El estafador

John Grisham

Fragmento

1

Soy abogado, y estoy en la cárcel. Es largo de contar. Tengo cuarenta y tres años, y he cumplido cinco de los diez a los que me condenó un juez federal mojigato y pusilánime de Washington. He agotado todos los recursos que podía presentar. Ya no tengo ni un solo procedimiento, mecanismo, artículo recóndito, tecnicismo, laguna jurídica o avemaría en mi arsenal. No me queda nada. Con mis conocimientos legales podría hacer como otros presos, inundar los tribunales con mociones y escritos sin valor u otras instancias basura, pero no serviría de nada. Soy una causa perdida. La verdad es que no tengo ninguna esperanza de salir antes de cumplir la condena, salvo alguna que otra triste semana al final recortada por buena con ducta (y la mía ha sido ejemplar).

No debería llamarme abogado, porque técnicamente no lo soy. Poco después del veredicto intervino el Tribunal Supremo de Virginia y me prohibió seguir ejerciendo. Está muy claro, negro sobre blanco: condena por delito grave igual a inhabilitación. Me retiraron la licencia, y en el registro de abogados de Virginia quedaron consignados, como era de recibo, mis problemas disciplinarios. Aquel mes fuimos tres los expulsados, más o menos lo habitual.

Aun así, en mi pequeño mundo soy lo que se llama «abogado de cárcel», y como tal dedico varias horas diarias a ayudar a los reclusos con sus problemas legales. Estudio los recursos, presento instancias, redacto testamentos simples y de vez en cuando me ocupo de alguna escritura de tierras. También reviso contratos para los que cumplen penas por delitos económicos. Si he demandado al gobierno ha sido siempre por motivos legítimos, nunca sin fundamentos. También hay muchos divorcios.

A los dieciocho meses y seis días de entrar en la cárcel recibí un sobre abultado. Para los presos el correo es como agua de mayo, pero de este habría podido prescindir. Era de un bufete de Fairfax, Virginia, en representación de mi mujer que, sorprendentemente, me pedía el divorcio. De apoyarme de for ma incondicional y estar preparada para una larga espera, Dionne pasó en cuestión de semanas a convertirse en vícti ma y querer huir a toda costa. Los documentos los leí en estado de shock, sin poder tenerme en pie, con la vista nublada, hasta que tuve miedo de llorar y me refugié en la intimidad de mi cel da. En prisión se llora mucho, pero siempre en solitario.

Cuando me fui de casa, Bo tenía seis años. Era hijo único, aun que pensábamos tener alguno más. El cálculo es fácil. Debo de haberlo hecho un millón de veces: cuando salga de la cárcel, Bo tendrá dieciséis años y estará en plena adolescencia. Me habré perdido diez de los años más valiosos que pueden compartir un padre y un hijo. Hasta los doce, más o menos, los niños adoran a sus padres. Están convencidos de que no hacen nada mal. Le enseñé a jugar al béisbol y al fútbol. Me seguía a todas partes como un perro faldero. Íbamos juntos a pescar y de acampada. Algunos sábados por la mañana venía al despacho para desayunar conmigo, de hombre a hombre. Era todo mi mundo, y fue desolador, para mí y para él, tener que explicarle que me ausentaría durante mucho tiempo. Después de entrar en la cárcel no quise que me visitara. Por muchas ganas que tuviera de abrazarlo, no podía soportar la idea de que un niño tan pequeño viera a su padre entre rejas.

Desde la cárcel, sin perspectivas de salir a corto plazo, es casi imposible defenderse en un divorcio. En dieciocho meses el gobierno federal se había comido todos nuestros ahorros, ya escasos de por sí. Solo nos quedaba nuestro hijo, y nuestro compromiso mutuo. El niño fue una roca; el compromiso, en cambio, se resquebrajó. Dionne me hizo promesas muy bonitas de que perseveraría, de que nunca aflojaría, pero al final se impuso la realidad. En el pueblo se sentía sola, aislada. «La gente murmura al verme», me escribió en una de sus primeras cartas. «Estoy tan sola...», se lamentaba en otra. Los envíos no tardaron mu cho en disminuir tanto en longitud como en frecuencia. Al igual que las visitas.

Dionne creció en Filadelfia y nunca se acostumbró a vivir en el campo. Cuando un tío suyo le ofreció trabajo, de pronto tuvo mucha prisa por volver a su ciudad de origen. Hace dos años se casó de nuevo, así que a sus once años Bo tiene un nuevo entrenador. Las últimas veinte cartas a mi hijo han quedado sin respuesta. Estoy seguro de que ni siquiera se las han dado.

Muchas veces me pregunto si volveré a verle. Creo que sí, que haré el esfuerzo, pero tengo mis dudas. ¿Qué le dices a un hijo a quien quieres más que a nada en el mundo, pero que no te reconocerá? Ya no conviviremos como un padre y un hijo normales. ¿Sería justo para Bo que su padre reapareciese después de tantos años, insistiendo en formar parte de su vida?

Si algo me sobra es tiempo para pensar en esas cosas.

Soy el recluso número 44861-127 del Centro Penitenciario Federal cercano a Frostburg, Maryland. Estos «centros» son instala ciones de baja seguridad adonde nos envían cuando consi deran que no somos violentos, siempre que nuestra condena sea igual o inferior a diez años. Por motivos que nadie me ha aclarado, pasé los primeros veintidós meses de cárcel en un antro de seguridad media, cerca de Louisville, Kentucky. Es lo que en la inagotable sopa de siglas de la jerga burocrática se llama una ICF (Institución Correccional Federal), y se parecía muy poco al centro de Frostburg. Las ICF son para presos violentos con más de diez años de condena. La vida allí es mucho más dura, aunque yo sobreviví sin ninguna agresión física. En eso me ayudó muchísimo haber sido marine.

En el mundo de las cárceles, los centros penitenciarios son hoteles de lujo. No hay muros, vallas, alambradas ni torres de vigilancia, y los vigilantes armados constituyen una minoría. El de Frostburg es relativamente nuevo, con mejores instalaciones que la mayoría de los institutos de enseñanza. ¿Cómo no si en Estados Unidos nos gastamos cuarenta mil dólares al año por cada preso, y ocho mil en educar a un alumno de primaria? Aquí hay orientadores, gerentes, trabajadores sociales, enfermeros, secretarios, todo tipo de ayudantes y decenas de burócratas que tendrían dificultades para explicar a qué dedican sus ocho horas diarias. Por algo es el gobierno federal. El aparcamiento de empleados contiguo a la entrada principal está lleno de coches y camionetas de gama alta.

Aquí en Frostburg hay seiscientos reclusos, que salvo unas pocas excepciones se caracterizan por su buena conducta. Los que tienen un pasado violento ya han escarmentado, y saben valorar el civilizado entorno en el que viven. Los que se han pasado toda la vida en la cárcel han encontrado finalmente el mejor lugar posible. Muchos de estos veteranos no se quieren ir; están completamente asimilados, y no sabrían vivir en libertad. Cama caliente, tres comidas al día, asistencia sanitaria... ¿Te lo pueden ofrecer las calles?

No estoy insinuando que sea un lugar agradable, porque no lo es. Hay muchos hombres como yo que ni en sueños habían imaginado caer tan bajo; profesionales o empresarios, con su patrimonio, sus familias bien avenidas y su carnet de club de campo. En mi grupo de amigos blancos está Carl, un optometrista que retocaba demasiado sus facturas a la seguridad social, y Kermit, que especulaba con terrenos y los daba en garantía a varios bancos a la vez; también Wesley, un antiguo senador de Pennsylvania que aceptó un soborno, y Mark, un asesor hipotecario que abarataba costes.

Carl, Kermit, Wesley y Mark: todos blancos, con un promedio de edad de cincuenta y un años. Todos culpables, según su propia co

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