Lo que dejamos en Aruba

Jorgimar Gómez

Fragmento

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Capítulo uno

Isla

La tensión que se respiraba esa mañana en la pastelería era tan palpable como la masa de los croissants que esperaban su turno para entrar al horno. Giselle era un recinto refinado, donde cada trabajador se manejaba con una delicadeza que solo podía deberse a los arduos entrenamientos que recibían al ingresar. Sin embargo, ese día los movimientos lentos y calculados de todos tenían más que ver con los nervios que con la elegancia. Los camareros no dejaban de espiar por encima de sus hombros, mientras que los empleados de la cocina aprovechaban cualquier segundo para asomarse por la ventanilla de la puerta. Incluso los encargados de limpieza estaban más alerta de lo normal, preparados para resolver cualquier emergencia. La verdad era que una visita de Delphine Belrose nunca pasaba por debajo de la mesa, ni allí ni en ninguna pastelería decente de Francia. Todos sabían que una mala reseña de su parte traería lamentables consecuencias para cualquier restaurante, por lo que nadie estaba exento de la presión que los jefes habían puesto sobre aquella visita.

Nadie, excepto Isla.

Desde que la habían nombrado jefa de pastelería, muchas personas le habían hecho las mismas preguntas: ¿cómo podía trabajar frente a todos los comensales sin perder los nervios? ¿Cómo preparaba aquellas obras de arte a pesar del bullicio, la atención y las constantes preguntas de todo el que se sentaba frente a su estación? Ella no sentía que hubiera descubierto el agua caliente; el concepto de cocinar frente a los clientes era bastante popular a esas alturas. Según su criterio, había dos reglas de oro para lograrlo: la primera, saber trabajar bajo presión, y la segunda, meterse de lleno en la preparación, hasta el punto de olvidar que la estaban observando.

Era excelente en ambas, pero la última era su especialidad. Para Isla, la pastelería siempre había tenido ese poder en ella. No importaba si estaba horneando algo tan sencillo como unos brownies, o armando un elaborado croquembouche; a ella le bastaba olfatear la mezcla de azúcar con mantequilla o el chocolate a baño de María para cerrar su mente a las distracciones externas. En su cabeza, pocas veces se quedaba en el restaurante, casi siempre volaba a la cocina de casa, el lugar donde más cómoda se sentía.

Desde luego, no se refería a la cocina de su apartamento en el distrito doce de París, a media hora de Giselle. Cuando pensaba en casa, se transportaba a un entorno más hogareño, cálido, al otro lado del mundo. Junto a Gaby.

Esbozó una sonrisa imperceptible al pensar en ella, en lo contenta que iba a estar cuando la llamara para decirle que el día había sido un éxito. Porque lo sería, Isla no tenía ninguna duda.

—Tout prêt! —exclamó, sonriente—. Confío en que encontrará este incluso más delicioso que el anterior.

—Seguro que sí, ma chérie —respondió Delphine, devolviéndole la sonrisa y preparando su tenedor—. Cuéntame, ¿qué tenemos aquí?

Llena de seguridad, Isla procedió a describir el soufflé de chocolate y bananas que había preparado. El segundo ingrediente era, de hecho, parte de una receta que ella misma había creado, basándose en la preparación del famoso pan de banana de Gaby.

Madame Belrose la escuchó atentamente, asintiendo con la más cándida de las expresiones. A Isla le fascinaba verla. No era una mujer aterradora, como todos la hacían sonar, pero sí era una crítica justa y meticulosa. Isla no le tenía miedo; confiaba demasiado en su propio trabajo. En lugar de eso, sentía mucho respeto y admiración.

—Los cambios se los hizo Isla, madame Belrose. —La voz de Jean Pierre hizo que la sonrisa en su rostro rechinara—. Nuestra receta tradicional es la que mi abuela inventó. Por lo general, es la que servimos a los clientes.

Si hubiera venido de otra persona, Isla habría dejado que el comentario corriera como un dato informativo y nada más. Pero viniendo de su sous-chef, que aprovechaba cualquier oportunidad para abrir baches en su camino, lo tomó como el dardo envenenado que sabía que era.

—La repostería no es una ley física, monsieur Boyer —atajó Delphine, sin inmutarse mientras tomaba el primer trozo de su postre—. Los cambios bien hechos pueden dar magníficos resultados.

Inflada de satisfacción, Isla se giró hacia Pierre con una sonrisa llena de condescendencia, la cual él respondió con una mueca de irritación casi imperceptible. Tenían seis meses trabajando juntos y ya el muchacho había dejado claro que no era muy afecto a recibir órdenes, en especial, si venían de mujeres con cargos superiores al suyo. Al principio, a Isla aquello le había resultado curioso, considerando que había sido su bisabuela, Giselle, quien había fundado la pastelería, unos cien años atrás. Solo le bastó descubrir que su descendencia había sido meramente masculina para entender los complejos de Pierre.

También atribuía el que se creyera más merecedor que ella de su puesto como jefa, y que, además, hiciera todo en su poder para tratar de arrebatárselo. Se habría sentido amenazada de no haberse tratado de un niño malcriado que con dificultad sabía preparar un merengue decente.

Lo empujó fuera de su cabeza, decidida a no perder su tiempo con él, y se concentró en tratar de descifrar las expresiones de Madame Belrose. Por supuesto, la mujer era una página en blanco; el soufflé podía haber quedado perfecto o vomitivo, Isla no tenía forma de saberlo.

Fiel a su reputación, la afamada crítica terminó de degustar el platillo sin decir palabra o dar indicio alguno de su opinión. Pidió un café con leche que Isla le encargó a Pierre —porque era su trabajo, sí, pero también porque podía—, y se lo terminó mientras hacía conversación sobre cualquier cosa.

—Bueno, creo que ya tengo todo lo que necesito —dijo la mujer, poniéndose de pie—. Mañana en la mañana publicaré la reseña. Gracias por todo, mon amour.

—Gracias a usted, madame. Esperamos que regrese pronto —respondió Isla, sonriendo—. Pierre, por favor, ten la amabilidad de acompañarla a la puerta.

Se deleitó en la forma en que el rostro del muchacho se crispaba, solo por un segundo, antes de componerse y obedecerla. Ella los siguió con la mirada y solo cuando desaparecieron de su campo de visión se permitió exhalar una inmensa cantidad de aire por la nariz.

Casi pudo sentir cómo toda la pastelería respiraba con ella, aliviada. Paneó el lugar con la mirada y esbozó una pequeña sonrisa al recibir pulgares arriba y expresiones de aliento de parte de la mayoría de los empleados. Pierre podía ser un pedante malicioso, pero tenía apoyo más allá de él.

Aprovechó que la estación no había sido abierta al público para escabullirse a la cocina, donde la recibieron con algunos aplausos y breves palabras de apoyo. Sentía el pecho lleno de una reconfortante calidez que transmitió al sacar su celular y escribir un mensaje para Gaby y otro para Lori, que debían estar esperando sus noticias. En ambos, dijo casi lo mismo: había que esperar la reseña, pero lo peor ya había pasado.

—Fallar en tu intento por humillarme debe ser un golpe duro para tu ego.

Por desgracia, el sonido de aquella insoportable voz llegó antes de que recibiera respuesta de alguna de las dos, por lo que tuvo que res

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