maleza. Su caballo había dejado de beber, tenía la cabeza levantada y movía nerviosamente las orejas.

A continuación, otro sonido procedente del sendero; el ruido de los cascos de un caballo arrastrándose sobre los guijarros. Dhakal sacó el arco de la funda que llevaba a la espalda y extrajo una flecha del carcaj, y se agachó entre las hierbas acuáticas. Parcialmente oculto por las patas del caballo, se asomó bajo el vientre del animal en busca de señales de movimiento. No se distinguía nada. Volvió la cabeza a la derecha. Entre los árboles divisó el estrecho sendero. Observó y esperó.

Entonces hubo otro ruido de cascos.

Dhakal colocó una flecha en el arco, tiró ligeramente de la cuerda y mantuvo la tensión.

Momentos más tarde, un caballo apareció en el s

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos