365 días («Trilogía 365 días» 1)

Blanka Lipińska

Fragmento

Capítulo 1

1

Sabes lo que significa eso, Massimo?

Giré la cabeza hacia la ventana para observar el cielo despejado y después dirigí la mirada hacia mi interlocutor.

—Me haré cargo de esa empresa, tanto si le gusta a la familia Manente como si no.

Me levanté de la silla; Mario y Domenico hicieron lo mismo y, pausadamente, se colocaron detrás de mí. Había sido una reunión agradable, pero demasiado larga, sin duda. Les di la mano a los hombres allí presentes y me encaminé hacia la puerta.

—Compréndelo, será lo mejor para todos.

Levanté el dedo índice.

—Un día me lo agradecerás.

Me quité la chaqueta y me fui desabrochando los botones de la camisa negra. Ya me encontraba en el asiento trasero del coche, disfrutando del silencio y el frescor del aire acondicionado.

—A casa —ordené entre dientes, y me puse a revisar los mensajes del móvil.

La mayoría eran de trabajo, pero también había un SMS de Anna: «Estoy chorreando, necesito que me des mi merecido». Mi pene se movió dentro del pantalón. Suspiré, me lo coloqué y lo apreté con fuerza. Mi chica había intuido que estaría de mal humor. Sabía que la reunión iba a ser larga y que me pondría nervioso. También sabía qué cosas me relajaban. «Estate preparada para las doce», contesté y me senté cómodamente mientras observaba cómo el mundo desaparecía al otro lado de la ventanilla del coche. Cerré los ojos.

Volvió a escribirme. La polla se me puso como una barra de acero inmediatamente. «Dios, si no la encuentro, me volveré loco.» Habían pasado cinco años desde el accidente, cinco años desde mi muerte y posterior resurrección —«el milagro», como lo llamó el médico—, durante la que soñé con una mujer a la que aún no he visto jamás en mi vida consciente. La conocí en las visiones que tuve durante el coma. El olor de su pelo, la suavidad de su piel…; la acariciaba y todo parecía real. Cada vez que hacía el amor con Anna o con cualquier otra mujer, lo hacía con ella. La llamaba «Mi Reina». Era mi maldición, mi locura y, al parecer, también mi salvación.

El coche se detuvo. Cogí la chaqueta y salí. En la pista del aeropuerto me esperaban Domenico, Mario y los hombres que me habían acompañado. Quizá había exagerado un poco, pero a veces es necesario hacer una demostración de fuerza para desorientar al oponente.

Saludé al piloto, me senté en mi cómoda butaca y la azafata me sirvió un whisky con hielo. La contemplé fijamente; ella conocía mis necesidades. La observé con la mirada vacía, ella se sonrojó y sonrió coqueta. «¿Por qué no?», pensé, y me levanté decidido.

La chica pareció sorprendida. La agarré de la mano y me la llevé al gabinete privado del avión.

—¡Despega! —le grité al piloto y cerré la puerta.

La agarré del cuello y, con un movimiento rápido, la puse contra la pared. La miré a los ojos; estaba asustada. Acerqué mi boca a la suya, atrapé con mis labios su labio inferior y gimió. Los brazos le colgaban junto al cuerpo y clavó su mirada en mis ojos. La agarré por el pelo para que echara la cabeza hacia atrás, cerró los párpados y volvió a lanzar un gemido. Era preciosa, muy femenina. «Todo mi personal tendría que ser como ella.» Me gustaba todo lo hermoso.

—Arrodíllate —dije entre dientes empujándola hacia abajo.

Hizo lo que le ordenaba sin titubear. Susurré unas palabras para elogiarla por ser tan sumisa y, cuando abrió la boca, acaricié sus labios con el pulgar. No nos conocíamos, pero la chica sabía bien lo que tenía que hacer. Apoyé su cabeza contra la pared y empecé a desabotonarme la bragueta. La azafata tragó saliva ruidosamente, con sus grandes ojos fijos en mí.

—Ciérralos —le dije despacio mientras le pasaba el pulgar por los párpados—. Los abrirás cuando yo te lo permita.

Mi polla salió de golpe del pantalón, tan dura e hinchada que casi me dolía. Se la puse en los labios y la chica abrió mucho la boca, tal y como yo deseaba. «No sabes lo que te espera», pensé, y se la metí entera, sujetándole la cabeza para que no pudiera apartarla. Noté cómo se atragantaba y empujé aún más. Me encantaba verlas abrir los ojos llenas de temor, como si realmente creyeran que pretendía ahogarlas. La saqué poco a poco y le acaricié la mejilla, con delicadeza, casi con ternura. Vi cómo se tranquilizaba y lamía de sus labios la espesa saliva que había salido de su garganta.

—Quiero follarte la boca. —La chica tembló ligeramente—. ¿Puedo?

En mi cara no había ni pizca de emoción, ni rastro de sonrisa. Me miró un momento con sus enormes ojos y, tras unos segundos, asintió.

—Gracias —susurré acariciando sus mejillas con mis manos.

La apoyé contra la pared y volví a deslizarme por su lengua hasta llegar a la garganta. Apretó sus labios alrededor de mi miembro. «¡Así, así!» Mi cadera empezó a empujarla con fuerza. Noté que no podía respirar y enseguida comenzó a revolverse, así que la agarré con más firmeza. «¡Muy bien!» Hundió las uñas en mis piernas; primero trató de apartarme, después quiso herirme con sus arañazos. Cómo me gustaba…, me encantaba que lucharan, que se sintieran impotentes ante mi fuerza. Cerré los ojos y vi a Mi Reina arrodillada frente a mí; su mirada casi negra me atravesaba. Le gustaba que la poseyera de ese modo. La agarré del pelo con más fuerza, sus ojos desprendían deseo. No pude contenerme más, di otros dos fuertes empujones y me quedé extasiado mientras mi esperma salía y ella se atragantaba más aún. Abrí los ojos y vi que se le había corrido el maquillaje. Me aparté un poco para hacerle sitio.

—Trágatelo —le ordené, y volví a tirarle del pelo para que levantara la cabeza.

Cayeron lágrimas por sus mejillas, pero hizo lo que le había pedido sin rechistar. Saqué la polla de su boca y la chica resbaló por la pared hasta sentarse sobre sus talones.

—Lame. —Se quedó de piedra—. Hasta la última gota.

Apoyé las manos en la pared y la miré con enfado. Volvió a incorporarse y agarró mi pene con su pequeña mano. Empezó a sorber los restos de semen. Sonreí al ver cómo se esforzaba por obedecerme. Cuando me pareció que ya era suficiente, me separé de ella y cerré la bragueta.

—Gracias. —Le ofrecí mi mano y, cuando se levantó, le temblaban un poco las piernas—. Ahí está el lavabo —dije señalando con el dedo, a pesar de que ella conocía el avión a la perfección. Asintió y se dirigió a la puerta.

Volví con mis compañeros y ocupé mi asiento. Di un trago al magnífico licor, que ya no conservaba la temperatura idónea. Mario dejó el periódico y me miró.

—En tiempos de tu padre nos habrían matado a todos a tiros.

Suspiré, levanté la vista y golpeé la mesa con el vaso.

—En tiempos de mi padre traficaríamos con alcohol y drogas, no dirigiríamos las empresas más importa

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