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I. Diciembre, 2001
1
Dos hombres deslizaron el féretro de Antonio a
lo profundo de la fosa y lo cubrieron de tierra. Clara rescató una
flor azulina y la arrojó sobre la sepultura. Quise abrazarla, pero
algo en ella me detuvo. Más bien, todo en ella me detuvo. Me llevé
las manos a los bolsillos para contener el impulso de estrecharla.
El viento adquirió una dureza invernal y a lo lejos el lago empezó
a encabritarse. Un relámpago anunció la tormenta. Descendimos el
monte por un sendero cubierto de hiedra; Clara adelante, la cabeza
en alto y una expresión inescrutable. De no ser por la lluvia se
hubiera dicho que éramos un grupo de paseantes. Aminoré la marcha
para desprenderme del resto. Si alguien franqueaba mi silencio y me
preguntaba qué hacía ahí, no podría decirle que Antonio había sido
el mejor amigo que llegué a tener, que nos habíamos traicionado
hacía quince años y que desde entonces no nos habíamos vuelto a
encontrar.
Tras una pronunciada curva del camino, nuestra
pequeña caravana se detuvo. Clara me miró. Había esperado su
atención todo el día, pero no supe en ese instante qué hacer con
sus ojos en los míos. Al cabo de unos segundos reemprendió la
marcha. No alcanzó a caminar un par de pasos cuando una sustancia
amarillenta emergió de su boca. Su madre intentó en vano
sostenerla, mientras el resto de nosotros, perplejo, se quedó
mirando a Clara caer en el barro. Nunca imaginé que algo podía
doler tanto.
2
Tres días antes había tomado un avión rumbo a
Chile. Era la primera vez que viajaba al país de Antonio y Clara.
Había tenido la oportunidad de hacer ese viaje muchas veces como
reportero, pero siempre me las arreglé para evitarlo, para soslayar
los recuerdos. Fueron años saturando mi memoria de vivencias más
inmediatas. Sin embargo, un solo gesto bastó para que mi
determinación se volviera polvo. Un gesto al cual observé
impotente, como a un fenómeno natural, catastrófico e inevitable.
Lo supe nada más escucharlo. Ahí estaba en el teléfono, después de
quince años, Antonio con su voz perentoria.
—¿Theo, no te acuerdas de mí? —preguntó, ante
mi silencio.
Pronto mi desconcierto dio paso a las
preguntas convencionales. Mientras lo escuchaba hablar, los
recuerdos, batiendo sus alas aceradas, acudieron con la nitidez de
los primeros tiempos. En un momento pensé colgarle, pero no lo
hice. Tal vez me inspiró la cortesía, la curiosidad, o fue mi
flaqueza la que me detuvo. No sólo no le corté, sino que también
acepté su invitación para pasar la Navidad en Chile.
Quisiera justificarme diciendo que faltaban
apenas dos semanas para Navidad y que probablemente estuviera solo
en esas fechas. Pocos días atrás había recibido un mail de Rebecca,
la madre de mi hija Sophie, explicándome con cientos de palabras,
cuando diez hubieran bastado, que Sophie, ese año, no podría pasar
la Navidad conmigo en Londres. Russell, el pudiente texano con
quien vivía en Jackson Hole, celebraba sus sesenta años. Mi Navidad
se veía como un paseo invernal por los aspectos más patéticos de la
vida de los solteros y separados.
Acepté sin pensarlo, sin medir consecuencias,
sin preguntarme por qué, después de todo ese tiempo, Antonio me
invitaba al fin del mundo, como él lo llamó. Acepté sin recordar
mis esfuerzos por olvidarlo todo, sin preguntarme siquiera si Clara
estaría ahí.
*
Dos semanas después cerraba la puerta de mi
departamento y viajaba a Chile. Apenas subí al avión me tomé un par
de whiskies y una píldora para dormir. Un 24 de diciembre por la
tarde, después de un tránsito en Santiago, aterricé en Puerto
Montt. Mientras recogía mi maleta de una cinta rodante, supe que la
intensidad con que el corazón me daba tumbos tenía sus fundamentos.
No estaba preparado para lo que me esperaba. Para encontrarme con
Clara y menos aún para verlos juntos. ¿Por qué Antonio me había
ocultado su presencia?
Cuando la conocí no tenía más de veinte. Al
cabo de quince años su cuerpo de bailarina permanecía intacto, y
sus suaves rasgos de entonces habían dado paso a una madurez más
afilada. La abracé con mesura. Las emociones habían emigrado de mi
cuerpo, protegiéndome del ridículo.
—Es increíble tenerte aquí —dijo, y me
estrechó con fuerza.
Antonio me dio un par de palmadas en la
espalda y luego, como movido por un impulso, me abrazó. Nos miramos
un instante, escrutándonos, deseando inconscientemente, o tal vez
con plena conciencia, que fuera el otro quien hubiera salido más
dañado por la lija del tiempo. Antonio guardaba su estampa
imponente. Aunque no había engordado, cierta pesadez en sus
movimientos hacía pensar en una vida sedentaria.
Nos subimos a una camioneta y pronto el
aeropuerto quedó atrás. Hablamos de mi viaje, del lugar al cual nos
dirigíamos, y de lo grato que resultaba pasar las fiestas de fin de
año lejos de las ciudades. Clara iba sentada en el asiento trasero
y al volverme para intentar hablarle, el sol de la tarde
estrellándose en sus gafas oscuras me impedía ver sus ojos. Apenas
tuve la oportunidad, les conté que tenía una hija. Les mostré
incluso una foto de Sophie. Necesitaba hacerlo. Quería que ambos
supieran que no estaba solo en el mundo. Deseaba, además, poner mis
cartas sobre la mesa para que ellos hicieran lo mismo. Sin embargo,
Antonio no dijo nada que me diera una idea de la vida que llevaban,
ni del lazo que los unía. Contó anécdotas de apariencia
intrascendente, deteniéndose en detalles de los cuales parecía
gozar, pero que para mí carecían de sentido. Era como entrar en un
laberinto sin un hilo que me guiara de vuelta a la luz. En tanto,
Clara, con una plácida sonrisa que no se despegaba de sus labios,
parecía gozar de mi desconcierto, de las trampas que, como el
Minotauro, Antonio me tendía, para que yo, su presa, desesperara.
Seguí cada uno de sus movimientos, los de ambos, desde el instante
que los vi en el aeropuerto, esperando que sus cuerpos se tocaran,
que una mirada revelara la naturaleza de su vínculo. Me enteré al
menos que Clara había abandonado la danza y que ahora escribía e
ilustraba cuentos para niños. Recordé los dibujos que llenaban las
páginas de su diario rojo, aquel que llevaba consigo a todas
partes.
La carretera se volvió un camino de tierra
apenas trazado, que se elevaba y descendía a través de cerros
boscosos y praderas. Las residencias veraniegas desaparecieron,
dando paso a una que otra casucha, desde cuya única ventana un par
de ojos negros nos observaba pasar. Después de incontables vueltas
y saltos nos encontramos en la cima de un monte, donde se alzaba
una cabaña de madera. Abajo divisé la extensión azul de un
lago.
Pensé que al traerme a su reducto, al lugar
que compartía con Clara, Antonio tal vez se estuviera vengando de
mí