Regimiento Monstruoso (Mundodisco 31)

Terry Pratchett

Fragmento

Regimiento monstruoso

Polly se estaba cortando el pelo delante del espejo, sintiéndose un poco culpable por no sentirse muy culpable por hacerlo. Se suponía que era la corona de su belleza, y todo el mundo decía que era precioso, pero por lo general cuando estaba trabajando se lo recogía con una redecilla. Siempre se había dicho que aquel pelo estaba desaprovechado en ella. Y sin embargo, ahora ponía cuidado en asegurarse de que todos los largos bucles dorados aterrizaran en la pequeña sábana que había extendido para ello.

Si alguna emoción fuerte estaba dispuesta a admitir en aquel momento, era lo mucho que le molestaba que solo le hiciera falta un corte de pelo para hacerse pasar por un hombre joven. Ni siquiera le había hecho falta vendarse el busto, que por lo que tenía entendido era la práctica habitual. La naturaleza se había encargado de que apenas tuviera problemas en ese sentido.

El efecto de las tijeras fue… errático, pero no peor que el de otros peinados masculinos que se veían por allí. Daría el pego. Notaba frío en la nuca, pero era solamente en parte por la pérdida de su melena. También era por la Mirada.

La duquesa la vigilaba desde encima de la cama.

Era un grabado bastante malo, coloreado a mano en azul y rojo, sobre todo. Representaba a una mujer feúcha de mediana edad cuya papada y ojos ligeramente saltones daban a los cínicos la sensación de que alguien le había puesto un vestido a un pez muy grande, y sin embargo el artista había logrado captar algo más en aquella expresión extraña y vacía. Había cuadros que te seguían con la mirada por toda la habitación; los ojos de aquel te traspasaban. Era una cara que se encontraba en todos los hogares. En Borogravia, todos crecían con la duquesa mirándolos.

Polly sabía que sus padres habían tenido uno de aquellos cuadros en su habitación, y también que cuando su madre vivía acostumbraba a hacer una reverencia ante él todas las noches. Polly levantó la mano y le dio la vuelta al cuadro para que mirara hacia la pared. En su cabeza un pensamiento dijo «No». Lo rechazó. Ya se había decidido.

A continuación se vistió con la ropa de su hermano, vació el contenido de la sábana en un saquito que fue a parar al fondo de su petate junto con la muda, dejó la nota en la cama, recogió el petate y salió por la ventana. O al menos, Polly salió por la ventana, pero fueron los pies de Oliver los que aterrizaron ligeros en el suelo.

El amanecer empezaba a convertir el mundo a oscuras en monocromo cuando Polly cruzó a hurtadillas el patio de la posada. La duquesa también la vigilaba desde el letrero del establecimiento. Su padre había sido un ferviente partidario del régimen, por lo menos hasta la muerte de su esposa. Pero en el último año nadie había repintado el letrero y una cagada de pájaro perdida había dejado bizca a la duquesa.

Polly comprobó que el carro del sargento de reclutamiento seguía delante de la taberna, con sus vivos estandartes ahora deslucidos y caídos por culpa de la lluvia de la noche anterior. A juzgar por el aspecto de aquel sargento grande y gordo, pasarían horas antes de que el carromato volviera a salir al camino. Polly tenía tiempo de sobra. El hombre parecía de los que desayunan despacio.

Salió por la puerta de la tapia de atrás y echó a andar colina arriba. En la cima se giró para contemplar cómo se despertaba el pueblo. Ya salía humo de unas cuantas chimeneas, pero como Polly era siempre la primera en levantarse, y siempre le tocaba sacar a las doncellas de la cama a gritos, la posada seguía durmiendo. Ella sabía que la viuda Trepaz se había quedado a pasar la noche (se había puesto a «llover demasiado para que se fuera a casa», según el padre de Polly) y, personalmente, Polly esperaba por el bien de su padre que la viuda se quedara a pasar todas las noches. En el pueblo sobraban las viudas, y Eva Trepaz era una señora de buen corazón que cocinaba como una campeona. La larga enfermedad de su mujer y la larga ausencia de Paul habían minado mucho a su padre. Polly se alegraba de que empezara a recuperarse. Las ancianas que miraban todo el día por la ventana con el ceño fruncido tal vez se dedicarían a espiar y fastidiar y murmurar, pero ya llevaban demasiado tiempo haciéndolo. Nadie las escuchaba.

Polly levantó la mirada. Ya se estaban elevando el humo y el vapor de la lavandería de la Escuela para Chicas Trabajadoras. La escuela se cernía como una amenaza sobre una punta del pueblo, grande y gris, con ventanas altas y finas. Siempre estaba en silencio. De pequeña le habían contado que allí era adonde iban las Niñas Malas. No le explicaron la naturaleza de aquella «maldad», y a los cinco años de edad Polly había recibido la vaga idea de que consistía en no irse a la cama cuando te decían que lo hicieras. A los ocho aprendió que era adonde una tenía suerte de no ir por haberle comprado una caja de pinturas a su hermano. Polly dio media vuelta y echó a andar entre los árboles, que estaban llenos del canto de los pájaros.

Olvídate de que una vez fuiste Polly. Pensar como un varón joven, ahí estaba la cosa. Tirarse pedos bien fuertes y con la satisfacción de un trabajo bien hecho, moverse como una marioneta a la que le han cortado un par de cordeles, nunca abrazar a nadie y, al encontrarse con un amigo, darle un puñetazo. Unos cuantos años trabajando en la taberna le habían suministrado abundante material de observación. Por lo menos no tenía el problema de menear las caderas al andar. La naturaleza también había sido bastante parca con aquello.

Y luego había que dominar los andares de un varón joven. Por lo menos las mujeres solo meneaban las caderas. Los jóvenes lo meneaban todo, de los hombros para abajo. Hay que intentar ocupar un montón de espacio, pensó. Eso te hace parecer más grande, como cuando los gatos macho erizan la cola. Ella lo había visto muchas veces en la posada. Los muchachos trataban de caminar a lo grande para defenderse de todos los demás grandullones que tenían alrededor. Soy malo, soy feroz, soy chulo. Póngame una pinta de cerveza con limonada, mi madre me quiere en casa a las nueve…

Vamos a ver… los brazos extendidos a los lados del cuerpo como si estuviera cargando con un par de sacos de harina… hecho. Mecer los hombros como si me estuviera abriendo paso a codazos por entre una multitud… hecho. Las manos un poco cerradas y trazando círculos rítmicos como si estuviera girando dos manecillas independientes sujetas a la cintura… hecho. Mover las piernas de forma distendida y simiesca… hecho…

Funcionó bien durante unos metros hasta que algo le salió mal y la confusión muscular resultante la hizo caer dando una pirueta encima de un arbusto de acebo. Después de eso, renunció.

La tormenta eléctrica regresó mientras ella avanzaba a toda prisa por el camino; a veces alguna de aquellas tormentas se quedaba días enteros en las montañas. Pero por lo menos allí arriba los caminos no eran ríos de barro, y los árboles aún tenían bastantes hojas como para darle algo de cobijo. En todo caso, no había tiempo para esperar a que escampara. Le quedaba mucho camino por hacer. La partida de reclutamiento cruzaría a bordo del ferry, pero a Polly la conocían de vista todos los barqueros y además el guardia le pediría el salvoconducto, que por supuesto Oliver Artes no tenía. Eso significaba dar un largo rodeo hasta el puente del troll en Tübz. Para los trolls todos los hombres eran parecidos y cualquier papel valía como salvoconducto, puesto que no los leían. Luego podría bajar andando por los bosques de pinos hasta Plün. El carromato tendría que hacer noche allí, pero se trataba de una de esas aldeas perdidas en medio de la nada que solo existían para evitar la vergüenza de tener grandes espacios vacíos en los mapas. Nadie la conocía en Plün. Nadie iba allí jamás. Era un estercolero.

De hecho, era exactamente el sitio que Polly necesitaba. La partida de reclutamiento se detendría allí y entonces podría alistarse. Estaba bastante segura de que ni aquel sargento grande y gordo ni su cabo pequeño y grasiento se fijarían en que era la misma muchacha que les había servido la noche anterior. Tal como decía la gente, Polly no tenía una belleza convencional. El cabo sí había intentado pellizcarle el trasero, cierto, pero seguramente fuera por pura costumbre, como quien da un manotazo a una mosca, y de todos modos tampoco había tanto que pellizcar.

Se sentó en la colina que dominaba el ferry y se comió un desayuno tardío de patatas frías con salchicha mientras miraba cómo cruzaba el carro. No desfilaba nadie detrás de él. Esta vez no habían reclutado a ningún muchacho en Munz. La gente los había evitado. Durante los últimos años se habían marchado demasiados muchachos y no habían vuelto los suficientes. Y entre los que habían vuelto, a menudo no había vuelto lo suficiente de cada hombre. El cabo podía tañer su tambor todo lo que le diera la gana. A Munz se le estaban acabando los hijos casi tan deprisa como se le acumulaban las viudas.

La tarde flotaba pesada y húmeda, y una curruca de pinos amarilla la fue siguiendo de un arbusto al siguiente. El barro de la noche anterior estaba humeando cuando Polly llegó al puente del troll, que cruzaba el río por un angosto desfiladero. Era un puente fino y elegante, construido, según se decía, sin nada de argamasa. Se decía que el peso del puente lo anclaba todavía más profundamente a la roca de ambos lados. Se decía que era una de las maravillas del mundo, solo que muy poca gente del lugar se maravillaba demasiado por nada y apenas eran conscientes del mundo. Costaba un penique cruzar, o bien cien piezas de oro si llevabas un chivo.* En mitad del puente Polly se asomó al parapeto y vio el carro muy, muy por debajo, avanzando lentamente por el estrecho camino que había justo por encima de las aguas blancas.

Por la tarde el viaje fue todo cuesta abajo, a través de los oscuros pinares que había al otro lado del desfiladero. Avanzó sin prisas y, hacia el atardecer, avistó la posada. El carro ya había llegado pero, por lo que se veía, el sargento de reclutamiento ni se había molestado en hacer un esfuerzo. No se oía ningún redoble de tambores como el de la noche anterior, ningún grito de «¡Acercaos, mis buenos mozos! ¡La vida con los Dentroyfuera es fabulosa!».

Siempre había alguna guerra. Normalmente era una disputa fronteriza, el equivalente nacional a quejarse de que el vecino estaba dejando crecer demasiado el seto. Pero a veces era algo más importante. Borogravia era un país amante de la paz pero rodeado por completo de enemigos traicioneros, taimados y belicosos. Tenían que ser traicioneros, taimados y belicosos, de otra manera no estaríamos luchando contra ellos, ¿a que no? Siempre había alguna guerra.

El padre de Polly había estado en el ejército antes de heredar La Duquesa del abuelo de Polly. No hablaba mucho de ello. Se había traído consigo su espada pero en lugar de colgarla sobre la chimenea la usaba para atizar el fuego. A veces venían de visita viejos amigos suyos y, después de atrancar las puertas al final del día, se juntaban frente al fuego y bebían y cantaban. La joven Polly siempre encontraba excusas para quedarse levantada y escuchar las canciones de aquellos hombres, pero tuvo que dejar de hacerlo al meterse en líos por usar una de las palabras más interesantes delante de su madre. Ahora que había crecido y trabajaba sirviendo cerveza, probablemente se diera por sentado que ya conocía aquellas palabras o que tardaría poco en averiguar qué querían decir. Además, su madre se había marchado a un sitio donde las palabrotas ya no ofendían y donde, en teoría, nunca se pronunciaban.

Las canciones habían formado parte de su infancia. Se sabía la letra entera de «El mundo del revés», de «El diablo será mi sargento», de «Johnny se ha hecho soldado» y de «La chica que dejé en casa», y después de que la bebida llevara un buen rato fluyendo, también se había aprendido de memoria «El coronel Mierdoski» y «Ojalá no la hubiera besado nunca».

Y por supuesto, también estaba «La dulce Polly Oliver». Su padre solía cantársela de pequeña cuando se ponía nerviosa o triste, y ella siempre reía al oírla por el mero hecho de que en la canción salía su nombre. Polly podía recitar la letra de carrerilla antes de saber qué significaban muchas de las palabras. Y ahora…

… Polly empujó la puerta. El sargento de reclutamiento y su cabo levantaron la vista de la mesa manchada a la que estaban sentados, con las jarras de cerveza a medio camino de los labios. Ella respiró hondo, desfiló hacia ellos e hizo un intento de cuadrarse.

—¿Tú qué quieres, chaval? —gruñó el cabo.

—¡Me quiero alistar, señor!

El sargento se giró hacia Polly y sonrió, provocando que sus cicatrices se movieran de manera rara y causando un temblor que le sacudió sus varias papadas. Siendo fieles a la verdad, la palabra «gordo» no se le podía aplicar, no mientras la palabra «cebón» rondara cerca, intentando llamar tu atención. Era una de esas personas que no tenían cintura. Él tenía ecuador. Tenía gravedad. Si se cayera, en cualquier dirección, seguro que haría balancín. El sol y la bebida le habían quemado la cara hasta dejársela roja. Los ojos pequeños y oscuros centelleaban en medio de tanto rojo como si fueran destellos en el filo de un cuchillo. A su lado, en la mesa, había un par de alfanjes anticuados, unas armas que tenían más en común con cuchillos de carnicero que con espadas.

—¿Así, sin más? —dijo.

—¡Síseñor!

—¿En serio?

—¡Síseñor!

—¿No quieres que antes te pongamos borracho como una cuba? Es lo tradicional, ¿sabes?

—¡Noseñor!

—No te he explicado las maravillosas oportunidades de labrarse un futuro y hacer fortuna, ¿verdad?

—¡Noseñor!

—¿Te he mencionado que con el flamante uniforme rojo tendrás que apartarte las chicas a escobazos?

—¡Creo que no, señor!

—¿Y la comida? ¡Cuando marches con nosotros cada comida será un banquete! —El sargento se dio una palmada en la barriga que provocó temblores en las regiones periféricas—. ¡Yo soy la prueba viviente!

—Sí, señor. No, señor. ¡Solo quiero alistarme para luchar por mi país y por el honor de la duquesa, señor!

—¿En serio? —preguntó el cabo en tono incrédulo, pero el sargento no pareció oírlo. Miró a Polly de arriba abajo, y Polly se llevó la clara impresión de que el hombre ni estaba tan borracho ni era tan tonto como parecía.

—A fe mía, cabo Strappi, parece que lo que tenemos aquí entre manos es nada menos que un buen patriota de los de antes —dijo, escrutando la cara de Polly—. ¡Bueno, pues has venido al lugar indicado, muchacho! —Le acercó un fajo de papeles con aire ajetreado—. ¿Sabes quiénes somos?

—El Décimo de a pie, señor. Infantería ligera, señor. Conocidos como los «Dentroyfuera», señor —dijo Polly, mientras el alivio la recorría a borbotones. Estaba claro que había superado alguna clase de prueba.

—Eso mismo, chaval. Los viejos y alegres Queseros. El mejor regimiento que haya, dentro del mejor ejército del mundo. ¿Tienes ganas de alistarte, pues?

—¡No veo la hora, señor! —respondió Polly, consciente del recelo con que la observaba el cabo.

—¡Buen muchacho!

El sargento desenroscó el tapón de un tintero y mojó una pluma en la tinta. Su mano quedó suspendida encima de los papeles.

—¿Nombre, chico? —preguntó.

—Oliver, señor. Oliver Artes —dijo Polly.

—¿Edad?

—Cumplo diecisiete el domingo, señor.

—Sí, claro —replicó el sargento—. Si tú tienes diecisiete años, yo soy la gran duquesa Annagovia. ¿De qué te estás escapando, eh? ¿Has dejado a alguna señorita en estado?

—Le habrán habido de ayudar —dijo el cabo sonriendo—. Si parece un chiquillo, con esa voz de pito que tiene.

Polly se dio cuenta de que empezaba a sonrojarse. Aunque pensándolo bien, el joven Oliver también se sonrojaría, ¿no? Era muy fácil hacer que los chicos se pusieran rojos. A Polly le bastaba con mirarlos fijamente.

—Bueno, da igual —dijo el sargento—. Pon tu marca en este documento de aquí, besa a la duquesa y serás mi chiquillo, ¿entendido? Yo soy el sargento Jackrum. Voy a ser tu madre y tu padre y el cabo Strappi va a ser como un hermano mayor para ti. Y la vida va a ser de filete y beicon todos los días, y como alguien se te intente llevar, se me tendrá que llevar a mí también porque te tendré agarrado del cuello de la camisa. Y ya se estará imaginando usted que no hay nadie que pueda llevar tanto peso a rastras, señor Artes. —Un grueso pulgar se clavó en el papel—. Justo ahí, ¿de acuerdo?

Polly cogió la pluma y firmó.

—¿Eso qué es? —preguntó el cabo.

—Mi firma —respondió Polly.

Oyó que se abría la puerta detrás de ella y se volvió. Unos muchachos, o mejor dicho, otros muchachos acababan de entrar ruidosamente en la cantina y ahora miraban a su alrededor con cautela.

—¿También sabes leer y escribir? —dijo el sargento, echando un vistazo a los muchachos antes de volver a Polly—. Ajá, ya veo. Y una mano redonda y aseada, además. Tienes madera de oficial, ya lo creo. Dele el chelín, cabo. Y el cuadro, por supuesto.

—Sí, sargento —dijo el cabo Strappi, sosteniendo un cuadro enmarcado que tenía un mango para cogerlo como si fuera un espejo—. Acércale el morro, peluso dePartes.

—Es Artes, señor —dijo Polly.

—Ya, bueno. Ahora besa a la duquesa.

No era una buena copia del famoso retrato. La pintura que había debajo del cristal estaba descolorida y algo, un musgo o una cosa parecida, crecía en la cara interna del mismo cristal resquebrajado. Polly lo rozó con los labios mientras contenía la respiración.

—Hum —dijo Strappi, y le metió algo en la mano.

—¿Esto qué es? —preguntó Polly, mirando el papelito cuadrado.

—Un pagaré. Andamos un poco escasos de chelines ahora mismo —dijo el sargento, mientras Strappi ponía una sonrisita satisfecha—. Pero el posadero te invitará a una pinta de cerveza, cortesía de su excelencia la duquesa.

A continuación se giró y echó un vistazo a los recién llegados.

—Vaya, vaya, siempre llueve sobre mojado. ¿Vosotros también venís para alistaros, chicos? Caramba, y ni siquiera hemos tenido que tocar el tambor. Debe de ser el asombroso carisma del cabo Strappi. Acercaos, no seáis tímidos. ¿Quién va a ser el siguiente candidato creíble?

Polly miró al siguiente recluta con un horror que confió en estar ocultando. No se había fijado en él porque había poca luz e iba vestido de negro; no de un negro elegante y con estilo, sino de un negro polvoriento, la clase de traje con que enterraban a la gente. Y a juzgar por su aspecto, él era parte de esa gente. El traje estaba cubierto de telarañas. Y el chico tenía costuras de lado a lado de la frente.

—¿Nombre, chaval? —preguntó Jackrum.

—Igor, zeñor.

Jackrum contó los puntos de sutura.

—Mira por dónde, me imaginaba que iba a ser ese —dijo—. Y veo que tienes dieciocho años.

—¡Despertad!

—Oh, dioses… —El comandante Samuel Vimes se cubrió los ojos con las manos.

—¿Disculpe, excelencia? —dijo el cónsul de Ankh-Morpork en Ezlobenia—. ¿Está enfermo, excelencia?

—¿Cómo me ha dicho usted que se llamaba, joven? —preguntó Vimes—. Lo siento, pero llevo dos semanas viajando y no he dormido mucho y hoy se han pasado todo el día presentándome a gente con nombres complicados. Eso es malo para el cerebro.

—Me llamo Clarence, excelencia. Clarence de Iamiqué.

—¿Iamiqué? —dijo Vimes, y Clarence lo leyó todo en su expresión.

—Eso me temo, señor —dijo.

—¿Se le daba bien pelear en la escuela? —preguntó Vimes.

—No, excelencia, pero no me ganaba nadie en los cien metros lisos.

Vimes se rió.

—Bueno, Clarence, cualquier himno nacional que empiece con «¡Despertad!» va a causar problemas. ¿No se lo enseñaron en la oficina del patricio?

—Esto… no, excelencia —dijo Clarence.

—Bueno, ya lo descubrirá. Continúe, pues.

—Sí, señor. —Clarence carraspeó—. El Himno Nacional de Borogravia —anunció por segunda vez.

«¡Despertad, lo siento, excelencia, hijos de la Madre Patria!

¡No probéis más el vino de las manzanas amargas,

leñadores! ¡Coged vuestras hachas!

¡Granjeros, degollad al enemigo con el arma previamente utilizada para desenterrar remolachas!

Frustrad las inacabables artimañas de nuestros adversarios.

Hacia la oscuridad desfilamos cantando

contra el mundo entero que en armas se acerca.

¡Pero mirad la luz dorada sobre las cimas de las montañas!

¡El nuevo día es un pez grande y gordo!»

—Hum… —dijo Vimes—. ¿Esa última parte…?

—Era una traducción literal, excelencia —dijo Clarence, ner vioso—. Quiere decir algo así como «una oportunidad asombrosa» o «un premio deslumbrante», excelencia.

—Cuando no estemos en público, Clarence, con «señor» ya basta. Lo de «excelencia» solo es para impresionar a los nativos. —Vimes se reclinó en su incómoda silla, con la barbilla apoyada en la mano, e hizo un gesto de dolor—. Tres mil setecientos kilómetros —dijo, cambiando de postura—. Y en escoba hace un frío que pela, por muy bajo que vuelen. Y luego la barcaza, y luego el carruaje… —Hizo otra mueca de dolor—. He leído su informe. ¿Le parece a usted posible que una nación entera esté mal de la cabeza?

Clarence tragó saliva. Le habían dicho que estaba hablando con la segunda persona más poderosa de Ankh-Morpork, aunque aquel hombre actuara como si desconociese el dato. El escritorio que utilizaba en aquella helada habitación de la torre estaba desvencijado; hasta el día anterior había pertenecido al jefe de conserjes del cuartel de Tolladero. Su superficie rayada estaba rebosante de documentos, y había más montones de papeleo detrás de la silla de Vimes.

A ojos de Clarence, Vimes no tenía aspecto de duque. Tenía aspecto de agente de la Guardia, que, por lo que Clarence tenía entendido, es lo que de hecho era. Aquello ofendía a Clarence de Iamiqué. La gente que estaba en lo más alto debería dar la impresión de que ese era su lugar.

—Es una pregunta muy… interesante, señor —dijo—. ¿Se refiere a que la gente…?

—La gente no, la nación —respondió Vimes—. Por lo que he leído, me parece que Borogravia está como una cabra. Yo supongo que la gente hace lo que puede y se dedica a criar a sus hijos, que debo decir que es lo que preferiría estar haciendo yo ahora mismo. Mire, ya sabe a qué me refiero. Tiene a un puñado de gente que no parece nada distinta de usted o de mí, pero cuando se los pone a todos juntos lo que sale es una especie de inmenso maníaco desquiciado con fronteras nacionales y un himno.

—Es una idea fascinante, señor —dijo Clarence con diplomacia.

Vimes examinó la habitación. Las paredes eran de piedra desnuda. Las ventanas eran estrechas. Hacía un frío de narices, hasta cuando brillaba el sol. Toda aquella comida mala y sufrir todos aquellos baches y dormir en camas nefastas… y todos aquellos viajes a oscuras, también, en barcazas de enanos que lo habían llevado por sus canales secretos bajo las montañas… Y solo los dioses sabían la intrincada maniobra diplomática que lord Vetinari se debía de haber sacado de la manga para conseguir aquello, aunque era cierto que el Bajo Rey le debía unos cuantos favores a Vimes…

… todo aquello para acabar en este frío castillo sobre este río helado que separaba a estos dos países estúpidos, con su estúpida guerra. Vimes sabía lo que tenía ganas de hacer. Si hubieran sido personas riñendo en el barro de la calle, habría sabido qué hacer. Les habría entrechocado las cabezas y tal vez los habría metido en las celdas a pasar la noche. Pero los países no se podían entrechocar.

Vimes cogió unos cuantos documentos, los hojeó un poco y los volvió a dejar donde estaban.

—Al infierno con esto —dijo—. ¿Qué está pasando ahí fuera?

—Tengo entendido que hay unas pocas bolsas de resistencia en algunas de las zonas más inaccesibles de la torre del homenaje, pero ya se están encargando de ellas. En términos prácticos, la torre del homenaje está en nuestras manos. Ha sido una artimaña muy hábil por su parte, exce… señor.

Vimes suspiró.

—No, Clarence, ha sido una artimaña vieja y torpe. No tendría que ser posible infiltrar hombres en una fortaleza disfrazándolos de lavanderas. ¡Pero si tres de ellos llevaban bigote, por todos los dioses!

—Los borogravianos son bastante… anticuados para esas cosas, señor. Y hablando del tema, parece que tenemos zombis en las criptas inferiores. Unas cosas espantosas. Por lo que se ve, a lo largo de los siglos se ha enterrado allí abajo a muchos militares borogravianos de alto rango.

—¿En serio? ¿Y qué están haciendo ahora?

Clarence enarcó las cejas.

—Tambalearse, señor, creo. Gruñir. Cosas de zombis. Parece que algo los ha agitado.

—Nosotros, probablemente —dijo Vimes. Se puso de pie, cruzó la sala y abrió la puerta grande y pesada—. ¡Reg! —gritó.

Al cabo de un momento apareció otro agente de la Guardia e hizo el saludo reglamentario. Tenía la cara gris y, mientras saludaba, Clarence no pudo evitar fijarse en que llevaba los dedos cosidos a la mano.

—¿Conoce usted al agente Shoe, Clarence? —preguntó Vimes en tono jovial—. Ha venido conmigo. Lleva más de treinta años muerto y lo disfruta a cada momento, ¿eh, Reg?

—Sí, señor Vimes —dijo Reg, sonriendo y dejando al descubierto un montón de dientes marrones.

—Hay algunos paisanos tuyos en el sótano, Reg.

—Oh, cielos. Tambaleándose, ¿no?

—Eso me temo, Reg.

—Voy a hablar con ellos —dijo Reg. Saludó de nuevo y salió a buen paso, con un leve matiz de tambaleo.

—¿Es, ejem, de por aquí? —preguntó Iamiqué, que se había puesto bastante pálido.

—Oh, no. Es de la tierra inexplorada —dijo Vimes—. Está muerto. Pero hay que reconocerle que no ha dejado que eso lo detenga. ¿No sabía usted que teníamos a un zombi en la Guardia, Clarence?

—Esto… no, señor. Llevo cinco años sin volver por la ciudad. —Tragó saliva—. Veo que las cosas han cambiado.

Habían cambiado a peor, en opinión de Clarence de Iamiqué. Ser cónsul en Ezlobenia había sido un trabajo fácil, que le dejaba mucho tiempo para ocuparse de sus asuntos. Entonces las enormes torres de señales avanzaron por todo el valle, y de pronto Ankh-Morpork estaba a una hora de distancia. Antes de los clacs, una carta de Ankh-Morpork tardaba más de dos semanas en llegarle, de manera que nadie se preocupaba si él se tomaba un par de días para contestarla. Ahora la gente esperaba la respuesta a la mañana siguiente. Se había alegrado bastante cuando Borogravia destruyó varias de aquellas condenadas torres. Pero aquello desató el infierno.

—Tenemos a toda clase de gente en la Guardia —dijo Vimes—. Y ahora, joder, vaya si los necesitamos, Clarence, con los ezlobenos y los borogravianos peleándose en las calles por una maldita disputa que viene de hace mil años. ¡Son peores que los enanos y los trolls! ¡Y todo por que la tatara-elevado-a-enetatarabuela de alguien le dio una bofetada en la cara al tío tatara-lo-mismo-abuelo de alguien! Borogravia y Ezlobenia ni siquiera se pueden poner de acuerdo para establecer una frontera. Escogieron el río, y resulta que cambia de curso todas las primaveras. De pronto las torres de clacs están en suelo borograviano, o mejor dicho, en barro borograviano, así que los muy idiotas van y las queman por motivos religiosos.

—Ejem, es más complicado que eso, señor —dijo Iamiqué.

—Sí, ya lo sé. He leído la historia. La bronca anual con Ezlobenia viene a ser como la competición deportiva más interesante. Borogravia lucha contra todo el mundo. ¿Por qué?

—Orgullo nacional, señor.

—¿De qué? ¡Pero si ahí no hay nada! Tienen alguna mina de sebo y no son malos granjeros, pero en su país no hay grandes obras de arquitectura, no hay bibliotecas enormes ni grandes compositores, no hay montañas muy altas ni vistas magníficas. Lo único que se puede destacar del lugar es que no está en ningún otro sitio. ¿Qué tiene Borogravia que sea tan especial?

—Supongo que es especial porque es de ellos. Y por supuesto, está Nuggan, señor. Su dios. Le he traído un ejemplar del Libro de Nuggan.

—Hojeé uno en la ciudad, Iamiqué —dijo Vimes—. Me pareció bastante estú…

—No debía de ser una edición reciente, señor. Y sospecho que no estaría, hum, muy actualizado, al estar tan lejos de aquí. Este está mucho más al día —dijo Iamiqué, dejando un librito pequeño pero grueso sobre el escritorio.

—¿Al día? ¿Qué quiere decir con «al día»? —preguntó Vimes, con cara perpleja—. Las escrituras sagradas… están escritas. Haz esto, no hagas aquello, nada de desear al buey de tu vecino…

—Hum… Nuggan no se limita a eso, señor. Él, ejem… actualiza las cosas. Sobre todo las Abominaciones, para serle sincero.

Vimes cogió el ejemplar nuevo. Era visiblemente más grueso que el que se había traído consigo.

—Es lo que llaman un Testamento Vivo —explicó Iamiqué—. Estos textos… bueno, supongo que se puede decir que «mueren» si se sacan de Borogravia. Es porque ya no… se les añade nada. Las Abominaciones más recientes están al final, señor —sugirió Iamiqué.

—¿Es un libro sagrado con apéndice?

—Exacto, señor.

—¿Encuadernado con anillas?

—Pues sí, señor. La gente inserta páginas en blanco y las Abominaciones… aparecen.

—¿Mágicamente, quiere decir?

—Supongo que quiero decir religiosamente, señor.

Vimes abrió una página al azar.

—¿El chocolate? —dijo—. ¿No le gusta el chocolate?

—No, señor. Es una Abominación.

—¿El ajo? Bueno, a mí tampoco me gusta mucho, o sea que está bien… ¿Los gatos?

—Oh, sí. Los gatos no le gustan nada de nada, señor.

—¿Los enanos? ¡Dice aquí: «La raza de los enanos que adora el oro es una Abominación contra Nuggan»! Debe de estar loco. ¿Qué pasó con esto?

—Bueno, los enanos que había en el país sellaron sus minas y se esfumaron, excelencia.

—Ya me imagino. Los enanos siempre se huelen los problemas —dijo Vimes. Por una vez dejó pasar lo de «excelencia»; estaba claro que a Iamiqué le producía cierta satisfacción hablar con un duque.

Pasó más páginas y se detuvo.

—¿El color azul?

—Correcto, señor.

—Pero ¿qué tiene de abominable el color azul? ¡Es solo un color! ¡El mismo cielo es azul!

—Sí, señor. Últimamente los nugganitas devotos intentan no mirarlo. Hum… —Iamiqué había recibido formación diplomática. Había cosas que no le gustaba decir directamente—. Nuggan, señor… hum… es más bien… quisquilloso —aventuró.

—¿Quisquilloso? —dijo Vimes—. ¿Un dios quisquilloso? ¿Qué hace, quejarse del ruido que hacen los niños? ¿Protesta cuando la gente pone la música alta después de las nueve?

—Hum… aquí recibimos el Ankh-Morpork Times, señor, con algunos días de retraso, y, ejem, yo diría, ejem, que Nuggan se parece mucho a, ejem, la clase de gente que escribe a su columna de cartas al director. Ya sabe, señor. Esos que firman como «Indignado con Ankh-Morpork».

—Ah, se refiere a que de verdad está loco —dijo Vimes.

—Oh, yo nunca me referiría a una cosa así, señor —se apresuró a decir Iamiqué.

—¿Y qué hacen los sacerdotes al respecto?

—No gran cosa, señor. Creo que pasan por alto discretamente algunas de las Abominaciones más, hum, extremas.

—¿Quiere decir que Nuggan se opone a los enanos, los gatos y el color azul y aun así existen mandamientos todavía más dementes?

Iamiqué carraspeó con educación.

—Vale, como quiera —gruñó Vimes—. ¿Mandamientos todavía más extremos?

—Las ostras, señor. No le gustan. Aunque con eso no hay problema porque allí nadie ha visto nunca una ostra. Ah, y los bebés. También ha Abominado de ellos.

—Supongo que aquí la gente los sigue haciendo…

—Oh, sí, exce… lo siento. Sí, señor. Pero se sienten culpables. Los perros que ladran, otra Abominación. Y las camisas con seis botones. Y el queso. Esto… la gente más o menos se limita, ejem, a esquivar las más peliagudas. Hasta los sacerdotes parecen haber renunciado a intentar darles una explicación.

—Sí, creo que ya veo por qué. Así que tenemos entre manos un país que intenta gobernarse según los mandamientos de un dios que, según la gente, podría llevar los calzoncillos en la cabeza. ¿Ha Abominado de los calzoncillos?

—No, señor —respondió Iamiqué con un suspiro—. Pero es probable que sea cuestión de tiempo.

—¿Y cómo se las apañan?

—Últimamente lo que la gente hace sobre todo es rezarle a la duquesa Annagovia. Se ven iconos de ella en todas las casas. La llaman la Madrecita.

—Ah, sí, la duquesa. ¿Puedo verla?

—Oh, nadie la ve, señor. Hace más de treinta años que no la ve nadie más que sus sirvientes. Par ser sinceros, señor, lo más probable es que esté muerta.

—¿Solo probable?

—Nadie lo sabe con certeza. La versión oficial es que está de luto. Es una historia triste, señor. El joven duque murió una semana después de que se casaran. Destripado por un jabalí durante una cacería, por lo que tengo entendido. Ella se marchó a pasar el luto al viejo castillo de PríncipeMarmadukePiotreAlbertHansJosephBernhardtWilhelmsberg y desde entonces no ha aparecido en público. El retrato oficial se pintó cuando tenía unos cuarenta años, creo.

—¿No tiene hijos?

—No, señor. A su muerte se extinguirá su estirpe.

—¿Y le rezan a ella? ¿Como si fuera una diosa?

Iamiqué suspiró.

—Estoy seguro de que lo incluí en las notas de mi informe, señor. Verá, la familia real de Borogravia siempre ha tenido un estatus cuasirreligioso. Son la cabeza de la iglesia, y los campesinos, al menos, les rezan con la esperanza de que intercedan por ellos ante Nuggan. Son como… santos en vida. Intermediarios celestiales. Con franqueza, así es como funcionan siempre estos países. Si quiere conseguir algo, hay que conocer a la gente adecuada. Y supongo que es más fácil rezarle a alguien que está en un cuadro que a un dios al que no se ve.

Vimes se quedó un rato sentado mirando al cónsul. Cuando volvió a hablar, dio al hombre un susto de muerte:

—¿Quién heredaría? —preguntó.

—¿Señor?

—Estoy siguiendo la monarquía, señor de Iamiqué. Si la duquesa no ocupara el trono, ¿a quién iría?

—Hum, es increíblemente complejo, señor, debido a los matrimonios cruzados y los diversos sistemas legales, que por ejemplo…

—¿A quién pondría usted como ganador, señor de Iamiqué?

—Hum, al príncipe Heinrich de Ezlobenia.

Para asombro de Iamiqué, Vimes se rió.

—Y supongo que el príncipe se está preguntando cómo anda su tía. Lo he conocido esta mañana, ¿verdad? No puedo decir que me haya caído muy bien.

—Pero es amigo de Ankh-Morpork —replicó Iamiqué en tono de reproche—. Eso lo puse en mi informe. Un hombre culto. Muy interesado en los clacs. Tiene grandes planes para su país. Antes en Ezlobenia eran nugganáticos, pero él ha prohibido esa religión y, la verdad, casi nadie ha protestado. Quiere que Ezlobenia progrese. Y admira mucho a Ankh-Morpork.

—Sí, lo sé. Da la impresión de estar casi tan loco como Nuggan —dijo Vimes—. Vale, o sea que lo que probablemente tenemos aquí es una farsa muy elaborada para mantener a Heinrich fuera del trono. ¿Qué clase de gobierno hay aquí?

—No hay mucho. Se recaudan unos cuantos impuestos y más o menos ya está. Pensamos que algunos de los funcionarios judiciales superiores se dejan llevar por la inercia como si la duquesa siguiera viva. Lo único que funciona de verdad es el ejército.

—De acuerdo, ¿y qué pasa con la policía? Todo el mundo necesita policías. Por lo menos tienen los pies en el suelo.

—Creo que hay comités informales de ciudadanos que velan por que se cumpla la ley nugganática —dijo Iamiqué.

—Oh, dioses. Fisgones, chismosos y patrullas ciudadanas —dijo Vimes. Se puso de pie y miró por el estrecho ventanuco al llano que había debajo. Era de noche. Las fogatas que había encendidas para cocinar en el campamento enemigo dibujaban constelaciones demoníacas en la oscuridad—. ¿Le han explicado por qué me han enviado aquí, Clarence? —preguntó.

—No, señor. Mis instrucciones decían que usted iba, hum, a supervisar las cosas. Al príncipe Heinrich no le hace mucha gracia.

—Oh, bueno, los intereses de Ankh-Morpork son los intereses de cualquier país del mundo que ame el diner… uy, perdón, que ame la libertad —dijo Vimes—. No podemos tolerar que un país obligue a dar la vuelta a nuestros carruajes del correo y se dedique a tirar abajo las torres de clacs. Eso sale caro. Están cortando por la mitad el continente, son el cuello del reloj de arena. Yo tengo que llevar la situación a un desenlace «satisfactorio». Y la verdad, Clarence, me pregunto si vale la pena siquiera atacar Borogravia. Sería más barato quedarnos aquí sentados y esperar a que explote. Aunque me he fijado… ¿dónde estaba ese informe? Ah, sí… en que antes de eso se morirá de hambre.

—Lamentable pero cierto, señor.

Igor estaba plantado sin decir nada delante de la mesa de reclutamiento.

—Últimamente a los tuyos no se os ve mucho —dijo Jackrum.

—Es verdad, ¿se os ha acabado el suministro de cerebros o qué? —dijo el cabo en tono grosero.

—Bueno, bueno, cabo, no diga esas cosas —dijo el sargento, haciendo crujir su silla al reclinarse—. Hay mucha gente por ahí caminando con piernas que no tendría si no hubiera habido un Igor amistoso en el lugar, ¿verdad, Igor?

—¿Ah, sí? Pues yo he oído hablar de gente que se despertaba y se encontraba con que ese Igor tan amistoso les había mangado el cerebro en plena noche y se había largado a venderlo —replicó el cabo, mirando a Igor con el ceño fruncido.

—Le prometo que zu cerebro eztá completamente a zalvo conmigo, cabo —dijo Igor.

Polly empezó a reírse y se detuvo cuando se dio cuenta de que no había absolutamente nadie más haciéndolo.

—Sí, bueno, yo conocí a un sargento que me dijo que un Igor le había puesto a un hombre las piernas hacia atrás —insistió el cabo Strappi—. ¿Para qué le sirve eso a un soldado, eh?

—¿Para avanzar y batirze en retirada al mizmo tiempo? —dijo Igor con calma—. Zargento, ya zé todo lo que ze dice por ahí, y no zon maz que vilez calumniaz. Yo zolo buzco zervir a mi paíz. No quiero problemaz.

—Bien —dijo el sargento—. Nosotros tampoco. Pon aquí tu marca, y has de prometer que no trastearás con el cerebro del cabo Strappi, ¿vale? ¿Otra firma? Caramba, parece que hoy tenemos una puta universidad de pelusos. Dele su chelín de cartón, cabo.

—Graciaz —dijo Igor—. Y me guztaría pazarle un trapo al cuadro, zi no lez importa. —Sacó un trocito de tela.

—¿Pasarle un trapo? —preguntó Strappi—. ¿Eso está permitido, sargento?

—¿Para qué lo quieres limpiar, amigo? —preguntó Jackrum.

—Para zacarle loz demonioz invisiblez —dijo Igor.

—Yo no veo nada invis… —empezó a decir Strappi, y se detuvo.

—Usted déjele hacer, ¿quiere? —dijo Jackrum—. Es una de las costumbres raras que tienen.

—No me parece correcto —murmuró Strappi—. Prácticamente traición…

—No veo qué tiene de malo lavar un poco a la vieja chica —dijo el sargento en tono seco—. Siguiente. Oh…

Igor, después de limpiar a conciencia el retrato manchado y darle un besito mecánico, fue a ponerse al lado de Polly y le dedicó una sonrisa avergonzada. Pero ella estaba mirando al siguiente recluta.

Era bajito y bastante flaco, lo cual resultaba bastante habitual en un país donde era muy raro disponer de bastante comida para engordarse. Pero iba vestido con ropa negra y cara, como si fuera un aristócrata. Hasta llevaba espada. Y por consiguiente, al sargento se le puso cara de preocupación. Nada más fácil que meterse en líos por hablar mal a un ricachón que podía tener amigos importantes.

—¿Está seguro de que no se ha equivocado de lugar, señor? —preguntó.

—Sí, sargento. Me gustaría alistarme.

El sargento Jackrum cambió de postura, incómodo.

—Sí, señor, pero no estoy seguro de que un caballero como usted…

—¿Me va a alistar usted o no, sargento?

—No es habitual que un caballero se aliste como soldado raso, señor —murmuró el sargento.

—Lo que quiere usted decir, sargento, es lo siguiente: ¿acaso me persigue alguien? ¿Mi cabeza tiene precio? Y la respuesta es no.

—¿Ni siquiera una turba armada con horcas? —dijo el cabo Strappi—. ¡Es un puto vampiro, sargento! ¡Salta a la vista! ¡Es un Crespón Negro! ¡Mire, lleva la insignia!

—Que dice «Ni una gota» —dijo el joven sin perder la calma—. Ni una gota de sangre humana, sargento. Una prohibición que hace casi dos años que acepté, gracias a la Liga de la Templanza. Por supuesto, si tiene usted alguna objeción personal, sargento, solo tiene que dármela por escrito.

Lo cual era una maniobra bastante brillante, pensó Polly. Aquella ropa costaba mucho dinero. Casi todas las familias vampíricas estaban muy bien situadas. Nunca se sabía con quién pudieran estar conectadas… Y no simplemente pudieran, en realidad, sino podrían. Los podrían por lo general causaban muchos más problemas que los pudieran normales y corrientes. El sargento tenía por delante un camino lleno de baches.

—Hay que modernizarse, cabo —dijo, decidiendo no emprenderlo—. Y la verdad es que nos hacen falta hombres.

—Ya, pero ¿qué pasa si me quiere chupar toda la sangre en plena noche? —dijo Strappi.

—Bueno, pues que tendrá que esperar a que el soldado Igor termine de buscarle el cerebro, ¿no? —dijo el sargento bruscamente—. Firme aquí, caballero.

La pluma susurró sobre el papel. Al cabo de un par de minutos el vampiro le dio la vuelta al papel y continuó escribiendo por el otro lado. Los vampiros tenían nombres largos.

—Pero me pueden llamar Maladicto —dijo, devolviendo la pluma al tintero.

—Muchas gracias, de corazón, señ… soldado. Dele el chelín, cabo. Menos mal que no es de plata, ¿eh? ¡Jajá!

—Sí —dijo Maladicto—. Menos mal.

—¡Siguiente! —dijo el sargento.

Polly observó cómo un chico de granja, con los pantalones sujetos con un cordel, se acercaba a la mesa arrastrando los pies y se quedaba mirando la pluma de ganso con la perplejidad resentida de quien se enfrenta a una nueva tecnología.

Se volvió hacia la barra. El posadero clavó en ella la mirada desagradable de todos los malos posaderos del mundo. Como decía siempre su padre, cuando llevabas una posada o te caía bien la gente o te volvías loco. Por raro que pareciera, algunos de los que estaban locos eran los que mejor cuidaban de su cerveza. Pero a juzgar por el olor de aquella posada, el que tenía delante no era uno de esos.

Se apoyó en la barra.

—Una pinta, por favor —dijo, y contempló con aire lúgubre al hombre mientras él fruncía el ceño a modo de saludo y se giraba hacia las enormes barricas. Iba a estar rancia, eso ya lo sabía; seguro que cada noche el posadero vaciaba dentro del barril el cubo de debajo del grifo, y luego nunca volvía a ponerle la espita, y… sí, además se la iba a servir en una jarra de cuero que probablemente no se habría lavado nunca.

Y sin embargo, ya había un par de nuevos reclutas trincándose sus pintas con toda clase de señales auditivas de satisfacción. Pero al fin y al cabo estaban en Plün. Probablemente valía la pena beberse cualquier cosa que te ayudara a olvidar que estabas allí.

Uno de ellos dijo:

—Qué pinta tan rica, ¿eh?

Y el que estaba a su lado eructó y dijo:

—La mejor que he probado, sí.

Polly olisqueó la jarra. El contenido olía a algo que ella no le daría de comer ni a los cerdos. Probó un sorbo y cambió de opinión por completo. que se la echaría a los cerdos. Se dijo que era la primera vez que aquellos muchachos probaban la cerveza. Era lo que decía su padre: en el campo había chicos capaces de alistarse a cambio de un par de pantalones deshabitado. Y capaces de beberse aquel mejunje y fingir que lo disfrutaban como hombres: vaya, menuda la que nos pillamos anoche, ¿eh, muchachos? Y antes de darse cuenta…

Oh, cielos… de pronto cayó en la cuenta. ¿Cómo sería la letrina de aquel sitio? La de hombres que había en el patio trasero de su posada ya era bastante mala. Polly le echaba encima dos baldes grandes llenos de agua todas las mañanas mientras aguantaba la respiración. En el suelo de pizarra crecía un musgo verde y raro. Y eso que La Duquesa era una buena posada. Tenía clientes que se quitaban las botas antes de meterse en la cama.

Polly entrecerró los ojos. Aquel estúpido majadero que tenía delante, un tipo que obligaba a una sola ceja muy larga a hacer el trabajo de dos, les estaba sirviendo desechos y vinagre rancio la noche antes de que se marcharan a la guerra…

—Ezta cerveza —dijo Igor, a su derecha— zabe a meadoz de caballo.

Polly se echó atrás. Incluso en una taberna como aquella, aquel era un comentario que acababa en sangre.

—Ah, y si alguien lo sabe eres tú, ¿no? —dijo el tabernero, inclinándose hacia el joven—. Has bebido meados de caballo, ¿verdad?

—Zí.

El tabernero blandió un puño delante de la cara de Igor.

—Ahora escúchame, capullín ceceante…

Un brazo negro y fino apareció con una velocidad asombrosa y una mano pálida agarró al hombre de la muñeca. La única ceja se retorció presa de una repentina agonía.

—A ver, así están las cosas —dijo Maladicto con tranquilidad—. Somos soldados de la duquesa, ¿de acuerdo? Limítese a decir «aaargh».

Debió de apretar. El hombre gimió.

—Gracias. Y está sirviendo usted como cerveza un líquido que se ajusta más a la descripción de agua residual —siguió diciendo Maladicto con el mismo tono reposado de conversación—. Yo, por supuesto, no bebo… meados de caballo, pero sí tengo un sentido del olfato muy desarrollado, y de verdad preferiría no enumerar en voz alta las cosas que puedo oler en esta porquería, así que diremos simplemente «cagadas de rata» y lo dejaremos en eso, ¿de acuerdo? Limítese a gemir. Así me gusta.

En el extremo de la barra, uno de los nuevos reclutas vomitó. Al tabernero se le habían puesto los dedos blancos. Maladicto asintió con expresión satisfecha.

—Dejar impedido a un soldado de su excelencia en tiempos de guerra es un delito de traición —dijo. Se inclinó hacia delante—. Que se castiga, por supuesto, con… la muerte. —Maladicto pronunció la palabra con cierto placer—. Sin embargo, si se diera el caso de que hubiera por aquí otro barril, ya sabe, con cerveza de la buena, de la que guardaría usted para sus amigos en el caso de que tuviera amigos, entonces estoy seguro de que podríamos olvidar este pequeño incidente. Ahora le voy a soltar la muñeca. Veo por esa ceja que tiene que es usted un pensador, y si está pensando en volver aquí corriendo con un palo bien grande, me gustaría que en lugar de ello pensara lo siguiente: me gustaría que pensara en esta cinta negra que llevo. Sabe lo que significa, ¿verdad?

El tabernero hizo una mueca de dolor y balbució:

—Liga de Templanza…

—¡Exacto! ¡Así me gusta! —dijo Maladicto—. Y un pensamiento más para usted, si le queda sitio. El único compromiso que he firmado es el de no beber sangre humana. Eso no quiere decir que no le pueda dar semejante patada en salva sea la parte que se quede sordo de golpe.

Le soltó la muñeca. El tabernero se incorporó lentamente. Debajo de la barra sin duda tendría una cachiporra de madera, Polly lo sabía. Había una en todos los bares. Hasta su padre tenía una. Resultaba de gran ayuda, explicaba él, en los momentos de preocupación y de confusión. Ahora vio cómo el hombre flexionaba los dedos de la mano útil.

—No lo haga —le avisó—. Creo que habla en serio.

El tabernero se relajó.

—Ha habido un pequeño malentendido, caballeros —murmuró—. Me he equivocado de barril. Lamento las molestias. —Se alejó arrastrando los pies, con la mano casi palpitando visiblemente de dolor.

—Yo zolamente he dicho que era meadoz de caballo —dijo Igor.

—Ya no dará más problemas —dijo Polly a Maladicto—. A partir de ahora, será amable. Se ha dado cuenta de que no puede con vosotros, así que va a ser vuestro mejor amigo.

Maladicto la sometió a una mirada pensativa.

—Eso lo sé yo —dijo—. ¿Cómo lo sabes tú?

—Antes trabajaba en una posada —respondió Polly, notando que se le aceleraba el corazón, como le pasaba siempre que se agolpaban las mentiras—. Ahí se aprende a leer a la gente.

—¿Y qué trabajo hacías en la posada?

—Camarero.

—¿O sea que hay otra posada en este agujero?

—No, no. No soy de por aquí.

Polly gimió al oír su propia voz y esperó a que llegara la pregunta: «Entonces, ¿por qué has venido aquí a alistarte?». Pero no llegó. En cambio, Maladicto se limitó a encogerse de hombros y dijo:

—Supongo que no hay nadie que sea de por aquí.

Llegó otro par de reclutas a la barra. Tenían el mismo aspecto: avergonzados, algo desafiantes y vestidos con ropa que no acababa de ser de su talla. Unicejo reapareció con un barrilete que colocó reverencialmente sobre un pie y abrió con delicadeza. Sacó una jarra de peltre auténtico de debajo de la barra, la llenó y se la ofreció medrosamente a Maladicto.

—¿Igor? —dijo el vampiro, rechazándola con un gesto.

—Yo zeguiré con los meadoz de caballo, zi no lez importa —respondió Igor. Miró a su alrededor en medio del repentino silencio—. Oye, yo no he dicho que no me guztara —dijo. Empujó su jarra sobre la barra pegajosa—. Otra de lo mizmo.

Polly cogió la nueva jarra y la olió. Luego dio un sorbo.

—No está mal —dijo—. Por lo menos sabe a…

La puerta se abrió de golpe, dejando entrar los ruidos de la tormenta. Aproximadamente dos tercios de un troll pasaron al interior y después forcejearon para hacer pasar al resto.

Polly no tenía problemas con los trolls. A veces se los encontraba en el bosque, sentados entre los árboles o bien caminando pesadamente y con decisión por los senderos, en dirección a lo que fuera que hacían los trolls. No eran gente amistosa, eran gente… resignada. El mundo tiene humanos; mejor vivir con ello. La indigestión no vale la pena. No se los puede matar a todos. Es mejor esquivarlos. Pisotearlos no funciona a largo plazo.

De vez en cuando un granjero contrataba a alguno para que hiciera algún trabajo duro. A veces se presentaban a trabajar y a veces no. A veces se presentaban, recorrían un campo arrancando tocones de árbol como si fueran zanahorias y después se alejaban deambulando sin esperar a que les pagaran. Muchas cosas que hacían los humanos dejaban perplejos a los trolls, y viceversa. Por lo general se evitaban unos a otros.

Pero ella no solía ver trolls tan… trollescos como este. Parecía un pedrusco enorme que se hubiera pasado siglos enteros en los pinares húmedos. Estaba cubierto de liquen. De su cabeza y su barbilla colgaban cortinas enteras de musgo gris. Tenía un nido de pájaros en una oreja. Y llevaba un auténtico garrote de troll, fabricado con un árbol joven arrancado de raíz. Era casi un troll de chiste, solo que nadie iba a reírse.

Las raíces del arbolito fueron golpeando el suelo mientras el troll, bajo las miradas de los reclutas y de un horrorizado cabo Strappi, se acercaba pesadamente a la mesa.

—Quiero a listar —dijo—. Quiero hacer lo mío. Dadme chelín.

—¡Pero si eres un troll! —estalló Strappi.

—Bueno, bueno, no nos pongamos así, cabo —dijo el sargento Jackrum—. No pregunte, no diga.

—¿No pregunte? ¿No pregunte? ¡Es un troll, sargento! ¡Tiene riscos! ¡Le crece la hierba debajo de las uñas! ¡Es un troll!

—Vale —dijo el sargento—. Alístelo.

—¿Quieres luchar con nosotros? —preguntó Strappi con voz chillona. Los trolls no tienen sentido del espacio personal, y ahora había una tonelada de algo que, en la práctica, era un tipo de roca inclinándose sobre la mesa.

El troll analizó la pregunta. Los reclutas permanecieron en silencio, con las jarras a medio camino de la boca.

—No —dijo el troll por fin—. Lucharé con un e jército. Que los dioses salven a… —El troll hizo una pausa y miró al techo. Fuera lo que fuese que estaba buscando allí no pareció hacerse visible. Luego se miró a los pies, sobre los cuales crecía la hierba. Entonces se miró la mano que tenía libre y movió los dedos como si contara algo— …la duquesa —dijo. Había sido una larga espera. La mesa crujió cuando el troll le puso una mano encima, con la palma hacia arriba—. Dadme chelín.

—Solo tenemos los papelit… —empezó a decir el cabo Strappi. El sargento Jackrum le clavó un codazo en las costillas.

—A fe mía, ¿se ha vuelto loco? —dijo e

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