Alma de gladiador (Jake Djones 2)

Damian Dibben

Fragmento

1

La Reina de la Noche

La noche en que Jake Djones se convirtió en una vergüenza para sí mismo y puso en peligro la supervivencia del Servicio Secreto de los Guardianes de la Historia hacía un frío tan poco común e hiriente que el mar Báltico estuvo a punto de congelarse.

Desde las rocosas costas barridas por el viento de Dinamarca, al oeste, hasta la gélida y lejana Finlandia, al norte, una infinita franja de hielo —tan fina como una tela de araña y de un espectral color plateado a la luz de la luna— se curvaba siguiendo la línea del horizonte. Una continua y traslúcida cortina de copos de nieve silenciaba el rincón más apartado de la Tierra hasta convertirlo en un espacio de silencio sobrenatural.

Un barco de velas azules avanzaba rompiendo la capa de hielo, aunque esta se encontraba en plena formación, rumbo a las parpadeantes luces de Estocolmo: archipiélago de ensue

ño formado por un conjunto de bahías, promontorios e islotes. El barco era el Tulipán, y haciendo girar su chirriante timón iba un personaje de figura esbelta con un largo abrigo de pieles. El individuo alargó una elegante mano enguantada y tocó la campana.

—Ha llegado la hora, caballeros —anunció con ligero acento de Charleston, arrastrando las vocales.

De inmediato, otros dos personajes, ambos bien abrigados, emergieron de la bruma nevosa y se unieron al primero junto al timón, seguidos por un ave de intensos colores —un loro—, que se apoyó, tembloroso, sobre los hombros de su amo. Todos miraban con expectación a través de la ventisca de nieve mientras el barco navegaba en dirección al puerto. Sus rostros fueron iluminándose poco a poco…

El personaje con el abrigo de piel poseía una belleza impactante; una sonrisa af loró en su rostro de rasgos tan marcados que parecían cincelados. Junto a él se encontraba el dueño del loro: un chico más bajo, con gafas y las cejas enarcadas en un gesto de profunda concentración. El tercer muchacho tenía la piel aceitunada, negro pelo rizado y unos ojazos castaños embargados por la emoción. Eran tres adolescentes intrépidos, jóvenes agentes del Servicio Secreto de los Guardianes de la Historia: Nathan Wylder, Charlie Chieverley y… Jake Djones.

Charlie fue el primero en hablar.
—Dirígete hacia la isla central, esa de allí —ordenó, señalando hacia un grupo de chapiteles y estilizadas torres—. Es Stadsholmen, la antigua ciudad de Estocolmo: la joya de la corona de estas islas, el epicentro del imperio sueco. Aunque, y es una pena, no llegamos precisamente en un momento de auge para la ciudad. En 1710, nuestra vieja amiga la peste negra llegó a la metrópolis y diezmó a casi un tercio de la población.

—¿Que no hemos llegado en el momento de auge? —preguntó Nathan con su peculiar acento, cerrándose aún más el abrigo para protegerse de la gélida ventisca de nieve—. Te has quedado algo corto. Durante el invierno de 1782, Suecia se ha convertido en el lugar más inhóspito de la historia. —Sacó una cajita del bolsillo y se aplicó el bálsamo de protección labial—. Si se me cortan más los labios, se me acabará cayendo la piel a tiras.

—¡Por el amor del Cielo, Nathan, estamos en el noventa y dos! —exclamó Charlie al tiempo que cerraba los ojos y apretaba los dientes, molesto—. Estamos en 1792, en el noventa y dos. Sinceramente, algunas veces me pregunto cómo has llegado tan lejos. —Señor Drake, que era el nombre de su loro, chilló para expresar su coincidencia de parecer y miró al estadounidense con las plumas erizadas, manifestando así su indignación.

—Estoy tomándote el pelo —espetó Nathan—. ¿De verdad crees que llevaría este abrigo de marta cibelina, largo hasta los tobillos, en 1782? Por no hablar de estas botas de montar sin hebilla, tan austeras que son prácticamente napoleónicas. —Se volvió hacia Jake—. La década de 1790 impuso un estilo de sencillez en el vestir. —Nathan amaba el estilismo casi tanto como la aventura.

—Botas de montar sin hebilla, mamma mia —susurró Charlie para sí—. Y no me hagas hablar de tu abrigo de marta cibelina. Es fruto del salvajismo más bárbaro. Esos pobres animalitos también tienen derecho a vivir, ¿sabes?

Mientras Jake escuchaba ese intercambio de pullas, sintió una oleada de orgullo al pensar que pertenecía a la organización más importante y misteriosa de todos los tiempos: el Servicio Secreto de los Guardianes de la Historia.

Había pasado solo un mes desde que su vida diera un giro de ciento ochenta grados. Lo habían secuestrado, lo habían llevado a la oficina de Londres y le habían informado de que sus padres llevaban trabajando décadas y en secreto para el Servicio y de que, en realidad, ¡habían desaparecido en la Italia del siglo xvi!

Desde ese instante, su vida había sido como un viaje trepidante en una montaña rusa. Había viajado en el tiempo, primero hasta el Punto Cero —el cuartel general de los Guardianes de la Historia, situado en el monte Saint-Michel, en Normandía, en el año 1820— y, luego, hasta la Venecia de 1506, como parte de la misión para encontrar a sus padres y para impedir que el diabólico príncipe Zeldt arrasara Europa propagando la peste bubónica por todo el continente.

Se había reunido con sus progenitores, pero ellos partieron en busca de Topaz, la joven, bella y misteriosa agente por la que Jake bebía los vientos. Lo más extraordinario de todo era que había descubierto que su querido hermano Philip, quien, supuestamente, había muerto en un accidente en el extranjero hacía tres años, también había sido un Guardián de la Historia; existía la posibilidad —aunque muy pequeña— de que, en realidad, siguiera vivo en algún lugar del pasado.

En ese momento, Jake ya se encontraba llevando a cabo su segunda misión. Debía reconocerse que lo habían escogido, ante todo, por pura suerte (casi todos los presentes en el Punto Cero habían acabado con gastroenteritis después de comer sopa de mejillones; los agentes estaban para el arrastre), y no se trataba de un cometido peligroso. De no ser así, sin duda alguna no lo habrían incluido, puesto que todavía era un novato. Sin embargo, y a pesar de todo, ahí estaba, viajando rumbo al mar Báltico, a la década de 1790, para recoger una partida de atomio: el valioso líquido que hacía posible viajar a lo largo de la Historia.

—Bueno, contadme algo sobre la persona que vamos a conocer —dijo, intentando disimular su voz temblorosa.

—¿Sobre Caspar Isaksen III? —Charlie se encogió de hombros—. No lo conozco en persona, pero creo que tiene nuestra edad. En una ocasión preparé un tajín de calabaza para su padre. Caspar afirmó que no lo olvidaría jamás. —Charlie era un apasionado de la comida y experto cocinero, aunque una experiencia vivida en las cocinas del París imperial lo había convertido en vegetariano convencido.

—Yo sí que conozco personalmente a Caspar Isaksen III. Lo he visto dos veces —comentó Nathan entornando los ojos—. No es que pueda echársele mucho de menos: come pasteles como si fueran a terminarse en cualquier momento y siempre está moqueando.

—¿Y qué relación tienen los Isaksen con el atomio? —insistió Jake.

Lo había aprendido todo sobre aquella sustancia en su primer viaje. Para viajar a un momento concreto del pasado, los agentes tenían que beber una solución de ese elemento, mezclado con precisión exacta. Por lo general, solo funcionaba en alta mar, en la vorágine magnética de un punto del horizonte; y solo funcionaba en los pocos humanos que poseían el valour: la destreza innata para viajar en el tiempo. Los agentes necesitaban el valioso líquido para poder vigilar la Historia, para proteg

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