The Relic (Inspector Pendergast 1)

Lincoln Child
Douglas Preston

Fragmento

el primero que se presente. Todavía estoy buscando virus, y no podría garantizar los resultados.

A Margo se le encendió el rostro.
—¿Por el primero que se presente?
—Lo siento, escogí mal las palabras. Ya sabes a qué me refiero. Además, estoy muy ocupado, y ese toque de queda no contribuye a facilitarme las cosas. ¿Por qué no me telefoneas dentro de un par de semanas? Te diré algo entonces.

Margo se levantó, cogió la chaqueta y el bolso, y fue en busca del documento impreso. Intuía que Kawakita le daría largas indefinidamente. Bien, que se fuera a la mierda. Localizaría a Moriarty y le entregaría la copia antes de marcharse. Tal vez este le enseñaría la exposición, y ella procuraría averiguar qué había provocado tanto revuelo.

Unos minutos más tarde, Margo caminaba con parsimonia por la Sala de Selous. Había dos policías apostados en la entrada, y un conserje trabajaba en el centro de información, guardando libros mayores y disponiendo objetos de venta para los visitantes. «Suponiendo que venga alguno», pensó ella. Los oyentes, que conversaban bajo la enorme estatua de bronce de Selous, no se fijaron en Margo.

La muchacha recordó la charla que había mantenido aquella mañana con Frock. Si no atrapaban al asesino, se adoptarían medidas de seguridad más estrictas. Tal vez se retrasaría la exposición de la tesina; quizá cerrarían todo el museo.

Margo meneó la cabeza. Si eso ocurría, tendría que regresar a Massachusetts.

Se dirigió hacia la Galería Walker y la entrada trasera de «Supersticiones». Observó decepcionada que las grandes puertas de hierro ya estaban cerradas y que ante ellas se extendía una cuerda de terciopelo sostenida por dos postes de latón. Junto a uno de ellos se hallaba un policía.

—¿Puedo ayudarla, señorita? —preguntó. Su placa rezaba «F. Beauregard».

—Deseo ver a George Moriarty. Creo que se encuentra en las galerías de la exposición. He de entregarle algo.

Blandió el documento ante el agente, que no se mostró impresionado.

—Lo lamento, señorita. Pasan de las cinco. No debería estar aquí. Además —añadió con más suavidad—, estas salas no se abrirán hasta mañana por la mañana.

—Pero… —empezó a protestar Margo. Dio media vuelta y se encaminó hacia la rotonda con un suspiro.

Después de doblar una esquina, se detuvo. Al final del pasillo vacío vio la enorme y tenebrosa sala. El agente F. Beauregard se hallaba a su espalda, oculto por la esquina. Guiada por un impulso, giró a la izquierda para enfocar un corto pasadizo que comunicaba con otro. Tal vez no era demasiado tarde para localizar a Moriarty.

Subió por unas escaleras, miró alrededor con cautela antes de avanzar y penetró muy despacio en una sala abovedada en que se exhibían insectos. Después torció a la derecha y se adentró en una galería que se extendía alrededor del segundo nivel de la Sala Marina. Como todos los demás estaba desierto y en penumbras.

Bajó por unas escaleras de caracol hasta la sala principal. Con mayor lentitud aún, avanzó junto a un grupo de morsas y una maqueta de un arrecife submarino construida con meticulosidad. Dioramas como aquel, tan de moda en los años treinta y cuarenta, ya no se realizaban porque resultaban demasiado caros.

Al final de la sala se alzaba la entrada a la Galería Weisman, donde se ubicaban las exposiciones temporales más largas. Se trataba de un conjunto de galerías que albergarían el material de «Supersticiones». Papel negro cubría el interior de las puertas de cristal doble, donde aparecía un gran letrero que rezaba: «Galería cerrada. Nueva exposición en preparación. Gracias por su comprensión.»

La puerta izquierda estaba cerrada con llave. Sin embargo, la derecha se abrió con facilidad. Margo miró hacia atrás con disimulo; no había nadie.

La puerta se cerró a su espalda. La joven se encontró en un angosto espacio que separaba las paredes exteriores de la galería de la parte trasera de la exposición propiamente dicha. Por el suelo serpenteaban cables eléctricos y se disimulaban tablas de madera contrachapada y clavos grandes. A su izquierda se alzaba una enorme estructura de cartón piedra y tablas sostenida por contrafuertes de madera, que recordaba a la parte posterior de un plató de Hollywood. Ningún visitante del museo vería aquella zona.

Avanzó con cautela por el estrecho espacio para no tropezar en aquel pasadizo tenuemente iluminado por bombillas revestidas de metal colocadas cada seis metros. No tardó en descubrir un pequeño hueco entre los paneles de madera; era lo bastante grande, decidió, para colarse por él.

Entró en una enorme antesala hexagonal. Tres arcos góticos conducían a pasillos que se perdían en la oscuridad. De las paredes colgaban fotografías de chamanes, iluminadas por detrás. Contempló con aire reflexivo las tres salidas. Ignoraba en qué parte de la exposición se hallaba, dónde empezaba, dónde terminaba, qué dirección debía tomar para localizar a Moriarty…

—¿George? —susurró, incapaz de alzar la voz en el silencio y las tinieblas.

Recorrió el corredor central hasta llegar a una sala oscura, más grande que la anterior y repleta de objetos. A intervalos regulares, un haz de luz caía sobre una pieza: una máscara, un cuchillo de hueso, una talla extraña cubierta de clavos… Daba la impresión de que los objetos flotaban en la oscuridad aterciopelada. Franjas de luz y sombras demenciales jugaban a lo largo del techo.

La galería se estrechaba al final. Margo tuvo la extraña sensación de que se adentraba en una caverna profunda. «Muy efectista», pensó. Comprendió por qué Frock se mostraba disgustado.

Penetró más en las tinieblas, acompañada solo por el ruido de sus pasos, amortiguados por la mullida alfombra. No vio los objetos exhibidos hasta que casi estuvo encima de ellos, y se preguntó cómo regresaría a la sala de los chamanes. Tal vez habría una salida que no estuviera cerrada con llave (una salida bien iluminada) en algún otro punto de la exposición.

Ante ella, el angosto pasillo se bifurcaba. Tras un momento de vacilación, eligió el pasaje de la derecha. A medida que avanzaba, observaba las pequeñas hornacinas situadas a ambos lados; cada una contenía una única pieza de aspecto grotesco. El silencio resultaba tan estremecedor que contuvo el aliento.

El corredor desembocaba en una cámara. Margo se detuvo ante un conjunto de cabezas maoríes tatuadas. No estaban reducidas. Los cráneos permanecían en el interior, conservados, según rezaba la etiqueta, mediante humo. Las cavidades oculares aparecían rellenas de fibras, y las pieles de color caoba brillaban. Los labios negros y marchitos dejaban al descubierto los dientes; las seis cabezas sonreían histéricamente en la noche. Los tatuajes azules, de una complejidad escalofriante (intrincadas espirales que se cruzaban una y otra vez y se curvaban alrededor de las mejillas, la nariz y el mentón), habían sido efectuados en vida, según se leía en el rótulo.

Al otro lado, la galería se estrechaba hasta un punto donde se alzaba un enorme tótem rechoncho, iluminado por una pálida luz anaranjada situada detrás. Sombras de cabezas de lobo gigantescas y aves con crueles picos ganchudos se proyectaban en el techo. Convencida de haber llegado a un callejón sin salida, Margo se acercó al tótem. Entonces reparó en una pequeña abertura, a la izquierda de la figura, que conducía a una cámara. Avanzó despacio, con el mayor sigilo posible. Cualquier pensamiento de llamar a Moriarty otra vez se había desvanecido hacía rato. «Gracias a Dios, no estoy cerca del sótano antiguo», pensó.

La cámara contenía una selecciÃ

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