Congreso en Estocolmo

José Luis Sampedro

Fragmento

1

El avión descendía rápidamente hacia el mar. Cada vez se percibían mejor las crestas de espuma sobre las olas verdes. En la memoria de Miguel Espejo estalló el recuerdo del accidente sobrevenido un año antes en aquel mismo lugar. El aparato se hundió en el Báltico, cerca de la costa, y a los dos días fue hallado con todos los pasajeros y tripulantes en la cabina inundada. Al recordarlo, pensó que su mujer habría estado angustiada todo el día, obsesionada por la misma idea. Pues fue un accidente sensacional, ya que el avión inauguraba una nueva línea y llevaba personalidades a bordo.

De pronto empezaron a virar, inclinándose fuertemente a un lado. Espejo distinguió, no muy lejos, las torres y edificios de una gran ciudad gris, en la que el ya tendido sol de la tarde ponía centelleos y manchas rosadas: Copenhague. Fue sólo un instante, porque el avión volvió a enderezarse. Y entonces, a pocos metros ya del agua, surgió la orilla, donde comenzaban las pistas del aeropuerto de Kastrup. Las ruedas tocaron el suelo y, al fin, el avión se detuvo y se abrió la puerta. Intercalado en la fila de pasajeros, Miguel Espejo descendió la escalerilla metálica y pisó tierra escandinava por vez primera.

¡Qué húmedo el aire! Al detenerse para tragar saliva y aliviarse el zumbar de los oídos le chocó ver a las gaviotas andar torpemente sobre el cemento y posarse en los alambres de la señalización eléctrica. Pero debía de ser natural en aquel mundo de mar y tierra confundidos en la báltica indecisión de islas y lagos. Eran los primeros signos del lejano septentrión de Europa.

Se había quedado solo entre los operarios que descargaban equipajes y reponían gasolina. Rodeó el aparato, inclinándose al pasar bajo el ala, y vio los altos hangares y edificios del aeropuerto, bañados por la suave luz del ocaso entre nubes. Una señorita encantadora, con el uniforme de la Compañía, se le acercaba.

—¿Míster Espejo?
—Sí. ¿Me buscaba? —repuso él en inglés.
—Como faltaba a la lista, temíamos que le sucediese algo. —No; muchas gracias. No me pasaba nada —añadió, caminando ya junto a ella hacia las oficinas—. Me quedé un momento mirando las gaviotas en medio del campo. ¡Hace tan extraño!

Ella no dijo nada. Evidentemente, las señoritas de la SAS —El Viking Volante— no hacían comentarios sobre temas personales. Sonreían nada más, incluso a los pasajeros demasiado excéntricos. Y aquélla lo hacía deliciosamente.

Entraron en una salita con una puerta al fondo, guardada por otra señorita tras una mesa diminuta. Allí le dejó su sonriente conductora con un «Buenas tardes» y le recibió la de la mesa con idéntica sonrisa.

—Tiene usted cuarenta y dos minutos para cenar. Pida lo que quiera en el mostrador y entregue esta tarjeta. La Compañía le desea que se encuentre como en su casa.

Espejo pasó a una sala muy amplia, pero bajita de techo. Muebles diminutos, graciosos. Maderas claras y tapicerías alegres. Enredaderas trepando por las paredes y flores en todas partes. La luz fluorescente, todavía un poco temblona de recién encendida, teñía fríamente las cosas de impersonalidad y lejanía. Entre gentes que iban y venían, Espejo se acercó al mostrador. Una camarera rubia, acostumbrada, sin duda, a viajeros ignorantes de lo que deben hacer, le alargó una gran bandeja de blanca madera muy ligera. Bajo el cristal del mostrador, los manjares exhibían en las fuentes alegres coloridos, puesta cada ración sobre una rebanada de pan. Espejo aceptaba cuanto le ofrecían, porque todos los platos le parecían entremeses. Le llevaron la bandeja y le sirvieron, además, un gran vaso de cerveza coronada por espuma casi sólida. La eficiente señorita no había hecho el menor gesto, pero cuando él se alejó con la bandeja observó que llevaba el doble que los demás.

«¿Por qué he dicho tantos “síes”? Aquí no se debe ser más amable de lo exactamente debido», pensó contrariado.

De todos modos, nadie se ocupaba de él. Dejó la bandeja sobre la mesita y se sentó. Al lado, una señora de edad fumaba un magnífico habano. El humo delicado se enredaba en las numerosas florecitas del sombrero, violetas y amarillas. No atreviéndose a mirarla demasiado, Espejo contempló el rápido ir y venir de las gentes, la agitación junto al mostrador, la entrada y salida de nuevos pasajeros… Y entonces se dio cuenta del increíble silencio que algodonaba todo aquel bullicio. Dos apacibles tertulias, en el soriano Círculo de la Amistad, hacían muchísimo más ruido que aquel apresurado centenar de personas. Sin duda, esto era Escandinavia también, como las gaviotas en el prado.

Empezó a comer y con el primer bocado se dio cuenta del hambre que sentía. Los manjares eran apetitosos, pese a su frialdad, que eludía correctamente toda incitación a los sentidos. Un gran reloj enfrente le recordó que sólo disponía de… No; ya era menos tiempo; pero no sabía cuánto, pues no había mirado la hora en el momento en que la Compañía le concedió graciosamente cuarenta y dos minutos. Como había terminado la cerveza, fue al mostrador a buscar otro vaso, pero la tarjeta de la Compañía sólo daba derecho a pedir una vez. Todo lo que quisiera, pero una sola vez; así se lo explicó otra señorita. En el acto sintió una sed irresistible. Otro vaso costaba dos coronas, pero Miguel Espejo no llevaba coronas danesas. ¿Tenía el señor moneda sueca, norteamericana o suiza? Espejo sacó de la cartera su primer billete sueco: cincuenta coronas. ¡Oh!, la señorita lo sentía mucho, pero no podía darle cambio. ¿No tenía sólo una corona y media sueca?

Espejo sintió el fracaso del nadador a quien le faltan cien metros para haber cruzado el Canal. Estaba virulento por no llevar ninguna corona danesa y por llevar demasiadas coronas suecas, por entretener excesivamente a la señorita, por ocupar tantos minutos su mesa. Se sentía culpable de todo, como grano de arena en una máquina eficiente y bien lubrificada. Empezó a retirarse del mostrador, donde silenciosos e implacables viajeros reclamaban enérgicamente su sitio sin darlo a entender de ningún modo.

—Permítame —dijo alguien a su lado, en inglés.

Y una mano alargó a la señorita unas monedas, mientras la misma voz hablaba en danés. La señorita contestó sonriendo y alargó sendos vasos de cerveza a Espejo y el recién llegado.

Era moreno, enjuto y no muy alto; de mediana edad y nada llamativo. Incluso parecía vulgar, hasta que Espejo descubrió sus ojos, casi animalmente negros, y sus manos expresivas, muy ágiles aun en su quietud.

—No tiene importancia —estaba diciendo en aquel momento—. Ya me invitará usted en Estocolmo.

—¿Sabe que voy a Estocolmo?
—Lo supongo. Si se quedara en Copenhague, la Compañía le hubiera metido ya hace tiempo en el autobús.

A Espejo le hizo gracia la expresión. Aquel hombre no podía ser escandinavo.

—Sí; yo también encuentro que aquí uno es demasiado conducido —continuaba diciendo. «¡Cómo ha interpretado mi esbozo de sonrisa!», se asombró Espejo—. ¿De dónde es usted? O déjeme pensarlo. Meridional, desde luego… Español; claro.

—¿Por qué claro?
—Porque ha llegado en el SAS de Madrid-Francfort y no es usted portugués. En realidad, debí saberlo sólo con oír su inglés —añadió el viajero, ya en un español bastante correcto.

—Me deja usted asombrado —dijo Espejo al cabo de un instante—. No me queda sino presentarme.

—No es necesario —interrumpió su interlocutor, sonriendo francamente—. Usted es el señor Miguel Espejo Gómara, catedrático de Matemáticas en Soria.

Y como Espejo permaneciese casi con la

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos