La ciudad que nació grandiosa y otros relatos

N.K. Jemisin

Fragmento

Introducción

Introducción

Hubo un tiempo en el que pensaba que no podía escribir relatos cortos. Fue en el año 2002. Acababa de cumplir treinta años y tuve mi primera crisis de la «mediana edad». (Ya, ya lo sé.) Vivía en Boston, que es un lugar frío en el que cuesta hacer amigos y nadie le pone condimentos a nada. Acababa de romper una relación que hacía tiempo que no me motivaba y aún debía un pastón por el préstamo de la universidad, como la mayoría de mis coetáneos. En un intento de aplacar la frustración que sentía por cómo me iba la vida, decidí comprobar si mi afición de siempre por la escritura podría convertirse en un currillo con el que ganar unos pocos cientos de dólares. Con tanto dinero (¡o incluso con solo cien dólares al año!) podría pagar alguna que otra factura, por lo menos. Incluso podría saldar la deuda en doce o trece años en lugar de hacerlo en quince.

No esperaba mucho más, por razones que poco tenían que ver con el pesimismo. En esa época había quedado patente que los géneros literarios especulativos estaban estancados hasta un punto casi peligroso. La ciencia ficción se vanagloriaba de ser la ficción del futuro, pero casi toda ella era un homenaje a los rostros y las voces del pasado. Pocos años después llegaría la slush-bomb con la que las escritoras intentaron mejorar unos de los bastiones más sexistas de las Tres Grandes; los Grandes Debates de la Muerte sobre Apropiación Cultural y el Racefail, una andanada de miles de entradas de blog de protesta del fandom para quejarse sobre el racismo institucional e individual en el género. Como consecuencia de esta sucesión de acontecimientos se les dio algo más de espacio a personas que no eran hombres blancos cishetero, justo a tiempo para el lanzamiento de mi primera novela publicada: Los cien mil reinos. Pero en 2002 aún no había ocurrido nada de esto. En 2002 sabía que, como mujer negra a la que le gustaban la fantasía y la ciencia ficción, no tenía casi ninguna posibilidad de conseguir que se publicase mi obra, llamar la atención de los reseñadores ni ser aceptada por un grupo de lectores que no parecía dispuesto a hacer caso a nada que se alejase de las múltiples variantes de la Europa medieval y la colonización americana que solían leer. Y sí, podría haber regurgitado mi propia versión de la Europa medieval y de la colonización americana, y debería haberlo hecho si realmente quería terminar de pagar mis facturas antes, pero no me interesaba. Quería hacer algo nuevo.

Los escritores ya establecidos me aconsejaron acudir a uno de los talleres Clarion o los Odyssey, pero no podía: mi trabajo solo me permitía cogerme dos semanas de vacaciones. En lugar de ello, le pedí prestados seiscientos dólares a mi padre y asistí al Viable Paradise, un taller de una semana que tiene lugar en la isla de Martha’s Vineyard. Con una semana no bastaba para mejorar de manera sustancial la calidad de la escritura de los asistentes, por lo que el VP se centraba en otros asuntos, como la manera de prosperar en el oficio de la ficción. Aprendí muchísimas cosas sobre cómo conseguir un agente, el proceso de publicación y cómo sobrevivir como escritora, que era justo lo que necesitaba en ese momento de mi carrera. También me dieron otro fantástico consejo: que aprendiese a escribir relatos cortos.

Fue el único consejo del VP al que no presté la menor atención, ya que me sonaba muy absurdo. Había leído algunos relatos cortos en los últimos años, y también disfrutado unos pocos, pero nunca sentí la necesidad de escribirlos. Sabía lo suficiente como para razonar que los relatos cortos eran un tipo de arte muy diferente de las novelas, de modo que ¿por qué no iba a emplear el poco tiempo libre del que disponía en refinar mi auténtica vocación en lugar de aprender una disciplina diferente que, a decir verdad, me resultaba algo aburrida? Además, las tarifas de los relatos cortos eran ridículas. En aquella época, la tarifa profesional y aceptada por la SFWA era de tres centavos por palabra, y uno de mis objetivos era que me alcanzase para pagar las facturas. Si vendiese algún relato corto, el dinero no sería suficiente ni para pagar el gas de la cocina.

Pero los profesores del VP[1] fueron muy persuasivos. El argumento que terminó por convencerme fue muy sencillo: aprender a escribir relatos cortos me ayudaría a mejorar mi ficción más larga. No sabía si creérmelo o no, pero decidí dedicar un año a descubrirlo. Realicé una suscripción anual a la F&SF y a la ya desaparecida Realms of Fantasy, leí revistas en línea como Strange Horizons y me apunté a un grupo de escritura. Al principio, el proyecto no fue nada bien. Mi primer relato «corto» se había disparado a diecisiete mil palabras y aún no tenía final. Pero mejoré. Me rechazaron muchas historias cuando empecé a enviarlas a las revistas. Mi grupo de escritura me ayudó a entender que esos rechazos forman parte del proceso de escritura, que hay que aprender a aceptarlos y celebrarlos igual que celebramos que nos los aceptan. Después empezaron a aceptarme relatos, primero en medios semiprofesionales, y luego di el salto a los profesionales.

Así fue como, a lo largo del proceso, aprendí que los relatos cortos me ayudarían a mejorar mi ficción más larga. Escribir relatos cortos me enseñó a captar antes la atención del lector y crear personajes más profundos. Los relatos cortos me proporcionaron un sitio donde experimentar con tramas y estilos narrativos poco convencionales (escribir en futuro, los textos epistolares o los personajes negros) que, de otra manera, habría considerado demasiado arriesgados como para usarlos en un proyecto más largo, como una novela. Empecé a disfrutar de la escritura de relatos cortos como un fin en sí mismo, no como una manera de practicar para las novelas. Y, como era de esperar, después de tantos rechazos mi piel fina se volvió resistente como la de un elefante.

Un momento. Volvamos atrás. Sí, he dicho personajes negros. Ya los había usado en las novelas que escribí de adolescente y que nunca verán la luz, pero nunca había enviado nada con personajes negros. Recordad cómo describí la industria del año 2002. Los editores, las editoriales y los agentes solían repetir que «estaban abiertos a todos los puntos de vista», ese era el eufemismo que usaban, pero a las pruebas me remito. Bastaba con abrir una revista por el índice o la página web de una editorial y mirar cuántas mujeres o nombres «extranjeros» había en la lista de autores. Cuando me ponía a investigar las novelas y los relatos de alguna editorial en particular, prestaba atención a si había muchos o pocos personajes que no fuesen blancos. Yo seguía usando personajes negros porque no me podía permitir excluirme de mi propia ficción, joder. Mi objetivo era ganar dinero, pero, como he dicho, tampoco esperaba gran cosa.

Os podréis imaginar cómo me sentí cuando mi primera venta profesional («Cielos de nubes draconianas») se publicó en Strange Horizons en 2005. Era un relato protagonizado por una mujer negra de pelo afro que intentaba salvar a la humanidad de su propia estupidez.

La presente colección de relatos, How Long ’til Black Future Month?,[2] recibe su nombre de un ensayo que escribí en 2013. (No está en esta recopilación porque no he querido incluir ningún ensayo, pero podéis encontrarlo en mi página web: <nkjemisin. com>.) Es un panegírico desvergonzado de un icono de la cultura afrofuturista: la artista Janelle Monáe, pero también una reflexión sobre lo mucho que me ha costado que me gusten la fantasía y la ciencia ficción por el hecho de ser una mujer negra. Lo mucho que he tenido que afrontar mi racismo interiorizado, además del que es propio de las obras y de la industria. El miedo que he pasado al descubrir que nadie cree que los míos tengan un futuro. Y lo gratificante que ha resultado aceptarlo por fin y empezar a crear el futuro que quería.

Los relatos incluidos en este volumen son algo más que historias en sí mismas, también son una crónica de mis progresos como escritora y activista. Al releer mis narraciones para seleccionar las que se iban a incluir, he reparado en lo mucho que me costaba mencionar la raza de los personajes. También en que hay muchas historias que tratan sobre cómo aceptar diferencias y cambios... y muy pocas que versen sobre cómo enfrentarse a las amenazas, vengan estas de donde vengan. Me ha sorprendido descubrir que escribo muchas historias que surgen como respuesta a los clásicos del género. Por ejemplo, «Caminar despierta» es una réplica a Amos de títeres de Heinlein. «Los que se quedan y luchan» es una imitación y también un desafío a Los que se alejan de Omelas de Le Guin.

Si os disponéis a leer estos cuentos y solo me conocéis por mis novelas, también encontraréis versiones primerizas de algunas tramas o personajes que luego desarrollé para dar lugar a esas historias. En ocasiones ha sido deliberado, ya que suelo escribir «pruebas de concepto» para presentar ambientaciones que más adelante podrían convertirse en historias más largas. («El narcomante» y «Hambre de piedra» forman parte de este grupo. También «La chica troyana», aunque en ese caso decidí no escribir una novela en ese mundo y volví a él con «La mejor de su promoción».) También hay casos en los que hago ese «reciclado de ideas» de una manera inconsciente y no me doy cuenta de ello hasta mucho después. El mundo de la Trilogía de la Tierra Fragmentada no fue la primera vez que trasteaba con el genius loci, por ejemplo, con lugares que tienen conciencia. Es una idea que aparece en muchos de mis relatos, a veces aderezada con un poco de animismo.

Sea como fuere, hoy en día la cosa va mucho mejor. Terminé de pagar mi préstamo de estudiante con el adelanto de mi primera novela. En la actualidad soy escritora a tiempo completo y vivo en Nueva York, donde tengo muchos amigos y, gracias a mi ficción, gano mucho más dinero del que necesito para pagar las facturas (incluso a pesar de las tarifas de Consolidated Edison). En 2018, el género parece estar dispuesto a hablar de sus carencias, aunque todavía queda mucho por hacer antes de que esas carencias lleguen a solucionarse del todo. Lo que está claro es que hoy en día hay más nombres femeninos y «extranjeros» en los lomos de los libros y en los índices. Los lectores demandan ficción escrita por voces nuevas que hablen de sus tierras natales, y también hay editores que hacen todo lo posible por sacarla adelante. También hay más voces discrepantes, intolerantes que intentan reescribir la historia para asegurarse de que el futuro les pertenezca, pero son una minoría. El resto del mundo se ha asegurado de darme unos buenos zascas para dejármelo bien claro.

Ahora me dedico a aconsejar a todos los escritores de color noveles con los que me topo... y hay muchísimos por descubrir. También soy más atrevida, estoy más enfadada y disfruto más de las cosas. No tiene por qué ser algo contradictorio. Ahora soy la escritora en la que me han convertido mis relatos cortos.

Venga. El futuro nos espera. Marchemos todos juntos hacia él.

Los que se quedan y luchan

Los que se quedan y luchan

¡Ha llegado el Día de las Buenas Aves a Um-Helat! Es una tradición absurda y fortuita, como suele ser el caso de muchas tradiciones, pero también maravillosa. En realidad, no tiene nada que ver con las aves, algo de lo que los lugareños se ríen a carcajadas y que también es propio de las tradiciones. Sí que es un día que hace honor a los aleteos y los vuelos, un día en el que banderines de seda teñidos de colores llamativos cuelgan de cada ventana y unos refinados drones de cobre y fibra de vidrio (¡que han fabricado para la ocasión y solo vuelan este día!) planean y zumban por los aires. Hasta los vagones del monorraíl llevan estilizadas plumas de flamencos en la parte superior, aunque también están hechas de fibra de vidrio, ya que, si no, no soportarían la velocidad del sonido.

Um-Helat se encuentra enclavada en la confluencia entre tres ríos y un océano, lo que la convierte en una zona de paso en la ruta migratoria de varias especies de mariposas y colibríes cuando viajan de norte a sur y cuando efectúan el recorrido inverso. Por la mañana, la mayoría de los niños de la ciudad salen a la calle con alas que les han hecho sus padres o sus amables y ancianas tías. (No todas las tías son tías de verdad, pero en Um-Helat uno puede ganarse el derecho a serlo. Es una ciudad que da cabida a todo tipo de aspiraciones.) Algunas de las alas son de organdí y están cosidas a las mochilas de la escuela, otras son de algodón y están rellenas de flores secas y sujetas con pinzas en las hombreras de las chaquetas. Unas pocas se han creado con muchísimas alas de mariposa pegadas entre sí con mucho esmero; pero solo de mariposas que han muerto de manera natural, por supuesto. Los niños que pueden correr se abalanzan por las calles con dichos adornos emitiendo zumbidos como si estuviesen volando de verdad. Los que no pueden correr van montados sobre drones especiales, bien amarrados, sujetos y asegurados, que les hacen dar brincos por los aires. Solo son unos pocos metros, aunque les da la impresión de llegar hasta el cielo.

Pero el lugar no es una complicada distopía donde todos están obligados a conformarse. Los adultos que se niegan a olvidar al niño que llevan dentro también portan alas, aunque las suyas tienden a tener formas más abstractas. (Algunas son invisibles.) Y los que predican creencias que prohíben la imitación de las bestias o los que lisa y llanamente no quieren llevarlas, no tienen por qué hacerlo. Su decisión es igual de respetable que la de los que van por ahí aleteando y saltando por los aires, ya que ¿cómo podríamos apreciar las diferentes formas en las que se expresa la alegría si no hubiese contraste alguno?

Y hay mucha alegría en este lugar, sin duda. Los vendedores ambulantes ofrecen pequeños pasteles rellenos de natillas y con forma de coleóptero, y los que llevan todo el año esperando para devorarlos abren la boca y cogen aire para enfriarse la lengua al consumirlos. Los artesanos tienen a la venta colibríes de papel mecanizados de manera muy ingeniosa y que sirven para que los transeúntes los tiren por los aires. Los mejores forman un borrón al aletear. Por la tarde empiezan a llegar los agricultores de Um-Helat, a quienes, como siempre, se invita para honrarlos junto a los mercaderes y los tecnólogos de la ciudad. El lugar prospera gracias al trabajo de estos tres grupos, pero cuando los acuíferos y los ríos pierden mucho caudal, los agricultores se trasladan a otras tierras y plantan allí sus cultivos, o también cambian el desfarfollar del maíz por los arrozales o la pesca para llenar las lonjas. La gestión del suelo, el agua y la química son artes intrincadas, como bien sabrás, pero las han perfeccionado. En Um-Helat no se pasa hambre, ni sus gentes ni las aves y mariposas migratorias que descienden a probar los sabrosos néctares. Por este motivo, los agricultores desempeñan un papel muy destacado en el Día de las Buenas Aves.

El desfile recorre toda la ciudad, y los agricultores agachan la cabeza o sonríen cuando sus vecinos los saludan. También hay allí una mujer rolliza que hace ondear un sombrero de plumas de gallina que alguien le ha regalado. Y un hombre delgado que viste un mono y tira con nerviosismo del broche que lleva puesto, tallado y barnizado para parecerse a una mariquita. Lo ha hecho él mismo y espera que le guste a todo el mundo. ¡Sí que gusta!

¡Mira! También hay una mujer alta, fuerte, con los brazos al descubierto y unas tachuelas de plata implantadas en el cuero cabelludo marrón que sonríe junto a ellos y lleva un traje de damasco, oscuro como nubes de tormenta. Fíjate en cómo se mueve entre la multitud, cómo les sonríe y ayuda a levantar a un niño que se ha caído. Incita a todo el mundo a vitorear y al disfrute, habla con alguien en un idioma y con otra persona en otro diferente. (En Um-Helat son políglotas.) Llega al frente de la multitud y empieza a examinar la mariquita del hombre delgado, que luego elogia con mirada sorprendida y una sonrisa. La señala y todos la miran, lo que hace que el hombre se ponga rojo como un tomate. Pero en las sonrisas que le dedican solo hay amabilidad y gozo, por lo que el hombre delgado se envara y echa a andar con paso decidido. Ha hecho más felices a sus vecinos, y no hay cualidad mejor para los habitantes de este lugar tan próspero y agradable.

La luz menguante del sol del ocaso proyecta haces dorados sobre la ciudad y se refleja en sus paredes de mica y en los relieves grabados con láser. Sopla una brisa marina que huele a salitre y minerales, tan fresca que eleva un vítor espontáneo entre la gente que recorre la transitada ruta del desfile. En la costa, unos jóvenes remueven con esmero grandes cubas de mejillones especiados y ollas de arroz, guisantes y gambas. Cocinan rápido, porque se dice que el olor del mar de Um-Helat abre el apetito. En las esquinas de las calles, unas jóvenes sacan sitares, sintetizadores y unos enormes tambores de madera, las mejores herramientas posibles para conseguir que la multitud llegue bailando hasta donde se encuentran los jóvenes. Cuando el gentío se detiene, demasiado agotado y sediento como para continuar, encuentra vasos de zumo de lima y tamarindo recién exprimidos. Unos ancianos se encargan de los puestos donde se venden, aunque también se los regalan a quienes no se lo pueden permitir. En Um-Helat siempre hay almas que están necesitadas de tamarindos y del batir de los tambores.

¡Regocíjate! Una alegría constante bulle en la ciudad. Es fácil nombrarla, pero, aunque lo he intentado, es complicado describirla bien. ¡Veo la incredulidad en tu cara! En parte es difícil porque me faltan palabras, y en parte porque a ti te faltan conocimientos. Nunca has visto un lugar como Um-Helat, y yo solo soy una observadora que no ha tenido el privilegio de visitarlo. Por ese motivo tengo que esforzarme para describirlo y que tú también puedas disfrutarlo.

¿Cómo describir a las gentes de Um-Helat? Has visto cuánto quieren a sus hijos, cómo respetan el trabajo honrado y bien hecho. Quizá te hayas dado cuenta de los muchos ancianos que he nombrado de pasada en la ciudad. En Um-Helat la gente vive mucho y bien, con tan buena salud como permiten el destino y la ciencia. Todos los niños tienen una oportunidad y todos los padres tienen una vida. Algunos no tienen donde guarecerse, pero podrían disponer de un apartamento si quisiesen. Aun así, no viven mal en esta ciudad en la que la parte inferior de los puentes se barre a diario y los bancos están un poco acolchados para que resulten más cómodos. Si estos itinerantes se obcecan con ideas engañosas, se evita que tengan armas o que vayan a lugares que puedan resultarles perjudiciales, donde se arriesguen a enfermar o a sufrir heridas. Y si se vuelve incontrolable, se evita que hagan nada o se les cuida. (Pronto hablaré más de los cuidadores.)

Así es Um-Helat: una ciudad cuyos habitantes se cuidan los unos a los otros, nada más y nada menos. Creen que ese debería ser el propósito de una ciudad, que no todo debería basarse en conseguir beneficios, energía o productos, sino también en cuidar a quienes consiguen esos recursos.

¿Qué falta por mencionar? Ah, sí. Algo que seguro te parecerá fantástico, amigo: ¡la diversidad! Los ciudadanos de Um-Helat son muchos y muy variados en apariencia, ascendencia y desarrollo. La gente que vive allí viene de otros muchos lugares, algo que queda patente en el tono de su piel, la forma de su pelo y el ancho de sus labios y sus caderas. Cuando uno deambula por las calles donde trabajan obreros y artesanos, descubre que hay más personas de piel oscura; cuando, en cambio, lo hace por los pasillos de la torre ejecutiva, hay algunas más de piel blanca. Se debe a la propia historia y no hay mezquindad alguna en ello. Además se están adoptando medidas activas para corregirlo, porque los habitantes de Um-Helat no son unos ingenuos que creen en que las buenas intenciones son la cura para todos los males. No, aquí no hay adoradores de la mera tolerancia, ni tampoco lameculos desesperados por conseguir el poco respeto de eso que llaman diversidad, aunque sea a regañadientes.

Los um-helatianos cuentan con la sabiduría suficiente para comprender lo que hace falta para mejorar el mundo y con el pragmatismo preciso para ponerse manos a la obra.

¿Te parece mal? Pues no debería. El problema es que estamos malacostumbrados, por culpa de aquellos que albergan malas intenciones, a pensar que la gente que sufre debería experimentar más dolor innecesario. Es la paradoja de la tolerancia, la traición de la libertad de expresión: titubeamos a la hora de admitir que hay personas que son malas de cojones y tiene que haber alguien que las detenga.

Estamos en Um-Helat, después de todo, no en ese lugar tan incivilizado que es Estados Unidos. Tampoco estamos en Omelas, esa ciudad parasitaria, feliz y pletórica, que se avergüenza por un niño torturado. Es cierto que mi descripción de Um-Helat podría considerarse un homenaje a ella, pero tampoco tienes nada que temer, amigo.

Entonces ¿cómo es que existe Um-Helat? ¿Cómo puede sobrevivir una ciudad así? ¿Cómo prospera? Rica, sin pobres; avanzada, sin guerras; un lugar bello en el que todas las almas son maravillosas... Imposible, pensarás. ¿Una utopía? Qué banal. Eso sería un cuento de hadas, algo muy difícil de imaginar. Sería una jaula de grillos, homo hominis lupus, una olimpiada de la opresión. Sabrías muy bien que no duraría mucho. Que, para empezar, ni siquiera podría existir. El racismo es algo natural, tan natural que vamos a llamarlo «tribalismo» para insinuar que todo el mundo lo practica. El sexismo es natural, la homofobia es natural y la intolerancia religiosa es natural y la avaricia es natural y la crueldad es natural y el salvajismo y el miedo y y y... y.

«¡Imposible! —espetarías con los puños apretados en los costados—. ¿Qué te ha hecho esa gente para que creas tales mentiras? ¿Qué me estás haciendo a mí para sugerir siquiera que es posible? Cómo te atreves. Cómo te atreves.»

¡Vaya, amigo! Siento haberte ofendido. Discúlpame.

Pero... ¿cómo voy a describirte Um-Helat si la mera imagen de una sociedad justa y feliz te provoca tanta ira? La verdad es que tengo que confesarte que me has dejado perpleja. Es como si te sintieras amenazado por una idea tan básica como la igualdad. Como si una parte de ti necesitase estar enfadada, como si necesitases la infelicidad y la injusticia. ¿En serio?

¿En serio?

¿En serio no lo crees, amigo? ¿En serio no eres capaz de aceptar el Día de las Buenas Aves, la ciudad, la alegría? ¿No? Pues déjame decirte una cosa más.

¿Recuerdas a la mujer? Alta, morena, guapa, sin pelo, cuya alegría le hace irradiar encanto y que está magnífica con esas ropas oscuras como nubes de tormenta. Es una de las muchas que llevan el mismo traje y que se dedican a lo mismo. Sigámosla ahora que deja atrás a la multitud, recorre la oscuridad de las calles paralelas pavimentadas de biofibra y se detiene debajo de ese rascacielos que flota a unos pocos metros sobre el suelo (no te preocupes, que es del todo seguro: Um-Helat controla la gravedad desde hace generaciones). Allí la esperan otras dos personas: un gueden y un varón, ambos cubiertos también con esos ropajes de damasco. También son calvos, y sus cabezas tachonadas también resplandecen. Sus saludos son efusivos y se dan abrazos cuando procede.

No son especiales. Tan solo unas de las muchas personas que se dedican a defender la seguridad y la felicidad de sus compatriotas. Puedes considerarlos trabajadores sociales, si te place, ya que su trabajo no difiere mucho de ese. Se reúnen porque los han informado de un problema. Tienen que discutirlo y adoptar una difícil decisión.

Que sepas que en Um-Helat hay maravillas más sorprendentes que rascacielos flotantes, y que una de ellas es la capacidad de puentear las distancias entre posibilidades, lo que bien podríamos llamar universos. Todos pueden hacerlo, pero casi nadie lo intenta porque, debido a una particularidad del espacio-tiempo, el único mundo con el que pueden conectar los habitantes de Um-Helat es el nuestro. ¿Y para qué querría alguien de ese glorioso lugar acercarse a un mundo lego y nocivo como este?

Veo que te has vuelto a ofender. ¡Vaya, amigo! Pues no tienes derecho.

Sea como fuere, hay muy pocas posibilidades de viajar entre mundos. Ni siquiera en Um-Helat han sido capaces de encontrar la manera de reducir la enorme cantidad de energía que requiere una transversal planar a gran escala. Las ondas son las únicas capaces de viajar entre uno y otro mundo. Solo la información. Qué más da, ¿verdad? Claro, pero no olvides una cosa: que Um-Helat es un lugar en el que nadie pasa hambre, en el que nadie queda a su suerte cuando enferma, en el que nadie vive con miedo y en el que casi se ha olvidado la guerra. En un lugar así, que sobrevive entre lujos y comodidad, tal vez haya personas que busquen conocimientos por el mero hecho de ser más sabios.

Y algunos de esos conocimientos pueden ser peligrosos.

Al fin y al cabo, Um-Helat era un lugar peor en el pasado. No todas sus gentes, tan dispares en origen, costumbres e idiomas, se llegaron a aceptar porque decidieran hacerlo por voluntad propia. Antes la ciudad pertenecía a una civilización diferente, ¡una que quizá no te habría enfadado tanto! (Pobrecito, ya pasó. Tranquilo.) Hay restos de dicha época en el lugar, ruinosos, enormes y semiderruidos. Mira un puente por allí. También un gran camión, que lleva detrás algo oxidado y redondeado y que esas gentes de antaño definían con el exótico nombre de «misil». A los lejos se distinguen las ruinas esqueléticas de una ciudad que en el pasado era tan grande como Um-Helat pero seguro que no tan encantadora. Ese es el tipo de elementos que puebla el paisaje, y para los um-helatianos no son mi más ni menos venerables que el resto. De hecho, son cosas que se les recuerdan a todos los ciudadanos jóvenes cuando alcanzan la mayoría de edad, además de contarles historias que se han conservado sobre su naturaleza y su propósito. Cuando los jóvenes adquieren tales conocimientos, les resultan casi incomprensibles, de manera literal, pues no conocen las palabras adecuadas para comprenderlos. Los idiomas que se hablan en Um-Helat fueron los nuestros en un pasado, ya que este mundo fue el nuestro en el pasado, hubo una época en la que era igual que el lugar donde vivimos ahora.

Puede que aún reconozcas los idiomas, pero lo que más te sorprenderá es la manera que tienen de hablar... o de callar. Bueno, es una idea que al menos te resultará familiar: tienen términos para designar los géneros que no significan ni «ella» ni «él», y también han repudiado palabras cuyo único cometido era insultar o denigrar. A pesar de todo, te resultará curioso que los um-helatianos hayan decidido mantener términos descriptivos como «pelo rizado», «gordo» o «sordo». Pero amigo, eso son solo palabras. ¿No te das cuenta? Sin contexto, dichos términos carecen de cualquier otro significado. Es como si los caballos se pudiesen describir con orgullo a sí mismos designándose como palominos, miniaturas o percherones. La diferencia nunca ha sido realmente el problema, y los um-helatianos aún son diferentes entre sí, tanto en aspecto como en opinión. ¡Por supuesto! Son personas. El problema en el que reparan los jóvenes es que, en otra época, esas diferencias de opinión degeneraban en diferencias en el respeto. Que hubo un tiempo en el que había gente más valiosa que otra. Que, en el pasado, eran unos y no otros los que servían como ejemplo para la humanidad.

Es el Día de las Buenas Aves en Um-Helat, un día en el que todas las almas son importantes y la más mínima noción de que haya alguna que no lo sea es execrable.

Los trabajadores sociales de Um-Helat se han reunido por ese motivo: porque alguien ha abierto la barrera entre mundos. Un ciudadano de Um-Helat ha oído nuestra radio, con un equipamiento que no reconocerías pero que graba las ínfimas perturbaciones cuánticas que crea la longitud de onda de la señal. Ha visto nuestra televisión. Ha entrado en nuestras redes sociales, reproducido nuestros vídeos, le ha dado a «me gusta» en nuestros selfis. Somos muy primitivos en comparación con Um-Helat. El tiempo fluye de la misma manera en ambos mundos, pero allí la gente no se obceca con aplastar a los demás hasta someterlos, lo que marca una gran diferencia. Todo el mundo puede crear uno de esos aparatos para conectar ambos mundos. Es como hacerse radioaficionado. Es fácil. Por ello se ha creado toda una industria clandestina en Um-Helat que se aprovecha de la información que se saca de ese extraño mundo tan diferente que es el nuestro. (¡Sí! ¡Hay crimen! Ya me crees un poco más, ¿verdad?) Se escriben y distribuyen panfletos. Se intercambian arte y susurros. Lo prohibido es muy seductor, ¿o no? Ocurre hasta en este lugar, donde todo lo que cause daño a los demás se considera algo pérfido. Los cosechadores de información saben que lo que hacen está mal. Saben que es justo eso lo que ha destruido las antiguas ciudades. Y sin duda les aterroriza lo que oyen por los altavoces y ven en las pantallas. Han empezado a percibir que, en nuestro mundo, la idea de que existen personas menos importantes que otras está muy arraigada y ha empezado a doblar y resquebrajar los cimientos de nuestra humanidad.

«¿Por qué son así? —dicen de nosotros esos cosechadores—. ¿Por qué hacen esas cosas? ¿Cómo pueden dejar que esa gente se muera de hambre? ¿Por qué no escuchan cuando alguien se queja de que no lo han tratado con respeto? ¿Cómo es posible que hayan abusado de alguien y que no le importe a nadie, pero a nadie? ¿Cómo pueden tratar así a otras personas?»

Y, a pesar de su estupor, comparten la idea. El mal... se extiende.

Los trabajadores sociales de Um-Helat están en pie y hablan junto al cuerpo de un hombre. Está muerto, de forma prematura e involuntaria, tiene una pica de factura impecable clavada en la columna y que le atraviesa el corazón. (La columna, para que sea indoloro. El corazón, para que sea más rápido.) Es la única arma que llevan los trabajadores sociales, y la prefieren porque es silenciosa. Porque no hay que disparar ni tiene retroceso, porque no restalla ni chisporrotea, porque no hace gritar a nadie y nadie se acercará a investigar lo ocurrido. La enfermedad se ha cobrado una pobre víctima, pero no tiene por qué cobrarse más. Así es como se contiene el contagio... en un instante. En un instante.

Junto al cuerpo del hombre hay una pequeña acuclillada. Tiene el pelo rizado, es rolliza, está ciega, tiene la piel oscura y es alta para su edad. Antes era una chica muy animada, pero ahora llora la muerte de su padre y las lágrimas le resbalan por las mejillas a causa de la injusticia. Le oyó decir «lo siento». También oyó cómo los trabajadores sociales ejercían la única clemencia posible. Pero no tiene la edad suficiente como para conocer las consecuencias de quebrantar la ley ni para comprender que su padre conocía dichas consecuencias y las había aceptado, por lo que para ella todo ha ocurrido si razón aparente. Es algo monstruoso, imposible y carente de sentido: un asesinato.

—Os vais a enterar —dice entre sollozos—. Moriréis igual que ha muerto él. —Decir algo así es impensable. Algo va muy mal. Luego gruñe—: ¿Cómo os atrevéis? ¿Cómo os atrevéis?

Los trabajadores sociales intercambian una mirada de preocupación. Ellos también han empezado a contaminarse, claro. Está permitido y es imposible no hacerlo con el trabajo que realizan. Es imposible construir una presa sin mojarse. (Han tomado medidas. También tienen tachuelas en los cueros cabelludos. En nuestro mundo, se veneraba a quienes se ofrecían voluntarios para trabajar en las colonias de leprosos y se encerraban con ellos.) Los trabajadores sociales saben que, por algún motivo incomprensible, el padre de la niña había empezado a compartir con ella la ideología ponzoñosa de nuestro mundo. Un ciudadano sin contaminar de Um-Helat habría preguntado «¿Por qué?» después del estupor y el miedo inicial, solo porque esperaría que hubiese una razón. Y la habría. Pero esta niña ya ha dado por hecho que los trabajadores sociales son menos importantes que su padre y, por lo tanto, dicha razón carece de valor para ella. Cree que toda la ciudad es menos importante que el egoísmo de un solo hombre. Pobre. Ha sido infectada por nuestro mundo.

Casi. Pero entonces, nuestra trabajadora social, la alta de piel oscura que consiguió sacarles una sonrisa a cientos de desconocidos con una mariquita hecha a mano, se agacha y coge una mano de la niña.

¿Qué? ¿Qué es lo que te sorprende? ¿Creías que esto iba a acabar con el asesinato a sangre fría de una niña? Hay otras opciones y estamos en Um-Helat, amigo, un lugar en el que importa incluso la vida penosa y enfermiza de una niña. La pondrán en cuarentena y le tenderán la mano durante muchos días. Si la niña la acepta y los escucha, intentarán explicarle la razón por la que ha tenido que morir su padre. Es demasiado joven para saberlo, pero algo habrá que hacer, ¿no? Luego los enterrarán juntos, con sus propias manos si es necesario, en el bonito jardín del que se ocupan cuando no están trabajando. El jardín donde acaban todos los um-helatianos que quebrantan la ley. Que alguien tenga que morir para mantener el orden no quiere decir que no se los pueda honrar por hacer tal sacrificio.

Solo hay un tratamiento cuando una enfermedad así se introduce en la sangre: afrontarla. Con uñas y dientes, lanzas y garras, cara a cara y sin tregua. No se le puede dar cuartel ni hablar con ella, no hay debate posible. La chica crecerá, aprenderá y se convertirá en otra trabajadora social que se enfrenta en una guerra interminable contra una idea, pero vivirá para ayudar a los demás y le encontrará sentido a su existencia. Si acepta la mano que le tiende la mujer.

¿Qué te parece así, amigo?

¿Eres capaz de aceptar esta utopía poscolonial ahora que le has visto los dientes ensangrentados? No fueron los habitantes actuales de Um-Helat quienes entablaron esta batalla, sino sus ancestros, quienes hicieron caso omiso de la moralidad para beneficiarse del sufrimiento ajeno. La avaricia de esas gentes se convirtió en una filosofía, en una religión, en una serie de naciones; y todo se cimentó sobre sangre. Um-Helat ha decidido ser mejor, pero también tiene que realizar rituales sangrientos para mantener el mal a raya.

Centrémonos ahora en ti, amigo. Mi pequeño soldado. ¿Ves lo que he hecho, los pensamientos tan insidiosos que se transmiten en ambas direcciones por ese sendero cuántico? Tal vez ahora no puedas evitar recordar Um-Helat y te dé por anhelarlo. Tal vez ahora al fin seas capaz de imaginar un mundo en el que la gente ha aprendido a amar, igual que en nuestro mundo se ha aprendido a odiar. Tal vez puedas hablar con otros sobre Um-Helat y extender la idea aún más, como gozosas aves que aprovechan los vientos alisios para migrar. Es posible. Todos son importantes, incluso los pobres, los vagos y los indeseables. ¿Ves que la idea provoca una rabia incontenible en algunas personas? Es el mecanismo de defensa de la infección, ya que si las personas suficientes creen que algo es posible, ese algo se convierte en realidad.

¿Qué ocurrirá? Quién sabe. Una guerra, tal vez. Un fuego febril y purificador. Nadie lo desea, pero ¿acaso la alternativa no es yacer indefensos, imperfectos, jadeantes y llenos de ampollas hasta que muramos?

No te vayas. ¿No ves que la niña también te necesita? Tú también tienes que luchar por ella ahora que sabes que existe. Marcharse ya no tiene sentido. Venga, cógeme la mano. Cógemela. Por favor.

Bien. Bien.

Ahora, pongámonos manos a la obra.

La ciudad que naci&#243; grandiosa

La ciudad que nació grandiosa

Canto a la ciudad.

Puta ciudad. Me encuentro en la azotea de un edificio en el que no vivo. Extiendo los brazos, aprieto el vientre y suelto aullidos sin sentido a una obra que me bloquea la vista. En realidad le canto al paisaje urbano que hay detrás. La ciudad se dará cuenta.

Amanece. La humedad hace que se me peguen los vaqueros, o probablemente se deba a que llevo semanas sin lavarlos. Tengo dinero suelto para llevarlos a una lavandería y no pienso comprar otros hasta que terminen de romperse. Aunque quizá pueda usar el dinero para comprarme otros en el Goodwill que hay al final de la calle... Bueno, ahora no. No hasta que haya terminado de AAAAaaaaAAAAaaaa (coge aire) aaaaAAAAaaaaaaa y de oír el eco que rebota hacia mí desde la fachada de todos los edificios cercanos. En mi cabeza, una orquesta toca el Himno de la alegría con una base de Busta Rhymes. Mi voz es el instrumento que lo unifica todo.

—¡Cierra la puta boca! —grita alguien.

Hago una reverencia y salgo del escenario.

Me detengo cuando pongo la mano en el pomo de la puerta de la azotea. Me doy la vuelta, frunzo el ceño y escucho, ya que me ha parecido oír la respuesta de una voz íntima y distante, grave como la de un bajo, con un matiz melindroso.

Y, aún más lejos, oigo otra cosa: un gruñido disonante que se acerca. Quizá sean los murmullos de las sirenas de la policía. Sea lo que sea, no me gusta. Me marcho.

—Se supone que hay que seguir unas pautas —dice Paulo. Está fumando otra vez, el maldito cabrón. Nunca lo he visto comer. Solo usa la boca para fumar, beber café y hablar. Qué pena. Tiene la boca bonita.

Estamos sentados en una cafetería. Estoy con él porque me ha comprado el desayuno. La gente de la cafetería no deja de mirarlo porque hay algo en su comportamiento que no es lo suficientemente blanco para ellos. A mí me miran porque no cabe la menor duda de que soy negro y porque los agujeros de mi ropa no están muy a la moda. No huelo mal, pero este tipo de gente huele a kilómetros a quienes no tenemos fondos fiduciarios.

—Muy bien —digo mientras le doy un mordisco a un bocadillo de huevo que está a punto de derramárseme encima. ¡Huevos de verdad! ¡Queso suizo! Mucho mejor que esa mierda que venden en McDonald’s.

A Paulo le gusta mucho oír su voz. A mí me gusta el acento que tiene: es nasal y sibilante, no se parece en nada al de los hispanohablantes. Tiene los ojos enormes. La de cosas de las que podría haberme librado si yo tuviese ojos de corderito degollado como esos. Pero en realidad es mayor de lo que aparenta. Muchísimo mayor. Solo tiene alguna que otra hebra gris en las sienes, que le dan un aire atractivo y distinguido, pero tendrá como cien años.

Él también me mira, y no de la manera a la que estoy acostumbrado.

—¿Me has oído? —pregunta—. Es importante.

—Sí —respondo antes de darle otro mordisco al bocadillo.

Se inclina hacia delante.

—Al principio yo tampoco me lo creía. Hong tuvo que arrastrarme a una de las alcantarillas, a esa oscuridad apestosa, y mostrarme cómo se extendían las raíces y empezaban a salirles dientes. Llevo oyendo la respiración toda la vida. Pensaba que era lo normal. —Hace una pausa—. ¿Ya la has oído?

—¿Que si he oído el qué? —pregunto. Es la respuesta equivocada. No es que no le esté prestando atención, pero me importa una mierda lo que dice.

Suspira.

—Escucha.

—¡Que te estoy escuchando!

—No, a mí no. Me refiero a que prestes atención a los sonidos. —Se levanta y deja un billete de veinte sobre la mesa, algo innecesario porque ya había pagado el bocadillo y el café en el mostrador y la cafetería no tiene servicio de mesa—. Quedamos aquí el jueves.

Cojo el billete, lo toqueteo y me lo guardo en el bolsillo. Me habría acostado con él por el bocadillo o porque me gustan sus ojos, pero qué más da.

—¿Tienes casa?

Parpadea. Parece molesto de verdad.

—Tienes que escuchar —vuelve a ordenar antes de marcharse.

Me quedo sentado todo lo que puedo: disfruto al máximo del bocadillo, doy sorbos al café que ha dejado él y saboreo la fantasía de ser una persona normal. Observo a la gente, juzgo la apariencia del resto de los clientes. Me invento sobre la marcha un poema que trata sobre una chica rica y blanca que descubre que hay un chico pobre y negro en su cafetería y tiene una crisis existencial. Me imagino a Paulo impresionado por mi sofisticación y admirándome, en lugar de pensando que no soy más que un niño imbécil de la calle que no escucha. Me imagino volviendo a un bonito apartamento con una cama suave y un frigorífico lleno de comida.

Luego entra un policía, un tipo gordo y rubicundo que compra un cafecito de los caros para él y otro para el compañero que le espera en el coche, mientras echa un vistazo a su alrededor con mirada impertérrita. Me imagino que tengo espejos en la cabeza, un cilindro rotatorio y reflectante que evita que pueda verme. No tengo poderes, tan solo intento imaginármelo para no estar tan asustado cuando hay monstruos cerca. Pero se podría decir que, por primera vez, ha funcionado: el policía recorre la cafetería con la mirada, pero no se fija en el único rostro negro. Escapo.

Pinto la ciudad. Cuando estaba en el colegio, un pintor venía los viernes para darnos clases gratis de perspectiva, iluminación y esas cosas que la gente blanca aprende en las escuelas de arte. Aquel tipo también las había aprendido allí, pero era negro. Era el primer pintor negro que veía. Por un momento incluso llegué a pensar que yo también podía llegar a serlo.

Y lo soy, a veces. Me encuentro en una azotea de Chinatown en mitad de la noche con un aerosol en cada mano y un cubo de pintura a la tiza que alguien ha dejado fuera después de pintar el salón de color lila. Me voy moviendo de lado, como un cangrejo.

No puedo usar mucha pintura a la tiza porque empezaría a descascarillarse si llueve mucho. El aerosol es mejor para todo, pero me gusta el contraste de las dos texturas: el líquido negro sobre ese lila rugoso, que se mezcla y crea unos contornos rojizos. Pinto un agujero. Es como una garganta que no empieza en una boca ni termina en unos pulmones, algo que respira y traga sin fin pero que nunca se llena. Nadie lo verá excepto aquellos que se encuentren en los aviones que están a punto de descender hacia LaGuardia por el sudoeste, unos pocos turistas que cojan uno de esos recorridos en helicóptero y los servicios aéreos de la policía de Nueva York. Me da igual lo que piensen. No lo hago para ellos.

Es muy tarde. No tenía ningún lugar en el que dormir esta noche, por lo que me he visto obligado a hacer esto para mantenerme despierto. De no ser fin de mes podría meterme en el metro, pero seguro que me toparía con los policías que están apurando para cumplir su asignación mensual. Tengo que tener cuidado por la zona, ya que hay muchos niñatos chinos gilipollas al oeste de Chrystie Street que se las dan de banda que protege el territorio, por lo que será mejor pasar desapercibido. Soy desgarbado y negro, así que tengo todo a mi favor. Joder, tío, yo solo quiero pintar. Lo llevo dentro y tengo que sacarlo. Tengo que expresarme. Lo necesito, lo necesito... Sí. Sí.

Se oye un sonido quedo y extraño cuando doy la última pasada con el negro. Hago una pausa y echo un vistazo alrededor, confundido por un instante. Luego oigo un susurro detrás de mí. Una ráfaga de aire fuerte y húmedo me eriza el vello de la nuca. No tengo miedo. Estoy aquí para esto, aunque no lo supiese antes de venir. Tampoco tengo muy claro cómo me he dado cuenta. Me doy la vuelta, pero no ha dejado de ser un grafiti en una azotea.

Paulo no mentía. Vaya. O quizá mamá tenía razón cuando me decía que no estaba bien de la cabeza.

Salto y grito de alegría, aunque ni siquiera sé la razón.

Paso los dos días siguientes deambulando por la ciudad y dibujo esos orificios respiratorios por todas partes hasta que se me acaba la pintura.

El día en que vuelvo a ver a Paulo estoy tan cansado que me tambaleo y estoy a punto de romper el escaparate de cristal de la cafetería. Me coge por el hombro y me lleva hasta un banco para clientes.

—Lo has oído —dice. Parece satisfecho.

—Lo que oigo es café —sugiero al tiempo que suelto un bostezo desvergonzado. Pasa un coche de policía. No estoy tan cansado como para no poder imaginar que soy invisible, que no me van a ver y que no me van a dar una paliza por el mero hecho de hacerlo. Funciona. Pasan de largo.

Paulo no hace caso de mi petición. Se sienta a mi lado y su mirada se vuelve confusa y perdida por un momento.

—Sí. La ciudad respira más tranquila —dice—. Estás haciendo un buen trabajo, hasta sin entrenamiento.

—Lo intento.

Mi respuesta parece divertirle.

—Aún no soy capaz de distinguir si no me crees o si en realidad te da todo igual.

Me encojo de hombros.

—Sí que te creo.

Tampoco me importa mucho, porque tengo hambre. Me ruge el estómago. Aún llevo encima el billete de veinte que me dio, pero prefiero llevarlo a ese mercadillo de beneficencia que he oído que tendrá lugar en Prospect para comprar pollo, arroz, verduras y pan por menos de lo que cuesta un latte de café tostado en lotes pequeños e importado gracias a los acuerdos de libre comercio.

Baja la mirada para contemplar mi estómago cuando vuelve a gruñir. Vaya. Hago como que me estiro y me rasco los abdominales, asegurándome de que me levanto un poco la camiseta. El pintor había llevado un modelo a clase un día para que lo dibujáramos y señaló los pequeños surcos que forman los músculos sobre las caderas y que se llaman cinturón de Adonis. Paulo mira justo ahí. «Venga, venga, que sé lo que quieres. Necesito un lugar en el que dormir.»

Entorna los ojos y alza la mirada de nuevo para contemplar los míos.

—Me había olvidado —dice en tono quedo y reflexivo—. Casi... Hace mucho. En tiempos fui un niño de las favelas.

—No hay mucha comida mexicana en Nueva York —respondo.

Parpadea y me vuelve a dar la impresión de que se divierte. Luego se pone serio.

—Esta ciudad va a morir —sentencia. No levanta la voz, pero no tiene por qué hacerlo. Ahora sí le presto atención. La comida y la vida son temas que me interesan—. Si no aprendes las cosas que tengo que enseñarte, si no ayudas, llegará el momento y fracasarás. La ciudad acabará como Pompeya, la Atlántida y una decena de ciudades más cuyo nombre nadie recuerda aunque cientos de miles de personas hayan muerto con ellas. O quizá nazca muerta, se convierta en el cascarón de una ciudad que sobrevive para conservar la posibilidad de volver a nacer en un futuro a pesar de que su chispa vital se haya apagado, como le pasó a Nueva Orleans. Aun así, de ocurrir eso, también morirás. Eres el catalizador, o bien de la fuerza, o bien de la destrucción.

Habla de lo mismo desde que lo conozco, de lugares que no existieron, de cosas imposibles, de augurios y presagios. Doy por hecho que es mentira porque me lo está contando a mí, un chico cuya madre lo abandonó y reza todos los días para que muera pronto y seguro que me odia. Dios me odia. Y yo también lo odio a Él, joder. ¿Por qué iba a elegirme a mí para hacer lo que sea? Pero por ese motivo empiezo a prestar atención: Dios. No es necesario creer en algo para que ese algo sea responsable de haberme jodido la vida.

—Dime qué tengo que hacer —le pido.

Paulo asiente con gesto petulante. Cree que me tiene controlado.

—Vaya, así que no quieres morir.

Me levanto, me estiro y siento que las calles que me rodean se vuelven más largas y flexibles bajo el sol cada vez más abrasador del día. (¿Está pasando de verdad, me lo estoy imaginando o está pasando, pero soy yo quien se imagina que guarda algún tipo de relación conmigo?)

—Que te den. No es eso.

—Así que te da igual.

Lo pronuncia en tono inquisitivo.

—No es por estar vivo o no.

Algún día me moriré de hambre, me congelaré en invierno antes del amanecer o pillaré algo con lo que me pudriré hasta que me ingresen en un hospital, aunque no tenga dinero ni casa. Pero cantaré, pintaré, bailaré, follaré y lloraré la ciudad todo lo que pueda, porque es mía. Es mía, joder. Esa es la razón.

—Es por vivir —sentencio. Luego me giro para mirarlo con fijeza. Me importa un carajo que no me entienda—. Dime qué tengo que hacer.

Algo cambia en la expresión de Paulo. Ahora es él quien me escucha a mí. Se pone en pie y me conduce a mi primera lección de verdad.

La lección es la siguiente: las grandes ciudades son como cualquier ser vivo. Nacen, maduran, se debilitan y mueren cuando les llega el momento.

Parece obvio, ¿a que sí? Es algo que todo aquel que haya visitado una ciudad de verdad ha sentido en algún momento. Todas esas gentes del campo que odian las ciudades tienen miedo de algo muy verdadero. Las ciudades son muy diferentes e importantes en nuestro mundo, una rasgadura en el tejido de la realidad, como... puede que como los agujeros negros. Sí. (A veces voy a museos. Dentro se está muy fresquito, y Neil deGrasse Tyson me pone.) Cuanta más gente llega a las ciudades y deja en ellas su extrañeza para luego marcharse y que su hueco lo ocupen otros, más se expande dicha rasgadura. Poco a poco se vuelve tan profunda que acaba formando una abertura apenas unida con... algo por la hebra más fina de... otro algo. De lo que sea que están hechas las ciudades.

Pero dicha separación da lugar a un proceso, y en dicha abertura muchas de las partes de la ciudad empiezan a multiplicarse y a diferenciarse. Las alcantarillas se extienden a lugares en los que el agua no es necesaria. Les crecen dientes a los suburbios; garras a los centros de arte. Los elementos más corrientes que hay en ellas, como el tráfico, las obras y ese tipo de cosas, empiezan a retumbar al ritmo de un corazón, uno que parece grabado y reproducido a más velocidad. La ciudad... se acelera.

No todas las ciudades llegan a este punto. Antaño había algunas grandes ciudades en este continente, pero llegó Colón, se cargó a los indios y hubo que empezar de cero. Nueva Orleans fracasó, como ha dicho Paulo, pero sobrevivió, que ya es mucho. Ya lo intentará más adelante. Ciudad de México va por el buen camino. Pero Nueva York es la primera ciudad del continente americano que lo consigue.

La gestación puede durar veinte años, doscientos o dos mil, pero al final llega. Se corta el cordón umbilical, y la ciudad se convierte en una entidad propia que es capaz de sostenerse sobre dos piernas temblorosas y hacer... bueno, lo que quiera que haga una entidad viva y consciente con forma de gran ciudad.

Y, como en cualquier otra parte de la naturaleza, ciertas cosas llevan tiempo esperando un momento así con la esperanza de perseguir la nueva y esplendorosa vida de la ciudad y comerse sus entrañas mientras grita.

Por eso Paulo ha venido a enseñarme. Puedo conseguir que la ciudad recupere el aliento y estirar y masajear sus extremidades de asfalto. Se podría decir que soy su comadrona.

Recorro la ciudad. Lo hago todos los putos días.

Paulo me lleva a su casa. Es un piso de verano alquilado en el Lower East Side, pero parece un hogar. Uso su ducha y cojo algo de comida de su frigorífico sin preguntarle, solo para ver cómo reacciona. Se limita a fumar un cigarrillo; para fastidiarme, supongo. Oigo las sirenas en las calles del barrio. No cesan y están muy cerca. Por alguna razón, me pregunto si a quien buscan es a mí. No lo digo en voz alta, pero Paulo ve cómo tuerzo el gesto. Luego dice:

—Los heraldos del enemigo se ocultarán entre los parásitos de la ciudad. Cuidado con ellos.

Siempre me suelta gilipolleces crípticas como esa. A veces tienen sentido, como cuando especula con que quizá todo tenga un propósito, que quizá haya una razón para la existencia de las grandes ciudades y para el proceso que las convierte en lo que son. Puede que lo que ha perpetrado el enemigo (ataques en momentos de vulnerabilidad y crímenes cuando tiene ocasión) no sea más que un calentamiento para lo que está por venir. Pero Paulo también dice muchas tonterías, como cuando afirma que debería pensar en meditar para conectarme mejor con las necesidades de la ciudad. Como s

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