Sábado, 28 de marzo, 8.35 h
Hace un día gris y deprimente detrás de la ventana de mi habitación en el Centro Médico Mason-Dixon. No es precisamente el tiempo primaveral que todos esperamos. Durante los últimos seis meses no me he sentido lo bastante bien como para escribir en mi diario, a pesar de que hacerlo siempre ha sido un gran consuelo para mí. Lamentablemente, por la noche estoy agotada y por el día demasiado ocupada preparándonos a los chicos y a mí para el colegio, pero me esforzaré por cambiar. Ahora me vendría bien ese consuelo. Estoy en el hospital, compadeciéndome de mí misma después de una noche espantosa que, sin embargo, había empezado de forma bastante prometedora; Bob y yo habíamos quedado con Ginny y Harold Lawler para cenar en Sullivan’s Island. Todos pidieron pescado excepto yo, y ahora, pensando en ello, ojalá hubiera hecho lo mismo. Para mi desgracia elegí pato, que ya de entrada prepararon de una forma un tanto extraña; el médico de urgencias me explicó más tarde que posiblemente estaba contaminado, lo más probable es que de salmonela. Empecé a sentirme rara antes incluso de terminar el entrante, y la cosa empeoró poco a poco. Mientras Bob llevaba a casa a la canguro, sufrí el primer episodio de vómitos. ¡No fue agradable! El cuarto de baño y yo acabamos hechos un desastre. Menos mal que pude limpiarlo antes de que Bob volviera. Él se mostró comprensivo, pero estaba cansado después de un día ajetreado en la oficina y no tardó en acostarse. Como seguía sintiéndome fatal, preferí esperar en el cuarto de baño y vomité varias veces más, incluso cuando pensaba que era imposible que me quedara algo de comida en el organismo. A las dos de la madrugada me di cuenta de que cada vez estaba más débil. Entonces desperté a Bob. Él me echó un vistazo y consideró que tenía que verme un médico. Nuestro seguro nos mandó al Centro Médico Mason-Dixon de Charleston. Por suerte, conseguimos que la madre de Bob viniera a casa para estar con los niños. Ella ha sido nuestra salvación en varias ocasiones, y esta es una de ellas. En la sala de urgencias, las enfermeras y los médicos se portaron estupendamente. Claro que me morí de vergüenza cuando continuaron los vómitos y a ellos se sumó una diarrea con rastros de sangre. Me pusieron una vía intravenosa y me dieron medicación; seguro que me explicaron en qué consistía, pero no me acuerdo. También me recomendaron que ingresara en la clínica. Estaba tan mareada que no protesté, aunque siempre me han dado miedo los hospitales. Después debieron de sedarme, porque ni siquiera recuerdo que Bob se fuera, ni que me trasladaran de urgencias a una habitación del hospital. Sin embargo, unas horas más tarde recuerdo despertarme a medias cuando alguien, probablemente una enfermera, entró en la habitación a oscuras y ajustó o puso algo en la vía intravenosa. Parecía que estuviera soñando, porque la persona se me antojó una aparición, con el pelo rubio y vestida de blanco. Traté de hablar, pero no pude, al menos de forma coherente. Cuando me desperté esta mañana me sentía como si me hubiera atropellado un camión. Intenté salir de la cama para ir al cuarto de baño, pero me resultó imposible, al menos al principio, y tuve que pedir ayuda. Esa es una de las cosas que no me gustan de estar en un hospital: que no te puedes valer por ti mismo. Tienes que renunciar a toda tu autonomía cuando ingresas.
La enfermera que me ayudó dijo que en breve pasaría a verme un médico. Terminaré esta entrada cuando vuelva a casa y explicaré cómo este episodio me ha hecho darme cuenta de la poca importancia que le doy a la salud en general. Nunca había sufrido una intoxicación alimentaria. Es mucho peor de lo que había imaginado. ¡De hecho, es horrible! Es todo lo que puedo decir.
Domingo, 29 de marzo, 13.20 h
Es evidente que no he cumplido mi propósito de escribir más a menudo. No terminé la entrada de ayer, como me había prometido a mí misma, porque las cosas no han salido como yo había planeado. Poco después de escribir las líneas de ayer, me visitó uno de los médicos residentes del hospital, la doctora Clair Webster, quien reparó en algo de lo que yo no me había percatado: tenía fiebre. No era una fiebre muy elevada, pero era un cambio, ya que la noche anterior tenía una temperatura normal. Aunque no me daba cuenta, unas máquinas registraban mi pulso, mi tensión arterial y mi temperatura continuamente, y por eso no había visto a nadie durante la noche, salvo a la persona que me había ajustado la vía intravenosa. Incluso la vía está controlada por un pequeño dispositivo informatizado. ¡Adiós al contacto humano en los hospitales modernos! La doctora Webster me comentó que había empezado a subirme la temperatura en torno a las seis de la mañana y que quería esperar para ver cómo evolucionaba antes de darme de alta. Llamé a Bob para avisarle del retraso.
Al final fue más que un retraso, ya que la temperatura no volvió a la normalidad, sino que aumentó a lo largo de todo el día y toda la noche hasta los cuarenta grados, de modo que aquí sigo. Y ha habido más complicaciones. Poco después de que Bob y los niños me visitaran ayer por la tarde (se suponía que los niños no podían venir de visita debido a su edad, pero Bob los metió a hurtadillas en la habitación), empecé a notar mucho dolor; ahora entiendo a lo que se refiere la gente cuando dice que le duelen las articulaciones. Y lo que es peor, he empezado a tener problemas para respirar. Por si todo esto fuera poco, ayer al ducharme me fijé en que me había salido un ligero sarpullido debajo de los brazos y de los pechos: unos puntitos rojos y planos. Por suerte no me pican. La enfermera dijo que también tenía algunos en el blanco de los ojos. Por eso volvió la médica residente, quien me confesó que estaba confusa, porque los síntomas hacían pensar que podía tener la fiebre tifoidea, e insistió en que me viera un especialista en enfermedades contagiosas. El especialista vino y me examinó. Afortunadamente, dijo que no era fiebre tifoidea y adujo varios motivos, como que no tenía una cepa común de salmonela. Aun así, le preocupaba que mi corazón se hubiera acelerado durante mi estancia en el hospital. Para contrastar ese detalle, llamó a un cardiólogo, un tal doctor Christopher Hobart, que también me examinó. Mi habitación parecía un centro de convenciones, con tantos médicos entrando y saliendo. El doctor Hobart pidió enseguida una radiografía de mi pecho ¡porque pensó que estaba sufriendo una embolia grasa! En cuanto tuve ocasión busqué «embolia grasa» en la red (gracias a Dios por internet) y averigüé que se trata de la presencia de glóbulos de grasa en el flujo sanguíneo, una enfermedad que normalmente afecta a pacientes con traumatismos graves, incluidos los huesos rotos. Al no haber sufrido ningún trauma, salvo el emocional, el cardiólogo llegó a la conclusión de que se debía a una deshidratación severa, y como ya tenía la vía intravenosa, decidió que no hacía falta otro tratamiento, sobre todo ahora que mi respiración parecía totalmente normal. Me alegré de oírlo, pero debo decir que todo esto ha hecho que mi fobia a los hospitales se dispare. Hace unos meses leí un artículo en el Post and Courier sobre complicaciones sufridas por pacientes ingresados en hospitales; lo que me estaba pasando se parecía mucho a lo que leí, y me estaba poniendo muy nerviosa. Lo único que tenía cuando ingresé la noche del viernes era una intoxicación alimentaria, y se suponía que ahora tenía una embolia grasa. Llamé a Bob y le dije cómo me sentía y que quería salir de ese sitio y volver a casa. Me recomendó que tuviera paciencia y me aseguró que lo hablaríamos más tarde, cuando viniera a visitarme, después de que su madre pasase por casa para cuidar de los niños. Terminaré esta entrada después de que Bob y yo hablemos. Además de los otros síntomas, tengo problemas para concentrarme.
Lunes, 30 de marzo, 9.30 h
Otra vez no he escrito en el diario, como tenía pensado hacer después de la visita de Bob. La excusa es que me sentía colocada. Es la mejor forma que se me ocurre de describirlo. Ayer escribí que tenía problemas para concentrarme. La cosa ha empeorado. Ni siquiera recuerdo de lo que hablamos Bob y yo cuando estuvo aquí, aunque sí que me acuerdo de que a él también le preocupaban los nuevos síntomas y solicitó hablar con los médicos que me habían examinado. Si habló o no, no lo sé. No hay mucho más en mi memoria de lo que dijo, excepto que iba a llamar al doctor Curtis Fletcher, nuestro médico de familia de toda la vida, para pedirle que interviniera.
Recuerdo vagamente haberme inquietado después de que Bob se fuese, temiendo empeorar y no recuperarme. Por ese motivo, la doctora Webster volvió y me recetó un sedante para tranquilizarme, que verdaderamente me hizo efecto. Lo siguiente que recuerdo es despertarme otra vez en plena noche. En esta ocasión alguien me estaba haciendo algo en la barriga que me pareció un pinchazo. Tal vez era la misma persona que me había ajustado la vía intravenosa la noche anterior. No estoy segura. Cuando me desperté esta mañana, creí que había sido un sueño hasta que reparé en una zona ligeramente blanda de mi abdomen. ¿Se administran sedantes ahí? Intentaré acordarme de preguntarlo. La fiebre ha bajado un poco, aunque mi temperatura sigue por encima de lo normal. Lo más importante es que ya no me siento colocada, y gracias al ibuprofeno los dolores han disminuido mucho. Quizá me dejen volver a casa. Eso espero. Mi aversión y mi miedo a los hospitales no han mejorado. Más bien lo contrario.
10.35 h
¡Vuelvo a escribir! Estoy muy disgustada. No voy a volver a casa. El doctor Chris Hobart acaba de venir con malas noticias. Ha dicho que ayer solicitó una prueba de albúmina, que parece estar en los niveles correctos, pero los resultados muestran ¡que tengo otra proteína de la sangre muy elevada! Ha dicho que estoy desarrollando gammapatía monoclonal, sea lo que sea. Todavía tengo que buscarlo en internet. No soporto cuando los médicos hablan como si no quisieran que te enterases de nada. Ya sé que suena un poco paranoico, pero creo que los médicos lo hacen a propósito. En su descargo, me aseguró que probablemente la proteína elevada no suponía ningún problema, pero que quería consultar con una hematóloga, lo que significa que no me van a dar el alta.
15.15 h
La hematóloga acaba de irse y ha prometido que volverá por la mañana. Si se suponía que su visita tenía que tranquilizarme, no ha dado resultado. Mis peores temores sobre los hospitales se han confirmado con creces. ¡La nueva doctora es una especialista en el cáncer de la sangre! ¡Una oncóloga! Me aterra enfermar de algo como la leucemia. Se llama Siri Erikson, que suena a escandinavo, y tiene pinta de serlo. ¡Lo único que puedo decir es que quiero volver a casa! Por desgracia, todavía tengo mucha fiebre, y la doctora Erikson considera que es preferible que me quede unos días más para ver si averiguan qué es lo que está haciendo que me suba la temperatura o, como mínimo, para conseguir que vuelva a la normalidad.
No puedo evitar estar muy preocupada. Todo lo que está pasando me convence de que los hospitales no son lugares seguros a menos que necesites verdaderamente estar en ellos, como supongo que me pasó a mí la noche del viernes. Parece que cuanto más tiempo paso aquí, más problemas tengo. Hablaré con Bob de todo esto cuando venga a visitarme después del trabajo. En el lado positivo, mi tracto digestivo está volviendo a la normalidad. Me han cambiado la dieta y me dan alimentos normales que tolero sin problemas. Solo quiero irme de aquí y volver a casa con Bob y los niños.
16.45 h
Bob espera estar aquí sobre las seis de la tarde. Mientras tanto he llamado al doctor Fletcher, nuestro médico de familia, a quien mi marido se había olvidado de telefonear. Lo visité hace unos dos meses para que me hiciera un reconocimiento, cuando Bob y yo valorábamos la idea de contratar un seguro de vida. El examen incluía un análisis de sangre básico, y me preguntaba si ahí también aparecían las proteínas en sangre. En aquel entonces me aseguró que todo era normal. Cuando el doctor Fletcher me devolvió la llamada para expresarme cuánto lamentaba la intoxicación alimentaria que había sufrido, me dijo que el análisis de sangre que me había hecho incluía un examen de proteínas y me confirmó que el resultado había sido normal. Se sorprendió ante la posibilidad de que tuviera un problema de proteínas, aunque añadió que algo así puede originarse en cualquier momento, pero que normalmente solo afecta a personas más mayores que yo. Me aconsejó que pidiera un nuevo análisis, y le respondí que ya se había solicitado. En cuanto a que él interviniera en la asistencia hospitalaria que yo estaba recibiendo, me aseguró que no podía, ya que no gozaba de privilegios en el Mason-Dixon, pero que hablaría gustosamente con cualquiera de los médicos que cuidaban de mí si lo deseaban. Le di las gracias y le dije que se lo propondría. No hace falta decir que estoy decepcionada con el curso de los acontecimientos, y he decidido que, pase lo que pase, mañana abandonaré el hospital si Bob está de acuerdo.
19.05 h
Bob acaba de marcharse. Por desgracia lo he alterado mucho. Después de contarle lo que he descubierto gracias al doctor Fletcher, que mis proteínas en sangre eran normales hace unos meses, ha querido sacarme del hospital de inmediato. Por extraño que parezca, su reacción visceral me ha hecho dudar de la idea de marcharme, lo que me han dejado claro que haría en contra del consejo de los médicos. Al final he podido convencer a Bob de que debíamos esperar al menos hasta mañana, cuando vuelva a ver a la doctora Erikson. Después de todo, las enfermedades de la sangre son su especialidad, y quiero que me asegure que no tengo nada tan grave como un cáncer.
Ahora, tumbada aquí a merced de este sitio y escuchando los sonidos procedentes del pasillo, me pregunto si no hubiera sido mejor firmar lo que fuera necesario para que Bob me sacara de aquí. Para colmo de males, acabo de reparar en lo que podría ser un nuevo síntoma: me noto la barriga un poco blanda, o al menos eso me parece cuando aprieto fuerte. Claro que a lo mejor siempre ha estado así. La verdad es que no lo sé. Tal vez me estoy volviendo demasiado melodramática, incluso un poco paranoica. Voy a pedir el somnífero y a intentar olvidar dónde estoy.
Martes, 31 de marzo, 9.50 h
Acabo de hablar por teléfono con Bob. Me temo que he desatado una tormenta. Le he comentado que la doctora Erikson había venido a informarme de que la anomalía de las proteínas de mi sangre, o gammapatía, era real, y que incluso el nivel era ligeramente superior al de la prueba anterior. Cuando ha visto mi disgusto, ha tratado de dar marcha atrás y tranquilizarme, pero sus palabras de consuelo han caído en saco roto después de lo que he leído en internet sobre las anomalías de las proteínas de la sangre.
He llamado a Bob en cuanto se ha marchado la doctora. Me he puesto a llorar y le he contado lo que ha pasado. Me ha ordenado que empiece a recoger mis cosas, porque va a sacarme del hospital. Y eso no es todo: ha dicho que va a empapelar a Asistencia Médica Middleton, la empresa propietaria del Centro Médico Mason-Dixon y de otros treinta y un hospitales. Cuando le he preguntado por qué, me ha respondido que se había pasado toda la noche investigando, aprovechando sus contactos internos, aunque la realidad es que paga a informantes de hospitales de la zona para enterarse de casos complicados con el fin de ponerse en contacto directamente con los pacientes. Parece que ha descubierto algo inquietante relacionado con los hospitales de Asistencia Médica Middleton, pero que tiene que seguir investigando y que me lo explicará cuando llegue a casa. Mientras tanto, quiere que me vaya inmediatamente del centro médico. Cree que los hospitales de Middleton tienen unas estadísticas fantásticas en relación con las infecciones contraídas en los propios centros, pero en materia de altas en los diagnósticos de una anomalía nueva e insospechada de las proteínas de la sangre, como la que supuestamente yo tengo, sus cifras se salen de lo normal. Cree que puede haber dado con una demanda colectiva que podría consolidar su carrera. Su intuición le decía que Middleton estaba haciendo algo raro, algún tipo de delito empresarial, y tiene intención de averiguar de qué se trata y hacer algo al respecto. Hemos hablado un rato, aunque ha sido él quien lo ha dicho casi todo. Tengo que reconocer que poco a poco me he sentido un poco traicionada. Su principal interés se ha desviado de mis problemas y mi preocupación a una demanda de supuesto interés público.
Después de asegurarle que estaría lista para cuando él llegase, he colgado y he mirado por la ventana, sintiéndome especialmente sola y temiendo que el estado de ánimo de Bob nos cause problemas a la larga. Teníamos que venir al Centro Médico Mason-Dixon, ya que era el único hospital de la zona concertado con nuestro seguro. El problema es que cuando Bob se embarca en algo así, donde puede haber de por medio una demanda importante, es como un perro con un hueso. No me imagino por qué en los hospitales de Asistencia Médica Middleton detectan más anomalías de las proteínas de la sangre que el resto de los hospitales. No tiene sentido. ¿Piensa Bob que están haciendo negocio? ¡Me cuesta imaginar que sea cierto! Pero su agresividad con respecto al hospital me da mala espina, sobre todo porque los médicos y enfermeras me ayudaron mucho cuando lo necesité la noche del viernes. ¿Y si los niños necesitan ser hospitalizados en un futuro próximo? ¿Sería Bob capaz de poner eso en peligro? Lo que sí sé, y mejor que nadie, es que cuando dice que va a demandar a alguien, lo hace. Espero tranquilizarlo cuando estemos en casa, y que todos volvamos a la normalidad.
Libro primero
1
Lunes, 6 de abril, 6.30 h
La primavera en Charleston, Carolina del Sur, es un espectáculo deslumbrante, y a principios de abril suele estar ya muy avanzada. Las azaleas, las camelias, los jacintos, las magnolias de floración temprana y las forsitias rivalizan por llamar la atención con un derroche de colores y fragancias. Y este día en concreto, mientras el sol se preparaba para salir, flotaba en el aire la promesa de que iba a ser espléndido para casi todo el mundo en esta ciudad histórica y pintoresca. Para todo el mundo, claro está, menos para Carl Vandermeer, un joven abogado de éxito que había crecido en la vecina ciudad de West Ashley.
Casi todas las mañanas, fuera la época del año que fuese, pero sobre todo en primavera, Carl formaba parte del considerable grupo de gente que corría por el paseo marítimo del Battery, situado en el extremo sur de la península de Charleston. El Battery daba a la parte del extenso puerto de Charleston formada por la confluencia de los ríos Cooper y Ashley. Bordeado de mansiones restauradas del siglo XIX y dotado de un jardín público, era uno de los lugares más atractivos y populares de la ciudad.
Como la mayoría de sus colegas corredores, vivía en un encantador barrio residencial de las inmediaciones conocido por los vecinos como SOB, las siglas de South of Broad. Broad Street era una vía pública que avanzaba de este a oeste a través de la península de Charleston entre los dos ríos.
El motivo por el que no estaba corriendo esa preciosa mañana de primavera era el mismo por el que no había corrido durante el mes anterior: se había roto el ligamento cruzado anterior de la rodilla derecha durante el partido final de baloncesto de la temporada pasada. Él y otra media docena de abogados aficionados al deporte habían formado un equipo para jugar en una liga de la ciudad.
Siempre había practicado deporte en el instituto y en la Universidad de Duke, donde había jugado en la primera división de lacrosse y alcanzado una fama considerable. Se empeñó en mantenerse en forma incluso en la facultad de Derecho, y se consideraba en general inmune a los daños, sobre todo porque solo tenía veintinueve años. A lo largo de toda su carrera deportiva no había sufrido más que un par de esguinces de tobillo, de modo que la lesión de rodilla fue para él una desagradable sorpresa.
Se encontraba perfectamente, había jugado la primera parte del partido y marcado dieciocho tantos. Tenía la posesión de la pelota, amagó por la izquierda al jugador que lo vigilaba y se dirigió a la derecha directo a la canasta. Pero no llegó nunca. Cuando quiso darse cuenta estaba tumbado en el suelo, sin saber lo que había pasado. Avergonzado, se levantó enseguida. Notó cierta molestia en la rodilla derecha, pero nada serio. Dio varios pasos para recobrar el aliento y se desplomó por segunda vez. Entonces supo que era grave.
Una visita al doctor Gordon Weaver, un cirujano ortopedista, confirmó el diagnóstico: rotura del ligamento cruzado anterior. Incluso Carl, un absoluto lego en medicina por decisión propia, pudo verlo en la resonancia magnética. La mala noticia era que tendría que someterse a una operación si quería practicar cualquier tipo de deporte. El doctor Weaver dijo que la operación más recomendable consistía en injertar un trozo de su propio tendón rotuliano en la articulación. La única buena noticia era que su seguro médico cubriría todo el tratamiento, incluida la rehabilitación.
A sus jefes en el bufete de abogados en el que trabajaba no les entusiasmaba el tiempo de inactividad necesario, pero faltar al trabajo no estaba entre sus principales preocupaciones. El problema era que tenía una aversión especial a todo lo relacionado con la medicina y las agujas. Era famoso por haberse desmayado con una simple extracción de sangre, y ni siquiera le gustaba el olor del alcohol desinfectante por las asociaciones que provocaba en su mente. Nunca había sido hospitalizado, pero había visitado a amigos ingresados en centros médicos, y la experiencia le había puesto los pelos de punta, de modo que ir al hospital esa mañana para someterse a la operación iba a ser todo un reto.
La ironía de su vergonzosa y secreta fobia médica era que su novia desde hacía dos años, Lynn Peirce, era una estudiante de medicina en el cuarto año de carrera. Había llegado a marearse con las anécdotas que le contaba de sus experiencias diarias en el Centro Médico Mason-Dixon, donde tenía programada su operación en unas pocas horas. Ella había sido la que le había recomendado al doctor Weaver y le había explicado con todo detalle cómo iban a repararle la rodilla.
Ante la insistencia de Lynn, también había solicitado que su operación fuera el primer caso del doctor Weaver un lunes por la mañana. El motivo, le explicó, era que todo el mundo llegaría fresco al baile, lo que quería decir que habría menos posibilidades de error o problemas de planificación. Sabía que su novia tenía buenas intenciones, pero sus comentarios no hacían más que aumentar su nerviosismo.
Lynn se ofreció a pasar la noche con él, igual que había hecho el pasado sábado, para asegurarse de que seguía las instrucciones preoperatorias y llegaba a tiempo al hospital, pero Carl buscó una excusa. Lo cierto era que tenía miedo de que ella hiciera algún comentario inocente que aumentara aún más su preocupación, así que le dijo que dormiría mejor solo y le aseguró que seguiría al dedillo las instrucciones preoperatorias. Ella aceptó cortésmente y prometió visitarlo en su habitación del hospital en cuanto lo trasladaran de la sala de reanimación.
Nunca le había mencionado a Lynn su fobia por temor a que, como mínimo, se riera de él. Tampoco le había confesado lo inquieto que estaba ante su inminente operación. Para mantener su orgullo, había ciertas cosas que era mejor no comentar en voz alta.
Dejó que el despertador sonara un rato por miedo a volver a dormirse. Había pasado mala noche y le había costado conciliar el sueño. La enfermera del doctor Weaver le había dado instrucciones de que no ingiriese nada excepto agua después de medianoche, y que se diera una buena ducha caliente con jabón antimicrobiano cuando se levantara, prestando especial atención a su pierna derecha. Debía llegar al hospital a las siete como muy tarde. Eran las seis y media; tendría que darse prisa. Creía que si iba apurado de tiempo tendría menos oportunidades de pensar, pero allí estaba, todavía en la cama y ya preocupado.
Como si intuyera su angustia, Pep, su ágil gata birmana de ocho años, se despertó al pie de la cama y se acercó para frotar su hocico húmedo contra su incipiente barba.
—Gracias, chica —dijo, y retiró las mantas para ir directo al cuarto de baño.
Pep lo siguió, como siempre. Carl había salvado a la gata al final de su último año en la Universidad de Duke, cuando uno de sus compañeros de clase iba a abandonarla en el centro de acogida de animales después de licenciarse con la esperanza de que alguien la adoptase. Fue incapaz de acatar un plan que se parecía demasiado a una posible sentencia de muerte. Se llevó a la gata a casa para que pasara el verano, se enamoró perdidamente de ella y acabó llevándosela a la facultad de Derecho. Frank Giordano, un abogado muy amigo suyo y compañero de partidos de baloncesto, quien debía estar a punto de llegar para llevarle en coche al hospital, se había ofrecido a pasar por su casa para asegurarse de que la gata tenía comida y agua hasta que él volviera dentro de tres días. Todo estaba en regla, o al menos eso pensaba.
Mientras Carl Vandermeer se metía en la ducha, la doctora Sandra Wykoff se bajó de su BMW X3. Tenía prisa, pero no porque llegase tarde, sino porque le entusiasmaba su trabajo. A diferencia de Carl, le gustaba tanto la medicina que no había disfrutado unas vacaciones de verdad en los tres años que llevaba en la plantilla del Centro Médico Mason-Dixon. Estudió al otro lado de la ciudad, en la antigua Universidad de Medicina de Carolina del Sur, para convertirse en una anestesióloga colegiada. A sus treinta y cinco años, y después de un breve matrimonio con un cirujano, era una adicta al trabajo recién divorciada.
Salió de su aparcamiento reservado en la primera planta del garaje y subió por la escalera en lugar de por el ascensor. Le gustaba el ejercicio, y además solo había un tramo de escaleras. Los modernos quirófanos del centro médico, construido en los primeros años del nuevo milenio, se encontraban en la segunda planta. En la sala de cirugía, miró el monitor que emitía la imagen de la pizarra con el cuadrante de los quirófanos. La habían destinado al Q12 para intervenir en cuatro casos, el primero de los cuales era una reconstrucción del ligamento cruzado anterior con injerto de rótula realizada por Gordon Weaver con anestesia general. Se alegró. Gordon Weaver le caía especialmente bien. Como la mayoría de los cirujanos ortopedistas, era un tipo sociable que disfrutaba con su trabajo. Sin embargo, lo más importante desde su punto de vista era que no se entretenía y se hacía oír si el paciente perdía más sangre de la esperada. Para ella, esa clase de comunicación era muy importante, pero no todos los cirujanos colaboraban de esa manera. Como todos los anestesiólogos, sabía que ella era la responsable del bienestar del paciente durante la operación, no el cirujano, y agradecía que le informasen debidamente si ocurría algo fuera de lo normal durante la intervención.
Tecleó en su tableta el nombre del paciente, Carl Vandermeer, junto con el número que le habían asignado en el hospital y su propia clave para acceder a su historial médico electrónico. Quería ver cómo había ido el preoperatorio. Un momento más tarde supo que se enfrentaba a un varón de veintinueve años, sano, sin alergias a medicamentos y que no había sido anestesiado con anterioridad. De hecho, nunca había sido hospitalizado. Iba a ser un caso sencillo.
Se puso la bata quirúrgica, entró en el departamento de cirugía propiamente dicho y pasó por delante del mostrador tras el que gobernaba la competente supervisora del departamento, Geraldine Montgomery. A su derecha, pasó por delante de la entrada de la UCPA, que antes recibía el sencillo nombre de sala de reanimación y a la que ahora se referían como Unidad de Cuidados Post Anestésicos. El área de espera preoperatoria estaba a la izquierda. En las dos salas había una actividad frenética. Un grupo de enfermeras y camilleros se preparaban para el inminente e inevitablemente ajetreado programa de una mañana de lunes.
Como persona en general cordial, aunque reservada, Sandra saludaba a todos con los que se cruzaba, pero no se detenía a charlar ni reducía el paso. Estaba concentrada en su misión de primera hora de la mañana. Estaba impaciente por comprobar el funcionamiento de la máquina de anestesia que utilizaría durante el día, un requisito que se exigía a todos los anestesiólogos y enfermeros anestesistas. La diferencia era que ella era más concienzuda que la mayoría y que estaba deseando empezar.
Adoraba la más reciente máquina de anestesia, controlada casi por completo a través de un ordenador. De hecho, era el creciente protagonismo que la informática desempeñaba en la anestesia lo que le atrajo de la especialidad. Como digna hija de su padre, a Sandra le atraía todo lo que fuera mecánico. Su padre, Steven Wykoff, era un ingeniero de automoción al que la compañía BMW había trasladado de Detroit, Michigan, a Spartanburg, en Carolina del Sur, en 1993.
El hecho de que los ordenadores estuvieran destinados a intervenir cada vez más en la medicina fue el motivo por el que decidió estudiar esa carrera. Su primer acercamiento a la anestesia tuvo lugar durante su tercer año de rotación en cirugía, y la especialidad la cautivó desde el principio. Constituía una mezcla perfecta de medicina, farmacología, computadoras y aparatos mecánicos, cuatro elementos a los que Sandra era muy aficionada.
Entró en el Q12 y saludó a Claire Beauregard, la enfermera de rotación asignada, que ya estaba ocupada preparando la operación. Tampoco con ella entabló conversación, sino que se acercó a su leal socio mecánico, con el que pasaría la mayor parte del día. El aparato estaba equipado con abigarrados cilindros de gas, múltiples monitores, medidores, indicadores y válvulas. La máquina, como todo el equipamiento del complejo hospitalario adquirido recientemente, era un modelo de tecnología punta controlado por ordenador. Era el número treinta y siete de un total de casi cien. El número aparecía en una pegatina en un lateral de la máquina, en la que también se incluía su historial de mantenimiento.
Desde su punto de vista, el aparato que tenía delante era una maravilla de la ingeniería. Entre sus numerosas prestaciones se incluía una función de lista de comprobación que cumplía los requisitos exigidos por la Agencia de Alimentos y Medicamentos antes de su uso, similar en muchos aspectos al catálogo de verificaciones requeridas en un avión moderno antes del despegue para confirmar que todos los sistemas funcionan correctamente.
No encendió inmediatamente la máquina para iniciar el chequeo automático. Le gustaba hacer la revisión a la antigua usanza, sobre todo los sistemas de alta y baja presión, para estar completamente segura de que todo estaba en regla. Le encantaba tocar y manejar todas las válvulas. La inspección manual le hacía sentirse mucho más segura que si tuviera que fiarse de un algoritmo controlado por ordenador.
Satisfecha con lo que encontró, acercó el taburete con ruedas que sería su asiento durante todo el día, se sentó y se aproximó a la parte delantera de la máquina de anestesia. Solo entonces encendió la máquina. Fascinada, como siempre, mantuvo la vista pegada al monitor mientras el aparato llevaba a cabo la lista de comprobación, que incluía la mayoría de las operaciones que ella ya había hecho. Unos minutos más tarde, la máquina indicó que todo estaba en regla, incluyendo las alarmas de problemas, como cambios en la tensión arterial del paciente y el funcionamiento del corazón, o niveles bajos de oxígeno en la sangre.
Estaba contenta. Cuando ocurría algo, incluso un percance sin importancia, estaba obligada a ponerse en contacto con el departamento de ingeniería clínica, que realizaba el mantenimiento de las máquinas de anestesia. Los técnicos eran un grupo de lo más extraño. Todos con los que había tratado eran inmigrantes rusos con mayor o menor dominio del inglés, y la mayoría parecían los típicos frikis de la informática que solía ver cuando era joven. Misha Zotov le era especialmente antipático; la buscó en la cafetería del hospital e intentó entablar una conversación con ella el día después de que Sandra acudiera al departamento para hacer una sencilla consulta relacionada con el mantenimiento. Le daba repelús, y más aún cuando la llamó a casa días más tarde para invitarla a tomar una copa con él. No tenía ni idea de cómo había conseguido su número de teléfono, porque no figuraba en el listín. Ella respondió con una pequeña mentira, asegurándole que tenía pareja.
Con la máquina de anestesia preparada, empezó a revisar el material y los medicamentos con idéntica diligencia. Le gustaba tocar todo lo que podía necesitar para saber dónde estaba. Si había una emergencia, no quería tener que buscar nada. Quería tenerlo todo a mano.
—¿Quieres que aparque y entre contigo?
Frank Giordano condujo hasta el interior del Centro Médico Mason-Dixon, con Carl como acompañante, cuando pasaban unos minutos de las siete.
Habían viajado en silencio. Al principio, Frank trató de iniciar una conversación mientras se dirigían hacia el norte por King Street, pero Carl no puso nada de su parte. Supuso que estaba agobiado por la operación, sobre todo después de que su amigo reconociera antes de salir que estaba hecho un manojo de nervios.
—Gracias, pero prefiero que no —contestó—. Llego un poco tarde. Espero que así no tenga que esperar sentado mucho rato.
Era evidente que estaba nervioso.
—¡Oye, tío, tienes que tranquilizarte! —lo animó Frank—. No es nada del otro mundo. A mí me quitaron las amígdalas cuando tenía diez años. Fue pan comido. Me acuerdo de que me dijeron que contara hacia atrás desde cincuenta. Llegué a cuarenta y seis y cuando quise darme cuenta me estaban despertando y todo había terminado.
—Tengo un mal presentimiento —reconoció.
Se volvió para mirar a Frank.
—Joder, tío, ¿por qué dices esas tonterías? ¡Sé positivo! Mira, tienes que hacértelo, y tiene que ser ahora, así en diciembre estarás listo para la próxima temporada de baloncesto. Te necesitamos sano.
Carl no respondió. Debajo del pórtico había una fila de coches de los que se apeaba gente con bolsos de viaje. Dedujo que ellos también venían a operarse. Deseó poder tomárselo con tanta calma como parecían hacer los demás. Echó un vistazo a su teléfono móvil. Eran casi las siete y cinco. Se había propuesto llegar a la hora en punto para no tener que permanecer en la sala de espera.
—Me bajaré aquí.
En un instante había abierto la puerta del lado del pasajero y salido del coche
—Dentro de treinta segundos estaremos en la puerta.
—Lo dudo. Iré más rápido andando. —Cerró la puerta de un portazo y abrió el maletero. Sacó la mochila que contenía sus artículos de primera necesidad y se la echó al hombro—. ¡No te olvides de la gata!
—No te preocupes. —Frank también se bajó del coche y rodeó el vehículo para darle un abrazo rápido. Carl no reaccionó; se limitó a mirarlo a los ojos cuando su amigo se apartó, pero lo imitó cuando Frank levantó el puño. Sus nudillos se tocaron a modo de saludo—. ¡Hasta luego, colega! —añadió—. Todo va a salir bien.
Carl asintió con la cabeza, se volvió y sorteó el pequeño atasco de coches que esperaban para acercarse a la puerta principal y descargar a sus pasajeros. Al entrar en el hospital recordó la descripción del infierno de Dante que había leído en clase de civilización, en la Universidad de Duke.
Una voluntaria vestida con una bata rosa lo acompañó a través del pasillo hasta el área de admisiones quirúrgicas. Dijo su nombre a una de las recepcionistas sentadas detrás de un mostrador que le llegaba al pecho.
—Llega tarde. —El tono de la mujer era ligeramente acusador.
Tenía un asombroso parecido con su profesora de sexto, la señorita Gillespie. La asociación le hizo sentirse como si retrocediera a una etapa anterior de su vida, en la que no controlaba su destino. Carl había sido un indomable niño de doce años y había chocado en repetidas ocasiones con la señorita Gillespie. La recepcionista cogió un fajo de impresos del mostrador que tenía delante y se lo entregó.
—¡Siéntese! Una enfermera estará con usted dentro de poco.
Aunque igual de autoritaria que la recepcionista, la enfermera era considerablemente más simpática. Sonrió cuando le pidió que la siguiera a una zona separada con una cortina, donde había una camilla con sábanas y una almohada limpias. Encima estaba la infame bata de hospital. Después de comprobar su documento de identidad con foto y de preguntarle su nombre y fecha de nacimiento, le puso una pulsera con sus datos en la muñeca. Una vez hecho eso, le ordenó que depositara sus objetos de valor en una bolsa de lona con cremallera que también estaba encima de la camilla, que se quitara la ropa, se subiera a la camilla y se tumbase. La enfermera corrió la cortina desde dentro para ofrecerle intimidad. Observó cómo Carl recogía la bata y trataba de averiguar cómo se ponía.
—La abertura debería estar en la parte trasera —le explicó la enfermera, como si eso fuera suficiente para despejar la confusión de Carl—. Volveré en un momento, cuando haya terminado.
A continuación desapareció a través de la cortina. Estaba claro que tenía prisa.
Hizo lo que la enfermera le pidió, pero tuvo problemas con la bata, sobre todo para atarla. Un lazo estaba en el cuello y el otro en la cintura, cosa que no tenía sentido. Hizo todo lo que pudo. Apenas se había subido a la camilla y tapado el torso con la sábana cuando la enfermera apareció al otro lado de la cortina, preguntándole si había terminado.
Una vez dentro, la mujer recitó una letanía de preguntas: ¿ha comido algo esta mañana? ¿Tiene alguna alergia? ¿Tiene intolerancia a algún medicamento? ¿Lleva alguna prótesis dental extraíble? ¿Fuma? ¿Lo han anestesiado alguna vez? ¿Ha tomado aspirinas en las últimas veinticuatro horas? El interrogatorio siguió y siguió, mientras Carl contestaba obedientemente «No» una y otra vez, hasta que la enfermera le preguntó cómo se sentía.
—¿A qué se refiere? —preguntó él. Lo desconcertó esa pregunta inesperada—. Estoy nervioso. ¿Es eso lo que me pregunta?
La enfermera se rio.
—¡No, no, no! Me refiero a si se siente bien ahora mismo y si se ha sentido normal durante la noche. Lo que quiero saber es si cree que podría haber enfermado de algo. ¿Tiene escalofríos? ¿Fiebre? ¿Algo parecido?
—Entiendo. —Estaba avergonzado por su ingenuidad—. Desgraciadamente me encuentro bien de salud, así que no tengo excusa para no seguir con todo esto. Para ser sincero, estoy preocupado.
La enfermera alzó la vista de su tableta, donde había tomado nota de todas las respuestas de Carl.
—¿Cómo de preocupado se siente?
—¿Cómo de preocupado debo sentirme?
—A algunas personas les agobian los hospitales. No a los que estamos aquí, porque para nosotros es algo cotidiano. Dígame cómo se siente, en una escala del uno al diez.
—¡Un ocho, tal vez! Para ser sincero, estoy muy nervioso. No me gustan las agujas ni el resto de la parafernalia médica.
—¿Ha tenido algún episodio de hipotensión en un entorno médico?
—¿Me lo puede traducir?
—¿Se ha desmayado?
—Me temo que sí. Dos veces. Una cuando me sacaron sangre para unas pruebas en la enfermería de la universidad y otra cuando quise donar sangre en el campus.
—Haré que conste en su historial. Si lo desea, pueden darle algo para tranquilizarle.
—Estaría muy bien.
Lo dijo con total sinceridad.
La enfermera comprobó que la tensión y el pulso eran normales. Le preguntó de qué rodilla tenían que operarle, y cuando Carl señaló la derecha, le dibujó una X con un rotulador permanente en el muslo, diez centímetros por encima de la rótula derecha.
—Queremos estar seguros de que no operamos la otra rodilla.
—Yo también —respondió alarmado—. ¿Ha pasado alguna vez?
—Me temo que sí —reconoció—. No aquí, pero ha pasado.
«Joder», pensó. Ahora tenía otro motivo de preocupación. Con lo nervioso que estaba, se preguntó si se habría equivocado disuadiendo a Lynn de que se pasara a saludarle antes de la operación. Tal vez necesitase una defensora.
—Doctora Wykoff, el paciente está en el CAPQ. —Claire, que acababa de entrar en el Q12, se refería al centro de atención al paciente quirúrgico, un nombre muy largo para denominar al área de espera para quienes iban a ser intervenidos.
—¿Y el doctor Weaver? —preguntó Sandra.
—Se está cambiando. Estamos listos.
—Perfecto. —Se levantó y cogió su tableta—. ¿Qué tal vas, Jennifer?
Jennifer Donovan era la enfermera quirúrgica, quien ya se había puesto la bata y los guantes y estaba colocando el instrumental esterilizado. Eran las 7.21 de la mañana.
—Ya casi estoy —anunció la enfermera.
Mientras recorría de nuevo el pasillo central, Sandra consultó el historial médico electrónico de Carl y se fijó en las anotaciones que habían hecho en admisión. No había indicadores de peligro. Lo único que vio fue que el paciente estaba extraordinariamente nervioso y que tenía un historial de episodios de hipotensión relacionados con la extracción de sangre. A lo largo de su carrera había tropezado con varios hombres con ese tipo de fobia, pero nunca había supuesto un problema. La gente no solía desmayarse cuando estaba tumbada. En su opinión, el nerviosismo era de lo más normal. Por eso le gustaba tanto el midazolam. Funcionaba a las mil maravillas para relajar incluso a los pacientes más inquietos. En el bolsillo de su bata llevaba preparada una jeringuilla con la dosis apropiada en función del peso de su próximo paciente.
Encontró a Carl Vandermeer en uno de los compartimentos preoperatorios del CAPQ. Era un hombre atractivo, de abundante pelo moreno y ojos azules sorprendentemente abiertos. Exceptuando su evidente inquietud, era la viva imagen de la salud. Pensó que sería un placer trabajar con él.
—Buenos días, señor Vandermeer —le saludó—. Soy la doctora Wykoff. Seré su anestesista.
—¡Quiero que me duerma! —declaró Carl con toda la autoridad de la que fue capaz dadas las circunstancias—. Ya lo he hablado con el doctor Weaver y me ha prometido que estaría dormido. No quiero la epidural.
—No hay problema —respondió Sandra—. Estamos preparados. Tengo entendido que está un poco inquieto.
Carl soltó una risilla triste.
—Eso es quedarse corto.
—Podemos ayudarlo, aunque es necesario ponerle una inyección. Ya sé que no le gustan las agujas, pero ¿le importa que le ponga una? Le ayudará, se lo garantizo.
—Para ser sincero, no me entusiasma la idea. ¿Dónde me la va a poner?
—El brazo me sirve.
Armándose de valor, descubrió obedientemente su brazo izquierdo y apartó la vista para evitar ver la jeringuilla. Después de frotarle rápidamente con una toallita antiséptica, Sandra le puso la inyección.
Carl se volvió de nuevo.
—Ha sido fácil. ¿Ha terminado ya?
—¡Ya está! Ahora quiero repasar con usted los datos que la enfermera ha anotado.
La doctora formuló rápidamente las mismas preguntas sobre si había respetado el ayuno desde la medianoche anterior, las posibles alergias, la intolerancia a los medicamentos, los problemas médicos, las anestesias previas, las prótesis dentales extraíbles, etc. Cuando llegó al final del cuestionario, la actitud del paciente había cambiado por completo gracias al midazolam. No solo ya no estaba inquieto, sino que la situación le resultaba incluso divertida.
Aprovechó el momento para colocarle la vía intravenosa. A Carl le trajo sin cuidado y observó los preparativos con una sensación de indiferencia. Ayudó el hecho de que la anestesista se mostrase extremadamente segura y competente en el proceso. Siempre se empeñaba en colocar su propia vía para estar segura, utilizando un catéter permanente en lugar de una simple vía intravenosa. El paciente no dejó de hablar durante todo el proceso, sobre todo de su novia, Lynn Peirce, una estudiante de cuarto curso de medicina y la chica más guapa de su clase según él. Sandra cambió diplomáticamente de tema.
Minutos más tarde, el doctor Gordon Weaver apareció para tratar unos asuntos con él, incluyendo qué rodilla iban a operar. Comprobó que la X que la enfermera había dibujado con el rotulador permanente estaba en el muslo adecuado.
—Están obsesionados con qué rodilla es la correcta —bromeó Carl.
—Ya lo creo, amigo mío —respondió el doctor Weaver.
Sandra guió la camilla que el doctor Weaver empujaba desde atrás y llevaron a Carl al Q12. Se detuvieron junto a la mesa de operaciones, justo debajo de la lámpara del quirófano. En el trayecto, el paciente se había quedado dormido en mitad de una frase, lo que le recordó una vez más por qué le gustaba tanto el midazolam. La anestesista no dudaría de la dosis que había administrado hasta mucho más tarde, al revisar cada paso que había dado. Sandra, el doctor Weaver y Claire Beauregard subieron a Carl a la mesa de operaciones con experta eficiencia.
Cuando el doctor fue a lavarse, acercó la máquina de anestesia a la cabeza del paciente. Esa era la parte de la intervención que más le gustaba. En ese momento ella adoptaba un papel protagonista, dispuesta a demostrar la validez de la ciencia de la farmacología. La anestesia era una especialidad que se caracterizaba por una extrema atención a los detalles; a periodos de actividad intensa, como el que estaba iniciando ahora; le seguían largos intervalos de relativo aburrimiento que exigían un esfuerzo consciente por mantener la concentración. Cada vez que pensaba en ello, le venía a la mente la analogía del piloto. En ese momento estaba a punto de despegar. Una vez que lo hubiera conseguido, entraría en acción el equivalente al piloto automático y tendría poco que hacer, aparte de mirar el monitor y controlar los indicadores. Hasta el momento del aterrizaje no se le volvería a exigir otro periodo de actividad intensa y atención a los detalles.
Como el paciente no tenía contraindicaciones concretas a ninguno de los anestésicos más comunes, había decidido usar isoflurano acompañado de óxido nitroso y oxígeno. Había utilizado esa combinación en miles de casos y confiaba en ella. No era necesario emplear medicamentos paralizantes, ya que una operación de rodilla no exigía relajación muscular, como sucedería en una intervención abdominal, y tampoco iba a utilizar un tubo endotraqueal, sino lo que se conocía como mascarilla laríngea. Sandra era una obsesa de los detalles en todos los aspectos de su vida, pero sobre todo en lo relativo a la anestesia, y nunca había tenido una complicación grave.
Como todos los especialistas en el área de la anestesia, tanto médicos como enfermeros, Sandra sabía que el gas adormecedor ideal no debía ser inflamable; tenía que ser soluble en la grasa para facilitar su llegada al cerebro, pero no demasiado soluble en la sangre como para no poder anular sus efectos rápidamente; debía tener la menor toxicidad posible en diversos órganos y no irritar las vías respiratorias. También sabía que ningún agente anestésico actual cumplía a la perfección todos esos criterios. Aun así, la combinación que pensaba administrar a Carl se le acercaba bastante.
Lo primero que hizo fue configurar el seguimiento total del paciente para tener una lectura constante del pulso, el electrocardiograma, la saturación de oxígeno en la sangre, la temperatura corporal y la tensión arterial, tanto sistólica como diastólica. La máquina de anestesia controlaría el resto de los niveles, como los de oxígeno y de dióxido de carbono, los gases espirados y las variables del suministro de ventilación.
Mientras colocaba los dispositivos de control, sobre todo los electrodos del electrocardiograma y el brazalete del tensiómetro, Carl volvió en sí. No sentía ninguna inquietud. Incluso bromeó diciendo que con las mascarillas que todos llevaban parecía que estuvieran en una fiesta de Halloween.
—Voy a suministrarle oxígeno —le informó Sandra mientras colocaba con cuidado el respirador negro sobre la nariz y la boca del joven—. Luego lo dormiré.
A los pacientes les gustaba esa agradable metáfora en vez de lo que realmente constituía la anestesia: básicamente, una forma de envenenamiento en circunstancias controladas y reversibles.
Carl no se quejó y cerró los ojos.
Inyectó el propofol, en su opinión un maravilloso medicamento que por desgracia había adquirido mala fama a causa de la tragedia de Michael Jackson. Sabiendo lo que el propofol provocaba en la tensión arterial, la ventilación y la hemodinámica cerebral, ella jamás administraría el medicamento a un paciente sin los dispositivos de control fisiológico adecuados y una máquina de anestesia óptima y preparada.
Estaba especialmente atenta durante la fase de inducción. Sin perder de vista los monitores, siguió usando el respirador negro para que Carl inhalase oxígeno puro. Al fondo, reparó vagamente en que el doctor Weaver entraba en el quirófano y se ponía la bata y los guantes estériles. Después de unos cinco minutos, Sandra apartó el respirador y cogió la mascarilla laríngea del tamaño adecuado. Introdujo de manera experta la punta inflable triangular en la boca de Carl y presionó con el dedo corazón hasta colocarla. Infló rápidamente el balón del tubo y conectó el conducto de la máquina de anestesia. La detección inmediata de dióxido de carbono en el gas exhalado indicaba q