Lobos del Calla (La Torre Oscura 5)

Stephen King

Fragmento

Lobos del Calla es el quinto volumen de un extenso relato inspirado en el poema narrativo de Robert Browning «Childe Roland a la Torre Oscura llegó». El sexto, La canción de Susannah, se publicará en 2005. El séptimo y último, La Torre Oscura, se publicará más adelante.

El primer volumen, titulado La hierba del diablo, narra cómo Roland Deschain de Gilead persigue y finalmente logra dar alcance a Walter, el hombre de negro, quien fingía haber sido amigo del padre de Roland cuando en realidad actuaba al servicio del Rey Carmesí en el lejano Mundo Final. Para Roland, atrapar al semihumano Walter constituye un paso más en el camino hacia la Torre Oscura, donde espera atajar —y tal vez incluso impedir— la inminente destrucción del Mundo Medio y la lenta muerte de los Haces. El subtítulo de este novela es «REANUDACIÓN».

Cuando conocemos a Roland, la Torre Oscura es una especie de obsesión para él, su grial, su única razón de vivir. Sabemos que Marten trató que Roland, siendo este poco más que un crío, fuera enviado al oeste cubierto de oprobio, barrido del tablero del gran juego. Sin embargo, Roland frustra los planes de Marten, gracias sobre todo a su intuición a la hora de escoger el arma que debe utilizar en la prueba de la hombría.

Steven Deschain, padre de Roland, envía a su hijo y dos amigos (Cuthbert Allgood y Alain Johns) a la baronía de Mejis, en la costa, en gran parte para poner a su hijo fuera del alcance de Walter. Allí, Roland conoce a Susan Delgado, de la que se enamora y a quien ha engañado una bruja, Rea de Cos, pues envidia la belleza de la chica. Rea de Cos entraña un grave peligro ya que se ha hecho con una de las grandes bolas de cristal conocidas como las Bandas del Arco iris… o las Bolas de Cristal del Mago. En total suman trece, y la más poderosa y temible de ellas es la Trece Negra. Roland y sus amigos corren muchas aventuras en Mejis, y aunque consiguen escapar salvando la vida (y la Banda rosa del Arco iris), Susan Delgado, la encantadora chica de la ventana, muere quemada en la hoguera. Esta historia se relata en el cuarto volumen, La bola de cristal. El subtítulo de esta novela es «RECONOCIMIENTO».

Durante el transcurso de los relatos sobre la Torre, descubrimos que el mundo del pistolero está relacionado con el nuestro en varios aspectos fundamentales. La primera de esas conexiones se hace patente cuando Jake, un chico del Nueva York de 1977, conoce a Roland en una estación desierta muchos años después de la muerte de Susan Delgado. Existen puertas entre el mundo de Roland y el nuestro; y una de ellas es la Muerte. Jake se encuentra en aquella estación desierta tras haber sido empujado en plena calle Cuarenta y tres y atropellado por un coche. El conductor del vehículo era un hombre llamado Enrico Balazar. El autor del empujón, un criminal sociópata llamado Jack Mort, el representante de Walter en el Nueva York de la Torre Oscura.

Antes de que Jake y Roland logren dar con Walter, el chico muere de nuevo. Esta vez porque el pistolero, enfrentado a la dolorosa disyuntiva de elegir entre este hijo simbólico y la Torre Oscura, elige la Torre. Las últimas palabras de Jake antes de despeñarse por el abismo son: «Ve, pues… Hay otros mundos aparte de este».

El enfrentamiento final entre Roland y Walter tiene lugar en las cercanías del mar del Oeste. Durante una larga noche de garla, el hombre de negro le lee a Roland su futuro, ayudándose de una extraña baraja de Tarot y le hace hincapié en tres cartas: el Prisionero, la Dama de las Sombras y la Muerte («aunque no para ti, pistolero»).

La invocación, subtitulado «RENOVACIÓN», comienza a orillas del mar del Oeste, no mucho después de que Roland se despierte tras el enfrentamiento con Walter. El exhausto pistolero es atacado por una horda de carnívoras «langostruosidades» y antes de conseguir escapar de ellas pierde dos dedos de la mano derecha y queda gravemente infectado. Roland reanuda su viaje por la costa del mar del Oeste, aunque se halla enfermo… tal vez moribundo.

En el trayecto encuentra tres puertas que se alzan aisladas en la playa. Todas ellas conducen al Nueva York de nuestro mundo, a tres «cuándos» distintos. De 1987 Roland invoca a Eddie Dean, un prisionero de la heroína. De 1964 invoca a Odetta Susannah Holmes, una mujer que perdió las piernas cuando un sociópata llamado Jack Mort la empujó a los raíles del metro. Ella es la Dama de las Sombras y posee una segunda personalidad hostil, oculta en el interior de su cerebro. Esta mujer oculta, la violenta y taimada Detta Walker, se propone matar tanto a Roland como a Eddie cuando el pistolero la transporta al Mundo Medio.

Roland piensa que tal vez ha invocado a tres personas en las figuras de Eddie y Susannah, dado que Odetta tiene doble personalidad. Sin embargo, cuando Odetta y Detta se funden en Susannah (gracias, en buena medida, al amor y a la valentía de Eddie Dean), el pistolero comprende que su suposición no es cierta. Y también algo más: lo atormenta el recuerdo de Jake, el chico que al morir le habló de otros mundos.

Las tierras baldías, subtitulado «REDENCIÓN», se inicia con una paradoja para Roland, pues está convencido de que Jake parece tanto vivo como muerto. En el Nueva York de finales de los años setenta, a Jake Chambers lo atormenta la misma pregunta: ¿vivo o muerto? ¿Cómo está? Después de matar a un oso gigantesco llamado Mir (según las viejas gentes que le profesaban temor) o Shardik (según los Grandes Antiguos que lo crearon), Roland, Eddie y Susannah vuelven sobre los pasos de la bestia y descubren el Camino del Haz conocido como «Shardik a Maturin», Oso a Tortuga. En un tiempo hubo seis haces similares que discurrían entre los doce portales que jalonan los límites del Mundo Medio. En el punto en el que los haces se entrecruzan, en el centro del mundo de Roland (y de todos los mundos), se halla la Torre Oscura, el nexo de todos los «dóndes» y todos los «cuándos».

Para entonces, Eddie y Susannah ya no son prisioneros en el mundo de Roland. Enamorados y en vías de convertirse en pistoleros, participan en la búsqueda y siguen a Roland, el último seppe-sai (vendedor de muerte) por el Camino de Shardik, la Senda de Maturin.

En un círculo parlante, no lejos del Pórtico del Oso, el tiempo se recompone, la paradoja se resuelve y la auténtica tercera figura es invocada por fin. Jake entra de nuevo en el Mundo Medio al concluir un peligroso rito en el que los cuatro —Jake, Eddie, Susannah y Roland— recuerdan los rostros de sus padres y se absuelven a sí mismos con honor. No mucho después, el cuarteto se convierte en quinteto cuando Jake hace amistad con un bilibrambo. Los brambos, cuyo aspecto corresponde al de un híbrido de tejón, mapache y perro, poseen una capacidad de habla limitada. Jake bautiza a su nuevo amigo con el nombre de Acho.

La senda de los peregrinos les conduce a la ciudad de Lud, donde los degenerados supervivientes de dos antiguas facciones mantienen vivos los rescoldos de un viejo conflicto. Antes de llegar a la ciudad, se detienen en Paso del Río, donde conocen a algunos viejos residentes supervivientes de los tiempos pasados. Estos ven en Roland un vestigio de aquellos días anteriores a la transformación del mundo, y lo honran a él y a sus compañeros. Los ancianos también les hablan de un tren monorraíl que tal vez aún circule desde Lud a las tierras baldías, por el Camino del Haz hasta la Torre Oscura.

Jake se siente aterrorizado por estas noticias, pero no sorprendido. Antes de ser invocado desde Nueva York, obtuvo dos libros en una librería propiedad de un individuo con el inquietante nombre de Calvin Torre. Uno es un libro de adivinanzas con la página donde se encuentra la lista de soluciones arrancada. El otro, Charlie el Chu-Chú, es un libro infantil con oscuras reminiscencias del Mundo Medio. Para empezar, la palabra «char» significa «muerte» en la Alta Lengua, que Roland aprendió en Gilead como parte de su educación.

Tía Talitha, matriarca de Paso del Río, le entrega a Roland una cruz de plata, y los viajeros prosiguen su camino. Al atravesar el desvencijado puente que se extiende sobre el río Send, un moribundo (y muy peligroso) forajido llamado el Chirlas secuestra a Jake. El Chirlas conduce a su joven prisionero bajo tierra ante la presencia del señor Tic-Tac, último líder de la facción de los grises.

Mientras Roland y Acho emprenden la búsqueda de Jake, Eddie y Susannah encuentran la Cuna de Lud, donde Blaine el Mono despierta. Blaine es la última herramienta de la superficie perteneciente a un inmenso sistema de ordenadores alojados bajo Lud. Blaine conserva un único interés: las adivinanzas; razón por la que promete llevar a los viajeros a la última parada del monorraíl… si consiguen plantearle un acertijo que no sepa resolver. De lo contrario, dice Blaine, su viaje acabará en la muerte: árbol charyou.

Roland rescata a Jake y deja atrás al señor Tic-Tac pues lo cree muerto. No obstante, Andrew Quick sigue vivo. Medio ciego y medio desfigurado, es rescatado por un hombre que se hace llamar Richard Fannin. Sin embargo, Fannin también responde al apelativo de Extraño Sin Edad, un demonio contra el que Roland había sido prevenido.

Los peregrinos continúan su viaje desde la agonizante ciudad de Lud, esta vez en monorraíl. El hecho de que la verdadera mente que controla el mono se encuentre en ordenadores que cada vez quedan más y más atrás no entrañará diferencia alguna cuando la bala rosada descarrile de las deterioradas vías en algún punto a lo largo del Camino del Haz a una velocidad superior a los mil trescientos kilómetros por hora. La única esperanza de sobrevivir es plantear a Blaine una adivinanza que el ordenador no sepa resolver.

Al comienzo de La bola de cristal, Eddie le plantea una adivinanza que destruye a Blaine con un arma inequívocamente humana: la ilógica. El mono se detiene en una versión de Topeka, Kansas, que ha sido asolada por una enfermedad llamada «supergripe». Cuando retoman el viaje por el Camino del Haz (en estos momentos por una versión apocalíptica de la I-70), distinguen señales preocupantes. ¡QUE TODOS ACLAMEN AL REY CARMESÍ!, reza una. OJO CON EL CAMINANTE, advierte otra. Y, tal como los lectores atentos sabrán, el Caminante posee un nombre muy similar al de Richard Fannin.

Tras relatar a sus amigos la historia de Susan Delgado, Roland y sus compañeros llegan a un palacio de cristal verde que se alza en medio de la I-70, un palacio que guarda un gran parecido al que Dorothy Gale buscaba en El mago de Oz. En la sala del trono de aquel gran castillo no se topan con Oz el Grande y Terrible, sino con el señor Tic-Tac, el último gran refugiado de la ciudad de Lud. Una vez que Tic-Tac muere, el Mago real da un paso al frente. Se trata del gran antagonista de Roland, Marten Broadclock, conocido en algunos mundos como Randall Flagg, en otros como Richard Fannin y en aún otros como John Farson (el Hombre Bueno). Aunque Roland y sus amigos no consiguen acabar con aquella aparición que les advierte por última vez que abandonen su búsqueda de la Torre («Contra mí fallará, Roland, viejo amigo», le dice al pistolero), sí acaban desterrándolo.

Tras un viaje final en la bola del mago y una revelación atroz —Roland de Gilead asesinó a su madre al confundirla con la bruja llamada Rea—, los viajeros vuelven a encontrarse una vez más en el Mundo Medio y en el Camino del Haz. Retoman su búsqueda y es aquí donde los encontramos en las primeras páginas de Lobos del Calla.

Este argumento no resume en modo alguno los primeros cuatro libros de la serie de la Torre. Si no los has leído antes de comenzar este que tienes entre manos, te recomiendo fervientemente que lo hagas; si no, será mejor que dejes este volumen a un lado. Estos libros no son más que partes de un único y largo relato, y harías mejor leyéndolo de principio a fin antes que comenzar a la mitad.

Señor, lo nuestro es el plomo.

STEVE MCQUEEN,

en Los siete magníficos

Primero vienen las sonrisas, luego las mentiras.

Lo último son las balas.

ROLAND DESCHAIN,

de Gilead

La sangre que corre por tus venas

corre por las mías,

cuando me miro en un espejo

es tu rostro el que veo.

Toma mi mano,

apóyate en mí,

somos casi libres,

pequeños trotamundos.

RODNEY CROWELL

UNO

Tian había sido bendecido (aunque pocos granjeros hubieran utilizado esta palabra) con tres tierras: Campo de la Vera, en el que su familia había cultivado arroz desde tiempos inmemoriales; Campo del Camino, donde el ka Jaffords habían cultivado aguaturmas, calabazas y maíz durante los mismos largos años y generaciones; e Hijo de Puta, un terreno ingrato en el que solo cultivaba rocas, ampollas y esperanzas truncadas. Tian no era el primer Jaffords decidido a sacar lo que fuera de las ocho hectáreas de detrás de la casa familiar. Su abuelo, a pesar de tener la cabeza muy lúcida para todo lo demás, estuvo convencido durante toda su vida de que allí había oro. La madre de Tian también aseguraba que allí se podría cultivar «porin», una especia muy preciada. La monomanía particular de Tian era el madrigal. Por descontado que el madrigal crecería en Hijo de Puta. Allí seguro que tenía que crecer. Se había hecho con un costal de semillas (y su buen penique que le habían costado) que en aquel momento escondía bajo las tablas de su habitación. Lo único que quedaba por hacer antes de la siembra del año siguiente era arar la tierra de Hijo de Puta, algo que era muy fácil de decir.

El clan Jaffords había sido bendecido con ganado, incluidas tres mulas, aunque solo a un loco se le ocurriría utilizarlas en Hijo de Puta; lo más probable es que la bestia sobre la que recayera la desgracia de llevar a cabo aquella tarea acabara tirada en el suelo con las patas rotas, o muerta a causa de las picaduras antes del mediodía de la primera jornada. Unos años atrás, uno de los tíos de Tian casi había hallado aquel destino. Había vuelto corriendo a casa, dando alaridos a voz en grito y perseguido por unas enormes avispas mutadas con unos aguijones del tamaño de clavos.

Habían encontrado el avispero (bueno, lo había encontrado Andy; a él no le preocupaban las avispas, por muy grandes que fueran) y lo habían quemado con queroseno, aunque podría seguir habiendo más. Y estaba lo de los agujeros. ¡Cagüenla…!, vaya si había agujeros, y los agujeros no pueden quemarse, ¿no? Pues no. Hijo de Puta descansaba en lo que los viejos llamaban «terreno desmigajado». En consecuencia, estaba tan plagado de agujeros como de pedruscos, por no mencionar una cueva, como mínimo, de la que emanaban corrientes de aire nauseabundo y putrefacto. A saber qué espectros o parlanchines acecharían en la oscuridad.

Además, los peores agujeros no se encontraban precisamente donde un hombre (o una mula) pudiera verlos. No señor, ni por asomo. Los chascapiernas se ocultaban siempre en bancales de maleza y hierba alta de apariencia inofensivos. La mula lo pisaba, se oía un chasquido seco como si se tronchara una rama y a continuación la pobre bestia caía al suelo con la boca abierta y los ojos entornados, rebuznando su agonía a los cielos. Hasta que acababas con su sufrimiento, claro está, y los animales de labranza eran muy preciados en Calla Bryn Sturgis, incluso los no encauzados.

Por consiguiente, le arreaba el cabestro a su hermana y araba con ella. No había razón para no hacerlo. Tia era una arrunada, por tanto servía para poco más. Era grande —los arrunados solían alcanzar una envergadura considerable— y se prestó a ello, que Jesús Hombre la bendiga. El Viejo Amigo le había tallado un árbol de Jesús al que llamaba «cruz y fijo», y Tia lo llevaba a todas partes. En aquellos momentos, la cruz se balanceaba de un lado otro, rebotando en la piel sudorosa de Tia mientras ella tiraba del arado mediante un arnés de piel sin curtir atado a los hombros. Tras ella, guiando el arado cogido a las estevas de resistente fustaferro y a su hermana mediante las correas del yugo, Tian gruñía, jalaba y empujaba cuando la hoja del arado se hundía y estaba a punto de quedar atorada. Estaban a finales de Tierra Llena, pero en Hijo de Puta hacía tanto calor como si estuvieran en pleno verano. El peto de Tia estaba oscuro, húmedo y se le pegaba a las largas y rollizas piernas. Cada vez que Tian volvía la cabeza para apartarse el cabello de los ojos, una lluvia de sudor salía disparada de la mata de pelo.

—¡Arre, mala bestia! —gritó—. Aquella piedra es una rompearados, ¿estás ciega?

Ni ciega ni sorda, solo arrunada. Torció hacia la izquierda y jaló con fuerza. Tras ella, el empellón propulsó a Tian hacia delante con una sacudida del cuello y se raspó la pantorrilla contra otro pedrusco, uno que se le había pasado inadvertido y que el arado, de milagro, había esquivado. Al tiempo que sentía los primeros cálidos regueros de sangre correr pantorrilla abajo hasta el tobillo, se preguntó (y no era la primera vez) qué tipo de locura poseía a los Jaffords que siempre les hacía salir al campo. En lo más hondo de su corazón sabía que el madrigal no se cultivaría mejor que el porin, aunque la hierba del diablo se arraigaba muy bien; ea, si hubiera querido podría haber hecho que las ocho hectáreas florecieran de aquella mierda. Sin embargo, el truco era mantenerla lejos; siempre una de las primeras tareas en Tierra Nueva. Aquella…

El arado torció a la derecha y el nuevo empellón casi le desencajó los brazos a Tian.

—¡So! —exclamó Tian—. ¡Tranquila, muchacha! Si me los arrancas, a ver cómo me van a volver a crecer.

Tia volvió su ancho, sudoroso e inexpresivo rostro hacia el vasto cielo emplomado de nubes bajas y graznó una risotada. Jesús Hombre, pero si incluso sonaba como una mula. Aunque era una risotada, una risotada humana. Tian se preguntó, pues a veces no podía evitar hacerlo, si aquella risa significaba algo. ¿Comprendía lo que le estaba diciendo o solo respondía al tono de su voz? ¿Alguno de los arrunados…?

—Buen día, sai —dijo una voz potente y monótona a sus espaldas. El que había hablado hizo caso omiso del grito de sorpresa de Tian—. Gratos días y que sean largos en la tierra. Estoy aquí de vuelta de un paseo bastante agradable, a su servicio.

Tian dio media vuelta y se encontró frente a Andy —frente a sus dos metros y pico—, y casi acabó de morros en el suelo cuando su hermana dio otro de sus gigantescos y tambaleantes pasos hacia delante. Las correas del yugo salieron disparadas de las manos de Tian y se le enrollaron alrededor del cuello con un chasquido audible. Tia, ignorando el peligro potencial que aquello entrañaba, dio un nuevo y decidido paso hacia delante y, al hacerlo, le cortó la respiración a Tian. Este dio un grito ahogado, como una arcada, y se aferró a las correas. Mientras tanto, Andy contemplaba la escena con su acostumbrada y amplia sonrisa anodina.

Tia volvió a jalar y Tian se vio propulsado hacia delante. Aterrizó sobre un pedrusco que se le hundió con saña en la raja del trasero, pero al menos recuperó el aliento. Aunque solo fuera unos instantes. ¡Maldita e ingrata tierra! ¡Siempre igual! ¡No iba a cambiar!

Tian se aferró a la correa de cuero antes de que volviera a oprimirle la garganta y aulló:

—¡So, cacho burra! ¡Tate quieta si no quieres que te retuerza esas tetonas inútiles hasta arrancártelas de la delantera!

Tia se detuvo en consecuencia y echó la vista atrás para saber qué estaba pasando. Sonrió de oreja a oreja. Alzó un brazo musculoso y brillante a causa del sudor y señaló.

—¡Andy! —exclamó—. ¡Ha venido Andy!

—¡No estoy ciego! —respondió Tian, y se puso en pie frotándose el trasero. ¿Aquella parte también le sangraba? Buen Jesús Hombre, sabía que sí.

—Buen día, sai —Andy saludó a Tia y se dio tres golpecitos con sus tres dedos metálicos en el cuello metálico—. Largos días y gratas noches.

Pese a que no cabía duda de que Tia había oído la respuesta acostumbrada a aquellos saludos —«Y que tú veas el doble»— más de un millar de veces, lo único que consiguió hacer fue alzar una vez más su rostro estúpido al cielo y rebuznar su risotada pollina. A Tian lo asaltó una punzada de dolor; no en los brazos ni en el cuello ni en el ultrajado trasero, sino en el corazón. La recordaba de niña entre brumas: tan linda y rápida como una libélula, tan lista como uno pudiera imaginar. Y entonces…

No obstante, antes de que pudiera dar fin al pensamiento, tuvo una premonición. El corazón le dio un vuelco. «La noticia habría de llegar mientras me encuentro aquí fuera —pensó—. Aquí, en este terruño dejado de la mano de Dios que no reporta ningún bien y donde toda suerte está gafada.» Había llegado la hora, ¿verdad? «Las horas extras.»

—Andy —dijo.

—¡Sí! —respondió Andy, sonriente—. ¡Andy, su amigo! De vuelta de un paseo bastante agradable, a su servicio. ¿Quiere oír su horóscopo, sai Tian? Es Tierra Llena. La luna está roja, la que llaman Luna Cazadora en Mundo Medio, eso. ¡Lo visitará un amigo! ¡Los negocios prosperan! Tendrá dos ideas, una buena y una mala…

—La mala fue salir a arar esta tierra —le interrumpió Tian—. Olvida mi maldito horóscopo, Andy. ¿Qué te trae por aquí?

Lo más probable es que la sonrisa de Andy fuera inmutable —después de todo, era un robot, el último de Calla Bryn Sturgis o de varios kilómetros o ruedas a la redonda—, sin embargo, Tian creyó percibir que perdía cierta inmutabilidad. El robot parecía el juguete con forma de hombre de un crío pequeño, increíblemente alto y escuálido. Las piernas y los brazos eran plateados. La cabeza, un tambor de acero con ojos eléctricos. El cuerpo, dorado, era un cilindro. Estampado en la mitad —en lo que habría sido el torso de un hombre— se leía lo siguiente:

Por qué o cómo había sobrevivido aquel cacharro simplón si el resto de los robots había desparecido —desde hacía generaciones—, era algo que Tian no sabía ni le importaba. Era fácil encontrárselo por el Calla (no se aventuraba más allá de sus límites) dando zancadas con sus escuálidas extremidades plateadas, mirándolo todo, y de vez en cuando haciendo ruiditos de los suyos mientras almacenaba (o tal vez borraba, a saber) información. Cantaba, esparcía los rumores de punta a punta del pueblo —Andy, el Robot Mensajero, era un andarín incansable— y parecía que lo que más le gustaba era decir el horóscopo, aunque el pueblo en general opinaba que poco tenían de fiables.

Sin embargo, otra de sus funciones sí la tenía, una de gran significación.

—¿Qué te trae por aquí, saco de luces y tornillos? ¡Contesta! ¿Se trata de los lobos? ¿Bajan de Tronido?

Tian se quedó allí, con la vista clavada en el estúpido rostro sonriente y metálico de Andy mientras el sudor se enfriaba sobre su piel, deseando con toda el alma que el cacharro respondiera que no y que se volviera a ofrecer para decirle el horóscopo, o tal vez para cantar «El ada Yo del maíz verde», con su veintena o treintena de estrofas.

No obstante, lo que Andy respondió, con su sempiterna sonrisa, fue:

—Sí, sai.

—Por amor de Cristo y Jesús Hombre —exclamó Tian (según le había comentado el Viejo Amigo aquellos dos nombres correspondían a lo mismo, pero nunca se había preocupado de profundizar en la cuestión)—. ¿A cuánto están?

—A una luna de días antes de que lleguen —contestó Andy, sin dejar de sonreír.

—¿De llena a llena?

—Más o menos, sai.

Treinta días, entonces, día arriba, día abajo. Treinta días para los lobos. Y no tenía sentido esperar que Andy estuviera equivocado. Nadie se explicaba cómo podía saber el robot que bajaban de Tronido con tanta antelación a su llegada, pero lo sabía. Y nunca se equivocaba.

—¡Me cago en ti por las malas noticias que traes! —gritó Tian y se enfureció al detectar el temblor de su voz—. ¿Para qué sirves?

—Siento que las noticias sean malas —se disculpó Andy. Sus entrañas comenzaron a hacer ruiditos secos de forma audible, los ojos azules refulgieron con mayor intensidad y retrocedió un paso—. ¿No quiere que le diga el horóscopo? Estamos a finales de Tierra Llena, un momento particularmente propicio para consolidar viejos negocios y conocer gente nueva…

—¡Y también me cago en tu falsa profecía!

Tian se agachó, cogió un terrón de tierra y se lo arrojó. Un guijarro enterrado en el terrón rebotó con un sonido metálico contra el pellejo de Andy. A Tia se le escapó un grito ahogado y comenzó a llorar. Andy retrocedió otro paso y su sombra se perdió en la lejanía sobre la tierra de Hijo de Puta. No obstante, la sonrisa odiosa y estúpida permaneció inalterable.

—¿Y qué me dice de una canción? Los mannis, en el extremo norte del pueblo, me han enseñado una muy divertida; se llama «En tiempos de abandono, haz de Dios tu patrono». —De las profundidades de las entretelas de Andy surgió el vacilante graznido de un diapasón seguido de una serie de notas de piano—. Dice…

El sudor le resbalaba por las mejillas y le pegaba las pelotas, que le picaban, a las piernas. El olor hediondo de su propia y atolondrada obsesión. Mientras Tia gimoteaba con su estúpido rostro vuelto hacia el cielo, aquel idiota de robot agorero estaba a punto de cantarle una especie de cántico manni.

—Calla, Andy —le pidió sin alterarse, aunque entre dientes.

—Sai —accedió el robot y se mantuvo en silencio, gracias a Dios.

Tian se acercó a su balbuciente hermana, le pasó un brazo por los hombros e inspiró su cargado (aunque no del todo desagradable) olor corporal. No detectó obsesión ninguna, solo el olor del trabajo y la obediencia. Suspiró y comenzó a acariciarle el brazo tembloroso.

—Ya está, pedazo burra gritona —dijo.

Puede que las palabras no fueran muy afectuosas, pero el tono era amable en extremo y a aquello fue a lo que Tia respondió. Comenzó a tranquilizarse. Las prominentes cartucheras de Tia le llegaban por debajo de la caja torácica (le sacaba unos buenos treinta centímetros) y si alguien pasara por allí en aquellos momentos se habría detenido a mirarlos sorprendido por la similitud de las facciones y la gran diferencia de estatura. El parecido, al menos, lo habían heredado por medios dignos: eran gemelos.

Tranquilizó a su hermana con una mezcla de ternezas e irreverencias —desde que había vuelto arrunada del este, durante todos aquellos años, los dos modos de expresión eran prácticamente lo mismo para Tian Jaffords— y, al final, el lloriqueo remitió. Cuando un herrumbrero cruzó el cielo, planeando de un lado a otro y graznando los chillidos espantosos de costumbre, Tia lo señaló y se rió.

Una extraña sensación comenzó a apoderarse de Tian, tan ajena a su naturaleza que ni siquiera la reconoció.

—No está bien —dijo—. No señor. Por Jesús Hombre y todos los dioses, no está bien.

Miró hacia el este, allí donde las montañas se alzaban hacia una creciente oscuridad membranosa que podría haber sido nubes, pero que no lo era. Se trataba de la frontera de Tronido.

—No está bien lo que nos hacen.

—¿Seguro que no quiere oír su horóscopo, sai? Veo monedas brillantes y una bella señorita morena.

—Las señoritas morenas tendrán que apañárselas sin mí —contestó Tian, y comenzó a quitarle el arnés a su hermana—. Estoy casado, como estoy seguro que sabes muy bien.

—Muchos, pero que muchos hombres casados han tenido su jilly —observó Andy. Una observación que a Tian le sonó petulante.

—No los que quieren a sus mujeres. —Tian se echó el arnés al hombro (lo había fabricado él mismo dada la lógica escasez de arreos para seres humanos en la mayoría de las caballerizas) y se volvió hacia casa—. Y, en cualquier caso, los granjeros no. Dime un solo granjero que pueda permitirse una manceba y te beso ese trasero tan lustroso. Hale, Tia. Arreando, que es gerundio.

—¿Casa? —preguntó.

—Eso es.

—¿Comida en casa? —Lo miraba en una especie de trance confuso y esperanzado—. ¿Papas? —Pausa—. ¿Y moje?

—Venga —respondió Tian—. ¡Qué coño!

Tia dejó escapar un graznido y comenzó a correr hacia la casa. Había algo que casi imponía en ella cuando corría. Tal como su padre había observado un buen día, no mucho antes de la caída que se lo llevó: «Brillante u obtusa, es un pedazo de carne en movimiento».

Tian la siguió despacio, con la cabeza gacha tratando de evitar los agujeros que su hermana parecía sortear sin ni siquiera tener que mirar, como si en alguna parte dentro de su ser hubiera almacenado la localización de todos y cada uno de aquellos agujeros. La nueva y extraña sensación siguió creciendo en su interior. Conocía la rabia —cualquier granjero que hubiera perdido una vaca a manos de la tembladera o hubiera sido testigo de cómo una tormenta veraniega de granizo había aplastado su maíz, la conocía muy bien—, pero aquello era más profundo. Aquello era ira, algo nuevo. Caminó despacio, con la cabeza gacha, los puños cerrados. No se dio cuenta de que Andy lo seguía a sus espaldas hasta que lo oyó hablar.

—Hay más noticias, sai. Al noroeste del pueblo, a lo largo del Camino del Haz, forasteros de Mundo Exterior…

—Cagüen el Haz, cagüen los forasteros y cagüen ti —explotó Tian—. Déjame en paz, Andy.

Andy se quedó inmóvil unos segundos, rodeado por los peñascos, la maleza y las baldías colinas de Hijo de Puta, aquella desagradecida parcela del terreno de los Jaffords. Se accionaron varios relés en su interior, sus ojos refulgieron y decidió ir a hablar con el Viejo Amigo. El Viejo Amigo nunca le decía que se cagaba en él. El Viejo Amigo siempre tenía tiempo para escuchar su horóscopo.

Y a él siempre le interesaban los forasteros.

Andy se puso en camino hacia el pueblo y Nuestra Señora de la Serenidad.

DOS

Zalia Jaffords no vio volver ni a su marido ni a su cuñada de Hijo de Puta; no oyó a Tia sumergir la cabeza repetidamente en el tonel que recogía el agua de lluvia junto al establo y luego resoplar espumarajos como un caballo. Zalia estaba en la cara sur de la casa, tendiendo la colada y vigilando a los chiquillos. No se dio cuenta de que Tian había vuelto hasta que lo vio mirándola a través de la ventana de la cocina. Le sorprendió verlo allí y aún más su aspecto. Su rostro había adoptado un tono pálido y ceniciento salvo por dos brillantes borrones de color que coronaban sus mejillas y un tercero que refulgía en mitad de la frente como una marca grabada a fuego.

Devolvió las pocas pinzas que llevaba en la mano a la cesta de la ropa y se dirigió hacia la casa.

—¿Ande vas, ma? —preguntó Heddon.

—¿Ande vas, mama? —se hizo eco Hedda.

—A vosotros no os importa —respondió aquella—. Vigilad a vuestros ka-manitos.

—¿Por queeeeeé? —protestó Hedda. Había hecho de aquel gemido toda una ciencia. Uno de aquellos días lo alargaría más de la cuenta y su madre le propinaría un pescozón que la dejaría en el sitio.

—Porque sois los mayores —respondió.

—Pero…

—Ni una palabra más, Hedda Jaffords.

—Nosotros los vigilaremos, ma —intervino Heddon. Siempre tan solícito, su Heddon. Tal vez no tan listo como su hermana, pero la inteligencia no lo era todo. Ni mucho menos—. ¿Quieres que acabemos de tender la ropa?

—Heddonnnnnn… —volvió a quejarse su hermana con aquel gimoteo tan irritante. Sin embargo, Zalia no tenía tiempo para ellos. Les echó un vistazo a los otros: Lyman y a Lia, que tenían cinco años; y Aaron, que tenía dos. Aaron estaba sentado desnudo en el suelo chocando alegremente dos piedras entre sí. Era una excepción, no tenía gemelo, y había que ver cómo la envidiaban las mujeres del pueblo por ello, porque Aaron siempre estaría a salvo. No obstante, los otros, Heddon y Hedda… Lyman y Lia…

De pronto cayó en la cuenta de lo que podía significar que Tian estuviera en casa a media mañana. Pidió a los dioses que no tuviera razón, pero cuando entró en la cocina y vio cómo contemplaba a los niños, sus temores se vieron casi confirmados.

—Dime que no se trata de los lobos —le pidió con voz desesperada y seca—. Dime que no.

—Sí —respondió Tian—. Treinta días, dice Andy… De luna a luna. Y ya sabes que Andy nunca…

Antes de que pudiera continuar, Zalia Jaffords se llevó las manos a las sienes y lanzó un alarido. En el patio, Hedda se levantó de un salto. Se hubiera puesto a correr de inmediato hacia la casa, pero Heddon la retuvo.

—No se llevarán a niños tan pequeños como Lyman y Lia, ¿verdad? —le preguntó—. A Hedda y a Heddon tal vez, pero a mis pequeñines no, ¿verdad? Por favor, ¡pero si aún les queda medio año para cumplir los seis!

—Los lobos se los han llevado de hasta tres años y lo sabes —repuso Tian. Abría y cerraba las manos, las abría y las cerraba. Aquella sensación en su interior seguía intensificándose, aquella sensación que era algo más que rabia.

Zalia lo miró mientras las lágrimas comenzaban a resbalar por sus mejillas.

—Tal vez ha llegado el momento de decir no —sugirió Tian con una voz que apenas reconoció como suya.

—¿Cómo? —preguntó en un susurro—. ¿Cómo vamos a hacerlo, por todos los dioses?

—No sé —contestó—. Ven aquí, mujer, haz el favor.

Se acercó a él, lanzó una última mirada por encima del hombro a sus cinco hijos en el patio trasero —como si quisiera asegurarse de que seguían allí, de que los lobos no se los habían llevado todavía— y cruzó la sala de estar. El abuelo estaba sentado en la silla del rincón, junto a una chimenea apagada, con la cabeza inclinada, dormitando, mientras un hilillo de baba le caía de la boca desdentada de labios retraídos.

El establo se veía desde la estancia. Tian acercó a su mujer a la ventana y apuntó en aquella dirección.

—Mira —dijo—. ¿Te das cuenta, mujer? ¿Los ves bien?

Por supuesto que los veía. La hermana de Tian, de dos metros de alto, se había bajado los tirantes del peto y los grandes pechos relucían a causa del agua del tonel con la que se los estaba refrescando. En el quicio de la puerta del establo estaba Zalman, el hermano de Zalia. Medía casi dos metros quince, grande como lord Perth, alto como Andy, y tan inexpresivo como la chica. Un joven fornido observando a una joven fornida con los pechos al aire de aquella manera bien podría haber lucido un bulto en los pantalones, pero no había ninguno en los de Zally. Ni lo habría nunca. Era arrunado.

Zalia se volvió hacia Tian. Se miraron, eran un hombre y una mujer no arrunados, aunque solo por pura suerte. Por lo que sabían, bien habría podido ser al revés y que Zal y Tia estuvieran allí mirando a Tian y Zalia en el establo, con un cuerpo descomunal y un cerebro reducido.

—Claro que los veo —le respondió—. ¿Es que te crees que estoy ciega?

—¿A veces no has deseado que fuera al revés? —le preguntó—. Al verlos así.

Zalia no respondió.

—No es justo, mujer. No es justo. Nunca lo ha sido.

—Pero desde tiempos inmemoriales…

—¡Cagüen los tiempos inmemoriales! —exclamó Tian—. ¡Son criaturas! ¡Nuestras criaturas!

—¿Y qué quieres, que los lobos arrasen el Calla hasta los cimientos? ¿Que nos corten el cuello a todos y que nos frían los ojos? Porque ya ha pasado y tú lo sabes.

Lo sabía, de acuerdo. Sin embargo, ¿quién iba a poner las cosas en su sitio si no eran los hombres de Calla Bryn Sturgis? Las autoridades seguro que no, porque no las había; por aquellos andurriales no contaban con un sheriff, ni de alto rango ni de bajo. Estaban solos. Incluso mucho tiempo atrás, cuando las Baronías Interiores brillaban con luz propia por su orden, poca de aquella luz habrían visto por allí. Aquello era tierra fronteriza y la vida en aquellos parajes siempre había sido extraña. Y luego los lobos comenzaron a aparecer y la vida se enrareció aún más. ¿Cuándo había comenzado? ¿Cuántas generaciones atrás? Tian no lo sabía, pero creyó que «tiempos inmemoriales» era demasiado tiempo. Los lobos ya hacían incursiones en los poblados fronterizos cuando el abuelo era un niño, de eso no hay duda. De hecho, el hermano mellizo del abuelo había sido raptado mientras jugaban a las tabas sentados en la tierra. «Se le llevaron a él porque estaba más arrejuntao a la cañada —les había contado (muchas veces) el abuelo—. Si ese día salgo el primero de la casa, habría estao más cerca de la cañada y me se llevan a mí. ¡Dios es bueno!» A continuación besaba la cruz de madera que el Viejo Amigo le había dado, la alzaba al cielo y reía con socarronería.

Aunque el abuelo del abuelo le había contado que en sus tiempos —o sea, unas cinco o tal vez seis generaciones atrás si los cálculos de Tian eran correctos— no había lobos que bajaran de Tronido sobre caballos grises. Tian le había preguntado al anciano en una ocasión: «¿Y por aquel entonces todos los críos venían de dos en dos menos unos pocos? ¿Alguno de los ancianos de entonces lo comentó alguna vez?». El abuelo había rumiado la cuestión y luego había sacudido la cabeza. No, no recordaba que los ancianos se hubieran pronunciado sobre aquel respecto en ningún sentido.

Zalia lo miraba angustiada.

—No estás en condiciones de cavilar esas cosas, pienso yo, no después de pasarte la mañana en ese pedregal.

—Mi estado de ánimo no va a cambiar dependiendo de cuándo vengan o de quién se lleven —respondió Tian.

—No irás a hacer una tontería, ¿verdad, T? Una tontería y menos tú solo.

—No —le aseguró.

Seguro. «Ya ha empezado a maquinar algo», pensó Zalia, y se permitió un atisbo de esperanza. No había nada que Tian pudiera hacer contra los lobos —ni él ni nadie—, pero no era tonto. En un pueblo de granjeros en que la mayoría de los hombres no era capaz de pensar más allá de la plantación del siguiente surco (o de plantar el nabo los sábados por la noche), Tian era un bicho raro. Sabía escribir su nombre, sabía escribir palabras que decían «TE QUIERO, ZALLIE» (con lo que se la había ganado, aunque ella no supiera leerlas en la tierra); sabía sumar y también contar al revés, que decía que era más difícil. ¿Podría ser que…?

Parte de ella no quiso terminar el pensamiento. Pese a todo, cuando su corazón y mente maternal llegaron al rescate de Hedda y Heddon, de Lia y Lyman, parte de ella quiso mantener la esperanza.

—Entonces, ¿qué?

—Voy a convocar una reunión municipal. Enviaré la pluma.

—¿Acudirán?

—Cuando se enteren de la noticia, todo hombre en el Calla se apuntará. Lo discutiremos. Quizá esta vez estén dispuestos a luchar. Quizá estén dispuestos a luchar por los críos.

—Loco sesino —dijo una voz cascada y vieja a sus espaldas.

Tian y Zalia se volvieron cogidos de la mano para mirar al anciano. «Sesino» era una palabra dura, pero Tian consideró que el anciano los miraba (lo miraba) con dulzura.

—¿Por qué ha dicho eso, abuelo? —le preguntó.

—Los hombres irán palante a esa reunión que estás rumiando y quemarán la mitad de los sembraos cuando estén ajumaos —sentenció el anciano—. A los sobrios… —Sacudió la cabeza—. A esos no les harás mover ni un dedo.

—Creo que esta vez se equivoca, abuelo —repuso Tian, y Zalia sintió que un terror gélido le oprimía el corazón. Sin embargo, enterrada en su interior, a resguardo, se ocultaba aquella esperanza.

TRES

Se habrían producido menos rezongos si al menos les hubiera avisado con una noche de antelación como mínimo, pero aquello no entraba en los planes de Tian. No podían permitirse el lujo de perder ni siquiera una noche. Y cuando envió a Heddon y a Hedda con la pluma, todos acudieron. Sabía de antemano que lo harían.

La Sala de Reuniones Municipal del Calla se encontraba al final de la calle principal del pueblo, pasado el almacén de Took, en diagonal al Pabellón que, como siempre a finales de verano, estaba polvoriento y en penumbras. No faltaba demasiado para que las lugareñas comenzaran a decorarlo para la Siega, aunque en el Calla nunca se había celebrado demasiado la Noche de la Siega. Los niños siempre disfrutaban viendo cómo se arrojaban espantapájaros a la hoguera y los chavalines más avispados robaban todos los besos posibles a medida que se acercaba la noche, pero ahí se acababa todo. Las trivialidades y las fiestas podrían estar muy bien para el Mundo Medio y el Mundo Interior, pero no pertenecían a ninguno de los dos. Allí tenían cosas más importantes que las Ferias del Día de la Siega por las que preocuparse.

Cosas como los lobos.

Varios hombres —de las granjas prósperas del oeste y de los tres ranchos al sur— llegaron a caballo. Eisenhart, del Rocking B, incluso se trajo el rifle y unas bandoleras de munición cruzadas sobre el pecho. (Tian Jaffords dudaba de que las balas sirvieran para algo, o de que el viejo rifle las disparara aunque estuvieran en buen estado.) Una delegación de los mannis apareció apiñada en una biga tirada por un par de mulas mutadas (una con tres ojos y la otra con un apéndice en carne viva que le asomaba por el lomo). La mayoría de los hombres del Calla llegaron a lomos de asnos y burros, luciendo sus pantalones blancos y sus largas y alegres camisas. Con los pulgares callosos tiraban de los barboquejos de los sombreros polvorientos para retirarlos hacia atrás a medida que entraban en la Sala de Reuniones, mirándose incómodos unos a otros. Los bancos eran de pino. Sin las mujeres y los arrunados, los hombres apenas ocupaban treinta de los noventa bancos. Algunos conversaban, pero no se oían risas.

Tian se dirigió al frente con la pluma en la mano, observando la puesta del sol en el horizonte a medida que los dorados iban adoptando un color parecido al rojo de la sangre contaminada. Cuando el sol se ocultó, volvió la vista hacia la calle principal. Estaba vacía salvo por tres o cuatro arrunados sentados en los escalones del almacén de Took. Todos eran enormes y no servían para nada más que para despedrar los campos. No vio a más hombres ni a ningún otro asno que se aproximara. Respiró hondo, dejó escapar el aire, volvió a respirar y alzó la vista hacia el crepúsculo.

—Jesús Hombre, no creo en ti —dijo—, pero si estás ahí, ayúdame. Demos gracias a Dios.

A continuación entró y cerró las puertas de la Sala de Reuniones con más fuerza de la necesaria. Cesó el murmullo. Ciento cuarenta hombres, casi todos ellos granjeros, lo siguieron con la mirada hasta el frente de la sala mientras las anchas perneras de sus pantalones blancos se agitaban al caminar y los botines repiqueteaban contra el suelo de madera noble. Había temido hallarse aterrorizado llegado el momento, incluso sin palabras. Era un granjero, no un titiritero ni un político. No obstante, pensó en sus hijos y cuando alzó la vista hacia los hombres, descubrió que no tenía miedo de encontrarse con sus miradas. La pluma en sus manos no tembló. Cuando habló, las palabras fluyeron con facilidad, con naturalidad y coherencia. Puede que no tuvieran el efecto que buscaba —el abuelo tendría razón en aquello—, pero los hombres parecían dispuestos a escucharlo.

—Todos sabéis quién soy —dijo con las manos aferradas al cañón rojizo de la vieja pluma—. Tian Jaffords, hijo de Luke, marido de Zalia Hoonik, eso. Tenemos cinco hijos, dos parejas de gemelos y uno único.

Se alzó un murmullo que con toda probabilidad concernía a la suerte que Tian y Zalia disfrutaban por tener a su Aaron. Tian esperó a que las voces se acallaran.

—He vivido en el Calla toda mi vida. He compartido vuestro khef y vosotros el mío. Ahora os ruego que me atendáis, hacedme el favor.

—Decimos gracias, sai —murmuraron. No fue más que la respuesta protocolaria, sin embargo sirvió para alentar a Tian.

—Los lobos se aproximan —anunció—. Lo sé por Andy. Treinta días de luna a luna y los tendremos aquí. —Más murmullos. Tian percibió la consternación y la indignación, pero no la sorpresa. Cuando se trataba de propagar las noticias, Andy era en sumo eficiente—. Incluso aquellos de nosotros que sabemos escribir un poco casi no tenemos papel en que escribir —continuó Tian—, así que no puedo deciros con exactitud cuándo fue la última vez que estuvieron aquí. No existen registros, ya sabéis, solo el boca a boca. Sé que yo ya estaba bien crecido, así que hace más de veinte años…

—Veinticuatro —lo interrumpió una voz desde el fondo de la sala.

—No, veintitrés —rebatió otra voz cercana, al frente. Reuben Caverra se levantó. Era un hombre fondón con cara redonda y alegre. Sin embargo, la alegría había desaparecido de un rostro que solo desprendía angustia—. Se llevaron a Ruth, mi mana, atendedme, os lo ruego.

Un nuevo murmullo —apenas un suspiro vocalizado de aprobación— se alzó de entre los bancos de hombres apretujados en ellos. Podrían haberse sentado con mayor comodidad, más separados, pero habían optado por pegar hombro con hombro. Tian reconoció que, en ocasiones, la incomodidad te hacía sentir cómodo.

—Estábamos jugando bajo el pino grande del patio cuando llegaron. Después de aquello, cada año hago una marca en ese árbol. Incluso seguí haciéndolas cuando trajeron a mi mana de vuelta. Son veintitrés marcas y veintitrés años —sentenció Reuben, quien se sentó al acabar.

—Da igual que sean veintitrés como veinticuatro —prosiguió Tian—. Aquellos que erais críos cuando vinieron los lobos por última vez habéis crecido y tenéis vuestros propios críos. Este pueblo cultiva una cosecha muy apreciada por esos mal nacidos. Una cosecha de niños. —Hizo una pausa para darles la ocasión de pensar en la siguiente idea por ellos mismos antes de enunciarla en alto—. Si dejamos que vuelva a ocurrir —dijo al fin—, si dejamos que los lobos se lleven a nuestros hijos a Tronido y nos los devuelvan arrunados.

—¿Y qué coño podemos hacer? —gritó un hombre sentado en uno de los bancos del medio—. ¡No son humanos!

Ante aquella afirmación se levantó un cuchicheo general (y desalentado) de adhesión.

Uno de los mannis se levantó y se estrechó con fuerza su capa azul oscuro alrededor de sus hombros huesudos. Miró a su alrededor con ojos torvos. No parecían febriles; sin embargo, a Tian le parecieron a una larga legua de la cordura.

—Atendedme, os lo ruego —dijo.

—Decimos gracias, sai.

Fue una respuesta respetuosa, aunque con reservas. Ver a un manni en el pueblo no era habitual y allí había ocho, en grupo. Tian les agradecía su presencia. Si algo podía hacer manifiesta la trágica seriedad de aquella empresa, la presencia de los mannis era lo que necesitaba.

La puerta de la Sala de Reuniones se abrió y un hombre más se deslizó en su interior. Llevaba un largo abrigo negro y una cicatriz le cruzaba la frente. Nadie, ni siquiera Tian, se percató de su entrada pues todos estaban mirando al manni.

—Escuchad lo que dice el Libro de los mannis: «Cuando el Ángel de la Muerte sobrevoló El Gipto, mató al primogénito de todas aquellas casas cuyas jambas no estuvieran cubiertas por la sangre de un cordero sacrificado». Palabra del Libro.

—Alabado sea el Libro —contestaron los demás mannis.

—Tal vez deberíamos hacer lo mismo —prosiguió el portavoz de los mannis. El tono de su voz era calmado aunque una vena le palpitaba sin cesar en la frente—. Tal vez deberíamos convertir los siguientes treinta días en una fiesta jubilosa por los pequeños y luego dormirlos y dejar que su sangre corra sobre la tierra. Dejemos que los lobos se lleven sus cuerpos al este si ese es su deseo.

—Estás chalado —intervino Benito Cash, indignado y al mismo tiempo a punto de estallar en carcajadas—. Tú y todos los tuyos. ¡No vamos a matar a los críos!

—¿Los que vuelven no estarían mejor muertos? —repuso el manni—. ¡Cráneos enormes que no sirven para nada! ¡Caparazones vaciados!

—Ea, ¿y qué me dice de sus hermanos y hermanas? —preguntó Vaughn Eisenhart—. Porque los lobos solo se llevan a uno de cada dos, como todos bien sabéis.

Un segundo manni se levantó, tenía una barba blanca y sedosa que le caía sobre el pecho. El primero tomó asiento. El anciano, Henchick, miró a su alrededor y luego a Tian.

—Vos ostentáis la pluma, joven amigo, ¿se me permite hablar?

Tian asintió con la cabeza para que continuara. No era un mal inicio. Que le dieran todas las vueltas que quisieran al asunto. Confiaba en que al final convendrían en que solo tenían dos opciones: dejar como siempre que los lobos se llevaran a uno de cada pareja de niños que no hubieran llegado a la pubertad, o presentar batalla. Sin embargo, para llegar a aquella conclusión, primero tenían que comprender que cualquier otra alternativa era un callejón sin salida.

—Es una idea espeluznante, sea —dijo el anciano con calma, incluso con pesar—. Pero pensad en esto, sais: si los lobos vinieran y no encontraran niños, puede que nos dejaran en paz para siempre jamás.

—Ea, podría ser que sí —prorrumpió uno de los granjeros más pobres llamado Jorge Estrada—. Y podría ser que no. Manni sai, ¿de verdad matarías a todos los niños del pueblo por algo que solo «podría ser»?

Un enérgico rumor de adhesión recorrió la sala. Otro de los minifundistas, Garrett Strong, se puso en pie. Su rostro achatado rezumaba malhumor y agresividad. Llevaba los pulgares colocados en el cinturón.

—Lo mejor sería que nos matáramos todos —sugirió—. Críos y adultos por igual.

El manni no pareció inmutarse por el comentario, como tampoco el resto de acompañantes de capa azul de su alrededor.

—Es una opción —contestó el anciano—. Si estáis dispuestos, podemos discutirlo. —Se sentó.

—Yo no —objetó Garrett Strong—. Sería como cortarse la maldita cabeza para no tener que afeitarse, atendedme, os lo ruego.

Se oyeron risas y algunos gritos de «Te atendemos muy bien». Garrett volvió a su asiento un poco menos tenso y acercó la cabeza a la de Vaughn Eisenhart. Uno de los rancheros, Diego Adams, trataba de oír lo que decían, con la mirada de ojos negros muy atenta.

Otro de los minifundistas, Bucky Javier, se levantó. Tenía unos ojillos vivos y azules en una cabeza pequeña que parecía ir inclinándose hacia atrás desde su barbita de chivo.

—¿Y si nos vamos una temporada? —propuso—. ¿Y si cogemos a nuestros hijos y nos volvemos al oeste? Tal vez hasta el ramal occidental de Río Grande.

Hubo un momento de profundo y reflexivo silencio ante la audaz propuesta. El afluente occidental del Whye casi llegaba hasta el Mundo Medio donde, según Andy, hacía poco había aparecido un gran palacio de cristal verde que, hacía incluso menos tiempo, había vuelto a desaparecer. Tian estaba a punto de responder cuando Eben Took, el tendero, lo hizo por él. Tian se sintió aliviado; tenía la esperanza de seguir callado todo el tiempo posible. Cuando hubieran terminado de hablar, él les diría lo que quedaba por hacer.

—¿Estáis locos? —preguntó Eben—. Los lobos vendrán, verán que nos hemos ido y lo arrasarán todo: granjas y ranchos, cosechas y almacenes, raíces y ramas. ¿Qué quedará cuando volvamos?

—¿Y si vienen a por nosotros? —lo secundó Jorge Estrada—. ¿Acaso creéis que a esos lobos les iba a resultar muy difícil seguirnos? ¡Nos lo quemarían todo, como dice Took, nos seguirían el rastro y acabarían llevándose a nuestros críos de todos modos!

Aquello recibió un asentimiento aún más enérgico: el taconeo de los botines estampados contra las tablas de pino del suelo. Y algunos gritos de «¡Atendedle, atendedle!».

—Además —añadió Neil Faraday, levantándose y sujetando su ancho y mugriento sombrero frente a él—, nunca se llevan a todos nuestros hijos.

El tono acomplejado, como si llamara a la cordura general, con el que habló irritó sobremanera a Tian. Aquel era el consejo que más temía. El infalible falso llamamiento a la razón.

Uno de los mannis, uno de los jóvenes sin barba, profirió una risa desdeñosa y seca.

—Vaya, ¡uno de cada dos sano y salvo! Y se supone que es justo, ¿no? ¡Que Dios os bendiga!

Hubiera continuado, pero Henchick cerró una de sus manos agarrotadas sobre el brazo del joven. El joven no dijo nada más, aunque tampoco bajó la cabeza en señal de sumisión. Sus ojos desprendían chispas sobre la fina línea blanca que formaban sus labios.

—No estoy diciendo que sea justo —se defendió Neil. Había comenzado a darle vueltas al sombrero hasta marear a Tian—. Pero tenemos que hacer frente a la realidad, ¿no? Ea. No se los llevan a todos. A ver, mi hija, Georgina, es tan despierta y avispada…

—Ea, y tu hijo George es un pasmarote cabeza hueca —lo interrumpió Ben Slightman. Slightman era el capataz de Eisenhart y se le agotaba pronto la mecha con los majaderos. Se quitó las gafas, las limpió con un pañuelo y se las volvió a colocar—. Lo he visto sentado en los escalones de Took cuando me acercaba hasta aquí. Lo he visto muy bien. A él y a otros cuantos igual de descerebrados que él.

—Pero…

—Ya lo sé —Slightman no le dejó continuar—. Es una decisión complicada. Tal vez tener unos cuantos cabezas huecas sea mejor que tener a todos muertos. —Se detuvo unos instantes—. O que se los lleven a todos en vez de solo a la mitad.

Se oyeron gritos de «Atendedle» y «Decimos gracias» mientras Ben Slightman se sentaba.

—Siempre nos dejan a suficientes para poder seguir adelante, ¿no? —preguntó un minifundista cuyas tierras caían al oeste de las de Tian, cerca del lindar del Calla. Se llamaba Louis Haycox y hablaba con un tono de voz reflexivo y cortante. Bajo el bigote, los labios se curvaron en una sonrisa que no inspiraba demasiada diversión—. No vamos a matar a nuestros hijos —sentenció, mirando a los mannis—. Que la gracia de Dios esté con vos, caballeros, pero creo que ni siquiera ustedes serían capaces de hacerlo cuando llegara el día del sacrificio. Al menos no todos. No podemos hacer el equipaje e irnos al oeste, o en cualquier otra dirección, porque dejamos atrás las granjas. Nos las arrasarán, de eso no hay duda, e irán tras los niños de todos modos. Los necesitan, solo los dioses saben para qué.

»Siempre es lo mismo. La mayoría de nosotros somos granjeros. Recios cuando nuestras manos entran en contacto con la tierra, débiles cuando no es así. Tengo dos críos de cuatro años y los quiero a ambos. Odiaría tener que perder a cualquiera de los dos, pero entregaría a uno para conservar al otro. Y la granja. —Unos murmullos de adhesión apoyaron aquellas palabras—. ¿Qué otra alternativa nos queda? Lo que yo digo es que hacer enfadar a los lobos sería uno de los peores errores que podríamos cometer. Salvo, claro está, que pudiéramos hacerles frente. Si eso fuere posible, lo haría, pero no veo cómo.

Tian sintió que se le encogía el corazón con cada palabra de Haycox. ¿Cuánta determinación le había robado aquel hombre? ¡Por Jesús Hombre y todos los dioses!

Wayne Overholser se puso en pie. Era el granjero con mayores rentas de Calla Bryn Sturgis y lucía una amplia y protuberante panza que lo corroboraba.

—Atendedme, os lo ruego.

—Decimos gracias, sai —murmuraron.

—Os diré lo que vamos a hacer —dijo, mirando a su alrededor—. Lo que siempre hemos hecho, eso es lo que vamos a hacer. ¿Alguno de vosotros desea hablar de hacer frente a los lobos? ¿Alguno de vosotros está tan perturbado? ¿Con qué? ¿Con bieldos y piedras? ¿Con unos cuantos arcos y bas? ¿Tal vez con cuatro armas de bajo calibre y oxidadas como esa? —Señaló con el pulgar el rifle de Eisenhart.

—Cuidadito con hacer broma con mi hierro, hijo —le advirtió Eisenhart, aunque con una sonrisa socarrona.

—Vendrán y se llevarán a nuestros hijos —prosiguió Overholser, mirando en derredor—. A algunos de ellos. Luego nos volverán a dejar en paz durante una generación o más. Así es, así ha sido siempre, y yo digo que lo dejemos como está. —Aquel comentario levantó cierto tumulto contrario a sus palabras, pero Overholser esperó a que acallara—. Veintitrés o veinticuatro años, no importa —continuó cuando guardaron silencio—. De todos modos es mucho tiempo, mucho tiempo de paz. Puede que hayáis olvidado unas cuantas cosas, amigos. Una es que los niños son como cualquier cosecha, Dios siempre envía más. Sé que suena duro, pero así hemos vivido siempre y así es como hemos de seguir haciéndolo.

Tian no esperó a las respuestas de rigor. Si continuaban por aquellos derroteros, perdería cualquier esperanza de convencerlos. Alzó la pluma de opopánax.

—¡Oíd mis palabras! ¡Atendedme, os lo ruego!

—Decimos gracias, sai —respondieron. Overholser miraba a Tian con recelo.

«Y haces bien en mirarme así —pensó el granjero—, porque ya estoy harto de tanto sentido común de cobardes, ya lo creo que sí.»

—Wayne Overholser es un hombre inteligente y próspero —comenzó Tian—, razón por la que odio tener que rebatir sus palabras. Y por otra más: porque por la edad que tiene podría ser mi viejo.

—Cuidado no vaya a serlo —gritó Rossiter, el único peón de Garrett Strong, a lo que siguió una carcajada general. Incluso Overholser sonrió la gracia.

—Hijo, si de verdad odias tener que rebatir mis palabras, no lo hagas —respondió Overholser. Continuaba sonriendo, pero sin despegar los labios.

—Sin embargo, tengo que hacerlo —repuso Tian. Comenzó a caminar de un lado a otro frente a los bancos de la primera fila. En sus manos, la carúncula de color rojo óxido de la pluma de opopánax se balanceaba. Tian alzó la voz ligeramente para que comprendieran que ya no estaba hablando solo para el granjero—. Tengo que hacerlo precisamente porque por la edad que tiene sai Overholser podría ser mi viejo. Sus hijos están crecidos, ¿sabéis?, y si no me equivoco solo tiene dos, un chico y una chica. —Hizo una pausa y, a continuación, dio el golpe de gracia—: Que se llevan dos años de diferencia.

En otras palabras, que ninguno de los tenía un mellizo, así que ambos estaban a salvo de los lobos; aunque no hizo falta decirlo en alto. Los asistentes murmuraron. El rostro de Overholser adoptó un brillante carmesí que no presagiaba nada bueno.

—¿Cómo te atreves a decir algo tan mezquino? ¡Mi prole no tiene nada que ver con esto, sean gemelos o no! Dame esa pluma, Jaffords. Tengo algo más que decir.

No obstante, las botas comenzaron a golpear las tablas del suelo, al principio despacio, luego acelerando el ritmo hasta que retumbaron como si cayera granizo. Overholser miró enojado en derredor tan congestionado que casi estaba morado.

—¡Tengo que hablar! —aulló—. ¿Vais a atenderme? Os lo ruego.

Gritos de «No, no», «Ahora no», «Jaffords tiene la pluma» y «Siéntate y atiende» se entonaron en respuesta. Tian se dio cuenta de que sai Overholser comenzaba a percibir —a buenas horas— que, como siempre, existía cierto resentimiento oculto hacia el vecino más próspero y acaudalado del pueblo. Puede que los menos afortunados o los menos espabilados (la mayoría de las veces se trataba de los mismos) se quitaran el sombrero cuando los ricos pasaban en sus bigas o en sus carruajes; puede que sacrificaran un cerdo o una vaca y los enviaran para dar las gracias cuando los acaudalados prestaban sus peones para ayudar a levantar una casa o un granero, puede que alabaran a los adinerados en la Reunión de Fin de Año por su contribución en la compra del piano que descansaba en el pabellón de la música. Pese a ello, los hombres del Calla estampaban sus botines para ahogar las palabras de Overholser con vehemente satisfacción.

Overholser, quien no estaba acostumbrado a que lo ningunearan de aquella manera —en realidad estaba estupefacto—, volvió a intentarlo.

—¡Tengo que tener la pluma, os lo ruego!

—No —respondió Tian—. Más adelante, si a bien tiene, pero no ahora.

La mayoría procedente de los minifundistas y algunos de sus peones recibieron aquello con patente regocijo. Los mannis no se unieron al júbilo general. Estaban tan apretujados unos a otros que parecían un borrón de tinta azul en medio de la sala. Y visiblemente desconcertados por aquel cambio de rumbo. Vaughn Eisenhart y Diego Adams, mientras tanto, se acercaron a Overholser y le hablaron al oído.

«Tienes una oportunidad —pensó Tian—. Será mejor que la aproveches.»

Alzó la pluma y todos guardaron silencio.

—Todo el mundo tendrá la oportunidad de hablar —aseguró—. En cuanto a mí, lo que digo es que no podemos seguir así, agachando la cabeza y de brazos cruzados mientras los lobos vienen y se llevan a nuestros hijos. Ellos…

—Ellos siempre los devuelven —intervino un peón llamado Farren Posella con timidez.

—¡Devuelven cascarones! —gritó Tian, y se oyeron algunos gritos a coro de «Atendedle». Sin embargo, Tian juzgó que no suficientes. Ni de lejos suficientes. Todavía no. Volvió a bajar la voz. No quería arengarlos. Overholser lo había intentado y no había llegado a ninguna parte, a pesar de sus cuatrocientas hectáreas de terreno—. Nos devuelven cascarones. ¿Y nosotros qué? ¿Qué nos está haciendo esto a nosotros? Algunos dirán que nada, que los lobos siempre han formado parte de la vida en Calla Bryn Sturgis, como un ciclón o un terremoto ocasionales. Pero no es cierto, como mucho hace seis generaciones que se presentan, y el Calla lleva aquí más de mil años.

El anciano manni de hombros huesudos y mirada siniestra se medio incorporó.

—Dice la verdad, yentes. Aquí había granjeros, y entre ellos algunos mannis, cuando la oscuridad todavía no había llegado a Tronido, y los lobos mucho menos.

Recibieron aquellas palabras con miradas de asombro. Por lo visto, su sobrecogimiento satisfizo al anciano, quien asintió y volvió a tomar asiento.

—De modo que echando la vista atrás —prosiguió Tian—, los lobos son una novedad. Han aparecido seis veces en unos ciento veinte o ciento cuarenta años. ¿Quién sabe? Porque, como os consta, el tiempo ha comenzado a trastocarse de alguna manera. —Se oyó un murmullo grave. Varias personas asintieron con la cabeza—. En cualquier caso, una vez en cada generación —continuó Tian. Era consciente de que se estaba forjando un contingente hostil en torno a Overholser, Eisenhart y Adams. Ben Slightman podía estar o no a su favor… probablemente lo estaba. No convencería a aquellos hombres aunque hubiera sido agraciado con el don de la persuasión. Bueno, tal vez pudiera conseguirlo sin ellos si conseguía convencer al resto—. Aparecen una vez en cada generación y ¿cuántos niños se llevan? ¿Tres docenas? ¿Cuatro?

»Puede que sai Overholser no tenga críos en estos momentos, pero yo sí, y no solo un par de gemelos, sino dos. Heddon y Hedda, Lyman y Lia. Los quiero a todos por igual, pero en los días de un mes, dos de ellos me serán arrebatados. Y cuando esos dos vuelvan, estarán arrunados. Sea cual sea la llama que alimenta el alma de ser humano, se habrá apagado. —De nuevo se propagaron varios «Atendedle, atendedle» por la sala en un suspiro—. ¿Cuántos de vosotros tenéis gemelos sin más pelo que el que les crece en la cabeza? —preguntó Tian—. ¡Levantad vuestras manos!

Seis hombres las alzaron. Luego fueron ocho, después una docena. Cada vez que Tian empezaba a creer que todo había acabado, una nueva mano reticente se alzaba. Al final contó veintidós y, claro, no todos los que tenían hijos estaban allí. Comprobó que a Overholser tener que contar tantas manos le producía dolor de cabeza. Diego Adams tenía la suya alzada y a Tian le complació ver que se había apartado un poco de Overholser, Eisenhart y Slightman. Tres mannis habían levantado sus manos. También Jorge Estrada, Louis Haycox y muchos otros que conocía, lo que no era de extrañar porque conocía casi a todo el mundo. Seguramente los conocía a todos salvo unos cuantos trotamundos que trabajaban en granjas pequeñas a cambio de un sueldo paupérrimo y un plato de comida caliente.

—Cada vez que vienen y se llevan a nuestros hijos, se llevan parte de nuestra alma y corazón —sentenció Tian.

—Venga ya, hijo —intervino Eisenhart—. Eso ya es pasarse una miaja con…

—Silencio, ranchero —ordenó una voz cuyo dueño era el hombre que había llegado tarde, el de la cicatriz en la frente. La rabia y el desprecio que acompañaba a aquella voz resultó desconcertante—. Tiene la pluma, dejemos que diga todo lo que tenga que decir.

Eisenhart se dio media vuelta para anotar quién le había hablado de aquella manera. Lo vio y no respondió. Tian tampoco se sorprendió.

—Gracias, padre —dijo Tian sin alterarse—. Ya casi he terminado. No dejo de pensar en los árboles. Arráncale las hojas a un árbol fuerte y seguirá viviendo. Graba un millar de nombres en su corteza y esta se regenerará. Extráele incluso duramen y sobrevivirá. Pero si les extraes duramen una y otra vez, llegará el día en que hasta el más fuerte de los árboles morirá. Lo he visto en mi granja y es descorazonador. Se mueren desde dentro. Lo ves en las hojas cuando se vuelven amarillas, desde el tronco hasta la punta de las ramas. Y eso es lo que los lobos le están haciendo a nuestro pequeño pueblo. Lo que le están haciendo a nuestro Calla.

—¡Atendedle! —gritó Freddy Rosario de la granja colindante— ¡Atendedle con atención! —Freddy tenía gemelos, aunque todavía les daban el pecho y, por tanto, seguramente estaban a salvo.

Tian prosiguió.

—Decís que si nos enfrentamos a ellos y luchamos, nos matarán y arrasarán el Calla de punta a punta.

—Sí —asintió Overholser—. Eso es lo que digo. Y no soy el único. —En su derredor se alzaron voces de aprobación.

—¡Sin embargo, cada vez que nos limitamos a no hacer nada con la cabeza gacha y las manos vacías mientras los lobos se llevan lo que nos es más preciado que cualquier cosecha, casa o granero, extraen un poco más de duramen del árbol que es este pueblo! —expuso Tian con rotundidad, manteniéndose firme con la pluma alzada en una mano—. ¡Si no les hacemos frente pronto, de todas formas acabaremos muertos! ¡Esto es lo que yo digo, Tian Jaffords, hijo de Luke! ¡Si no les hacemos frente pronto, nosotros seremos los arrunados!

Se oyeron gritos de «¡Atendedle!». Estruendo de botines estampados contra el suelo. Incluso algún que otro aplauso.

George Telford, otro ranchero, les susurró algo brevemente a Eisenhart y Overholser, quienes escucharon y asintieron. Telford se levantó; un hombre canoso, moreno y atractivo, de aspecto curtido que parece agradar a las mujeres.

—¿Ya has dicho lo que tenías que decir, hijo? —le preguntó con amabilidad, como si le estuviera preguntando a un niño si ya ha jugado suficiente por aquella tarde y fuera el momento de echar la siesta.

—Ea, eso creo —contestó Tian. De súbito se sintió abatido. El rancho de Telford no era rival alguno para Vaughn Eisenhart, pero el hombre tenía un pico de oro. Tian presintió que, después de todo, iba a perder.

—Entonces, ¿podrías pasarme la pluma?

Tian consideró retenerla en su poder, aunque ¿para qué? Había hecho lo que había podido. Lo había intentado. Tal vez Zalia y él deberían hacer las maletas, coger a los niños y emigrar al oeste, de vuelta a los Medios. De luna a luna y antes de que los lobos llegaran, según Andy. En treinta días, cualquiera podría sacarle una gran ventaja a los problemas. Le pasó la pluma.

—Todos apreciamos la pasión del joven Jaffords y, sin duda, nadie pone en duda su valentía —comenzó George Telford. Hablaba con la pluma apoyada contra la parte izquierda del pecho, sobre el corazón. Sus ojos recorrieron la multitud, como si desearan encontrarse con la mirada (amistosa) de todos los allí presentes—. Sin embargo, tenemos que pensar tanto en los críos que se quedan como en los que se llevan, ¿no? De hecho, tenemos que proteger a todos los críos, sean mellizos, trillizos o únicos como el Aaron de sai Jaffords. —Telford se volvió hacia Tian—. ¿Qué le dirás a tus hijos cuando los lobos le disparen a su madre y tal vez le prendan fuego a su abuelo con una de sus varas de luz? ¿Qué vas a decirles para acallar el sonido de esos chillidos? ¿Para endulzar el olor a piel y cosechas quemadas? ¿Que estamos salvando sus almas? ¿O el duramen de un árbol imaginario?

Hizo una pausa para darle la oportunidad de réplica a Tian, pero Tian no contaba con réplica alguna. Casi los había convencido… pero no había contado con Telford; con la voz taimada del hijo de puta de Telford, quien también había superado la edad para que pudiera preocuparle que los lobos aparecieran en su patio sobre sus caballos grises.

Telford asintió como si el silencio de Tian fuera exactamente lo que había esperado y se volvió hacia los bancos.

—Cuando vengan los lobos —prosiguió—, vendrán con armas que arrojarán fuego, las varas de luz, os consta, pistolas y esas cosas metálicas que vuelan. Ya no recuerdo cómo se llamaban esos…

—Los zumbones —dijo alguien.

—Las sneetches —apuntó alguien más.

—¡Furtivas! —añadió un tercero.

Telford sonreía y asentía con suavidad. Un maestro con alumnos obedientes.

—Sean lo que sean, vuelan, buscan su objetivo y cuando lo localizan, despliegan unas hojas giratorias tan afiladas como cuchillas. Pueden seccionar a un hombre de pies a cabeza en cuestión de cinco segundos y dejar nada más que un círculo de sangre y pelo. Ya podéis creerme, porque lo he visto con mis propios ojos.

—¡Atendedle, atendedle bien! —gritaron los hombres en sus bancos, con ojos desorbitados.

—Los mismos lobos son aterradores —prosiguió Telford, pasando con artería de una historia de campamento a otra—. Tienen algo de apariencia humana, pero no son hombres, son más grandes y temibles. Y aquellos a los que sirven en el lejano Tronido son mucho más espeluznantes. Vampiros, por lo que he oído. Hombres con cabeza de pájaro y otros animales, tal vez. Zombis mercenarios errantes. Guerreros del Ojo Escarlata.

Los hombres hablaron entre dientes. Incluso Tian sintió un frío correteo de garras de rata por la espalda ante la mención del Ojo.

—A los lobos los he visto yo; lo demás, me lo han contado —continuó Telford—. Y aunque no me lo creo todo, sí gran parte. No obstante, olvidemos Tronido y lo que pueda cobijar. Volvamos a los lobos. Los lobos son nuestro problema, y ¡vaya problema! ¡Especialmente cuando vienen armados hasta los dientes! —Agitó la cabeza, sonriendo con tristeza—. ¿Qué vamos a hacer? ¿Tirarlos de sus enormes caballos con azadones, sai Jaffords? ¿Eso crees? —Unas risas desdeñosas festejaron el comentario—. No contamos con armas para hacerles frente —aseguró Telford. Su tono se tornó cortante y serio, el de un hombre que estaba poniendo el punto final—. Y aunque las tuviéramos, somos granjeros, rancheros y ganaderos, no pistoleros. Nosotros…

—Deja ya de hablar como un cobarde, Telford. Deberías avergonzarte de ti mismo.

Exclamaciones de sorpresa acogieron aquella gélida declaración. Se oyeron los crujidos de espalda y cuello de los hombres que se volvían para ver quién había hablado. Lentamente, como para cumplir sus deseos, el hombre de cabello cano con el largo abrigo negro y el cuello vuelto que había llegado tarde se levantó del banco al final de la sala. La cicatriz de la frente —en forma de cruz— refulgió bajo la luz de las lámparas de queroseno.

Era el Viejo Amigo.

Telford recobró la compostura con relativa rapidez, pero cuando habló, Tian pensó que seguía pareciendo consternado.

—Ruego me disculpe, padre Callahan, pero tengo la pluma…

—¡Al diablo con tu pluma pagana y al diablo con tus consejos de cobarde! —espetó el padre Callahan. Se dirigió hacia el pasillo central con el deprimente caminar de un artrítico. No era tan mayor como el anciano manni, ni siquiera rondaba la edad del abuelo de Tian (quien defendía ser la persona más vieja no tan solo del lugar, sino desde Calla Lockwood hasta el sur), y aun así parecía mayor que ambos. Más viejo que Matusalén. Algo a lo que en parte contribuían los angustiados ojos que contemplaban el mundo por debajo de la cicatriz de la frente (Zalia aseguraba que se la había infligido él mismo). Aunque en gran parte se debía a su voz. A pesar de llevar allí suficientes años como para haber levantado la extraña iglesia de Jesús Hombre y de haber convertido a medio Calla a su fe, ni siquiera a un extraño se le hubiera convencido de que el padre Callahan era de allí. Su extranjería radicaba en su forma de hablar, nasal y neutra, y en el argot extraño que utilizaba («argot callejero», lo llamaba). Sin duda procedía de uno de esos otros mundos de los que los mannis no dejaban de parlotear, aunque él nunca hablaba de aquello; Calla Bryn Sturgis se había convertido en su hogar. Infundía el tipo de autoridad tosca e incuestionable que hacía difícil discutir su derecho a la réplica, con o sin la pluma.

Puede que fuera más joven que el abuelo de Tian, pero el padre Callahan seguía siendo el Viejo Amigo.

CUATRO

Miró a los hombres de Calla Bryn Sturgis, sin detenerse en George Telford, en cuya mano se combó la pluma. Telford se sentó en el primer banco, sin soltarla.

Callahan comenzó con una expresión de su argot, pero eran granjeros y nadie necesitó una aclaración.

—Esto está lleno de gallinas.

Intensificó la mirada que muchos no le devolvieron. Al poco, incluso Eisenhart y Adams bajaron la vista. Overholser mantuvo la cabeza en alto, pero bajo la implacable mirada del Viejo Amigo, el ranchero parecía petulante antes que desafiante.

—Gallinas —repitió el hombre del abrigo negro y el cuello vuelto, pronunciando con cuidado cada sílaba. Una pequeña cruz dorada brillaba bajo el cuello camisero. En la frente, la otra cruz, la que Zalia creía que él mismo se había grabado en su carne con la uña del pulgar como penitencia parcial por algún pecado inconfensable, relucía bajo las lámparas como un tatuaje.

—Este joven no pertenece a mi rebaño, pero tiene razón y creo que todos lo saben. Se lo dice el corazón. Incluso usted, señor Overholser. ¡Y usted, George Telford!

—¿Yo qué voy a saber? —contestó Telford, aunque con un hilo de voz desposeído de su anterior encanto persuasivo.

—«Os crecerá la nariz de tanto mentir», es lo que mi madre os hubiera dicho. —Callahan le dirigió una débil sonrisa a Telford de la que Tian no hubiera deseado ser el receptor. Justo entonces, Callahan se volvió hacia él—. Nunca he oído plantear la cuestión tan bien como lo has hecho esta noche, muchacho. Te digo gracias, sai.

Tian alzó una mano con gesto vacilante y consiguió esbozar una sonrisa aún más tensa. Se sentía como un personaje de teatrillo salvado en última instancia por algún tipo de intervención sobrenatural inverosímil.

—Sé una miaja lo que es la cobardía, si a bien tienes —prosiguió Callahan, volviéndose hacia los hombres de los bancos. Alzó la mano derecha, deforme y contraída a causa de una antigua quemadura, fijó la vista en ella y luego la volvió a bajar—. Podría decirse que tengo cierta experiencia personal. Sé que una decisión cobarde lleva a otra… y a otra… y a otra… así hasta que es demasiado tarde para echarse atrás, para cambiar. Señor Telford, le aseguro que el árbol del que el joven señor Jaffords ha hablado no es una fantasía. El Calla se encuentra en grave peligro. Sus almas están en peligro.

—Salve María, llena eres de gracia —saltó alguien a la izquierda de la sala—, bendita tú eres entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre, Je…

—¡Quita, hombre! —espetó Callahan—. Guárdatelo para el domingo. —Sus ojos, destellos azules en sus cuencas hundidas, estudiaron a los presentes—. Por esta olvidémonos de Dios, de María y de Jesús Hombre. Olvidémonos de las varas de luz o de los zumbadores de los lobos. Tenéis que luchar. ¿Sois o no sois los hombres del Calla? Entonces comportaos como hombres. Dejad de actuar como perros que se arrastran sobre sus barrigas para lamer las botas de un amo cruel.

Overholser se puso muy rojo y comenzó a levantarse. Diego Adams le cogió del brazo y le susurró algo al oído. Por unos instantes, Overholser se quedó como estaba, paralizado, como en cuclillas, y luego volvió a sentarse. Adams se incorporó.

—Suena bien, padrone —dijo Adams con su marcado acento—. Suena soberbio. Sin embargo, todavía quedarían unas cuantas cuestiones. Haycox ya expuso una: ¿cómo nosotros, que no somos más que rancheros y granjeros, vamos a hacer frente a esos sicarios armados?

—Contratando a nuestros propios sicarios armados —contestó Callahan.

Un silencio profundo y estupefacto reinó durante unos segundos en la sala. Fue como si el Viejo Amigo hubiera hablado en otro idioma. Al final, Diego Adams reaccionó.

—No comprendo —musitó con cautela.

—Claro que no —repuso el Viejo Amigo—, así que escucha y calla. Ranchero Adams y todos vosotros, escuchad y callad. Por el Camino del Haz, a poco menos de seis días de camino a caballo hacia el noroeste y en dirección sudeste, se acercan tres pis

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