Hoot

Carl Hiaasen

Fragmento

UNO

Roy no hubiera reparado en aquel extraño chico de no haber sido por Dana Matherson, porque no solía mirar por la ventanilla del autobús escolar. Prefería leer cómics y libros de misterio durante el trayecto matutino a la Secundaria Trace.

Pero aquel día, un lunes (Roy jamás lo olvidaría), Dana Matherson le agarró la cabeza desde atrás, apretándole las sienes con los pulgares, como si estuviera exprimiendo un balón de fútbol. Se suponía que los mayores debían quedarse en la parte trasera del bus, pero Dana se había colado tras el asiento de Roy y había logrado emboscarlo. Cuando Roy trató de soltarse, Dana le aplastó el rostro contra la ventanilla.

Fue entonces, con los ojos entrecerrados contra el vidrio sucio, cuando Roy vio a ese extraño chico corriendo por la acera. Parecía estar apurándose para alcanzar el autobús, que se había detenido en una esquina para recoger a otros estudiantes.

Aquel chico tenía el cabello rizado, rubio como el heno, y su piel quemada por el sol tenía un color avellana. La expresión de su rostro era intensa y seria. Vestía un jersey del Miami Heat viejo y gastado, pantalones kaki sucios y —esta es la parte rara— no llevaba zapatos. Las plantas de sus pies descalzos se veían negras como los carbones de una barbacoa.

La Secundaria Trace no tenía el código de vestimenta más estricto del mundo, pero Roy estaba seguro de que al menos debía exigir algún tipo de calzado. Quizá aquel chico tenía un par de zapatillas deportivas guardadas en su mochila, pero no traía ninguna. Ni zapatos, ni mochila, ni libros: extraño, en efecto, para un día de escuela.

Roy sabía que aquel chico descalzo sería víctima de todo tipo de pesadeces por parte de Dana y los demás estudiantes mayores una vez que se subiera al autobús, pero eso no pasó porque siguió corriendo más allá de la esquina, de la fila de estudiantes que esperaban para abordar el transporte y del propio bus escolar. Roy quería gritar: “¡Oigan! ¡Miren a ese tipo!”, pero su boca no estaba funcionando del todo bien. Dana Matherson todavía lo sujetaba, estrujándole la cara contra el vidrio.

Mientras el bus se alejaba de la intersección, Roy esperaba poder volver a ver al chico unas cuadras más adelante. Sin embargo, este había abandonado la acera y estaba cortando camino a través de un jardín privado. Corría mucho más rápido de lo que Roy podría correr y, quizá, incluso más que Richard, el mejor amigo de Roy allá en Montana. Richard era tan rápido que ya entrenaba con el equipo de pista de la preparatoria cuando estaba apenas en séptimo grado.

Dana Matherson estaba prácticamente enterrándole las uñas en el cráneo, tratando de hacerlo chillar, pero Roy casi no lo sentía. Estaba poseído de curiosidad viendo al chico surcar un jardín tras otro, haciéndose cada vez más pequeño en el horizonte mientras seguía aumentando la distancia que lo separaba del bus.

Roy vio un gran perro de orejas puntiagudas, probablemente un pastor alemán, salir disparado de un porche para perseguir al joven corredor. Increíblemente, el chico no cambió su curso. Saltó por encima del perro, se estrelló contra un seto de cerezos y desapareció de la vista.

Roy boqueó, respirando con dificultad.

—¿Qué pasó, vaquerita? ¿Ya no aguantas más?

Era Dana, susurrando en la oreja derecha de Roy. Al ser el estudiante nuevo en el bus, Roy no esperaba ayuda de ninguno de sus compañeros. El apodo de “vaquerita” era tan tonto que ni siquiera valía la pena molestarse por eso. Dana era un idiota consumado y pesaba unas cincuenta libras más que Roy. Intentar pelear con él hubiera sido una total pérdida de energía.

—¿Te das por vencido? No te oigo, Tex. —El aliento de Dana olía a cigarrillos viejos. Fumar y golpear compañeros más pequeños eran sus dos pasatiempos favoritos.

—Sí, ajá —dijo Roy, ya impacientándose—. Me rindo.

Apenas lo soltó, Roy bajó la ventanilla y sacó la cabeza. El extraño chico se había ido.

¿Quién era? ¿De qué huía?

Roy se preguntó si alguno de los otros pasajeros del bus había visto lo mismo que él. Por un momento, no supo si la visión había sido, en efecto, real.

Esa misma mañana, un oficial de policía llamado David Delinko había sido enviado al sitio en el que pronto se levantaría una nueva Casa de Panqueques de Mamá Paula. Era un lote vacío en la esquina de East Oriole y Woodbury, en el extremo este del pueblo.

Un hombre en una camioneta azul oscuro se encontró con Delinko en el lugar. El hombre, calvo como una pelota de playa, se presentó como Rizos. El oficial Delinko pensó que el calvo debía tener un buen sentido del humor para usar abiertamente semejante apodo, pero se equivocaba: Rizos era malhumorado y no sonreía ni por error.

—Debería ver lo que han hecho —le dijo al policía.

—¿Quiénes?

—Sígame —dijo Rizos.

El oficial Delinko lo siguió.

—En la central dijeron que usted quería reportar un acto de vandalismo.

—Así es —gruñó Rizos por encima del hombro.

Al oficial le resultaba difícil imaginar qué podrían haber destrozado en una propiedad que consistía apenas en unos cuantos acres de maleza rala. Rizos se detuvo y señaló un pequeño trozo de madera que estaba en el suelo. En uno de sus extremos había atado un lazo rosado de plástico brillante. El otro extremo estaba afilado, lleno de tierra gris.

—Las sacaron todas —dijo Rizos.

—¿Las estacas? —preguntó el oficial Delinko.

—Sip. Las sacaron todas del suelo. Cada una de ellas.

—Probablemente solo fueron algunos niños.

—Las tiraron por todas partes —dijo Rizos, blandiendo uno de sus gruesos brazos en el aire— y luego rellenaron los huecos.

—Eso es un poco extraño —observó el policía—. ¿Cuándo sucedió esto?

—Anoche o temprano esta mañana —explicó Rizos—. Quizá no parezca gran cosa, pero va a tomar tiempo volver a demarcar toda el área. Y mientras tanto, no podemos ni podar ni mover tierra ni nada. Tenemos retroexcavadoras y palas mecánicas ya alquiladas y ahora tienen que quedarse ahí ociosas. Sé que no parece el crimen del siglo, pero aun así.

—Entiendo —interrumpió Delinko—. ¿Cuál es su estimado del daño económico?

—¿Daño?

—Sí, para incluirlo en mi reporte. —El oficial recogió la estaca y la examinó—. No está rota, ¿verdad?

—Bueno, no…

—¿Rompieron alguna? —preguntó Delinko—. ¿Cuánto cuesta cada una de estas: un dólar o dos?

Rizos estaba perdiendo la paciencia.

—No rompieron ninguna estaca —dijo a regañadientes.

—¿Ni siquiera una? —El policía frunció el ceño. Estaba tratando de descifrar qué se suponía que debía escribir en su reporte. No era posible tipificar un hecho como vandálico si no había daños monetarios y si nada en la propiedad había sido roto o dañado…

—Lo que estoy tratando de explicar —dijo Rizos vi

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