I
En el año 1888 el señor Von Pasenow tenía setenta años y había personas que, al verlo acercarse por las calles de Berlín, experimentaban una extraña e inexplicable sensación de desagrado, y llegaban incluso a afirmar, en su desagrado, que debía tratarse de un viejo malvado. Pequeño pero de correctas proporciones, ni esmirriado, ni gordinflón: estaba muy bien proporcionado, y la chistera con que solía cubrirse en Berlín no resultaba en absoluto ridícula. Llevaba la barba a lo káiser Guillermo I, aunque más corta, y en sus mejillas no se veía rastro de la blanca pelusa que daba al monarca su aspecto campechano; incluso su cabello, casi sin claros, mostraba solo algunas hebras blancas; a pesar de sus setenta años había conservado el rubio de su juventud, aquel rubio rojizo que recuerda la paja enmohecida y que en realidad no sienta bien a un hombre viejo, al que uno prefiere imaginar con cabello más digno. Pero el señor Von Pasenow estaba acostumbrado al color de su cabello, y tampoco el monóculo le parecía en modo alguno demasiado juvenil. Cuando se miraba en el espejo, reconocía de nuevo aquel rostro que ya le miraba desde allí cincuenta años atrás. Y aunque el señor Von Pasenow no estaba en este aspecto descontento de sí mismo, hay no obstante personas a las que les desagrada el aspecto de este anciano y que tampoco comprenden que haya existido una mujer que lo haya mirado con ojos anhelantes, que lo haya abrazado con deseo, y le atribuyen como mucho algunas criadas polacas de su hacienda, a las que se habrá podido acercar con esta agresividad algo histérica y sin embargo imperiosa que es a menudo propia de los hombres bajitos. Fuera esto cierto o no, era en cualquier caso la opinión de sus dos hijos, y se comprende que él no la haya compartido. La opinión de los hijos es, por otra parte, con frecuencia subjetiva, y sería fácil acusarlos de injusticia y parcialidad, pese a la sensación un poco desagradable que uno mismo experimentaba al ver al señor Von Pasenow, un raro desagrado que va todavía en aumento cuando el señor Von Pasenow ha pasado ya y uno lo sigue casualmente con la mirada. Quizá se debe a que entonces resulta completamente incierta la edad de este hombre, porque no se mueve de un modo senil, ni como un joven, ni como un hombre en la plenitud de la vida. Y dado que la incertidumbre engendra desagrado, no es imposible que alguno de los transeúntes considere indecorosa esta forma de moverse, y tampoco es extraño que la califique después de arrogante y vulgar, de levemente bravucona y pretenciosamente correcta. Es, claro está, cuestión de temperamento; pero uno puede imaginar fácilmente que un joven cegado por el odio sienta deseos de retroceder a toda prisa para meterle al hombre que anda así un bastón entre las piernas, hacerlo caer de algún modo, romperle las piernas, para destruir para siempre esta forma de andar. Pero él camina a pasos rápidos y en línea recta, lleva la cabeza alta, como suelen llevarla los hombres bajos, y, como también él se mantiene muy erguido, saca un poco la barriguita, casi podría decirse que la lleva ante él, y que con ella transporta a toda su persona hacia alguna parte, un feo regalo que nadie desea. Solo que, dado que con una comparación no se aclara todavía nada, estos insultos quedan sin fundamento, y quizá uno se avergüenza de ellos, hasta que descubre el bastón junto a las piernas. El bastón avanza rítmicamente, se eleva casi hasta la altura de las rodillas, se detiene en el suelo con un golpecito seco y vuelve a elevarse, y los pies andan a su lado. Y también estos se elevan más de lo normal, la punta del pie se adelanta un poco más de lo debido, como si quisiera en su desprecio por los que vienen en dirección contraria mostrarles la suela del zapato, y el tacón se clava en el asfalto con un golpecito seco. Así avanzan piernas y bastón unas junto al otro, y así surge la idea de que ese hombre, si hubiera nacido caballo, se habría convertido en caballo de andadura; pero lo más horrible y desagradable de todo esto es que se trata de un modo de andar sobre tres piernas, un trípode que se ha puesto en movimiento. Y es terrible la idea de que ese andar voluntarioso sobre tres piernas tiene que ser tan falso como esa rectilineidad y ese avanzar impetuoso: ¡dirigido a la nada! Porque nadie que se proponga algo serio anda de este modo, y aunque uno piensa forzosamente durante unos segundos en un usurero que se dirige a las casas de los pobres para el cobro implacable de las deudas, advierte enseguida que esta imagen es demasiado pobre y demasiado terrena, horrorizado al descubrir que así renquea el diablo, un perro, que cojea sobre tres patas, al descubrir que es una forma rectilínea de andar en zigzag… basta; todo esto se le puede ocurrir a uno, si analiza el paso del señor Von Pasenow con amoroso odio. Pero en definitiva puede intentarse lo mismo con la mayoría de los hombres. Siempre se encuentra algo. Y aunque el señor Von Pasenow no llevaba una vida agitada, sino que por el contrario dedicaba mucho tiempo al cumplimiento de obligaciones decorativas y similares, como corresponde a una fortuna sólida y segura, sin embargo —y esto respondía también a su modo de ser— estaba siempre ocupado, y no era propio de él andar vagabundeando. Y si venía dos veces al año a Berlín, tenía mucho que hacer. Ahora se dirigía a casa de su hijo menor, el primer teniente Joachim von Pasenow.
Siempre que Joachim von Pasenow se encontraba con su padre, acudían a su mente recuerdos de juventud, fenómeno muy lógico, pero sobre todo volvía a revivir los acontecimientos que habían rodeado su ingreso en la academia de cadetes de Culm. En realidad eran solo retazos de recuerdos, que emergían fugazmente, y mezclaban en desorden lo importante y lo banal. Así, es completamente tonto y banal mencionar al administrador Jan, cuya imagen, aunque era una figura secundaria, sobresalía entre todas las otras imágenes. Esto puede deberse a que Jan no era en realidad un hombre, sino una barba. Uno podía contemplarlo horas enteras y preguntarse si tras el desgreñado paisaje de maleza impenetrable, aunque suave, habitaba un ser humano. Ni siquiera cuando Jan hablaba —aunque no hablaba mucho— estaba uno seguro, porque las palabras emergían detrás de la barba como detrás de un telón, y lo mismo hubiera podido ser otro el que las pronunciara. El momento más emocionante se producía cuando Jan bostezaba: entonces la superficie peluda se entreabría en un punto determinado, y se hacía evidente que este era también el punto al que Jan solía dirigir los alimentos. Cuando Joachim corrió hacia él para contarle que iba a ingresar muy pronto en la academia de cadetes, Jan estaba precisamente comiendo; estaba sentado allí, cortaba dados de pan y escuchaba en silencio. Finalmente dijo: «¿Y está contento el señorito?». Y entonces Joachim se dio cuenta de que no estaba contento en absoluto; hasta tenía ganas de llorar, pero como no había causa inmediata para ello, se limitó a asentir con la cabeza y a decir que sí estaba contento.
Y estaba también la Cruz de Hierro, que colgaba en el gran salón, enmarcada tras un cristal. Procedía de un Pasenow que en el año 13 se había mantenido en su puesto de mando. Puesto que colgaba sin más de la pared, resultaba un poco incomprensible que se armara tanto revuelo cuando le concedieron también una al tío Bernhard. Joachim se avergonzaba todavía hoy de haber podido ser tan tonto en aquel entonces. Pero quizá en aquel entonces se sintió únicamente enojado, porque pretendían hacerle más sugestiva la academia de cadetes con el señuelo de la Cruz de Hierro. De todos modos, su hermano Helmuth hubiera sido más apropiado para la academia, y a pesar del largo tiempo transcurrido desde entonces, Joachim consideraba ridícula la disposición por la cual el primogénito se tenía que hacer agricultor, y el más joven se tenía que hacer oficial. A él la Cruz de Hierro le era indiferente, mientras que Helmuth ardió de entusiasmo cuando el tío Bernhard participó con la División Goeben en el asalto de Kissingen. Además ni siquiera era un tío auténtico, sino un primo de su padre.
La madre era más alta que el padre, y en la hacienda todo se regía por ella. Era curioso que ni Helmuth ni él quisieran hacerle ningún caso; en realidad esto era algo que tenían en común con su padre. No prestaban oídos a su pertinaz y débil «¡Eso no!», y no hacían más que enfadarse cuando ella añadía: «Ya podéis tener cuidado de que vuestro padre no os descubra». Y no se asustaban cuando ella echaba mano a su último recurso: «Ahora sí que se lo diré a vuestro padre», y tampoco se asustaban apenas cuando de veras lo hacía, porque entonces el padre se limitaba a lanzarles una mirada de enojo y seguía con pasos enérgicos y rectilíneos su camino. Era como un justo castigo para la madre, por haber intentado aliarse con el enemigo común.
Por aquel entonces todavía estaba en funciones el antecesor del pastor actual. Tenía unas patillas blanco-amarillentas que apenas se diferenciaban del color de la piel, y cuando se sentaba a la mesa los días de fiesta, solía comparar a la madre con la reina Luisa en medio de sus múltiples hijos. Resultaba un poco ridículo, pero no obstante uno se sentía orgulloso. Después el pastor adquirió la nueva costumbre de poner una mano sobre la cabeza de Joachim y llamarle «joven guerrero», porque todos, incluida la criada polaca que servía en la cocina, hablaban ya de la academia de cadetes de Culm. Sin embargo, Joachim seguía esperando que se tomara una decisión correcta. La madre había dicho una vez en la mesa que no veía la necesidad de desprenderse de Joachim; podía ingresar más tarde como aspirante; así había sido desde siempre y así se había mantenido. Pero el tío Bernhard había opinado que el nuevo ejército necesitaba gente capacitada, y que Culm podía gustarle a un joven como Dios manda. El padre había guardado un silencio desagradable, como siempre que hablaba la madre. Sencillamente no la escuchaba. Solo el día del cumpleaños de la madre, al entrechocar con la suya su copa, recogía la comparación del pastor y la llamaba su reina Luisa. Quizá la madre estuviera realmente en contra de su ingreso en Culm, pero no se podía contar con ella, porque en definitiva formaba partido con el padre.
La madre era muy puntual. Nunca estaba ausente del establo cuando llegaba la hora de ordeñar, ni del gallinero cuando se trataba de recoger los huevos; por las mañanas se la podía encontrar en la cocina y por las tardes en el lavadero, donde contaba con las criadas las rígidas prendas de la colada. Fue entonces cuando por primera vez lo supo realmente. Había estado con la madre en el establo de las vacas, su nariz estaba todavía llena del denso olor del establo, cuando salieron al frío aire invernal; el tío Bernhard cruzó el patio para acudir a su encuentro. El tío Bernhard seguía llevando bastón, después de una herida se podía llevar bastón, todos los convalecientes llevaban bastón, aunque ya no cojearan apenas. La madre se había detenido, y Joachim se asió con fuerza al bastón del tío Bernhard. Todavía hoy recordaba claramente el puño de marfil adornado con un escudo. El tío Bernhard dijo: «Felicíteme, prima, acabo de ser nombrado mayor». Joachim levantó la mirada hacia el mayor; era incluso más alto que la madre, se había echado ligeramente hacia atrás en un gesto que parecía orgulloso y no obstante era reglamentario, y parecía más caballeroso y más fuerte que de costumbre, y quizá había aumentado incluso de estatura; en cualquier caso hacía mejor pareja con ella que el padre. Llevaba una barba corta y tupida, pero podía vérsele la boca. Joachim se preguntó si sería un gran honor poder sostener el bastón de un mayor, y decidió sentirse un poco orgulloso. «Así es», siguió diciendo el tío Bernhard, «pero ahora los hermosos días de Stolpin tocan de nuevo a su fin.» La madre dijo que esto era a la vez una buena y una mala noticia, una respuesta complicada que Joachim no acabó de entender. Estaban de pie en la nieve; la madre llevaba su chaqueta de piel marrón, que era tan suave como ella misma, y bajo su gorro de piel asomaban sus cabellos rubios. Joachim se había alegrado siempre de tener el mismo pelo rubio de la madre; también llegaría a ser más alto que el padre, quizá tan alto como el tío Bernhard, y cuando este se dirigió a él diciendo: «Ahora seremos pronto camaradas en el uniforme del rey», por unos instantes estuvo completamente de acuerdo. Pero como la madre se limitó a suspirar y no hizo la menor objeción, él se resignó, lo mismo que si estuviera en presencia del padre, soltó el bastón y se fue a ver a Jan.
Con Helmuth era imposible hablar del asunto; Helmuth le envidiaba y hablaba como los adultos, que decían todos que un futuro soldado tenía que estar contento y orgulloso. Jan era el único que no era un hipócrita ni un traidor; solo había preguntado si el señorito estaba contento, y no parecía creer en esta posibilidad. Naturalmente los demás y también Helmuth obraban de buena fe, solo querían consolarlo. Joachim no había concienciado nunca que en aquel entonces había estado secretamente convencido de la hipocresía y de la traición de Helmuth; inmediatamente había querido arreglar las cosas y le había regalado todos sus juguetes, aunque de todos modos no los hubiera podido llevar consigo a la academia de cadetes, y esto no era ninguna disculpa. También le había regalado la mitad del poni, que pertenecía a medias a los muchachos, de modo que Helmuth poseía ahora un caballo entero. Aquellas semanas fueron una época aciaga y sin embargo feliz; nunca, ni antes ni después, había sido tan amigo de su hermano. Pero después ocurrió la desgracia con el poni: Helmuth había renunciado durante aquellos días a sus nuevos derechos sobe el poni, y Joachim podía disponer del poni a su antojo. Desde luego no era una renuncia demasiado importante, porque en aquellas semanas el suelo estaba blando y hundido, y había una estricta prohibición que impedía cabalgar por los campos con este suelo. Pero Joachim disfrutaba los derechos de los que abandonan un lugar, y como además Helmuth estaba de acuerdo, salió a caballo con el pretexto de que el poni hiciera un poco de ejercicio fuera, en el campo. Había iniciado apenas un ligero galope, cuando ocurrió la desgracia: el poni metió una pata delantera en un hoyo muy profundo, cayó y no pudo volver a levantarse. Helmuth acudió corriendo, después acudió también el cochero. El poni yacía allí, la hirsuta cabeza apoyada sobre un terrón, y la lengua le colgaba a un lado del hocico. Joachim vio todavía cómo él y Helmuth se arrodillaban junto al animal y le acariciaban la cabeza, pero no podía recordar cómo habían vuelto a la casa, solo sabía que estaba de pie en la cocina, en la que de pronto se había hecho el silencio, y que todos los ojos estaban fijos en él y lo miraban como si fuese un criminal. Después oyó la voz de la madre: «Hay que decírselo a tu padre». Y de pronto se encontró en el cuarto de trabajo del padre, y era como si el tribunal de castigo, que la madre había evocado tantas veces con la odiosa frase, estuviera por fin reunido y congregado y fuera a arremeter contra él. Pero no sucedió nada. El padre se limitó a caminar silencioso y en línea recta de un lado a otro de la habitación, y Joachim intentaba mantenerse firme, contemplaba las astas que colgaban de la pared. Como seguía sin pasar nada, su mirada empezó a divagar y quedó prendida en la arenilla azul de la chorrera de papel de la escupidera hexagonal, barnizada de marrón, junto a la estufa. Casi había olvidado por qué había acudido él allí; solo que la habitación parecía más grande que de costumbre, y sentía en el pecho un peso helado. Finalmente el padre se colocó el monóculo: «Ha llegado el momento de que salgas de esta casa», y entonces Joachim supo que todos lo habían engañado, incluso Helmuth, y en aquel momento hasta le pareció justo que el poni se hubiera roto la pata, y también la madre lo había difamado insistentemente para que él saliera de aquella casa. Entonces vio todavía que el padre sacaba la pistola de la caja. Y entonces vomitó. Al día siguiente supo por el médico que había sufrido una conmoción cerebral, y se sintió orgulloso de ello. Helmuth estaba sentado junto a su cama, y aunque Joachim sabía que el padre había matado al poni de un disparo, no dijeron ni una palabra al respecto, y fue de nuevo una época feliz, extrañamente protegidos y aislados de los demás seres humanos. Sin embargo, tocó a su fin, y con un retraso de algunas semanas fue enviado a la academia de Culm. Pero al encontrarse ante su estrecha cama, tan remota y tan distante de su cama de enfermo de Stolpin, casi le pareció que se había llevado consigo aquel aislamiento, y aquello fue lo primero que le hizo soportable su estancia allí.
Naturalmente en aquel tiempo ocurrieron muchas otras cosas que él había olvidado, pero no obstante había quedado un residuo inquietante, y en sus sueños creía algunas veces hablar polaco. Cuando llegó a primer teniente, regaló a Helmuth un caballo que él mismo había montado durante largo tiempo. Sin embargo, no le abandonaba la sensación de que le seguía debiendo algo, como si Helmuth fuera un incómodo acreedor. Todo aquello carecía de sentido, y solo raras veces pensaba en ello. Lo revivía únicamente cuando el padre venía a Berlín; y, cuando él preguntaba por la madre y por Helmuth, no olvidaba nunca informarse también de cómo estaba el caballo.
Cuando Joachim von Pasenow se hubo puesto su ropa de civil y su barbilla se movió con desacostumbrada libertad entre las dos puntas del cuello entreabierto, cuando se hubo puesto la reluciente chistera y hubo cogido un bastón con puntiagudo puño de marfil, de camino ahora hacia el hotel, para recoger a su padre para el obligado recorrido nocturno, surgió de pronto ante él la imagen de Eduard von Bertrand, y le resultó agradable que la ropa de civil no le sentara a él con la misma naturalidad que a aquel hombre, al que en secreto calificaba a veces de traidor. Por desgracia era previsible y de temer que encontraría a Bertrand en los locales mundanos que aquella noche tenía que recorrer con su padre, y ya durante la representación del Wintergarten lo buscó con la mirada, y daba vueltas a la idea de si debía o no presentar un hombre así a su padre.
El problema seguía preocupándole, mientras se dirigían en un coche de punto por la Friedrichstrasse hacia el Jägerkasino. Se sentaban erguidos, los bastones entre las rodillas, mudos sobre los asientos de agrietado cuero negro, y cuando alguna de las chicas que encontraban a su paso les gritaba algo, Joachim von Pasenow mantenía la mirada fija al frente, mientras que su padre, fijo el monóculo, decía «¡Qué locura!». Sí, desde que el señor Von Pasenow vino a Berlín, habían cambiado muchas cosas, y aunque se aceptara así, uno no podía dejar de advertir que la nueva política reformista del fundador del Reich había producido brotes sumamente desagradables. El señor Von Pasenow dijo lo mismo que decía todos los años: «En París no puede ser peor», y todavía aumentó su disgusto que una hilera de deslumbrantes luces de gas atrajera la atención de los transeúntes hacia la entrada del Jägerkasino, ante la cual se detuvieron.
Una estrecha escalera de madera llevaba al primer piso, donde se encontraban los salones, y el señor Von Pasenow la subió con la rectilínea acometividad que le era propia. Una muchacha de cabello negro descendía la escalera, se apretó contra la pared en un rellano, para dejar paso a los visitantes, y, como evidentemente la hizo reír el ímpetu del anciano, Joachim tuvo un gesto de disculpa y confusión. Una vez más tuvo que imaginar a Bertrand, ya como el amante de esta muchacha, ya como su rufián o en cualquier otra función fantástica, y, apenas estuvieron en la sala, lo buscó con la vista a su alrededor. Pero naturalmente Bertrand no estaba allí, y sí estaban dos caballeros del regimiento, y Joachim cayó entonces por primera vez en la cuenta de que él mismo los había animado a acudir al casino, para no tener que estar con su padre a solas o, todavía peor, con Bertrand.
El señor Von Pasenow, de acuerdo con su edad y rango, fue saludado como un superior con breves y rígidas inclinaciones y entrechocar de tacones, y al igual que un general en funciones preguntó si los señores se divertían; si los señores querían beber con él una copa de champán, lo consideraría un honor, a lo cual los señores dieron su asentimiento con un nuevo movimiento de los pies. Trajeron champán frío. Los señores se mantenían tiesos y callados en sus sillas, brindaban en silencio y observaban la sala, la ornamentación blanca y dorada, las llamas de gas que, envueltas por el humo del tabaco, zumbaban en el gran círculo de las lámparas, y observaban a las parejas de bailarines que giraban en el centro del salón. Finalmente el señor Von Pasenow: «Bien, señores, ¡espero que por mi causa no hayan renunciado ustedes a los dulces encantos femeninos!» —inclinaciones y sonrisas— «hay aquí muchachas deliciosas; cuando yo subía, me crucé con una preciosidad, de cabellos negros y con unos ojos que a ustedes, los jóvenes, no les pueden dejar indiferentes.» Joachim von Pasenow sintió tal vergüenza que hubiera querido apretar la garganta del viejo para atajar aquel exultante discurso, pero uno de los camaradas contestaba ya que evidentemente se trataba de Ruzena, muchacha en verdad excepcionalmente hermosa, a la que no podía negársele tampoco cierta distinción, aunque las damas presentes no eran en su mayoría lo que parecían, porque la dirección llevaba a cabo una selección muy rigurosa y cuidaba mucho su buen tono. Pero entretanto Ruzena había vuelto a aparecer en el salón: venía del brazo de una muchacha rubia, y, mientras deambulaban por mesas y palcos con sus esbeltos talles y su donaire, tenían realmente un aspecto distinguido. Cuando cruzaron junto a la mesa de Pasenow, alguien preguntó en broma si a la señorita Ruzena no le habían silbado hacía un momento los oídos, y el señor Von Pasenow añadió que, a juzgar por el nombre, tenía ante sí a una hermosa polaca, o sea, a casi una compatriota. No, no era polaca, dijo Ruzena, sino bohemia, aquí se decía checa, pero bohemia era más correcto, porque también el país se llamaba en realidad Bohemia. «Tanto mejor», dijo el señor Von Pasenow, «los polacos no sirven para nada… no se puede confiar en ellos… bueno, qué más da.»
Entretanto las dos muchachas se habían sentado, y Ruzena hablaba con voz profunda y se reía de sí misma por no haber aprendido todavía alemán. Joachim estaba irritado porque el viejo había evocado el recuerdo de las polacas, pero también él tuvo que pensar en una segadora que lo había subido al carro junto a las gavillas cuando era un chiquillo. Pero aunque esta muchacha confundía todos los artículos con su acento gutural y hablaba de «la director» y «el ciudad», era sin embargo toda una damita, que en tieso corsé y perfecta compostura se llevaba la copa de champán a los labios, y era algo muy distinto a una segadora polaca; fueran o no verdad los rumores sobre el padre y las criadas. Joachim no tenía arte ni parte en el asunto, pero con esta delicada muchacha el viejo no debía atreverse a proceder de la forma que quizá le era habitual. Sin embargo, la vida de una muchacha bohemia no podía ser imaginada muy distinta a la de las polacas —como parecía también imposible imaginar algo vivo detrás de la marioneta móvil de un civil alemán—, y aunque intentaba imaginar en torno a Ruzena una buena vivienda, una buena madre matronil, un buen pretendiente con guantes, había algo que no encajaba, y Joachim no podía liberarse de la sensación de que allí todo debía ocurrir de forma salvaje, humillante y brutal: Ruzena le daba pena, aunque sin duda hay algo en ella de un animalito agazapado y salvaje, en cuya garganta se esconde el oscuro grito, oscuro como los bosques de Bohemia, y a él le hubiera gustado saber si se podía hablar con ella como con una dama, porque todo esto es terrible y sin embargo atrayente y en cierto modo da la razón al padre y a sus sucias intenciones. Joachim teme que también Ruzena pueda advertir esto y busca la respuesta en su rostro; ella se da cuenta y le sonríe, aunque su mano, que cuelga blandamente del borde de la mesa, se deja acariciar por el viejo, y él lo hace abiertamente e intenta echar mano de sus conocimientos del polaco para erigir así un seto lingüístico alrededor de la chica y de sí mismo. Desde luego ella no debería permitirlo, y cuando en Stolpin decían que las muchachas polacas no eran de fiar tal vez tuvieran razón. Pero quizá ella es únicamente demasiado débil, y el honor exigiría que se la protegiera del viejo. Esta sería en realidad la misión de su amante; si Bertrand tuviera un ápice de caballerosidad, tendría la obligación de aparecer por fin, para poner con tacto las cosas en su sitio. Súbitamente Joachim empieza a hablar de Bertrand con los compañeros, si hace mucho que no saben de él, qué es lo que hace ahora, sí, Eduard von Bertrand es un hombre extraordinariamente reservado. Pero los compañeros han bebido mucho champán, dan respuestas absurdas y ya no se asombran de nada, ni siquiera de la obstinación con que Joachim insiste en el tema Bertrand, y aunque intencionadamente repite el nombre una y otra vez en voz muy alta y clara, las dos muchachas ni siquiera pestañean, y surge en él la sospecha de que Bertrand puede haber caído tan bajo que se le conozca allí por un nombre falso; así pues se dirige directamente a Ruzena, si ella no conoce a Von Bertrand… hasta que el viejo, fino el oído y clara la cabeza a pesar de todos los champanes, pregunta qué demonios se propone ahora Joachim con el tal Bertrand: «Lo estás buscando como si se hubiera escondido aquí». Joachim lo niega y se ruboriza, pero el viejo sigue con su parloteo: sí, él conocía bien al padre, el viejo coronel Von Bertrand, que ya ha dejado este mundo, y es muy posible que fuera el tal Eduard quien lo llevara a la tumba. Había tomado muy a pecho, se decía, que el tunante hubiera salido de la academia sin que nadie supiera el porqué ni si tras todo aquello se escondía algo sucio. Joachim se sublevó: «Usted perdone, se trata de calumnias sin fundamento… y lo último que puede decirse de Bertrand es que sea un tunante». «Calma», dice el viejo y se vuelve otra vez hacia la mano de Ruzena, en la que deposita ahora un largo beso; Ruzena le deja hacer con indiferencia y observa a Joachim, cuyo cabello claro y suave le recuerda a los niños de la escuela de su tierra natal. «No quiero adular a usted», silabea en su pésimo alemán dirigiéndose al viejo, «pero amable cabello tiene su hijo», después coge la cabeza de su amiga, la mantiene junto a la de Joachim y queda encantada de que el color de pelo coincida: «Hermosa pareja harían», explica a las dos cabezas, y les pasa a los dos los dedos por el pelo. La muchacha lanza un chillido, porque le está estropeando el peinado, Joachim siente la suave mano sobre la nuca, experimenta una ligera sensación de vértigo y echa la cabeza hacia atrás, como si quisiera atrapar la mano entre la cabeza y la nuca para obligarla a quedarse allí, pero la mano desciende ya por sí misma nuca abajo, en una rápida y delicada caricia. «Calma, calma», oye de nuevo la seca voz del padre, y después ve que saca la cartera, extrae de ella dos grandes billetes y los desliza con disimulo hacia las chicas. Sí, también el viejo, cuando está de buen humor, les lanza monedas a las segadoras, y aunque Joachim quisiera intervenir, no puede evitar que Ruzena coja decidida los cincuenta marcos y se los guarde muy contenta: «Gracias, papá», dice, «papá político», se corrige, y le guiña un ojo a Joachim. Joachim está lívido de ira; ¿va a comprarle el viejo una chica por cincuenta marcos? El anciano, perspicaz, advierte el desliz de Ruzena y subraya: «Bueno, me parece que a ti te gusta mi chiquillo…, por mi bendición no quedará…». Perro, piensa Joachim. Pero el viejo domina ahora la situación: «Ruzena, hermosa niña, mañana iré a verte para pedir tu mano, como corresponde, con todos los honores; qué debo llevarte como regalo de bodas… pero tienes que decirme dónde está tu palacio…». Joachim desvía la mirada, como aquel que en una ejecución no quiere ver caer el hacha, pero Ruzena se pone rígida de pronto, se le nublan los ojos, sus labios se contraen desamparados, rechaza la mano que se tiende hacia ella en un gesto de ayuda o de caricia, y se aleja corriendo, para acabar desahogándose llorando con la mujer de los lavabos.
«Es igual», dijo el señor Von Pasenow, «pero se ha hecho tarde. Me parece que nos vamos, señores.» En el coche de punto padre e hijo se sentaron uno junto a otro, rígidos, los bastones entre las rodillas, enemigos. Por fin el viejo dijo: «Los cincuenta marcos se los ha quedado, claro. Así era fácil marcharse». Miserable, piensa Joachim.
Sobre el tema del uniforme Bertrand hubiera podido decir: Primeramente era solo la Iglesia la que tronaba como juez sobre los hombres, y todo hombre sabía que era un pecador. Ahora el pecador tiene que juzgar a los pecadores, para que todos los valores no caigan en la anarquía, y, en lugar de llorar con él, el hermano tiene que decir al hermano: «Has obrado mal». Y si antes era solo la indumentaria del clérigo la que se distinguía de las demás como algo extrahumano, si entonces lo civil se traicionaba incluso bajo el uniforme o el traje oficial, más tarde, al perderse la gran intransigencia de la fe, el atuendo terrenal tuvo que ocupar el lugar del celeste, y la sociedad tuvo que dividirse en jerarquías y uniformes terrestres y elevar estos al absoluto en lugar de la fe. Y, como siempre es romántico elevar lo terrenal a lo absoluto, he aquí que el romanticismo estricto y verdadero de esta época es el romanticismo del uniforme, igual que si existiera una idea ultraterrestre y ultratemporal del uniforme, una idea que no existe y que sin embargo es tan poderosa que arrastra con más fuerza a los hombres que cualquier otra ocupación terrenal, una idea inexistente y sin embargo tan poderosa que convierte el uniformado en un poseso del uniforme, pero nunca en un profesional como lo entienden los civiles, quizá precisamente porque el hombre que lleva el uniforme está imbuido hasta las cejas del convencimiento de que está consumando la forma de vida propia de su tiempo y también con ello la seguridad de su propia vida.
Así hubiera podido hablar Bertrand; pero desde luego, aunque todo hombre que lleva uniforme no sea consciente de esto, es sin embargo cierto que todo aquel que lleva uniforme durante años encuentra en este un mejor orden de cosas que el hombre que solo cambia su traje civil de noche por el de día. Desde luego no tiene necesidad alguna de reflexionar sobre estas cosas, porque un auténtico uniforme proporciona al que lo lleva una delimitación muy clara entre su persona y el mundo circundante; es como una rígida funda, en la que mundo y persona chocan viva y claramente entre sí y se distinguen uno de otra; la verdadera misión del uniforme es mostrar y establecer un orden en el mundo y rescatar lo que tiene la vida de fugitivo y efímero, al igual que esconde lo que tiene de blando y fugitivo el cuerpo del hombre, cubre su ropa interior, su piel, y el centinela de guardia tiene que ponerse guantes blancos. De este modo, al hombre que por la mañana se ha abrochado su uniforme hasta el último botón se le da realmente una segunda y más densa piel, como si regresara a su vida más propia y más verdadera. Encerrado en su rígida funda, apresado entre correas y hebillas, empieza a olvidar su propia ropa interior y la inseguridad de la vida, la vida misma se aleja. Cuando ha dado un tirón al borde de la chaqueta del uniforme, para mantenerlo terso y sin arrugas en pecho y espalda, entonces incluso el hijo, al que este hombre sin embargo ama, incluso la mujer, en cuyo abrazo ha engendrado él este hijo, se pierden en una lejanía tan remota y civil que apenas reconoce la boca que ella le ofrece al despedirle, y su hogar se le vuelve extraño, un lugar que no puede visitar cuando va de uniforme. Mientras se dirige al cuartel o al despacho con su uniforme, no se debe a orgullo el hecho de que ignore a los que visten de otro modo; sencillamente, es ya incapaz de comprender que bajo los otros bárbaros atuendos pueda palpitar algo que tenga el menor rasgo en común con lo auténticamente humano, tal como él lo siente en sí. Pero sin embargo el hombre con uniforme no se ha vuelto ciego ni está tampoco lleno de ciegos prejuicios, como con tanta frecuencia se cree; sigue siendo un hombre como tú o como yo, piensa en comer y en acostarse, y lee el periódico durante el desayuno; pero ya no está ligado a las cosas y, como ahora apenas si le importan, puede clasificarlas en buenas y en malas, pues la seguridad de la vida se basa en la intransigencia y en la incomprensión.
Cada vez que Joachim von Pasenow se veía obligado a vestir de civil, acudía a su mente la imagen de Eduard von Bertrand, y cada vez se alegraba de que la ropa de civil no le sentara a él con la misma naturalidad que a aquel hombre, y cada vez se decía a sí mismo que le hubiera gustado saber qué pensaba Bertrand de la cuestión del uniforme. Porque Eduard von Bertrand tenía desde luego sobradas razones para meditar sobre el problema, puesto que de una vez por todas había abandonado el uniforme y se había decidido por el traje civil. Había sido todo muy extraño. Bertrand había terminado sus estudios en la academia de cadetes de Culm dos años antes que Pasenow y allí no se había diferenciado en nada de los demás: llevaba en verano pantalones anchos y blancos como los demás: comía con los demás en una misma mesa, había pasado exámenes como los demás y sin embargo, cuando fue ascendido a segundo teniente, ocurrió lo inconcebible: sin motivo aparente abandonó el ejército y desapareció en una vida insólita, desapareció en las tinieblas de la gran ciudad, unas tinieblas de las que solo emergía de vez en cuando. Cuando uno lo encontraba por la calle, tenía siempre la duda de si debía saludarlo o no, porque a la sensación de hallarse frente a un traidor, que se había apoderado de algo que era propiedad común de todos ellos y lo había llevado al otro lado de la vida, abandonándolo, se mezclaba la sensación de estar expuesto allí, vergonzoso y desnudo, mientras el propio Bertrand no revelaba nada de sus motivos ni de su vida y mantenía siempre la misma afable reserva. Pero quizá lo inquietante radicaba solo en el traje civil de Bertrand, entre cuyas solapas asomaba la blanca pechera almidonada, de modo que en definitiva uno debía avergonzarse por él. Y sin embargo el propio Bertrand había afirmado en Culm que un auténtico soldado no puede permitir que los puños de la camisa asomen fuera de las mangas, porque el nacer, dormir, amar, morir, en resumen todo lo civil, es un asunto de ropa interior; y aunque estas paradojas habían sido características de Bertrand, al igual que el leve gesto de la mano con que indolente y despectivo se desentendía de lo que había dicho, era sin embargo evidente que ya en aquel entonces ocupaba su mente el problema del uniforme. En lo referente a la ropa interior y a los puños llevaba algo de razón, si uno se paraba a considerar —siempre despertaba Bertrand ese tipo de ideas desagradables— que todos los hombres, sin excluir a los civiles ni a su propio padre, llevaban la camisa metida en el pantalón. Por esta razón a Joachim tampoco le gustaba encontrar en la sala de la tropa a hombres con la chaqueta abierta; había en ello algo indecoroso que, por caminos no muy claros pero sí comprensibles, llevaba a la prescripción de que la visita a determinados locales y otras situaciones eróticas exigían el traje civil, e incluso parecía una falta contra la prescripción el hecho de que hubiera oficiales y suboficiales casados. Cuando el sargento primero, hombre casado, se presentaba al servicio de la mañana y se desabrochaba dos botones de la guerrera para sacar de la abertura, por la que se veía la camisa a cuadros, el gran libro de cuero rojo, Joachim se tocaba casi siempre los botones de su propia chaqueta y solo se sentía seguro después de comprobar que estaban todos abrochados. Casi hubiera deseado que el uniforme fuera una directa emanación de la piel, y a veces pensaba incluso que esta era la verdadera misión de un uniforme, o que por lo menos la ropa interior debería convertirse mediante marcas y distintivos en parte del uniforme. Era inquietante que cada uno llevara consigo, debajo de la chaqueta, la anarquía común a todos. Quizá el mundo se hubiera dislocado por completo, si no se hubiera inventado en el último instante, para los civiles, la ropa almidonada, que convierte la camisa en una tabla blanca y le quita parecido con la ropa interior. Joachim recordaba el asombro que sintió de niño al descubrir en el retrato del abuelo que este no llevaba una camisa almidonada sino una pechera de encajes. Indudablemente los hombres poseían en aquel entonces una íntima y profunda fe cristiana y no tenían que buscar en otra parte protección contra la anarquía. Todas estas reflexiones eran desde luego absurdas y seguramente eran solo resultado de las disparatadas afirmaciones de un tipo como Bertrand; Pasenow casi se avergonzaba de estas ideas ante el sargento, y cuando lo acosaban, intentaba rechazarlas y adoptaba con gesto nervioso una firme posición reglamentaria.
Pero por más que rechazase estos pensamientos como absurdos y aceptase el uniforme como algo natural, se escondía detrás de todo esto algo más que una simple cuestión de indumentaria, algo más que aquello que daba a su vida, si no un contenido, sí una actitud. A menudo creía poder liberarse de este problema y del propio Bertrand con la fórmula «camaradas en el uniforme del rey», aunque estaba muy lejos de querer manifestar con ello un respeto fuera de lo común por el uniforme del rey o de entregarse a una especial vanidad, incluso pensaba que su elegancia no iba más allá ni se diferenciaba de una corrección estrictamente reglamentaria, y no le disgustó oír una vez, en un círculo de damas, la fundamentada idea de que el largo y rígido corte del uniforme y los colores chillones de la tela no cuadraban bien con su rostro, y que una chaqueta de terciopelo marrón, a lo artista, y una corbata suelta le sentarían mucho mejor. Que para él el uniforme significaba, sin embargo, mucho más, puede explicarse en parte por la tenacidad heredada de su madre, que solía adherirse obstinadamente a las costumbres adquiridas. Y a veces le parecía que no podía haber para él ninguna otra actitud, aunque continuaba alimentando un profundo rencor contra la madre, que en aquel entonces se había sometido a las disposiciones del tío Bernhard sin replicar. Pero aquello quedaba muy lejos, y cuando uno se habitúa a vestir uniforme desde los diez años, el traje que lleva crece con él como una camisa de Nessus, y nadie, y menos aún Joachim von Pasenow, es capaz de precisar dónde está el límite entre su yo y el uniforme. Y, sin embargo, era más que una costumbre. Pues, aunque la profesión militar no hubiera crecido dentro de él, o él en ella, el uniforme había llegado a ser para él símbolo de muchas cosas; y a lo largo de los años lo había alimentado y revestido con tantas ideas que, protegido y encerrado allí, ya no habría podido prescindir de él, aislado frente al mundo y la casa paterna, conformándose con esta seguridad y protección, sin notar casi que el uniforme solo le dejaba una estrecha franja de libertad personal y humana, no más ancha que la estrecha franja de puño almidonado que permite el uniforme a los oficiales. No le gustaba vestirse de civil y le parecía bien que el uniforme le mantuviera apartado de locales de mala nota, en los que imaginaba al civil Bertrand acompañado de mujeres disolutas. Porque a menudo lo invadía un miedo terrible a caer también él en el oscuro destino de Bertrand. Por eso censuraba igualmente a su padre, por tener que acompañarlo, y precisamente de civil, en el obligado recorrido por la vida nocturna de Berlín, con la que debía concluir tradicionalmente la visita a la capital del Reich.
Cuando al día siguiente Joachim llevó al padre a la estación, este le dijo: «Bueno, ahora que serás capitán de caballería, tendremos que pensar en el matrimonio. ¿Qué te parece Elisabeth? En definitiva los Baddensen poseen allá en Lestow unas doscientas fanegas, y la chica lo heredará todo algún día». Joachim calló. La víspera casi le había comprado una mujer por cincuenta marcos y hoy negociaba para él una unión legítima. ¡O quizá el viejo se había encaprichado con Elisabeth como con aquella muchacha, cuya mano sentía ahora Joachim otra vez en su nuca! Pero era inconcebible que alguien pudiera atreverse a codiciar a Elisabeth, y todavía más inconcebible que alguien pretendiera violar a una santa valiéndose del propio hijo, por no poderlo hacer personalmente. Casi estaba por disculparse con el padre por tan horrible sospecha; pero desde luego el viejo era capaz de todo. Sí, uno debería proteger de este viejo a todas las mujeres del mundo, piensa Joachim mientras recorren el andén, y lo sigue pensando mientras sigue el tren con la mirada en un saludo. Pero cuando el tren desaparece, piensa en Ruzena.
También al atardecer piensa aún en Ruzena. Hay tardes primaverales cuyo crepúsculo se prolonga mucho más de lo que está prescrito por la astronomía. Entonces cae sobre la ciudad una humosa, delgada niebla y le da esa opacidad un tanto tensa de las tardes sin trabajo que preceden a los días festivos. Y es también como si la luz hubiera quedado prendida de tal modo en esta niebla opaca y luminosamente gris que persisten en ella hilos de claridad incluso cuando ya se ha tornado negra y aterciopelada. Y así este crepúsculo dura mucho tiempo, tanto tiempo que los dueños de los comercios se olvidan de cerrar las tiendas; se quedan charlando con las clientas ante las puertas, hasta que pasa el guardia y les recuerda sonriente que han rebasado la hora de cierre. Incluso más tarde brillan aún luces en muchas tiendas, pues en la parte trasera del local la familia está cenando; no han echado el travesaño de la puerta como de costumbre, sino que han colocado solo una silla tras ella para indicar que los clientes no podrán ser atendidos, y cuando hayan terminado de comer, saldrán con sus sillas y se sentarán a descansar ante la puerta. Son de envidiar los pequeños comerciantes y artesanos que tienen la vivienda al fondo del local; envidiables en invierno, cuando echan el pesado travesaño y mantienen así doblemente protegido y caliente el local, a través de cuya puerta de cristales sonríe, en época navideña, el adornado árbol de Navidad, envidiables en los suaves atardeceres de primavera y otoño, cuando se sientan ante sus puertas, como en la terraza de su jardín, con el gato en el regazo o rascando con la mano el suave lomo del perro.
Joachim, de regreso del cuartel, pasa por un suburbio. Esto no corresponde a su rango, pues los oficiales suelen regresar a sus hogares en coches del regimiento. Nadie viene a pasear por aquí, ni siquiera Bertrand lo haría, y a Joachim le parece muy inquietante estar haciéndolo él, como si se hubiera metido en terreno resbaladizo. Pero ¿no es casi como si así quisiera rebajarse por Ruzena? ¿O es acaso rebajar a la propia Ruzena? Pues claramente se la imagina en una vivienda de suburbio, quizá incluso en un sótano, a cuya oscura entrada se amontonan legumbres y verduras para la venta, mientras la madre de Ruzena se acurruca allí haciendo punto y habla la oscura lengua extranjera. Joachim nota el olor humeante de las lámparas de petróleo. En la baja bóveda del sótano brilla una luz. Es una lámpara fijada al fondo sobre la sucia pared. Él mismo podría estar casi sentado allí con Ruzena, la mano de ella acariciándole la nuca. Pero se asusta en cuanto cobra conciencia de esta imagen, y se esfuerza en alejarla y en pensar que el mismo crepúsculo de luz gris descansa sobre Lestow. Y en el parque silencioso de niebla, que huele ya a césped húmedo, encuentra a Elisabeth; ella se dirige a casa lentamente, a través de las ventanas brillan las suaves lámparas de petróleo y se reflejan en la creciente oscuridad del atardecer, y también su perrito está con ella, como si también él estuviera cansado. Pero cuando piensa con más agudeza y más intensidad, se ve a sí mismo y a Ruzena en la terraza delante de la casa y Ruzena desliza la mano acariciante por su nuca.
Es fácil comprender que con ese hermoso tiempo primaveral uno estuviera de buen humor y los negocios marcharan viento en popa. Esto opinaba también Bertrand, que estaba en Berlín desde hacía unos días. Pero en el fondo sabía que su buen humor se debía simplemente al éxito que coronaba todos sus actos desde hacía años y que por otra parte necesitaba este buen humor para tener éxito. Era un agradable dejarse ir, como si él no tuviera que desplazarse hacia las cosas, porque ellas acudían flotando a su encuentro. Tal vez esta había sido una de las razones por las que había dejado el regimiento: tantas cosas había que se ofrecían a su alrededor y que entonces le estaban vedadas. ¿Qué le decían a él en aquella época los letreros comerciales? Eran palabras muertas, que se pasaban por alto o que molestaban. Ahora sabía mucho de bancos, sabía lo que ocurría tras las ventanillas, sí, ahora no comprendía solo lo que estaba escrito en los letreros de las ventanillas, descuentos, cambios, giros, pagos, sino que sabía también lo que ocurría en las oficinas de la dirección, sabía juzgar un banco por su capital y sus reservas, y las cotizaciones de la Bolsa le daban una información viva. Comprendía expresiones como tránsito y existencias con franquicia en las agencias de transporte, y todo esto había penetrado en su ser del modo más natural, y le resultaba tan comprensible como la placa de bronce de Steinweg en Hamburgo: EDUARD VON BERTRAND, IMPORTACIÓN DE ALGODÓN. Y que pudiera verse una placa igual en la Rolandstrasse de Bremen y en el Cotton Exchange de Liverpool le hacía sentirse orgulloso.
Cuando encontró en Unter den Linden a Pasenow, anguloso en su larga chaqueta de uniforme con galones, angulosos los hombros, mientras él movía cómodamente los suyos en la tela inglesa, se sintió especialmente contento y lo saludó con la familiaridad y desenvoltura que adoptaba siempre que encontraba a un antiguo camarada, y le preguntó sin más si ya había almorzado y si no quería comer con él en Dressel.
Pasenow, ante el repentino encuentro y la inesperada cordialidad, olvidó lo mucho que había pensado en Bertrand durante los últimos días; de nuevo se avergonzó de estar hablando él, tan bien vestido en su uniforme, con uno que, por así decirlo, tenía que estar desnudo de civil ante él, y hubiera preferido evitar el ofrecimiento de comer juntos. Pero se tranquilizó al constatar que hacía mucho tiempo que no veía a Bertrand. Con la vida monótona y sedentaria que llevaba Pasenow, esto no tenía nada de extraño, opinó Bertrand. A él por el contrario, con su inquietud y su constante trajín, le parecía que había sido ayer que habían paseado juntos sus primeros galones entre los tilos y habían cenado por primera vez en Dressel —mientras habían entrado—, y en este tiempo sin embargo habían envejecido. Pasenow pensó: habla demasiado; pero como le resultaba agradable que Bertrand poseyera una fea peculiaridad, o como advertía que el silencio mantenido hasta ahora por el antiguo amigo le había mortificado siempre, preguntó, a pesar de su repugnancia a toda indiscreción, dónde demonios se había metido durante este tiempo; Bertrand hizo un ligero gesto con la mano, como queriendo echar a un lado algo sin importancia: «Bueno, en muchos sitios, últimamente en América». Claro, América… América había sido siempre para Joachim el país de los hijos depravados, repudiados, viciosos, ¡y el viejo Von Bertrand había muerto de pena! Pero aquello no encajaba tampoco con el hombre elegante y a todas luces acomodado que estaba sentado frente a él. Pasenow había oído hablar ya de alguno de estos depravados que se había labrado allí una buena posición como hacendado y luego regresaba a Alemania, a buscar una novia alemana, y quizá este venía ahora en busca de Ruzena; pero no, ella no es alemana, sino checa, o, dicho con más exactitud, bohemia. No obstante, obsesionado por la idea, insistió de nuevo: «¿Y regresa usted allí?». «No, por ahora no, antes tengo que ir a la India.» En suma, ¡un aventurero! Y Pasenow miró a su alrededor, avergonzado de estar sentado a la mesa con el aventurero; pero había que afrontarlo: «Así que está usted siempre de viaje». «Bueno, hasta donde lo exigen los negocios… pero me gusta viajar. Ya se sabe, hay que hacer siempre aquello a lo que nos impulsa nuestro demonio interior.» Estas palabras eran una confesión; ahora él lo sabía: Bertrand había abandonado el ejército por los negocios, por afán de lucro, por codicia. Pero Bertrand, con la insensibilidad propia de estos hombres codiciosos, no advirtió el desprecio que inspiraba y siguió con desparpajo: «Mire, Pasenow, cada vez me resulta más incomprensible que siga usted aquí.
¿Por qué no se apunta al menos al servicio de colonias, ya que el Reich nos ha proporcionado esta distracción?». Pasenow y sus compañeros nunca se habían calentado la cabeza con el problema de las colonias; era un asunto reservado a la marina; pero sin embargo se indignó: «¿Distracción?». Bertrand tenía de nuevo aquel gesto irónico en la boca: «Veamos, ¿qué puede sacarse de todo esto? Una pequeña distracción bélica particular y una pequeña fama bélica para los directamente interesados. Con todos los respetos para el doctor Peters naturalmente, y si hubiera llegado antes, yo habría colaborado con él, pero ¿qué se puede sacar de todo esto, salvo romanticismo? Todo es romanticismo… a excepción, claro está, de la actividad misionera de católicos y evangélicos, que llevan a cabo un trabajo razonable y oportuno. Pero todo lo demás… distracción, solo una distracción». Hablaba de forma tan despectiva, que Pasenow se sintió profundamente enojado, aunque su tono reflejaba solo mortificación: «¿Por qué nosotros, alemanes, debemos quedarnos atrás respecto a los otros pueblos?». «Voy a decirle algo, Pasenow; en primer lugar, Inglaterra es Inglaterra; en segundo lugar, tampoco Inglaterra ha ganado todavía la partida; en tercer lugar, prefiero de todos modos invertir capitales sobrantes en valores coloniales ingleses que en alemanes, de modo que incluso podría hablarse de un romanticismo económico colonial; y, en cuarto lugar, ya dije antes que siempre es solo la Iglesia la que tiene un interés sensato y auténtico en la expansión colonial.» La mortificada sorpresa de Joachim von Pasenow iba en aumento, así como la sospecha de que el tal Bertrand quería cegarlo con palabras pedantes e impenetrables y arrastrarlo o inducirlo a algo determinado. Todo aquello tenía algo que ver, de un modo u otro, con el cabello nada militar y casi rizado de Bertrand. Hasta cierto punto resultaba teatral. A Joachim se le ocurrió la palabra abismo y abismo infernal; ¿por qué hablaba siempre aquel hombre de la fe y de la Iglesia? Pero antes de que pudiera hallar una respuesta adecuada, Bertrand se había dado cuenta ya de su asombro: «Sí, vea usted, Europa se ha vuelto un punto muy dudoso para la Iglesia. ¡Con África ocurre lo contrario! Cientos de millones de almas como materia prima para la fe. Y puede estar usted seguro de que un negro bautizado es mejor cristiano que veinte europeos. Es más que comprensible que tanto el catolicismo como el protestantismo luchen por hacerse con estos fanatizados; allí está el futuro de la fe, allí están los futuros paladines de la fe, aquellos que un día arremeterán a sangre y a fuego, en nombre de Cristo, contra una Europa hundida en el paganismo y en el lodo, para colocar finalmente un Papa negro en la silla de Pedro, entre las humeantes ruinas de Roma». Esto es el Apocalipsis de san Juan, pensó Pasenow; blasfema. ¿Y qué pretende con las almas de los negros? Ya no existen traficantes de esclavos, aunque una cosa así podría atribuirse muy bien a un hombre dominado por la codicia. Él mismo ha hablado de su demonio interior. Pero tal vez solo esté bromeando; ya en la escuela no se sabía nunca qué pensaba. «¡Usted bromea! Y en lo que respecta a los turcos y espahíes, ya hemos terminado con ellos.» Bertrand no pudo evitar una sonrisa, y su sonrisa era tan amistosa y alentadora que tampoco Joachim pudo hacer otra cosa que sonreír. Se sonrieron pues amistosamente y sus almas se saludaron a través de las ventanas de los ojos un instante, como dos vecinos que no se han saludado nunca y que por casualidad se asoman al mismo tiempo a la ventana, alegres y avergonzados a un tiempo por este saludo inesperado y simultáneo. Disiparon su vergüenza en un convencionalismo, y Bertrand, levantando su copa, dijo: «Mucho ojo, Pasenow», y Pasenow dijo: «Mucho ojo, Bertrand», y los dos tuvieron que sonreír otra vez.
Cuando salieron del local y se hallaron otra vez en Unter den Linden, bajo los árboles inmóviles, un tanto marchitos a la cálida luz del sol de la tarde, Pasenow recordó aquello que no se había atrevido a decir durante la comida: «En realidad no comprendo qué tiene usted contra la fe de nosotros, los europeos. Me parece que, como habitante de una gran ciudad, no tiene una visión adecuada del problema. Cuando uno ha crecido, como yo, en el campo, considera estas cosas de otra forma. Nuestra gente del campo está además mucho más apegada al cristianismo de lo que usted parece creer». En cierto modo se sintió audaz por haberle dicho esto a Bertrand cara a cara, un soldado raso que pretendía dar indicaciones estratégicas a un oficial de Estado Mayor, y temió por un momento que Bertrand se enfadara. Pero Bertrand se limitó a decir alegremente: «Bueno, entonces todo irá estupendamente». Después intercambiaron sus direcciones y se prometieron seguir en contacto.
Pasenow tomó un coche de punto para ir a Westend, a las carreras. El vino del Rin, el calor de la tarde y también lo extraordinario de aquel encuentro le habían dejado tras la frente y los parietales —con gusto se habría quitado la rígida gorra— una sensación oscura y quebradiza, no muy distinta al cuero del asiento, que sentía en las yemas de los dedos a través de los guantes blancos, un poco pegajoso incluso, tan caliente lo había puesto el sol. Lamentaba no haber invitado a Bertrand a venirse con él, y se alegraba de que, al menos, su padre no hubiera permanecido en Berlín, pues de ser así seguro que habría estado sentado a su lado. Por otra parte, le alegraba que Bertrand no le hubiese acompañado en traje de civil. Pero tal vez Bertrand quisiera darle una sorpresa, recogería a Ruzena y se encontrarían todos en el hipódromo. Como una familia. Pero estos pensamientos eran absurdos. Ni siquiera Bertrand se exhibiría en el hipódromo con una chica así.
Cuando pocos días después su camarada Leindorff recibió la visita de su anciano padre, fue para Pasenow como un mandato del cielo acudir al Jägerkasino para adelantarse al viejo Leindorff, al que ya veía subir las angostas escaleras con paso apresurado y rectilíneo. Fue a casa en el coche del regimiento y se vistió de civil. Después se puso en camino. En la esquina se encontró a dos soldados; iba ya a llevarse la mano al borde de la gorra para responder a su saludo, cuando se dio cuenta de que no le habían saludado y de que él llevaba chistera en lugar de la gorra; todo aquello era hasta cierto punto disparatado y no pudo evitar una sonrisa, porque era absurdo que el viejo y medio paralítico conde Leindorff, que solo pensaba en sus consultas médicas, estuviera hoy en el Jägerkasino. Lo más sensato sería dar media vuelta y regresar, pero, como esto podía hacerlo en cualquier momento, sintió una leve sensación de libertad y prosiguió su camino. En el fondo hubiera preferido pasear por aquel suburbio para volver a ver el sótano de las verduras con su humeante lámpara de petróleo colgada del muro, pero no podía pasearse por la parte norte con levita y chistera. Allí fuera el atardecer debía de ser hoy deliciosamente crepuscular como entonces, pero aquí, en el centro de la ciudad, todo parecía ser enemigo de la naturaleza, incluso el cielo y el aire que cubrían las estrepitosas luces, los numerosos escaparates y la agitada vida de la calle, eran tan ciudadanos y tan poco hogareños, que experimentó una sensación de agrado y de quietud, aunque también inquietante, al descubrir una tiendecita de lencería, que exponía en un pequeño escaparate sus puntillas, ruches, labores empezadas sobre patrones azules, y al ver la puerta de cristal que, en la parte posterior, conducía evidentemente a la vivienda. Tras el mostrador estaba sentada una mujer de pelo blanco, casi una dama, junto a una muchacha joven cuyo rostro no podía ver; ambas hacían labor. Contempló las mercancías del escaparate y pensó que podría dar una alegría a Ruzena con alguno de aquellos pañuelos de encaje. También esta idea le pareció absurda y siguió adelante; pero al llegar a la esquina siguiente dio media vuelta y volvió sobre sus pasos, impulsado por el deseo de ver el rostro oculto de la muchacha de la tienda; adquirió tres pañuelos finos, en realidad sin destinarlos concretamente a Ruzena, sino porque sí y feliz también de proporcionarle a la anciana una alegría con su compra. Pero la muchacha tenía un rostro indiferente, una expresión casi antipática. Después Joachim se marchó a su casa.
En invierno, en la época de las fiestas cortesanas, que eran una esperanza inconfesada para la baronesa, en primavera, en la época de las carreras y las compras para el verano, la familia Baddensen ocupaba una lujosa casa en Westend, y un domingo por la mañana Joachim von Pasenow fue a visitar a las damas. Acudía raras veces a este distante barrio de chalets, que se extendían rápidamente siguiendo el modelo de los cottages ingleses, aunque solo familias acomodadas, con carruaje a su disposición, podían vivir allí, sin notar demasiado el inconveniente del alejamiento de la ciudad. Pero para aquellos privilegiados que podían subsanar este inconveniente espacial, la estancia allí era un pequeño paraíso campestre, y Pasenow, mientras cruzaba por las cuidadas calles entre las villas, sintió penetrar en él, ante el encanto de este barrio residencial, una sensación cálida y agradable. Durante los últimos días muchas cosas habían perdido seguridad y de modo inexplicable esto tenía relación con Bertrand: algún pilar de la vida se había tornado quebradizo, y si bien todo seguía en su antiguo lugar, porque las partes se sostenían unas con otras, Joachim, junto al vago deseo de que la bóveda de este equilibrio se derrumbara y enterrara bajo sí misma los elementos caídos, sentía crecer al mismo tiempo el temor de que aquel vago deseo se cumpliera, y sentía crecer una nostalgia de firmeza, seguridad y paz. Pero aquel barrio lujoso de villas, con sus edificios palaciegos estilo renacimiento, barroco o suizo, rodeados de bien cuidados jardines, en los que se oían el rastrillo del jardinero, el chorro de las mangas de riego, el canto de las fuentes, destilaba una seguridad tan grande e insular que uno apenas podía creer la profecía de Bertrand de que tampoco Inglaterra había ganado la partida. A través de las ventanas abiertas se oían estudios de Stephen Heller y Clementi: las hijas de estas familias podían seguir tranquilas sus estudios; feliz destino de seguridad y de dulzura, pletórico de amistad, hasta que el amor viene a sustituir a la amistad y el amor se extingue de nuevo en amistad. A lo lejos, aunque no muy lejos, un gallo cantó, como si también él quisiera destacar la rústica sencillez de aquel cuidado barrio residencial: si Bertrand hubiera crecido en el campo, no andaría difundiendo inseguridad, y de haberle dejado a él en su tierra, no se habría hecho tan propenso a la inseguridad. Sería hermoso pasear con Elisabeth por los campos, tocar con dedos inquisitivos el trigo maduro y por las tardes, cuando el aire se impregna del penetrante olor de los establos, atravesar el patio limpio y recién barrido para ver cómo ordeñan. Elisabeth resultaría aquí, entre grandes y rústicos animales, excesivamente esbelta para la pesadez del ambiente, y lo que en la madre era solo natural y hogareño, en ella sería conmovedor y hogareño a un tiempo. Pero para todo aquello era ya para él demasiado tarde, para él, al que habían convertido en un extraño y que era ahora —se estaba dando cuenta— un apátrida como Bertrand.
Le envolvió el recogimiento del jardín, cuyas vallas quedaban ocultas tras los setos. Y el recogimiento de la naturaleza se veía aumentado por el hecho de que la baronesa había hecho sacar al jardín uno de los sillones de felpa del salón: el sillón estaba allí, sobre la gravilla del jardín, como algo exótico y necesitado de calor, con sus patas torneadas y terminadas en ruedas, y agradecía la benignidad del clima y de la naturaleza civilizada, que le permitían permanecer en aquel lugar; pero su color era el de una rosa oscura que se marchitaba. Elisabeth y Joachim se sentaron en las sillas del jardín, cuyos asientos de hierro estaban tachonados por estrellas como encajes de Bruselas.
Después de haber hablado ampliamente de las ventajas de aquel barrio residencial, que resultaba especialmente adecuado para las personas acostumbradas y amantes de la vida campestre, le preguntaron a Joachim por su vida en la capital, y él no pudo dejar de expresar y justificar su añoranza por el campo. Halló absoluta aprobación por parte de las damas; especialmente la baronesa aseguró una y otra vez que ella, y esperaba no le sorprendiera, pasaba con frecuencia días y semanas sin ir al centro de la ciudad, tanto miedo le daban, sí, miedo, el bullicio, el ruido y el gigantesco tráfico. Pero allí, opinó Pasenow, tenían ellas un auténtico refugio, y la conversación recayó de nuevo en las excelencias de aquel barrio privilegiado, hasta que la baronesa, como si quisiera darle una grata sorpresa, le comunicó casi en secreto que les habían ofrecido la compra de la casita con la que se habían encariñado tanto. Y con la alegría anticipada de la posesión le propuso que visitara la casita, que hiciera le tour du propriétaire, expresión que pronunció con un asomo de vergüenza e ironía.
Como de costumbre, en la planta baja estaban las habitaciones de vida en común y en el piso superior los dormitorios. Junto al comedor, que irradiaba una confortabilidad sombría con sus viejos muebles alemanes de madera tallada, construirían un jardín de invierno con surtidor, y por supuesto ampliarían también el salón. Después subieron la escalera, que tanto arriba como abajo tenía cortinas de terciopelo que caían en artísticos pliegues, y la baronesa no dejó ni una puerta sin abrir, exceptuando solo las excusadas. Con algo de apuro y un ligero rubor el cuarto de Elisabeth fue expuesto a las miradas masculinas, pero más que esas nubes de blancos encajes que cubrían la cama, las ventanas, el lavabo y el espejo, fue para Joachim vergonzosa y penosa la visión del dormitorio de matrimonio; casi llegó a sospechar que de este modo la baronesa quería obligarle a convertirse en confidente de la casa y cómplice de su vergüenza. Porque allí ante sus ojos, ante los ojos de todos, patente para Elisabeth, a quien él sentía abrumada y violentada por tal conocimiento, cama con cama, a punto para las funciones sexuales de la baronesa, que ahora él veía ante sí, no precisamente desnuda, pero con sus aires de gran dama perdidos y como desgarrada, allí estaba aquel dormitorio, y la habitación se le aparecía de pronto como el centro de la casa, como el altar oculto y sin embargo visible alrededor del cual se había construido todo lo demás. Y también vio de repente con claridad que en todas las casas de aquella larga hilera de villas ante las cuales había pasado, un dormitorio semejante era también el centro, y que las sonatinas y estudios que se escuchaban a través de las abiertas ventanas, tras las cuales el viento primaveral agitaba suavemente los blancos cortinajes, solo servían para encubrir la verdadera situación. Así pues, cada noche se preparan en todas partes las camas para los señores con las sábanas que hipócritamente se doblan en el cuarto de plancha, y la servidumbre y los niños saben a qué fin se destinan; en todas partes los criados y los niños duermen castamente y desparejados en torno al apareado centro de la casa, honestos y castos, pero al servicio y bajo las órdenes de los impúdicos y desvergonzados. ¿Cómo se había podido atrever la baronesa, al ponderar las ventajas del barrio, a incluir la cercanía de la iglesia en estas alabanzas?
¿No tenía ella que pisar la iglesia en último lugar, o, por así decirlo, descalza? Tal vez Bertrand se refería a esto, cuando habló de la irreligiosidad, y Joachim comprendió que los negros paladines de Dios caerían a sangre y fuego sobre estos desechos humanos, a fin de restablecer la verdadera castidad y el cristianismo verdadero. Miró a Elisabeth y creyó leer en sus ojos que compartía su indignación. Y el hecho de que ella pudiera estar destinada a una profanación similar, y de que él mismo tuviera tal vez que llevar a cabo esta profanación, le enterneció de tal modo que hubiera querido raptarla, solo para montar guardia ante su puerta y para que ella, sin ser ultrajada ni molestada, soñara eternamente un sueño de encajes blancos.
Acompañado amablemente por las damas hasta la planta baja, se despidió con la promesa de volver pronto. Ya en la calle, adquirió conciencia de la vacuidad de esta visita; pensó en cuánto aterrarían a estas damas las palabras de Bertrand, y deseó incluso que alguna vez pudieran escucharlo.
Cuando un hombre, sea a consecuencia del aislamiento de casta que preside su vida, sea a consecuencia de cierta desidia de los propios sentimientos, ha adquirido la costumbre de ignorar a sus semejantes, tiene que causarle extrañeza y asombro que su mirada quede prendida en dos jóvenes desconocidos que charlan cerca de él. Esto fue lo que le sucedió a Joachim una noche en el foyer de la ópera. Los dos hombres eran evidentemente extranjeros y no pasaban mucho de los veinte años; de momento los creyó italianos, no solo porque el corte de sus trajes era un poco insólito, sino porque uno de ellos, de ojos negros y cabello negro, llevaba bigote a la italiana. Después, aunque a Joachim le repugnaba escuchar conversaciones ajenas, pudo comprobar que se servían de una lengua extranjera, pero que no era italiano, y se sintió impelido a escuchar con más atención, hasta que, con un ligero sobresalto, creyó advertir que aquellos dos jóvenes hablaban checo, o, para ser más exactos, bohemio. Su sobresalto carecía de fundamento, y aún le pareció menos fundamentado el sentimiento de infidelidad respecto a Elisabeth que siguió. Naturalmente era posible, aunque no probable, que Ruzena se encontrara aquí en el teatro y que los dos jóvenes fueran a verla a su palco, como él mismo había acudido a veces al de Elisabeth, y tal vez el joven de la barbita negra y los negros cabellos excesivamente rizados tuviera realmente cierto parecido con Ruzena, y no solo por el color del pelo: era tal vez aquella boca un poco demasiado pequeña, cuyos labios se destacaban en exceso sobre el cutis amarillento, aquella nariz demasiado corta y graciosa y aquella sonrisa, que resultaba en cierto modo desafiante —sí, desafiante era la palabra exacta— y que parecía no obstante pedir perdón. Sin embargo, todo esto le parecía absurdo y era muy posible que semejante parecido fueran meras figuraciones suyas; ya que, si pensaba ahora en Ruzena, tenía que reconocer que su imagen había palidecido totalmente, que con toda seguridad no la reconocería por la calle, y que solo podía verla a través de la máscara y por mediación de aquel joven. Esto le tranquilizó y en cierto modo quitó peligro a la situación, sin que uno pudiera alegrarse, ya que al mismo tiempo y a otro nivel experimentó la sensación indecible y espanto
