QUINTO HIJO

Doris Lessing

Fragmento

Harriet y David se conocieron en una fiesta de empresa a la que ninguno de los dos había ido con gran entusiasmo; y ambos supieron de inmediato que aquello era lo que habían estado esperando. Una persona conservadora, anticuada, por no decir pasada; timorata, exigente... esta era la opinión que tenía la gente de ellos, aunque eran infinitos los calificativos despectivos que les aplicaban. Ambos defendían una opinión tercamente fija de sí mismos, la de que eran personas corrientes y que hacían muy bien siéndolo y nadie tenía por qué criticarlos por ser emocionalmente escrupulosos y sobrios, solo porque estas cualidades no estaban de moda.

Asistieron a esta famosa fiesta unas doscientas personas muy apiñadas en una habitación grande, solemne, engalanada, que durante trescientos treinta y cuatro días al año era sala de juntas. Celebraban la fiesta de fin de año tres empresas asociadas, relacionadas con la construcción de edificios. Todo era bullicio. El ritmo machacón de una pequeña orquesta estremecía las paredes y el suelo. Casi todos los asistentes bailaban, apretados en el reducido espacio; las parejas saltaban o daban vueltas sobre un mismo punto como si estuvieran en plataformas giratorias invisibles. Las mujeres iban de punta en blanco, teatrales, estrafalarias, llenas de color: ¡Miradme! ¡Miradme! Algunos hombres exigían la misma atención. Los pocos que no bailaban estaban pegados a la pared; entre ellos se contaban Harriet y David, solos ambos, con una copa en la mano los dos, observando... Ambos se habían hecho la reflexión de que los rostros de los que bailaban, los de las mujeres más que los de los hombres, pero también los de los hombres, lo mismo podrían estar crispados por gritos de dolor que contorsionados por el gozo. Una agitación forzada impregnaba la escena... Pero ni David ni Harriet esperaban compartir con alguien estas ni otras muchas consideraciones que se hacían.

Desde el otro extremo de la sala, si es que uno podía distinguirla entre tantas personas llamativas, Harriet era una mancha color pastel. Parecía una chica fundida en el entorno, como en un cuadro impresionista o por obra de un truco fotográfico. Estaba junto a un gran jarrón de hojas y plantas secas y llevaba un vestido estampado de flores. Fijándose bien, podía distinguirse su cabello oscuro rizado, anticuado, los ojos azules, suaves, pensativos... y los labios, tal vez demasiado apretados. En realidad, todos sus rasgos eran regulares y firmes y poseía una sólida constitución. Una mujer joven saludable, pero ¿no se sentiría más a gusto en un jardín?

David llevaba una hora clavado en el mismo sitio, bebiendo con cierta prudencia, observando tranquilamente con sus ojos grisazulados de expresión seria a esta persona, a aquella pareja, fijándose en cómo se unía y se separaba la gente, como si rebotaran unos con otros. Harriet pensó que David no tenía aspecto de persona firmemente asentada, casi parecía vacilar, balanceándose sobre las plantas de los pies. Un joven menudo (aparentaba menos años de los que tenía), de rostro redondo y franco y suave cabello castaño por el que las chicas deseaban pasar los dedos; pero aquella mirada suya fija y contemplativa imponía y las hacía desistir. Las hacía sentirse incómodas. A Harriet no. Ella vio en aquella expresión de distanciamiento vigilante un reflejo de la suya propia. Su aire festivo le pareció forzado. Él estaba haciéndose mentalmente las mismas consideraciones sobre ella: parecía que le desagradaran aquellas fiestas tanto como a él. Ambos habían descubierto quién era el otro. Harriet trabajaba en el departamento de ventas de una empresa que diseñaba y suministraba materiales de construcción; David era arquitecto.

Pero ¿qué tenían aquellas dos personas que las hiciera tan extrañas y raras? ¡Su actitud hacia el sexo! ¡Eran los años sesenta! David había tenido una relación larga y complicada con una chica de la que se enamoró a su pesar: era justamente el tipo de chica que él no quería. Bromeaban sobre la atracción de los contrarios. Ella le decía que pensaba reformarla: «¡Creo que te imaginas que vas a retrasar el reloj, empezando conmigo!». David calculaba que desde que habían roto, de forma bastante penosa, ella se había acostado con todo el personal de Sissons Blend & Co. No le extrañaría que con las chicas también. Y había ido a la fiesta; allí estaba, con un vestido rojo con encaje negro, una ingeniosa parodia de traje flamenco. Su cabeza emergía asombrosamente de aquel batiburrillo. Era puros años veinte: llevaba el pelo negro liso terminado en punta por detrás, con dos puntas negras brillantes sobre las orejas y un rizo negro en la frente. Lanzó saludos y besos frenéticos a David desde el otro extremo de la sala, donde giraba con su pareja; él le sonrió cordial, sin resentimiento. En cuanto a Harriet, era virgen. «Virgen hoy —gritaban sus amigas—, ¿estás loca?» Ella no se consideraba virgen en el sentido de condición fisiológica que hubiera que defender, sino más bien como una especie de regalo bien envuelto en precioso papel, que entregaría discretamente a la persona adecuada. Hasta sus hermanas se reían de ella. Las chicas de la oficina la miraban con deliberada ironía cuando ella porfiaba: «Lo siento, no me gusta eso de andar por ahí acostándose con gente, eso no es para mí». Sabía que constituía un tema de conversación siempre interesante y, en general, criticable. Con el mismo frío desdén que las buenas mujeres de la generación de su abuela habrían empleado para decir: «Es bastante inmoral, ¿sabéis?», o «No es como tendría que ser», o «No tiene precisamente fama de virtuosa»; y luego, la generación de su madre: «La vuelven loca los hombres», o «Es ninfómana»... así comentaban entre ellas las chicas ilustradas modernas: «Pobrecilla, algo tuvo que pasarle en la infancia para que sea así».

Y, en realidad, a veces se había sentido desdichada o deficiente de algún modo porque los hombres con los que salía a comer, o al cine, solían considerar su negativa como prueba de un criterio no solo patológico, sino mezquino. Había salido durante un tiempo con una amiga más joven que las demás, pero luego también ella se había vuelto «como las otras», según sus propias palabras, que la definía a la vez a ella como inadaptada. Se pasaba muchas tardes sola y a menudo iba a pasar los fines de semana con su madre. Esta le decía: «Bueno, sencillamente eres anticuada, eso es todo. Y a muchísimas chicas les gustaría serlo si pudieran».

Estos dos excéntricos, Harriet y David, dejaron sus respectivos rincones y se encaminaron el uno hacia el otro en el mismo instante (dato este que sería importante para ellos cuando la famosa fiesta de la empresa pasara a formar parte de su propia historia). «Sí, exactamente al mismo tiempo...» Tuvieron que empujar al pasar a la gente apretujada ya contra las paredes; avanzaron con las copas alzadas sobre la cabeza para impedir que los bailarines se las tiraran. Y así, llegaron al fin a encontrarse, sonriendo (quizá con cierto nerviosismo); él la tomó de la mano y ambos se abrieron paso hasta la habitación contigua, la del bufet, tan llen

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