1
Las cosas dieron un vuelco un radiante domingo del mes de junio, durante un almuerzo en casa de los Vergnes.
Annabelle fue presentada al resto de los invitados como la nueva estrella de las finanzas. El éxito de su empresa, un banco que ofrecía productos en el mercado especulativo, era portada de todos los periódicos. Pronto Europa estaría a sus pies...
Todos la miraban con admiración y envidiaban su éxito, que la mantenía a salvo de las dificultades económicas. Le hacían preguntas sobre su estrategia, sus beneficios, sus competidores, su modelo de gestión, sus viajes de negocios... Era el centro de atención.
Cuando el tema se agotó, la charla tomó otros derroteros: la familia, los hijos, las vacaciones, los hobbies... La mesa se animó, la complicidad se instaló entre los comensales, y Annabelle, de súbito invisible, desapareció de las conversaciones. Intentó en vano meter baza contando la última travesura de su hija o el próximo espectáculo, pero tuvo que reconocer que no tenía nada que contar.
Desde que se había divorciado, evitaba los planes con sus amigos. No deseaba, como ese mediodía, exhibir el vacío de su vida íntima. Prefería la frialdad de las recepciones, los cócteles, las ceremonias de entrega de premios o las concurridas comidas de negocios y políticas. Al menos, allí nadie hablaba de sentimientos.
Hacía ya dos años que se había separado de François. Él no pudo soportar su frenesí laboral. Y desde entonces compartían la custodia de su hija Léna, de ocho años. Ese domingo y la semana siguiente la niña estaría con su padre. La echaba de menos, como cada vez que tenían que separarse.
—¿Te sirvo más pescado? —preguntó Béatrice, arrancándola de sus cavilaciones.
En la mesa reinaba un ambiente alegre.
—¡Sí, por favor!
—¿Adónde vas estas vacaciones? No nos lo has contado.
Todas las miradas se volvieron hacia ella.
—Pues... aún no lo he decidido.
—Si en agosto pasas con Léna por Albi ven a vernos, hemos alquilado una casa entre varios. También estarán Manu, Victoria y Racine.
—Y hasta tiene piscina —añadió Manu muy sonriente.
«Mucho me temo que, como hija única y sin compromiso, acabaré una vez más en casa de mis padres hablando de trabajo», pensó Annabelle.
Béatrice se inclinó hacia ella y le susurró al oído:
—Bueno, ¿qué?, ¿has conocido a alguien?
Temía aquella pregunta.
—No...
—Ten en cuenta que trabajar como una loca no te va a ayudar... Se te ve agotada. ¿Duermes al menos?
Annabelle no contestó.
—Si es que parece que estás casada con tu trabajo… Es muy triste. Anna, el tiempo corre... Si quieres otro hijo, será mejor que te des prisa. Te lo digo porque somos amigas.
A eso de las cuatro, Annabelle salió de casa de los Vergnes, situada cerca del parque Monceau, en una callejuela tranquila que los domingos solía estar desierta.
Algo sonaba hueco en su interior, como si fuese una cáscara vacía, carente de sentido y de sustancia.
Fue hasta el bulevar de Courcelles, donde su elegante coche estaba aparcado a la sombra de los altos árboles. En lugar de dirigirse a la oficina como de costumbre, se quedó frente al volante, sin moverse. Con la mirada sombría, no paraba de dar vueltas a las palabras de su amiga.
«Esta Béa, qué graciosa es. Para triunfar hay que currárselo... Que me explique cómo lo hago para conocer a alguien. Si no veo ni a mi hija cuando le toca estar conmigo. Ufff... Si es que no tengo tiempo de nada... Me estoy perdiendo un montón de cosas. —Notó un escozor en la garganta—. ¡Qué asco de vida!»
Cerró los ojos y se le escaparon las lágrimas.
«¿De qué mierda me sirve trabajar como una posesa, pasarme el día de aquí para allá, tener éxito? ¿De qué me sirve todo eso?»
Inspiró profundamente tratando de reprimir una rabia sorda. Sin embargo, un fuego le consumía la cabeza y notó que le hervía la sangre. Entonces, de pronto, sintió la necesidad de liberar la tensión. Contrajo sus finos músculos, aferró el volante con fuerza y tiró de él como si quisiera arrancarlo; pero, como no lo logró y estaba furiosa, apretó sus pequeños puños y, fuera de sí, lo golpeó, lo aporreó, lo insultó, lo maldijo, liberó odio, profirió gritos salvajes sin parar, sin recobrar el aliento, hasta que empezó a ahogarse y un transeúnte llamó a su ventanilla...
En pocos segundos volvió a adoptar una postura digna, lanzó al hombre inoportuno una mirada empañada y le indicó que no pasaba nada. Pero el hombre insistió. Ella bajó la ventanilla a regañadientes.
—¿Le ocurre algo, señora?
—No, nada...
—¿Está segura?
—Sí...
—¡Pues estaba tocando la bocina!
—Sí, es verdad... pero ya estoy mejor.
—Debería respirar un poco de aire puro..., le sentaría bien.
—Sí, tiene razón..., gracias... Es usted muy amable.
Cuando el individuo se alejó con aire perplejo, ella se encogió en el asiento y lloró en silencio.
«Un poco de aire puro...»
La sola idea la consolaba.
Toda su vida giraba en torno a su éxito profesional. Solo se movía por París, Nueva York o Dubái. Calles, casas, edificios, oficinas, efervescencia, negocios... La asfixia mental la acechaba. Necesitaba respirar, recuperarse.
De pronto, se le ocurrió una idea descabellada: ¡marcharse! Huir lejos de París unos días, dejar atrás la capital, el trabajo, sus relaciones, su tristeza y, esperaba, sus frecuentes noches en vela.
«Pero ¿adónde voy a ir?»
Langres le vino a la mente, esa ciudad fortificada del Alto Marne que la había visto nacer. Un lugar tranquilo, casi muerto, la hermosa campiña, recuerdos... ¿Cuánto hacía que no iba por allí? ¿Diez años?
De repente, sintió deseos de volver a ver aquellos paisajes, de recorrer las murallas. En las imágenes que aparecían ante sus ojos vislumbraba un atisbo de consuelo.
2
Annabelle le envió un correo a su secretaria, aplazó todas las citas, fue a su casa a recoger unas cosas y tomó la autopista.
Pasó a toda velocidad por las llanuras de Brie, atravesó las tierras boscosas de Aube, se adentró en la ondulante campiña del Alto Marne y luego enfiló la carretera comarcal que llevaba a Langres.
Tres horas después de salir de París, su corazón se había apaciguado poco a poco. Conducía despacio, cautivada por la naturaleza de finales de junio. Por la ventanilla entraba el aire de la tarde cargado de los intensos efluvios de la vegetación y la tierra.
Para deleitarse al máximo, se detuvo en el borde de la carretera, justo donde arrancaba un camino. Salió del coche y dio unos pasos, aliviada de encontrarse lejos del bullicio de la ciudad.
Un seto poco espeso bordeaba el camino. A través de él, divisó un prado en flor. Se aproximó y, sin pensárselo dos veces, saltó una pequeña acequia de una zancada, se coló entre el ramaje y se metió en el prado.
Era inmenso. A lo lejos se estrechaba entre dos bosques para expandirse de nuevo hasta una colina apartada. Se hallaba salpicado de gramíneas, acianos y botones de oro; aquí y allá despuntaban algunas amapolas.
Annabelle se quedó boquiabierta ante el suntuoso espectáculo. Tenía la sensación de estar descubriendo el campo y las flores silvestres.
«¡Qué bonito!»
Despacio, avanzó por el prado dejando que las manos le colgaran indolentes, rozando la hierba con la yema de los dedos.
«¡Qué suave!»
Miraba embelesada el horizonte florido, los colores, su armonía; aspiraba con fuerza los aromas como si quisiera embriagarse con ellos.
«¿Cómo he podido olvidar que el paraíso estaba tan cerca?»
Volvieron a fogonazos imágenes soterradas de su más tierna infancia, sonidos, olores, la sombra de los frutales, los espesos musgos pespunteados de violetas.
Sintió deseos de echar a correr por aquel prado.
Se adentró en él descalza, con los zapatos de tacón en la mano. Apretó el paso y, movida por el entusiasmo, deambuló a derecha e izquierda disfrutando del espacio, del tiempo, que parecía haberse detenido; de su libertad. Luego se tumbó sobre las flores y se puso a dar vueltas sobre sí misma.
«¡Qué agradable!»
Se quedó boca arriba y su mirada se perdió en el cielo llameante. Un ruiseñor cantaba alegremente; lo escuchó un buen rato.
Luego se dio la vuelta y observó la hierba de cerca, la acarició, la olisqueó. Y de nuevo se sintió transportada a su niñez. En esta ocasión fue la textura de la hierba lo que la devolvió a aquella época. Se acordó de que arrancaba puñados en su jardín, se los metía en los bolsillos, los escondía debajo de su almohada y cuando se acostaba, en la cama, acariciaba la hierba como si fuera un osito de peluche hasta que se quedaba dormida.
Sonrió al evocar aquel recuerdo y trató de prolongarlo, pero la visión se desvaneció. Entonces cerró los ojos y, arrullada por el viento cálido de la tarde, se rindió al sueño entre las flores.
Al cabo de un buen rato notó un escalofrío y abrió los ojos. Se desperezó algo aturdida y al poco se levantó. El sol ya se había puesto. Su elegante vestido, cuya blancura contrastaba con las uñas rojas, presentaba restos de hierba y tierra.
Decidió regresar a su coche pero, al mirar a su alrededor, no recordaba el camino de vuelta. En el horizonte solo había campo, árboles y setos, un paisaje que se iba sumiendo con languidez en la oscuridad.
Para tranquilizarse, buscó maquinalmente el bolso y el móvil, pero se los había dejado en el coche.
«¡Seré idiota!»
En cuanto volvió a concentrarse, observó con más atención y atisbó a lo lejos lo que parecía un sendero. Cogió los zapatos y echó a andar a buen paso. Cuando llegó, dudó de qué dirección tomar.
«Maldita sea, esto no me suena nada.»
Se puso los zapatos y torció a la izquierda; después se desvió varias veces al albur de los caminos, de modo que, cuando cayó la noche, estaba definitivamente perdida.
«¡Estoy apañada!»
Al verse sorprendida por la oscuridad fue presa del pánico. Giró sobre sí misma y continuó completamente alterada. Hablaba en voz alta, casi sin aliento, para reconfortarse:
—El campo es muy agradable, pero, si te pierdes, ya no es tan divertido... Terminarás topándote con algo. Venga, no pierdas el ritmo... ni las esperanzas... Que esto no es el Sáhara... Cuanto más camine, más posibilidades tendré de encontrar la salida... ¡Vaya mierda de zapatos!
El camino se había ido cerrando y ahora estaba cubierto de hierbas altas que dificultaban su paso. En medio de aquella pen
