Jarana a la irlandesa
Mary confiaba en que el neumático delantero, podrido, no estallara. La cámara sufría ya un pequeño pinchazo, y había tenido que parar dos veces y usar una bomba, exasperante, porque no tenía válvula y había que encajarla sirviéndose de la esquina de un pañuelo. No recordaba haber hecho otra cosa en la vida que inflar neumáticos de bicicleta, acarrear turba, limpiar casas, hacer faenas de hombres. Su padre y sus dos hermanos trabajaban para los forestales, así que a su madre y a ella les correspondía todo el trabajo sucio: había que cuidar a tres criaturas, y aves de corral, y marranos, y batir mantequilla. Tenían una finca entre las montañas irlandesas, y la vida era dura.
Pero aquella tarde fría de primeros de noviembre, Mary era libre. Circuló por la carretera de montaña, entre los setos de espino pelados, pensando con deleite en la fiesta. Tenía diecisiete años, pero era su primera fiesta. La invitación le había llegado esa misma mañana a través de la señora Rodgers, del hotel Commercial. El cartero le dio el recado de que la señora Rodgers contaba con ella esa noche, sin falta. Al principio, su madre no quiso que fuera, había mucho trabajo que hacer, gachas que preparar y uno de los gemelos estaba con otitis y seguramente lloraría durante la noche. Mary dormía con los gemelos, que tenían un año, y a veces le daba miedo aplastarlos o asfixiarlos, de lo pequeña que era la cama. Rogó que la dejase ir.
—¿Para qué? —preguntó.
En opinión de la madre de Mary, todas las excursiones acarreaban inestabilidad, te daban a conocer algo que no podías tener. Pero al final se ablandó, sobre todo porque la señora Rodgers, propietaria del hotel Commercial, era una mujer importante y no convenía hacerle un feo.
—Puedes ir, siempre y cuando estés de vuelta para el ordeño de mañana por la mañana; pero ¡cuidadito con perder la cabeza! —le advirtió.
Mary pasaría la noche en el pueblo con la señora Rodgers. Se había trenzado el pelo, y luego, al cepillárselo, le cayó sobre los hombros en oscuras ondas. Obtuvo permiso para ponerse el vestido negro de encaje llegado de América años atrás, el que no era de nadie. Su madre la roció con agua bendita, la acompañó a lo alto del camino y le advirtió que no probase ni una gota de alcohol.
Mary se sentía feliz pedaleando despacio, sorteando los baches cubiertos de una fina capa de hielo. Aquel día la escarcha no se había derretido. El suelo estaba duro. De seguir así, tendrían que guardar el ganado en el establo y alimentarlo con heno.
La carretera giraba y serpenteaba y subía; Mary giraba y serpenteaba con ella, subía una pequeña loma y descendía en dirección a la siguiente. En la bajada de la Gran Colina se apeó de la bici —los frenos no eran muy de fiar— y volvió la cabeza, por costumbre, para mirar su casa. Era la única vivienda allá en la montaña, pequeña, enjalbegada, rodeada de unos pocos árboles y, por la parte de atrás, de un calvero que ellos llamaban huerto. Había un arriate con ruibarbos, y arbustos sobre los que echaban las hojas del té, y una extensión de hierba donde en verano instalaban un corral que cambiaban de sitio de un día para otro. Desvió la vista. Ahora era libre de pensar en John Roland. John había llegado al distrito dos años antes, en una motocicleta que corría a una velocidad de vértigo y cubría de polvo los paños para la leche tendidos en el seto a fin de que se secaran. Se había detenido para pedir indicaciones. Se alojaba en el hotel Commercial de la señora Rodgers y había subido para ver el lago, famoso por sus colores. Variaba de tono rápidamente; era azul y verde y negro, todo en menos de una hora. Al atardecer solía adoptar un extraño color burdeos y no parecía en absoluto un lago, sino vino.
«Por allá», le había dicho Mary al desconocido, señalando el lago, más abajo, con el islote en el centro. Había tomado un desvío equivocado.
Las colinas y los diminutos trigales descendían muy empinados hacia el agua. La miseria de las colinas era evidente desde todos los peñascos. Los trigales cambiaban de color, estaban a mediados de verano; las zanjas rebosaban de fucsias de un rojo sangre; la leche se agriaba cinco horas después de que la echaran en la cisterna. John comentó lo exótico que era todo. A ella, en cambio, las vistas no le despertaban ningún interés. Se limitó a levantar la vista hacia el cielo y vio un halcón cerniéndose en el aire, por encima de ellos. Era como una pausa en su vida, el halcón cernido sobre ellos, perfectamente inmóvil; y justo en aquel momento salió su madre para ver quién era el desconocido. Él se quitó el casco y dijo «Hola» con mucha educación. Se presentó como John Roland, pintor inglés, residente en Italia.
Mary no recordaba exactamente cómo había ocurrido, pero al cabo de un rato John entró con ellas en la cocina y se sentó a tomar el té.
Habían pasado dos largos años desde entonces; sin embargo, ella no había perdido la esperanza; tal vez esa noche... El cartero le había dicho que en el hotel Commercial la esperaba alguien muy especial. Estaba loca de contento. Hablaba con la bicicleta, y le parecía que su dicha resplandecía en el cielo frío y nacarado, en los campos escarchados que azuleaban al anochecer, en las ventanas de las casitas que iba dejando atrás. Su madre y su padre eran ricos y joviales; los gemelos no sufrían otitis; la chimenea de la cocina no hacía humo. A ratos se sonreía al imaginar cómo se presentaría ante él, más alta y con pechos, y luciendo un vestido apto para cualquier ocasión. Se olvidó del neumático podrido, montó de nuevo y pedaleó.
Las cinco farolas estaban encendidas cuando llegó al pueblo. Aquel día se había celebrado una feria de ganado y la calle mayor se hallaba sembrada de boñigas. Los lugareños protegían las ventanas de sus casas con postigos de madera y arreglos provisionales hechos con tablones y toneles. Algunos estaban fuera limpiando su parte de la acera con un balde y un cepillo. Había vacas paseándose, mugiendo, como hacen las vacas en las calles que no conocen, y varios ganaderos borrachos armados con bastones que intentaban identificar a sus bestias en las esquinas sin iluminar.
Al otro lado del ventanal del hotel Commercial Mary oyó conversaciones a voces y cánticos masculinos. El cristal era opaco, de modo que no pudo identificar a nadie, solo distinguía las cabezas que se movían en el interior. Era un hotel destartalado, a las paredes amarillas les hacía falta una mano de pintura; no las arreglaban desde que De Valera estuvo en el pueblo durante la campaña electoral, cinco años atrás. Aquella vez De Valera subió, se sentó en el salón, escribió su nombre con una pluma en el libro de visitas y le dio el pésame a la señora Rodgers por la reciente muerte de su esposo.
Mary pensó en dejar la bici apoyada en los barriles de cerveza que había bajo el ventanal y subir los tres peldaños de piedra que daban a la puerta del vestíbulo, pero de repente el cerrojo del bar chasqueó y ella echó a correr, aterrorizada, y se metió por el callejón lateral, temiendo que fuera algún conocido de su padre que dijera que la había visto entrando allí. Metió la bicicleta en un cobertizo y se acercó a la puerta de servicio. Aunque estaba abierta, llamó antes de entrar.
Dos vecinas del pueblo corrieron a abrir. Una era Doris O’Beirne, la hija del guarnicionero. Era famosa por ser la única Doris de todo el pueblo y también por tener un ojo azul y el otro castaño oscuro. Estaba estudiando taquigrafía y mecanografía en la escuela técnica local, y pretendía ser secretaria de algún miembro famoso del Gobierno, en Dublín.
—Madre mía, y yo que pensaba que sería alguien importante —soltó cuando vio a Mary allí plantada, ruborizada, cohibida y con una botella de nata en la mano.
¡Otra chica! Había chicas hasta debajo de las piedras por aquellos pagos. La gente decía que los nacimientos de mujeres estaban relacionados con el agua de cal. Chicas de piel rosácea y ojos en sintonía, y chicas como Mary, con el pelo largo y ondulado y un tipo espléndido.
—O entras o te quedas fuera —intervino Eithne Duggan, la otra muchacha.
Se suponía que era una broma, pero a ninguna de las dos les caía bien Mary. Odiaban a los tímidos montañeses.
Mary entró, con la nata que su madre le mandaba de regalo a la señora Rodgers. Dejó la botella en el aparador y se quitó el abrigo. Las chicas se dieron codazos al ver el vestido. En la cocina olía a las boñigas de la calle y a las cebollas que se freían en una sartén sobre el fogón.
—¿Dónde está la señora Rodgers? —preguntó Mary.
—Sirviendo —dijo Doris con un tono descarado, como si fuera algo que hasta los tontos sabían.
Dos ancianos comían a la mesa.
—No puedo masticar, no tengo dientes —le dijo uno de los viejos a Doris—. Está más tieso que la suela de un zapato —protestó, tendiéndole el plato con el filete achicharrado. Tenía los ojos acuosos y parpadeaba como un niño. Mary se preguntó si sería verdad que los ojos clareaban con la edad, como las campánulas en los jarrones—. No irás a cobrarme por esto... —le decía el anciano a Doris.
Un filete y un té costaban cinco chelines en el Commercial.
—Ande, que le va bien masticar —terció Eithne Duggan, de guasa.
—Con las encías no puedo —repitió, y las chicas soltaron una risilla.
El anciano parecía complacido de hacerlas reír, y cerró la boca y mascó una o dos veces un trocito de pan fresco de la tienda. Eithne Duggan se reía tanto que tuvo que taparse la boca con un paño de cocina. Mary colgó el abrigo y pasó al bar.
La señora Rodgers salió de detrás de la barra un momento para hablar con ella.
—Mary, menos mal que has venido, esas dos de ahí no valen para nada, solo saben reírse. A ver, lo primero que hay que hacer es preparar el salón de arriba. Hay que sacarlo todo menos el piano. Habrá hasta baile.
Mary se dio cuenta enseguida de que la habían llamado para trabajar y se ruborizó por la sorpresa y la desilusión.
—Mételo todo en la habitación de atrás, todo todito —continuó la señora Rodgers mientras Mary pensaba en el vestido bueno de encaje que su madre no le dejaba ponerse ni siquiera para la misa dominical—. También hay que rellenar un ganso y meterlo en el horno —añadió, y prosiguió explicando que la fiesta se celebraba en honor del oficial de aduanas, que se retiraba porque su mujer había ganado un dinero en los caballos. Dos mil libras. La mujer vivía a cincuenta kilómetros, más allá de Limerick, y él se alojaba en el Commercial de lunes a viernes y pasaba los fines de semana en casa.
—Me está esperando alguien—dijo Mary, estremeciéndose por el placer de estar a punto de oír el nombre de él pronunciado por otra persona. Se preguntó en qué habitación se alojaría y si andaría por allí en aquel momento. En su imaginación ya había subido las desvencijadas escaleras, había llamado a su puerta y lo había oído moverse dentro.
—¿Esperándote a ti? —exclamó la señora Rodgers, que por un momento pareció desconcertada—. Ah, el chaval ese de la cantera de pizarra ha preguntado por ti, dijo que te había visto un día en un baile. Es más raro que un perro verde.
—¿Qué chaval? —inquirió Mary. Sentía el corazón desbordante de alegría.
—Ay, ¿cómo se llamaba?... —dijo la señora Rodgers, y luego, a los hombres que la llamaban a gritos con los vasos vacíos—: Sí, sí, ya voy.
Arriba, Doris y Eithne ayudaron a Mary a trasladar los muebles más pesados. Arrastraron el aparador por el rellano, una de cuyas patas rasgó el linóleo. Mary estaba sin aliento, porque le había tocado el extremo que más pesaba, mientras las otras dos se ocupaban de un mismo lado. Tuvo la sensación de que lo hacían a propósito: comían caramelos sin ofrecerle a ella y las pilló haciendo mohines mientras escudriñaban su vestido. También le preocupaba el vestido, por si le pasaba algo. Si se enganchaba un encaje con una astilla, o con un tonel, ya podía ir preparándose para la que le caería a la mañana siguiente. Transportaron un mueblecito de bambú barnizado, una mesilla, bibelots varios y una bacinilla sin asa con unas hortensias marchitas dentro. Olían a rayos.
—«¿Cuánto cuesta ese perrito, el que mueve la colita?» —cantó Doris O’Beirne a un perro blanco de porcelana, y luego juró que los muebles de aquel tugurio no valían ni diez libras en total.
—¿Vas a dejarte los bigudíes hasta que empiece, Dot? —le preguntó Eithne Duggan a su amiga.
—¡Pues claro! —replicó Doris O’Beirne. Llevaba todo un surtido de bigudíes: bastoncillos blancos, horquillas de metal y rulos rosas de plástico. Eithne acababa de quitarse los suyos, y el pelo, rubio teñido, estaba tieso, tan crespo que asustaba. A Mary le recordó a una gallina en plena pelecha a punto de echar a volar. Era, Dios la bendiga, muy poquito agraciada, bizca, con los dientes torcidos y casi sin labios; como si la hubieran montado con prisas. Cuestión de suerte—. Toma —le dijo a Mary, pasándole varios montones de facturas amarillentas ensartadas en pinchos.
¡Haz esto! ¡Haz lo otro! Le daban órdenes como a una criada. Le quitó el polvo al piano, por arriba y los lados, y a las teclas amarillas y negras; luego, a los bordes y al revestimiento. El polvo, denso, se había asentado y transformado en una película sólida debido a la humedad del salón. ¡Una fiesta! Más le habría valido quedarse en casa; al menos la de los terneros, los marranos y demás bestias era suciedad conocida.
Doris y Eithne se lo pasaban pipa, pulsaban teclas del piano al azar y vagaban de un espejo a otro. En el salón había dos, y un lado de la pantalla plegable de la chimenea era también un espejo muy roñoso. En los otros dos lados había unos nenúfares pintados sobre tela negra, pero, al igual que el resto de elementos de la habitación, se caían a pedazos.
—¿Qué es eso? —se preguntaron a la vez Doris y Eithne al oír jaleo abajo.
Salieron disparadas a ver qué pasaba, y Mary las siguió. Desde la barandilla vio que un novillo se había colado en el interior y daba resbalones por el suelo embaldosado, intentando encontrar la salida.
—No lo pongas nervioso, ¡que no lo pongas nervioso, te digo! —le decía el anciano desdentado al chico que intentaba guiar al novillo negro.
Dos chicos más estaban apostando si el animal haría sus necesidades allí mismo cuando la señora Rodgers salió y un vaso de cerveza se le cayó de las manos. El novillo reculó por donde había venido, meneando la cabeza de lado a lado.
Eithne y Doris se morían de risa abrazadas, hasta que Doris se retiró para evitar que los chicos la insultaran al verla con los bigudíes. Mary había vuelto al salón, abatida. Pegó las sillas a la pared con desgana y barrió el suelo de linóleo donde los invitados bailarían más tarde.
—Está llorando, te lo digo yo —le decía Eithne Duggan a su amiga Doris. Se habían encerrado en el baño con una botella de sidra.
—Menudas pintas de tonta del culo, con el vestido ese —agregó Doris—. ¿Has visto lo largo que es?
—Es que es de su madre —informó Eithne. Antes, en un momento en que Doris había salido, había elogiado el vestido y le había preguntado a Mary dónde se lo había comprado.
—¿Y por qué llora? —preguntó Doris a voces.
—Creía que iba a ver a uno. ¿Te acuerdas de aquel chico que se alojó aquí hace dos veranos? El de la moto.
—Ese era judío —observó Doris—. Se sabía por la nariz. Dios mío, pues con ese vestido le habría puesto los pelos de punta, la habría tomado por un espantapájaros. —Se reventó una espinilla de la barbilla, apretó un bigudí que se había aflojado y añadió—: El pelo tampoco lo lleva al natural, se nota que lo tiene rizado.
—Cómo odio ese pelo negro, parece de gitana —declaró Eithne, bebiéndose el último trago de sidra. Escondieron la botella debajo de la bañera, recién limpiada.
—Tómate un mentolado, que te limpie el aliento —le aconsejó Doris mientras se miraba con reparos en el espejo del baño, preguntándose si ligaría con el tipo ese, O’Toole, el de la cantera de pizarra, que estaría en la fiesta.
En el salón, Mary sacaba brillo a las copas. Le corrían lágrimas por las mejillas, así que no encendió la luz. Se imaginaba cómo discurriría la fiesta: todos de pie se comerían el ganso, que ya estaba cocinándose en el fuego de turba. Los hombres se emborracharían, las chicas soltarían risitas. Una vez acabada la cena, bailarían y cantarían y contarían historias de fantasmas, y ella tendría que madrugar al día siguiente para estar en casa a la hora del ordeño. Se acercó a la negra ventana con una copa en la mano y miró las calles sucias, recordando la vez que bailó con John por la carretera de la montaña sin música, solo al ritmo de sus corazones, que latían al son de la felicidad.
Aquella jornada de verano se había presentado en su casa para tomar el té, y a sugerencia de su padre se quedó con ellos cuatro días, para echar una mano con el heno y engrasar toda la maquinaria agrícola. Sabía mucho de máquinas. Reparó pomos caídos. Mary le hacía la cama por las mañanas y por las tardes le subía agua del barril de lluvia en un aguamanil, para que pudiera asearse. El día que le lavó la camisa de cuadros que llevaba se le despellejó la espalda desnuda al sol. Ella le aplicó leche. Era su última jornada con ellos. Después de cenar él se ofreció a dar una vuelta en la moto a los niños mayores. Ella fue la última; le pareció que él había querido hacerlo así, pero también pudo ser que sus hermanos insistieran más en ser los primeros. Nunca olvidaría aquel paseo. Ardía de la cabeza a los pies, de alegría y asombro. Él elogió su buen equilibrio, y en un par de ocasiones levantó la mano del manillar y la felicitó dándole una palmadita en las manos unidas. El sol poniente incendiaba las flores amarillas de la aulaga. Recorrieron kilómetros sin decirse una palabra; Mary sentía en el estómago el pellizco delicado y frenético de una chica enamorada, y por mucho que se alejaran siempre parecían moverse entre una bruma dorada. John vio el lago en su máximo esplendor. Se bajaron a la altura del puente que quedaba a diez kilómetros y se sentaron en el pretil de caliza, ablandado por el musgo y el liquen. Mary se quitó una garrapata del cuello y se tocó donde el bicho le había chupado un puntito de sangre; fue entonces cuando bailaron. Un sonido de alondras y agua en movimiento. El heno reposaba en los campos, verde y sin atropar, endulzando el aire con su perfume. Bailaron.
«Mi dulce Mary», le dijo, mirándola muy serio a los ojos. Los ojos de Mary eran de un tono castaño verdoso. Le confesó que no podía amarla, porque ya amaba a su mujer y a sus hijos, y luego añadió: «Eres demasiado joven, demasiado inocente».
Al día siguiente, cuando se marchaba, le preguntó si podía mandarle una cosa por correo; once días después, llegó un retrato de ella en blanco y negro, muy conseguido, salvo porque la chica del dibujo era más fea.
«Menudo regalito», comentó su madre, que esperaba una pulsera o un broche de oro. «Para qué querrás tú eso...»
Durante un tiempo lo tuvieron colgado con un clavo en la cocina, hasta que un día se cayó y alguien (seguramente su madre) lo usó para recoger la suciedad; desde entonces, cumplía aquella función. Mary habría preferido conservarlo, guardarlo en un baúl, pero le daba vergüenza. Eran gente adusta, que solo cuando alguien moría cedía a los sentimientos y al llanto.
«Mi dulce Mary», le había dicho. Él nunca le escribió. Pasaron dos veranos, las tritomas florecieron en dos ocasiones y el viento transportaba las semillas de cardo; los árboles del bosque medían un palmo más. Mary tenía el pálpito de que John volvería, y un miedo constante a que no apareciera.
—Oh, it ain’t gonna rain no more, no more, it ain’t gonna rain no more. How in the hell can the old folks say it ain’t gonna rain no more?
Así cantaba Brogan, el homenajeado, en el salón de arriba del hotel Commercial. Desabrochándose el chaleco marrón, se sentó y comentó lo magnífico que estaba siendo el convite. Habían subido una bandeja con el ganso, que ahora descansaba en el centro de la mesa de caoba rebosante del relleno de patatas. También había salchichas y copas abrillantadas bocabajo, y platos y tenedores para todos.
«Una cena de tenedor» la había definido la señora Rodgers. Lo había leído en la prensa; eran el último grito entre los círculos más distinguidos de Dublín, esas cenas en las que se comía de pie con la única ayuda de un tenedor. Mary había subido cuchillos por si alguien se veía en un apuro.
—Es como tener América aquí mismo —comentó Hickey, echando turba al fuego humeante.
Abajo, la puerta del bar estaba atrancada y los postigos cerrados mientras en el piso de arriba los ocho invitados observaban a la señora Rodgers trinchar el ganso y separar las partes con los dedos. Cada dos por tres se los limpiaba con un trapo.
—Toma, Mary, este para el señor Brogan, que por algo es el invitado de honor.
Al señor Brogan le tocó mucha pechuga y un buen pedazo de piel crujiente.
—Que no se te olviden las salchichas, Mary —añadió la señora Rodgers.
Mary debía ocuparse de todo: pasar los platos, servir el relleno, preguntar a cada uno si prefería plato de cartón o porcelana. La señora Rodgers había comprado platos de cartón, convencida de que eran de lo más sofisticados.
—Me comería a un niño chico —comentó Hickey.
A Mary le sorprendía que los pueblerinos fueran tan bastos y deslenguados. Cuando Hickey le retorció un dedo ella no se dignó sonreír. Habría preferido estar en su casa; sabía lo que estarían haciendo allá: los chicos estudiarían; su madre prepararía un pan integral, porque durante el día nunca le daba tiempo a cocerlo; su padre liaría cigarrillos y hablaría solo. John le había enseñado a liar cigarrillos, y desde entonces todas las noches se liaba cuatro que luego iba fumándose poco a poco. Era un buen hombre, su padre, aunque arisco. Al cabo de una hora rezarían el rosario y se meterían en la cama; el ritmo de sus vidas jamás se alteraba, el pan recién hecho siempre se había enfriado a la mañana siguiente.
—Las diez —señaló Doris, pendiente de las campanadas del reloj del rellano.
La fiesta empezó tarde porque los hombres habían tardado en volver del canódromo de Limerick. Por el camino, con las prisas por llegar, habían matado a un cerdo. El animal vagaba por la carretera y se toparon con él detrás de una curva; le dieron de lleno.
—Nunca en mi vida había oído chillar así —dijo Hickey, estirando la mano para coger un ala del ganso, el bocado más selecto.
—Nos lo tendríamos que haber traído —opinó O’Toole.
O’Toole trabajaba en la cantera de pizarra y no sabía nada de cerdos ni de ganadería; era alto, flaco y huesudo. Tenía los ojos verde claro y cara de galgo; el pelo era tan rubio que parecía teñido, aunque en realidad se lo clareaban las inclemencias. Nadie le había ofrecido comida.
—Bonita manera de tratar a un hombre, sí señor... —observó.
—Por el amor de Dios, Mary, ¿todavía no le has servido nada de comer al señor O’Toole? —dijo la señora Rodgers, dándole una palmada a Mary en la espalda para que espabilara.
Mary le sirvió una generosa ración en un plato, y él le dio las gracias y dijo que más tarde la sacaría a bailar. Le parecía mucho más guapa que las inútiles de las pueblerinas; era alta y delgada, como él; tenía un pelo largo y negro que algunos consideraban descuidado, pero él no; le gustaban las melenas largas y las chicas simplonas; quizá luego consiguiera convencerla para que se metieran en uno de los cuartos a hacer cositas. Si te fijabas, sus ojos eran muy curiosos, castaños y profundos, como un maldito hoyo en un cenagal.
—Pide un deseo —le dijo, levantando el hueso de la suerte del ganso.
Mary deseaba ir a América en avión, pero se lo pensó mejor y pidió ganar mucho dinero para comprarles a sus padres una casa junto a la carretera principal.
—¿Aquel de ahí es su hermano, el obispo? —le preguntó Eithne Duggan a la señora Rodgers, aunque sabía muy bien la respuesta, señalando al clérigo de cara flácida que había sobre la chimenea.
Sin darse cuenta, Mary había dibujado poco antes una jota en la capa de polvo del cristal del retrato, y ahora parecía que todos la miraran sabiendo quién la había hecho y por qué.
—Él es, mi pobre Charlie —dijo orgullosa la señora Rodgers, y a punto estaba de elaborar más la respuesta cuando Brogan de repente se puso a cantar.
—Dejad cantar al hombre, si no os importa —intervino O’Toole, haciendo callar a dos de las chicas, que bromeaban sentadas en el mismo sillón; los muelles asomaban por debajo y las muchachas decían que en cualquier momento se desfondaría.
Mary temblaba bajo el vestido de encaje. El aire era frío y húmedo, pese a que Hickey había encendido un buen fuego. Aquella chimenea no se había usado desde que De Valera firmara en el libro de visitas. Todo desprendía vapor.
O’Toole preguntó si a alguna de las damas le apetecía cantar. Había cinco damas en total: la señora Rodgers, Mary, Doris, Eithne y Crystal, la peluquera del pueblo, que acababa de echarse el tinte pelirrojo e insistía en que la comida era demasiado pesada para ella. El ganso estaba grasiento y poco hecho, no le gustaba el crudo color rosáceo que tenía. Ella era más de cosas refinadas, como daditos de fiambre de pechuga de pollo con pepinillos. Su verdadero nombre era Carmel, pero cuando abrió la peluquería se lo cambió por Crystal y se tiñó de rojo la melena castaña.
—Tú seguro que cantas bien —le dijo O’Toole a Mary.
—Pero ¡si donde esta vive casi ni saben hablar! —intervino Doris.
Mary sintió que la sangre se le subía a las mejillas cetrinas. No lo contaría, pero el nombre de su padre había aparecido una vez en los periódicos, porque había visto una marta en la plantación forestal; y en su casa comían con cuchillo y tenedor, y tenían un hule en la mesa de la cocina, y una lata con café por si recibían visitas. No contaría nada de eso. Se limitó a agachar la cabeza, dejando claro que no pensaba cantar.
En honor del obispo, O’Toole puso en el gramófono «Far Away in Australia». Se lo había pedido la señora Rodgers. El sonido salía con chirridos y chisporroteos, y Brogan dijo que él lo habría hecho mucho mejor.
—¡Dios santo, muchachas! ¡Que nos hemos olvidado de la sopa! —exclamó de repente la señora Rodgers, soltando el tenedor y yendo hacia la puerta. Había previsto empezar con una sopa.
—Yo la ayudo —se ofreció Doris O’Beirne, moviéndose por primera vez en toda la noche, y juntas bajaron para ir a buscar la olla de oscura sopa de menudillos que llevaba todo el día cocinándose a fuego lento.
—Bueno, pues son dos libras por cabeza —dijo O’Toole, aprovechando la ausencia de la señora Rodgers para sacar el delicado tema del dinero.
Los hombres habían acordado pagar dos libras cada uno, para costear las bebidas; las mujeres no tenían que pagar nada, pues las habían invitado para dar un ambiente más agradable y bonito y, naturalmente, para que echaran una mano.
O’Toole fue pasando con la gorra, y Brogan dijo que, como la fiesta era en su honor, tendría que poner cinco.
—Tendría que poner cinco, pero me imagino que no vais a dejarme—dijo Brogan, entregando dos billetes de una libra.
Hickey también pagó, igual que el propio O’Toole, y Long John Salmon, que no había abierto la boca hasta entonces. Cuando la señora Rodgers volvió, O’Toole le dio el dinero y le dijo que lo pusiera a buen recaudo.
—Muy amables, señores —dijo, escondiendo los billetes detrás del búho disecado de la repisa, bajo la atenta mirada del obispo.
Sirvió la sopa en cuencos y le pidió a Mary que los repartiera. En la superficie de cada cuenco la grasa flotaba como gotas de oro fundido.
—Hola, caracola... —dijo Hickey en el momento en que le entregó el suyo; luego le pidió un poco de pan, porque no estaba acostumbrado a la sopa sin pan—. Brogan, cuéntanos, ¿qué vas a hacer ahora que eres un ricachón?
—¡Eso, cuenta! —secundó Doris O’Beirne.
—Pues... —empezó Brogan, interrumpiéndose para pensar un instante—. Haremos reformas en casa.
Ninguno de ellos había estado nunca en casa de Brogan porque se encontraba en Adare, a cincuenta kilómetros, pasado Limerick. Ninguno de ellos había visto tampoco a su mujer, que al parecer vivía allá y criaba abejas.
—¿Reformas de qué tipo? —se interesó alguien.
—Vamos a cambiar todo el salón, y vamos a poner parterres —les explicó Brogan.
—¿Y qué más? —preguntó Crystal, pensando en toda la ropa bonita que podría comprarse con ese dinero; ropa y joyas.
—Pues... —repuso Brogan, cavilando de nuevo—. Puede que vayamos a Lourdes. Todavía no lo sé, dependerá.
—Yo daría los dos ojos por ir a Lourdes —declaró la señora Rodgers.
—¡Y los recuperaría nada más llegar! —terció Hickey, pero nadie le hizo ni caso.
O’Toole llenó hasta la mitad cuatro copitas de whisky y luego retrocedió un paso para examinar los vasos y asegurarse de que todos tuvieran la misma cantidad. A los hombres les generaba mucha ansiedad lo del reparto equitativo del alcohol. Entonces distribuyó las botellas de cerveza en grupitos de seis que fue asignando a cada varón. Las mujeres tomaban ginebra con naranja.
—Yo solo naranjada —pidió Mary, pero O’Toole le dijo que no fuera tan buenecita y, en cuanto ella se dio la vuelta, le echó un chorro de ginebra en el vaso.
Brindaron por Brogan.
—¡Por Lourdes! —dijo la señora Rodgers.
—¡Por Brogan! —dijo O’Toole.
—¡Por mí! —dijo Hickey.
—¡Chinchín! ¡Salud! —dijo Doris O’Beirne, que ya se bamboleaba debido a la sidra que se había pimplado.
—Bueno, lo de Lourdes todavía no está decidido —insistió Brogan—. Pero la obra del salón es segura y los parterres también lo son.
—Nosotros tenemos aquí un salón —dijo la señora Rodgers— que nunca pisa nadie.
—¡Vente al salón, Doris! —le dijo O’Toole a Mary, que estaba sirviendo la gelatina de la palangana grande de esmalte.
No tenían fuente de porcelana donde ponerla. Era una gelatina roja con claras a punto de nieve dentro, pero algo habían hecho mal, porque no había cuajado bien. Mary la sirvió en platillos mientras pensaba: «Vaya chapuza de fiesta». Ni siquiera habían vestido la mesa con un mantel en condiciones, sino con uno de plástico, y no había servilletas; y, para colmo, una palangana grande con la gelatina. Quizá la clientela de abajo la usara para lavarse.
—Bueno, que alguien cuente un chiste, ¿o qué pasa? —protestó Hickey, que estaba hartándose de tanta cháchara sobre salones y parterres.
—Yo os cuento uno —se animó Long John Salmon, rompiendo su silencio.
—Muy bien —aprobó Brogan, que alternaba sorbos del vaso de whisky y del de cerveza.
Era la única manera de disfrutar de una copa. Por eso, en las tabernas, cualquiera se sentía mucho más a gusto si se pagaba sus propias consumiciones, sin depender de la tacañería de nadie.
—Será un chiste con gracia, ¿no? —preguntó Hickey a Long John Salmon.
—Va sobre mi hermano —explicó Long John Salmon—. Mi hermano Patrick.
—Uy, de eso nada, ¿otra vez esa historia sin pies ni cabeza más vista que el tebeo? —dijeron Hickey y O’Toole al mismo tiempo.
—Pero dejadle que lo cuente —terció la señora Rodgers, que no conocía la anécdota.
Long John Salmon empezó:
—Yo tenía un hermano, Patrick, que se murió; no andaba muy bien del corazón.
—Por los clavos de Cristo, otra vez no... —masculló Brogan, recordando de qué historia se trataba.
Pero Long John Salmon prosiguió, impasible ante los vituperios de los otros tres hombres:
—Un día estaba yo en el establo, como un mes después de que lo enterrásemos, y lo vi atravesar la pared y caminar por el jardín.
—Uy, ¿qué harías tú si vieras algo así? —le preguntó Doris a Eithne.
—Dejad que lo cuente —dijo la señora Rodgers—. Sigue, Long John.
—Como decía, venía hacia mí, y yo pensé: «¿Y ahora qué hago?»; llovía a cántaros, así que le dije a mi hermano: «Anda, métete para dentro, que te vas a poner como una sopa».
—¿Y qué pasó? —preguntó una de las chicas, ansiosa.
—Que se esfumó —contestó John Long Salmon.
—Por el amor de Dios, vamos a poner algo de música —dijo Hickey, que había oído ya la historia nueve o diez veces.
No tenía principio, nudo ni desenlace. Pusieron un disco, y O’Toole sacó a Mary a bailar. Ejecutaba muchos pasos extravagantes y cabriolas, y de vez en cuando soltaba algún «Yupiii» desquiciado. B