Sal en la piel

Suzanne Desrochers

Fragmento

Prólogo

Prólogo

El ruido de unos cascos sobre la piedra llega hasta la familia acurrucada bajo la lluvia. El hombre, actor y artista ambulante, canta: «Un campagnard bon ménager, trouvant que son cheval faisait trop de dépense, entreprit, quelle extravagance! De l’instruire à ne point manger»; «Un campesino celoso de su haber, viendo que su caballo gastaba en abundancia, se propuso, ¡menuda extravagancia!, enseñar a la bestia a no comer». Pero cuando la redada se acerca al lugar donde se ocultan, las palabras mueren en su garganta. Estrecha a su hija contra su pecho. La abraza con fuerza, como cuando quiere hacerla rabiar, solo que esta vez no la suelta, no afloja los brazos. Lejos de ello, envuelve la pequeña figura con su capa, intentando que de saparezca del mismo modo que las palabras de su canción se han desvanecido en el aire momentos antes.

La niña se retuerce un poco, dejando escapar un gemido mientras vuelve la cabeza para respirar. Es demasiado pequeña para reconocer el olor acre de la capa de lana de su padre como algo desagradable, despreciable para otros. Ella acepta el roce del tejido rasposo contra su mejilla con la misma docilidad con que se queda dormida cuando su estómago vacío le hace difícil mantenerse despierta. Todavía ignora que este hombre, que la levanta sin esfuerzo por encima de su cabeza, que llena de melodías el aire en torno a ella, no puede protegerla de todos los peligros.

La madre de la niña, que está sentada envuelta en una manta junto a ellos, no canta. La expresión de su rostro sugiere que ha empezado a alejarse del mundo. Tiene las mejillas hundidas y oscuras. El ruido de los cascos se hace más cercano, espoleado por una voz aterradora. Esta noche los arqueros están registrando todos los rincones, decididos a encontrar incluso a quienes normalmente permanecen ocultos en los callejones. Han pasado tres años desde el decreto de 1656 para limpiar las calles, y en París sigue habiendo demasiados mendigos; demasiadas visiones molestas para el joven rey y sus regentes.

La mujer alza la vista hacia su marido con expresión envejecida y enfadada. Es el mismo modo en que le mira cuando se ve obligada a cocinar una rata en el fuego y meter trozos de carne en la boca de su hija, que no es consciente de nada. Finalmente los cascos se detienen y la familia se encuentra con el cálido aliento de los caballos frente a sí. «Ha pasado lo que yo sabía que pasaría», le dice la madre a su marido sin pronunciar palabra.

Las preguntas se suceden veloces cuando primero un arquero y luego otros dos se acercan a la familia, mientras sus caballos se revuelven por la repentina parada. «¿Es que no conocéis las normas del rey? Ya no puede haber mendigos en las calles de París.»

«Yo no soy un mendigo, señor, soy un artista.»

«¿Y qué le ha pasado a tu público esta noche?» La enguantada mano del arquero se extiende señalando la oscuridad que les rodea, casi completa salvo por el resplandor de su farol.

«Se han ido a casa.»

«Y tú deberías haber hecho lo mismo. ¡Muy ingenioso para un hombre de campo haber permanecido oculto en la ciudad todo este tiempo!»

Ordenan al desgraciado que se levante. Él ya no puede ocultar a la niña, que se asoma por debajo de la capa. Al advertir su presencia, el arquero desmonta.

«El reino puede dar buen uso a los niños, incluso a los de los mendigos.» Acerca el farol a su pálida mejilla, y ella parpadea deslumbrada por la luz, volviendo la cabeza hacia su padre.

La madre se levanta. «Tenéis razón. Este hombre es un mendigo. Lleváoslo. Dejadme con mi hija y regresaremos a nuestra granja de Picardía. Nos iremos a primera hora de la mañana. No volveréis a vernos nunca más en la ciudad.»

El arquero, observando a la niña, ignora a la mujer, aunque uno de sus compañeros parece interesarse en su voz juvenil y en los persistentes rastros de su belleza.

«¿Qué vas a hacer cuando nos hayamos librado de tu marido?», le pregunta el segundo arquero. «Es muy peligroso para una mujer viajar sola.»

Luego desmonta y se une a su compañero junto al padre y su hija. El tercer arquero permanece en su caballo, pero no aparta la mirada del hombre y de la pequeña.

«No tengas miedo», le dice el primer arquero a la niña, alargando la mano para acariciarle el pelo. El tercer arquero desmonta. La criatura empieza a llorar como si al final hubiera entendido lo que está ocurriendo. No puede contener su lamento, que se hace más fuerte cuando el arquero la aparta del pecho de su padre. Al arrancársela, uno de los caballos relincha y piafa sobre la piedra mojada. Una vez que ha cogido a la niña, el arquero se apresura a montar de nuevo en su caballo, mientras los otros dos se esfuerzan en sujetar a los padres. Los gritos de la niña se pierden en la silenciosa oscuridad al alejarse de allí.

Los otros dos arqueros esperan hasta que la voz de la pequeña y los cascos del caballo se reducen a un eco lejano, a un sonido imaginado, y luego emprenden un largo paseo hasta los límites de París para desterrar a los padres.

El olor del cuerpo de su padre permanece aún en sus fosas nasales mientras atraviesa la ciudad en los uniformados brazos del extraño. El calor del pecho de su padre, las palabras de sus canciones… eso es lo que trata de retener mientras cabalgan.

A la mañana siguiente la llevan al Hospital de la Salpêtrière. Junto con los demás niños encontrados, le afeitan la cabeza, la bañan, la despiojan, le ponen un acartonado vestido de lino y la conducen al dormitorio Enfant-Jésus. Allí unas mujeres le preguntan si sabe rezar, si sabe quién es Dios. Pronuncian extraños conjuros ante ella y los otros niños. Ella escucha mientras algunas de las niñas mayores repiten las palabras con voz monótona. No se parecen en nada a las canciones de su padre. Trata de recordar la letra: Charmé d’une pensée et si rare et si fine, petit à petit il réduit sa bête à jeûner jour et nuit; «Cautivado por idea tan extraña y cabal, poco a poco hizo ayunar día y noche a su animal»… Es inútil. Aquellos momentos, cada vez más distantes en el pasado, se han convertido en las paredes de piedra que la rodean.

Primera parte

Primera parte

La Salpêtrière era lo que había sido siempre: una especie de infierno femenino, una città dolorosa donde se confinaba a cuatro mil mujeres incurables o dementes. Era una pesadilla en medio de París.

GEORGES DIDI-HUBERMAN,

La invención de la histeria

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El alboroto en el patio de abajo llega hasta Laure en el momento en que accede al dormitorio Sainte-Claire. Cuando Laure entra acompañada de Madeleine, solo Mireille está tendida en la larga sala de camas de sólida construcción. La gobernanta del dormitorio ha dado un permiso especial a las dos muchachas para sentarse unos minutos junto a su amiga enferma antes de volver a sus lecciones de costura. Laure no cree que Mireille esté enferma de verdad y se niega a mostrarle ninguna compasión. Sabe que solo intenta librarse de su último mes en el taller. La semana pasada Mireille se enteró de que iba a casarse con un oficial destinado en Canadá. Es un hombre joven y apuesto, y lo bastante rico como para no tener que volver nunca a la Salpêtrière. Mientras Laure ha estado luchando por aprender las nuevas puntadas del point de France, ella ha fingido estar enferma, con el medallón del distante soldado metido bajo la almohada. Aun así, Laure está contenta de tener una excusa para entrar en el dormitorio vacío. Al no haber celadoras alrededor, puede hablar libremente sin que la manden callar o le digan que empiece a recitar el Padrenuestro.

Madeleine pasa corriendo por delante de la ventana hasta la cama de Mireille, al fondo de la sala. Ha traído en el bolsillo de su vestido una onza de mantequilla salada que había guardado del almuerzo. Saca la masa medio derretida y la acerca a los labios de Mireille.

—¿Por qué le das tu almuerzo? ¡Ella ya recibe vino y carne con su pensión!

Laure no puede soportar ver a Madeleine mimando a Mireille como si fuera un gatito ciego que necesitara leche. ¿Cómo puede colmarla de atenciones cuando ya tiene más que las demás? Laure se dirige a la ventana y mira hacia abajo, a las docenas de personas congregadas en el patio de la Maison de la Force. Hoy han venido a ver a las prostitutas de la ciudad, que van a ser trasladadas a la Salpêtrière.

Las muchachas del dormitorio Sainte-Claire tienen prohibido mirar a esas mujeres. Hasta mencionarlas es punible. Los administradores dicen que observar a las prostitutas corromperá la moral de las bijoux. Temen que los años dedicados a modelar a esas huérfanas cuidadosamente elegidas se pierdan por echar un vistazo a las mujeres de mala reputación. La propia superiora les ha dicho que las voces melódicas con las que cantan Ave Maris Stella y Veni Creator se echarán a perder, y que las puntadas de los dedos de las bijoux, entrenados para producir a imitación del encaje veneciano, se desharán en la tosca compañía de las filles de mauvaise vie.

Laure sabe que ella no sería en absoluto una de las residentes del dormitorio Sainte-Claire de no haber sido por los años que pasó refinándose en casa de Madame d’Aulnay. La visión de las prostitutas reunidas por los arqueros y la muchedumbre que ha acudido a burlarse de ellas le recuerda a Laure que hasta el dormitorio de las bijoux en la Salpêtrière, donde se enseñan habilidades a las chicas, sigue siendo una sección de la institución más miserable del reino. Para quienes no están encarcelados dentro de sus muros, la Salpêtrière no es más que un lugar donde encerrar bajo llave a las mujeres más desdichadas de Francia.

—Madeleine, medio París está en el patio. Por fin podemos ver cómo traen a las prostitutas.

La suave voz de Madeleine, que está recitando el Padrenuestro, se detiene. Laure espera, pero al cabo de un momento la muchacha vuelve a empezar el rezo desde el principio. Mientras que a Laure se la considera una bijou por la rapidez de sus dedos y su agudeza de ingenio, Madeleine se cuenta entre las favoritas del hospital por ser apacible y amable. Las celadoras deben vigilar a Laure, pero dicen que Madeleine es un ejemplo para todas las almas perdidas y las mujeres caídas del hospital. Aunque la muchacha, de estatura menuda, sea solo una oveja, las celadoras intentan hacer de ella un pastor. Le piden a Madeleine que lea los gigantescos devocionarios que hay en la parte delantera del dormitorio. Su voz emerge como el débil murmullo de un ángel distante, y las jóvenes contienen el aliento para poder oírla mejor. Laure conoce a Madeleine, su única amiga entre las muchachas de Sainte-Claire, desde el día en que volvió a la Salpêtrière, con catorce años, tras su estancia con Madame d’Aulnay.

Cuando Laure tenía diez años, Madame d’Aulnay acudió al dormitorio Enfant-Jésus en busca de una criada. Las niñas estaban acostumbradas a ver a mujeres ricas deambulando entre sus camas, inspeccionando la «mercancía», con la esperanza de encontrar a una chica que supiera lavar y remendar ropa, limpiar suelos y fregar cacharros. Aunque Laure tenía miedo, ya que había oído que algunas señoras golpeaban a sus criadas con palos, confiaba pese a ello en ser elegida. Quería marcharse con una de aquellas mujeres ricas, viajar en coche de caballos y ver la ciudad más allá de los muros del hospital.

Madame d’Aulnay, que llevaba un brillante colorete en las mejillas y plumas en el sombrero, se detuvo ante la cama de Laure y exclamó que aquella era la pilluela que quería. Durante todo el camino hasta su vivienda, a través de la ciudad mugrienta y fascinante, Madame d’Aulnay no paró de parlotear sobre la palidez y el cabello negro de Laure, y sobre todas las cosas que iba a enseñarle de la vida fuera de los muros del hospital. Laure sentía como si el pecho fuera a estallarle. Poco después Madame d’Aulnay le compró un abecedario a una de las mujeres que frecuentaban su tertulia, cuyos niños ya habían crecido. Madame d’Aulnay decía que Laure tenía que aprender a leer para poder enseñar un día a sus propios hijos. Laure acababa de cumplir once años y no pensaba en absoluto en tener niños o siquiera en enamorarse. Pero esas dos cosas, encontrar el amor y ser madre, eran las preocupaciones fundamentales de Madame d’Aulnay, aunque ella no estuviera casada y fuera demasiado vieja para tener hijos. Pero a Laure no le importaba toda aquella cháchara sobre maridos y bebés con tal de que pudiera aprender a leer aquellas marcas, llamadas letras, que estaban bordadas en el abecedario.

Laure enseguida las memorizó todas. Las letras no eran distintas de los motivos que le habían enseñado a bordar en el dormitorio: las mariposas, las flores, los pájaros, ramas y hojas. Pronto aprendió la forma exacta de cada una de ellas. Poco después, Laure había pasado ya a las sílabas, y no tardó en tantear rezos e himnos familiares en latín.

Su tarea más importante en la casa era servir a las mujeres en la tertulia semanal de Madame d’Aulnay. La otra criada de la señora, Belle, una mujer mezquina que asustaba incluso a la propia Madame d’Aulnay, no tenía el menor deseo de relacionarse con aquellas mujeres a las que llamaba «las tontas de los miércoles». Laure era lenta y torpe en la cocina, de modo que se limitaba a observar a Belle, que era fuerte y rápida, mientras preparaba tortas almibaradas, mermeladas y panes de mantequilla. Cuando las bandejas estaban llenas de dulces y frutas cortadas, Laure se las llevaba a las mujeres.

Las invitadas la trataban como a una muñeca. Solían decir que, con aquella tez, era una lástima que tuviera un origen tan bajo. Pero ¿acaso no ocurre siempre, decía una de las mujeres, que las muchachas con los rostros más hermosos son siempre pobres y pronto sufren estragos por ello, mientras que las damas ricas, que tienen los medios para permitirse polvos y perfumes, ropa elegante y una vida acomodada, poseen solo unos rasgos mediocres como punto de partida? Las mujeres hasta vestían a Laure con algunos de los vestidos y abrigos de Madame d’Aulnay, pero siempre terminaba por parecer un cachorro bajo los pesados tejidos. Desde luego, no todas las mujeres de los miércoles aprobaban ese juego con una simple criada, y menos aún las que tenían hijas propias que no eran tan bonitas.

Una vez que Laure hubo aprendido a leer, Madame d’Aulnay le enseñó a escribir, una habilidad que Laure encontró mucho más difícil de asimilar que la lectura. Madame d’Aulnay decía que en general son los hombres los que escriben. Incluso algunos hombres pobres, añadía, se sientan en las esquinas como amanuenses y escriben cartas para quienes requieren sus servicios. Para las chicas resulta mucho más útil aprender a coser y bordar, pero Laure era ya más rápida y dominaba más patrones que la mayoría de las criadas de once años, de modo que la señora consideraba que no había mal alguno en enseñarle a escribir unas cuantas palabras.

Primero Laure dibujó las letras en un cajón de arena, una y otra vez, hasta que Madame d’Aulnay se dio por satisfecha y juzgó que estaba preparada para intentar escribirlas con tinta sobre papel. Madame d’Aulnay sentó a Laure ante su escribanía y sacó de su interior los objetos que necesitaría para escribir: una hoja de papel grueso hecho de fibras de lino, una pluma de ganso, un pequeño cuchillo para afilar la punta de la pluma, un frasco de tinta, un instrumento para borrar los errores raspando el papel y arena para secar la tinta. Primero Laure aprendió a firmar con su nombre, y una vez que dominó esta habilidad Madame d’Aulnay le dijo que ya sabía hacer más que la mayoría de las mujeres de Francia.

Pero esos recuerdos de una época mejor y más esperanzada ya hace tiempo que forman parte del pasado. Si Madame d’Aulnay no hubiera muerto tres años antes, probablemente Laure todavía estaría en su tertulia. Había sido un destino cruel verse obligada a volver a la Salpêtrière tras la muerte de su señora. Ni siquiera el hecho de ser asignada al dormitorio Sainte-Claire o de haber conocido a Madeleine, su primera y única amiga en el hospital, podría compensar su pérdida. Para Laure, los años posteriores a la época de Madame d’Aulnay, envueltos en el lino basto y gris del hospital, han pasado como una condena.

—No me digas que vas a quedarte ahí sentada cavilando y vas a perderte la oportunidad de ver esto. ¿Por qué no le dices a Mireille que venga y lo vea por sí misma? Podría aprender algo para su nuevo príncipe de Canadá.

Madeleine no responde. Laure se vuelve de nuevo hacia la ventana y la escena que se desarrolla abajo.

La superiora tiene razón al preocuparse por la moralidad de las chicas de Sainte-Claire. Al fin y al cabo, la Salpêtrière alberga a toda clase de mujeres imaginables en el reino. Laure incluso ha oído que hay una mujer de la corte encarcelada en una cámara especial en virtud de una lettre de cachet del rey. Hay también algunas protestantes, y unas cuantas mujeres extranjeras, de Irlanda, Portugal y Marruecos, mezcladas con las demás. Laure no conoce con certeza todas las secciones del hospital; solo sabe que hay más o menos otros cuarenta dormitorios. Los niños más pequeños están en la guardería, y a los que son un poco mayores los ponen en dormitorios separados. Hay también varias secciones para muchachas que trabajan fabricando y blanqueando paño, una para embarazadas, otra para mujeres lactantes con sus hijos, varias para locas, jóvenes y viejas, y unas cuantas para las que tienen enfermedades: ceguera, epilepsia… Hay también unos cuantos dormitorios para ancianas, y uno para maridos y mujeres septuagenarios. En la Salpêtrière no hay hombres entre los once y los setenta años, salvo los arqueros y los criados.

Las personas congregadas en el patio de la Maison de la Force se reúnen en pequeños grupos, intercambiando noticias y chismes. Sus voces son ruidosas y salpicadas de risas. De vez en cuando alguien echa un vistazo a la entrada del patio, impaciente por ver llegar a las prostitutas. Laure observa que la gente va vestida con ropa andrajosa y tiene el mismo hablar vulgar que algunas de las residentes de la Salpêtrière. A veces una voz se alza por encima de las demás para dar alguna información. Ella se entera de cosas que las celadoras no les cuentan a las residentes. Los administradores intentan evitar que los distintos sectores de mujeres se mezclen. Pero, por supuesto, de vez en cuando hay historias que logran atravesar las paredes del dormitorio, fragmentos que se susurran durante el oficio religioso, adornados durante las largas jornadas de trabajo, y repetidos tan a menudo que se convierten en leyendas. Hay mujeres a las que todo el mundo conoce a pesar de que hace ya tiempo que se fueron: las hermanas Baudet, que sedujeron al cardenal en su antecámara; Jeanne LaVaux, que continuó con el negocio de venenos de su padre; Mary, la muchacha irlandesa de doce años que había sido prostituta desde que tenía seis…

Laure está sedienta de tales historias. Desea saber todo lo posible sobre el hospital que es su casa y su prisión. Abajo, oye a un hombre con voz de vendedor del mercado diciéndoles a los demás que a las prostitutas las llevan a la Salpêtrière una vez al mes. Son recogidas por alguaciles y encerradas en una prisión más pequeña en la rue Saint-Martin hasta ser trasladadas allí en carro. El hombre que grita esta información se ve rápidamente rodeado e interrogado por otros, que están impacientes por enterarse de todo lo que puedan sobre las mujeres apresadas antes de que lleguen. Es evidente que este espectáculo proporciona entretenimiento a quienes no pueden permitirse pagar el precio de una entrada de ópera. Para los administradores del Hospital General, la humillación pública proporcionará el primero de los castigos a las mujeres.

Madeleine, todavía sentada junto a Mireille, hace oír su voz a través de la sala.

—No deberías mirar cómo traen a las prostitutas.

Pero Laure no quiere apartarse de la ventana. Y menos aún para ir a escuchar los mimos de Madeleine a Mireille. Laure se ha enterado de que las prostitutas viven juntas en la ciudad con otras mujeres en una casa como la Salpêtrière, aunque mucho más pequeña. Mientras que las autoridades reales celebran la Salpêtrière, alardeando de ella ante los príncipes y las autoridades religiosas del reino, las casas de las prostitutas deben mantenerse en secreto. Dentro hay muchas habitaciones pequeñas; pero, a diferencia de la Salpêtrière, en estas se invita a entrar a los hombres. Laure imagina a las prostitutas vestidas con coloridas capas de ropa, la calidad de cuya tela depende de los hombres a los que sirven, el grado de su belleza y la casa a la que pertenecen. En la imaginación de la joven, pesados cortinajes de terciopelo y de seda separan las habitaciones de las muchachas unas de otras. Su piel huele a perfume, y llevan el cabello rizado y suelto. Como las mujeres de la corte, son las reinas de sus dominios.

Laure no ignora que pensar así sobre las prostitutas es blasfemo, sobre todo para una bijou.

La muchedumbre reunida abajo comienza a animarse ante algún signo de la llegada que Laure no puede distinguir. Primero aparecen dos arqueros en el patio, abriéndose paso entre la masa con las puntas de sus arcos.

—¡En nombre de Su Majestad, dejad el paso libre!

La multitud se separa de los arqueros, pero luego vuelve a apretarse en torno a ellos cuando los espectadores de los extremos intentan acercarse para ver mejor. A los pocos segundos, Laure oye un chillido agudo, como de un animal herido, seguido de un ruidoso llanto. El sonido se eleva por encima de las voces. Un hombre lanza un grito de entusiasmo, pero entre todos los demás se hace un emocionado silencio.

—Laure, por favor, aléjate de la ventana. Estás asustando a Mireille.

Madeleine empieza a rezar más fuerte en un intento de ahogar el ruido.

Laure sigue mirando hacia abajo.

—¿Por qué rezas? No pasa nada. Simplemente gritan así para intentar librarse de la multitud.

Laure todavía no puede ver a las mujeres, pero suena como si hubiera muchas.

Llegan más arqueros a la plaza. Como sus colegas, van vestidos de un vivo azul y blanco con medias rojas. Los botones dorados de sus limpios uniformes relucen a la luz del sol. Algunos de ellos han sido reclutados de entre lo mejor de los huérfanos varones.

—¡Dejad paso, en nombre de Su Majestad el rey Luis XIV y el director del Hospital General de París! ¡Dejad paso ahora mismo!

La muchedumbre se abre, dejando un círculo en el centro para los arqueros y su carga de condenadas. Hay unas cuarenta mujeres apretujadas en el carro tirado por caballos. Están de pie sobre paja y encerradas tras barrotes de hierro. Algunas se cubren el rostro, mientras otras miran fijamente a su alrededor. Laure se siente decepcionada al ver su aspecto desaliñado. Solo algunas de las prostitutas tienen cabelleras brillantes y vestidos de vivos colores. La mayoría llevan el cabello cubierto bajo unas capas largas y oscuras, y algunas parecen tener cortes y contusiones en el rostro como si las hubieran golpeado.

—No se parecen en nada a lo que esperaba ver. Son como las viejas mendigas del dormitorio Les Saints.

Laure no puede imaginar qué clase de hombres pagarían por pasar la noche con esas mujeres.

Pese al andrajoso aspecto de la carga que lleva el carro, los observadores allí congregados gritan y aúllan, agarrando los vestidos de las mujeres por entre los barrotes. Una de las prostitutas escupe a la multitud. Antes de que el hombre al que alcanza pueda tomar represalias, dos de los arqueros la arrastran fuera del carro, conteniéndola con dificultad mientras ella les grita.

—¡Tendrías que ver esto, Madeleine! Dos arqueros apenas pueden sujetarla. —Laure se ríe mientras abajo la mujer masculla algo contra sus captores—. Las celadoras van a estar entretenidas con ella.

Cuando llegan a las puertas de la Maison de la Force, el resto de las mujeres son conducidas fuera del carro hacia la entrada del edificio. Allí las obligan a formar en fila de espaldas a la pared. El médico del hospital se acerca a ellas. Dos celadoras sostienen una manta delante de cada mujer mientras el médico se arrodilla para examinarlas. Las que se sospecha que están enfermas son separadas de las demás. Laure se pregunta qué síntomas hacen recelar al doctor al recorrer la hilera de mujeres.

Madeleine la llama desde el otro lado de la sala.

—No deberías mirar cómo las traen. Tenemos que dar ejemplo a todas las mujeres del hospital.

Hay veces que Laure cree, como Madeleine, que ellas se diferencian de algún modo de las mujeres de los otros dormitorios. Incluso es posible que hubiera un plan más elevado reservado a las bijoux. Las otras residentes de la Salpêtrière son conscientes de que las chicas del Sainte-Claire son las primeras en recibir las golosinas de los donantes benéficos, sus regalos de frutas o verduras de temporada. También se les da ocasionalmente un poquito de vino además de sus raciones de agua. Pero más que por el mero hecho de recibir esos codiciados obsequios, las demás envidian a las bijoux porque a ellas se las prepara para tener un futuro.

Laure no está interesada en algunas de las otras opciones de que disponen las residentes de la Salpêtrière. A veces el hospital arregla un matrimonio entre una bijou y un tendero, un zapatero o un posadero que desafía a la opinión pública para conseguir a su esposa en el mismo lugar donde los hombres envían para ser castigadas a las mujeres que los deshonran. Laure ha oído que algunos de esos casamientos terminan mal. El mismo que acude al hospital con actitud humilde a menudo se da a la bebida y maltrata a su esposa una vez que la ha conseguido. Laure no quiere aventurarse a un matrimonio a ciegas. Si la contrata una costurera, tendrá muchas ocasiones de conocer a hombres cuando vayan a comprar cintas para sus hermanas y madres. Tendrá tiempo de llegar a conocer su carácter antes de decidir casarse con uno de ellos.

Algunas muchachas del Sainte-Claire a la larga son escogidas para convertirse en celadoras del hospital. Entonces las hacen responsables del aseo matutino de las residentes del dormitorio, de servir las raciones de comida y de leer oraciones de la Imitación de Cristo en voz alta. Laure no tiene ningún interés en convertirse en celadora de la Salpêtrière. No puede imaginarse llevando un triste vestido negro y una cofia como las hermanas de la caridad durante el resto de su vida, susurrando a unas contrariadas niñas de la calle para que recen y canten himnos, se pongan bien la ropa o se peinen. Además, las celadoras solo pueden pasar media hora en el salón con invitados externos, y un día al mes en la ciudad, y eso solo si llevan a alguien de acompañante. Hasta las cartas que escriben las celadoras debe leerlas primero la superiora. Madeleine, que sueña con unirse a las ursulinas, pero que carece de dote para pagarlas, espera al menos convertirse en celadora de uno de los dormitorios. Ansía poder enseñar a rezar a las demás.

Mientras prosigue la inspección del médico, llega al patio otro grupo. Varios de los arqueros se acercan a los carruajes recién llegados, tirados por caballos de color pardo. Laure no puede ver quién va dentro. Uno de los arqueros ha metido la cabeza entre las cortinas del primero, y al cabo de un momento resurge con un puñado de monedas, que entrega al funcionario del hospital que supervisa el traslado. Entonces la brigada de arqueros se reúne en torno a los carruajes. Uno de ellos utiliza una corneta para hacer callar a la muchedumbre, y anuncia que la entrega se ha completado y que la concurrencia debe dispersarse por orden del director del hospital y del rey. Se oyen algunas quejas entre los reunidos, pero poco a poco empiezan a abandonar el patio.

Una vez que los espectadores se han ido, se abre la puerta del primer carruaje y las mujeres que van dentro descienden. Son mayores y van mejor vestidas que las prostitutas que iban en el carro. Pero Laure supone, por sus corpiños apretados y su cabello rizado, que trabajan en el mismo oficio. Deben de ser las responsables de las casas de las prostitutas. Una de ellas saca su bolsa y les da unas monedas más a los arqueros, después de lo cual las mujeres son conducidas con rapidez al interior del edificio.

—¿Recuerdas la cura para el mal de Nápoles? —pregunta Laure mientras se dirige hacia el fondo del dormitorio, donde Madeleine está sentada al borde del catre de Mireille, secándole la frente con un paño—. Supongo que para empezar les darán una buena paliza. Esa parece ser aquí la cura para la mayoría de las cosas.

—Laure, ¿por qué hablas de todo eso? Mireille no se encuentra bien. Se le ha caído un diente.

Laure se sorprende al oír eso y al ver que hay sangre en el paño que Madeleine ha usado para secarle la frente a Mireille. Se pregunta qué diente es. También Laure ha perdido dos de sus dientes desde que volviera de estar con Mada

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