Trilogía Las chicas de campo

Fragmento

cap-2

1

Desperté sobresaltada y me incorporé de inmediato. Únicamente me despierto de esa forma cuando algo me angustia; aun así, en un primer momento no entendía por qué tenía el corazón tan acelerado. Entonces recordé. La razón de siempre: él no había vuelto a casa todavía.

Me demoré un momento en el borde de la cama antes de levantarme, alisando con una mano la colcha de satén verde. A mamá y a mí se nos había olvidado doblarla antes de acostarnos. Me deslicé despacio hasta tocar el suelo y sentí el contacto del linóleo frío en las plantas de los pies. Encogí los dedos de forma instintiva. Tenía unas zapatillas, pero mamá me obligaba a reservarlas para cuando iba a casa de mis tías y primos; y teníamos alfombras, pero las guardábamos bien enrolladas en los cajones hasta que llegaban las visitas de Dublín, en verano.

Me puse los calcetines.

Ni siquiera el olor del beicon frito que subía de la cocina conseguía animarme.

Fui a subir la persiana. Tiré con tanta fuerza que la cuerda se enredó. Menos mal que mamá ya estaba abajo, porque siempre andaba sermoneándome acerca de cómo subir las persianas, despacio y con cuidado.

Aún no había salido el sol, y el césped estaba moteado de margaritas dormidas. El rocío lo cubría todo. Una bruma leve y vacilante velaba la hierba bajo mi ventana, el seto, la herrumbrosa alambrada de más allá, el vasto campo. La neblina impregnaba las hojas y los troncos, y los árboles parecían irreales, como salidos de un sueño. Alrededor de los nomeolvides que brotaban a los lados del seto se advertía un halo de humedad. Una humedad que relucía igual que la plata. Reinaba una calma perfecta. De la montaña azulada, a lo lejos, subía una columna de vapor. El día se presentaba caluroso.

Al verme asomada, Bull’s-Eye salió del seto, se sacudió el agua y me dedicó una mirada perezosa, melancólica. Bull’s-Eye era nuestro perro pastor. Le había puesto ese nombre porque en los ojos tenía unas manchitas blancas y negras que me recordaban los caramelos mentolados.[1] Solía dormir en la carbonera, pero la noche anterior había preferido instalarse en la madriguera que había bajo el seto. Siempre que papá no estaba, dormía allí para mantenerse alerta. No hacía falta preguntar: mi padre no había vuelto a casa.

En ese momento Hickey me llamó desde abajo. Me estaba pasando el camisón por la cabeza para quitármelo, así que no lo oí bien.

—¿Qué? ¿Cómo dices? —pregunté, saliendo al descansillo envuelta en la colcha de satén.

—Por el amor de Dios, me duele ya la boca de decírtelo. —Me dedicó una amplia sonrisa y preguntó—: ¿Prefieres un huevo blanco o uno moreno?

—¿Por qué no me lo preguntas con un poco más de delicadeza, Hickey? Y llámame «reina».

—Reina, cariño, amapola, dulce mía, ¿prefieres un huevo blanco o uno moreno para desayunar?

—Moreno, Hickey.

—Te he guardado un huevito recién puesto.

Y, dicho esto, volvió a la cocina dando un portazo. Mamá no conseguía enseñarle a cerrar las puertas con delicadeza. Hickey era nuestro mozo, y yo lo quería mucho. Para demostrarlo, se lo dije en voz alta a la imagen de la Virgen María, que desde su marco dorado me lanzaba una mirada glacial.

—Quiero a Hickey —declaré.

Ella no respondió. Me sorprendía que no hablase más a menudo. En una ocasión se había dirigido a mí para decirme una cosa muy íntima. Sucedió una noche cuando me levanté para rezar una oración. Me levantaba seis o siete veces cada noche para mortificarme. Me daba miedo ir al infierno.

Sí, quiero a Hickey, me dije; aunque, en realidad, me refería a que le tenía mucho aprecio. A los siete u ocho años solía decir que me casaría con él. Le contaba a todo el mundo, incluida mi catequista, que viviríamos en el gallinero y mamá nos daría todos los huevos, la leche y la verdura que quisiéramos —aunque lo único que se plantaba en casa eran repollos—. Sin embargo, ahora ya no hablaba tanto de matrimonio. Para empezar, porque Hickey nunca se aseaba, salvo cuando se salpicaba la cara con agua de lluvia del tonel, por las noches. Tenía los dientes verdes, y justo antes de acostarse hacía sus aguas menores en una lata de melocotones que escondía debajo de la cama. Mamá le reñía. Se quedaba despierta hasta que él volvía a casa, y esperaba a que alzara la ventana y vaciase el contenido de la lata en el exterior.

«Acabará cargándose las plantas que hay debajo de su ventana», se quejaba; y algunas noches se enfurecía, bajaba en camisón y llamaba a su puerta para preguntarle por qué no hacía sus cosas afuera. Pero Hickey nunca respondía; era muy ladino.

Me vestí rápidamente, y cuando me agaché para coger los zapatos descubrí pelusas, polvo y plumas debajo de la cama. No me sentía con fuerzas para ponerme a barrer, así que hice la cama y bajé deprisa.

El descansillo estaba a oscuras, como de costumbre. El cristal empañado y sucio de la ventana le daba un aspecto lúgubre, como si algún habitante de la casa acabara de morir.

—¡El huevo se va a poner como una piedra! —gritó Hickey.

—¡Ya voy! —respondí.

Tenía que lavarme. El cuarto de baño estaba helado; nadie lo usaba nunca. Era un cuarto de baño abandonado: manchas de óxido bajo la llave de agua fría del lavabo, una pastilla de jabón rosa intacta y una manopla blanca para la cara, tan tiesa que parecía como si hubiese estado expuesta a una helada nocturna.

Decidí que no merecía la pena, y me limité a llenar un cubo de agua para el retrete. La cadena no funcionaba; llevábamos meses esperando a que vinieran a arreglarla. Me daba vergüenza cada vez que Baba, mi amiga de la escuela, entraba en el baño y preguntaba con malicia: «¿Sigue averiada?». En nuestra casa las cosas o estaban rotas o sin estrenar. Mamá guardaba un cortaúñas nuevo y varias bobinas de bramante sin usar en un ropero del piso de arriba. Aseguraba que si dejaba esas cosas abajo se romperían o las robarían.

El cuarto de mi padre se hallaba justo enfrente del baño. Su ropa raída estaba tirada encima de una silla. Aunque él no estaba, casi podía oír el crujido de sus rodillas. Siempre le crujían cuando se levantaba o se metía en la cama. Hickey me llamó otra vez.

Mamá estaba junto al fogón, comiendo un mendrugo de pan seco. Sus ojos azules se veían irritados y empequeñecidos. No había pegado ojo. Tenía la mirada fija en algo que solo ella veía: el destino, el futuro. Hickey me guiñó el ojo. Estaba zampándose tres huevos fritos y varias lonchas de beicon curado en casa. Mojaba el pan en la líquida yema y luego se lo llevaba a la boca.

—¿Has dormido bien? —le pregunté a mamá.

—No. Tenías un caramelo en la boca y me dio miedo que te lo tragaras y te ahogases, así que me quedé despierta por si acaso.

Teníamos el hábito de esconder caramelos y barritas de chocolate debajo de la almohada, y yo me había tomado una gragea de frutas antes de quedarme dormida. Pobre mamá, siempre con sus preocupaciones. Supongo que habría pasado la noche en vela, pensando en él, esperando oír el ruido de un motor que se apaga al final del camino, esperando oír sus pasos sobre la hierba mojada y el pasador de la cancela. Siempre esperando y tosiendo. Tosía cada vez que se tumbaba, por eso había atado a una pata de la cama una talega de terciopelo en la que guardaba unos cuantos retales que usaba como pañuelos.

Hickey me cascó el huevo. Como se había cocido de más, le puso un poco de mantequilla para que estuviese más jugoso. Era un huevo de pollita que apenas si sobresalía de la huevera de cerámica. Ver aquel huevillo en un recipiente tan grande resultaba ridículo, pero tenía muy buen sabor. El té se había enfriado.

—¿Puedo llevarle lilas a la señorita Moriarty? —pregunté a mamá.

Me avergonzaba un poco aprovecharme de su desdicha para llevarle flores a mi maestra, pero me moría de ganas de desbancar a Baba y convertirme en la niña bonita de la señorita Moriarty.

—Sí, mi amor, llévale lo que quieras —contestó mamá con aire ausente.

Me acerqué para abrazarla y darle un beso. Era la mejor madre del mundo. Así se lo dije, y ella me estrechó con fuerza, como si no quisiera separarse de mí. Yo lo era todo para ella. Todo.

—Ya estamos con las carantoñas —gruñó Hickey.

Aflojé los dedos, que tenía enlazados a la altura de su nuca suave y nívea, y me aparté tímidamente. Mamá andaba con la cabeza en otra parte y aún no había salido a dar de comer a las gallinas. Algunas se habían acercado a picotear de la escudilla de Bull’s-Eye, junto a la puerta trasera. Oía que el perro trataba de ahuyentarlas, y también el aleteo y el violento cacareo de las aves al retirarse.

—Hay una función en el ayuntamiento, señora. Debería ir a verla —propuso Hickey.

—Debería, sí.

Noté cierto sarcasmo en su voz. Aunque mamá confiaba en Hickey para todo, a veces era muy arisca con él. Estaba pensando. En el paradero de mi padre tal vez. En si lo traerían en ambulancia, o en un taxi inglés contratado en Belfast tres días atrás y con la cuenta sin pagar. En si remontaría, tambaleante, los peldaños de piedra de la puerta trasera mientras agitaba una botella de whisky. En si gritaría, si forcejearían, si la mataría, si le pediría perdón. En si aparecería por la puerta en compañía de algún borrachuzo, diciendo: «Madre, te presento a mi mejor amigo, Harry. Le acabo de dar el prado de trece acres a cambio del sabueso más bonito del mundo…». Todo eso ya había sucedido tantas veces que solo un iluso podría pensar que mi padre volvería sobrio. Se había marchado tres días antes con sesenta libras en el bolsillo para pagar los impuestos.

—La sal, princesa —apuntó Hickey, y cogió una pizca que espolvoreó sobre mi huevo.

—¡No, Hickey, no quiero!

Por aquel entonces yo comía sin sal, por pura afectación. Creía que era propio de personas maduras privarse de la sal o del azúcar.

—¿Qué hago hoy, señora? —quiso saber Hickey, quien también se aprovechó de la apatía de mamá para untarse una generosa cantidad de mantequilla en ambas caras del pan. Y no es que ella fuese tacaña con la comida, pero Hickey estaba engordando tanto que no era capaz de cumplir con su cometido.

—Supongo que ir a la ciénaga —contestó—. Hay que apilar la turba, y puede que no volvamos a tener un día tan bueno.

—Yo creo que no debería ir tan lejos —señalé.

Prefería que Hickey estuviese con nosotras cuando papá volvía a casa.

—Puede que tarde un mes en regresar —contestó mamá.

Sus suspiros eran descorazonadores. Hickey cogió su gorra del alféizar de la ventana y salió a sacar las vacas.

—Tengo que ir a dar de comer a las gallinas —anunció mamá, al tiempo que sacaba del horno una olla con grano que había estado hirviendo a fuego muy lento toda la noche.

Salió al establo a machacar el grano y yo me preparé el almuerzo para la escuela. Agité el frasco de aceite de hígado de bacalao para que creyese que lo había tomado y volví a dejarlo en la vitrina, junto a la vajilla buena. Había sido un regalo de bodas, pero nunca la usábamos para que no se desportillara. Detrás de los platos se acumulaban cientos de facturas. A mi padre le daban igual las facturas: él las ponía detrás de la vajilla y se olvidaba de ellas.

Salí a por las lilas. Me detuve en el escalón de piedra para observar los campos, y sentí —como siempre— un torbellino de libertad y placer al contemplar todos aquellos árboles, las construcciones de piedra en la distancia y los prados, tan verdes y apacibles. Al otro lado de la alambrada había un nogal, y a resguardo de su sombra crecían unas campánulas estilizadas de un azul muy intenso: una gruta de flores de color azul cielo entre las rocas calizas. Mi columpio se mecía al viento, y todas las hojas se agitaban suavemente en las copas de los árboles.

—Llévate un trocito de bizcocho y unas galletas para el almuerzo —sugirió mamá.

Mamá me tenía muy mimada, y siempre me daba pequeños caprichos. Estaba majando un cubo de grano y patatas, y vertía sus lágrimas, con la cabeza gacha, en la comida de las gallinas.

—Así es la vida, unos trabajan para que lo gasten otros —dijo al salir al patio con el cubo en la mano.

Algunas gallinas se posaron en el borde y empezaron a picotear. Tenía el hombro derecho más bajo que el izquierdo de tanto acarrear cubos. El arduo trabajo de sacar la casa adelante la tenía hundida, y por las noches se dedicaba a hacer pantallas para las lámparas y la chimenea, con idea de que todo estuviera más bonito.

Una bandada de gansos pasó graznando por encima de nuestras cabezas, sobrevoló la casa y la arboleda de olmos. A aquella arboleda iban las vacas para estar al fresco en verano, seguidas de las moscas. También yo iba a menudo para jugar a las tiendas con tazas de porcelana rotas y cajas de cartón. Baba y yo pasábamos allí el rato y nos contábamos secretos; y, una vez, nos bajamos las bragas y nos hicimos cosquillas. Aquel era nuestro mayor secreto. Baba solía decir que se chivaría, y cada vez que amenazaba con hacerlo yo le regalaba un pañuelo de seda, un lazo de tartán nuevo o alguna otra cosa.

—Deja ya de darle vueltas a la cabeza, dulce mía de mis amores —dijo Hickey mientras preparaba cuatro cubos de leche para los terneros.

—¿En qué piensas tú, Hickey, cuando piensas?

—En chiquillas. En una esposa guapa y cariñosa. —Y concluyó—: Pensar es cosa de idiotas.

Los terneros balaban junto a la puerta y, cuando se acercó a ellos, todos metieron el hocico en los baldes y se pusieron a beber con avidez. El que más rápido bebía era el de la cabeza blanca y los enormes ojos violeta, para poder atacar luego el cubo de al lado.

—Le va a sentar mal —observé.

—Pobre animal, vamos a tener que ponerle caldito entonces.

—Antes estaba pensando que de mayor quiero ser monja.

—¿Monja? ¡Y un cuerno! ¿En qué orden te dejarían dormir acompañada?

Me sentí un poco ofendida, y di media vuelta para ir a coger las lilas. El arriate que bordeaba la casa criaba verdín y resbalaba en la zona donde a veces se desbordaba el tonel que recogía el agua de los canalones; esa parte era, además, la que corría justo debajo de la ventana desde la cual Hickey vaciaba cada noche el contenido de su lata de melocotones.

Se me mojaron las sandalias nada más pisar la hierba.

—Ve con cuidado —ordenó mamá, que venía del patio con el balde vacío en una mano y varios huevos en la otra. Mamá estaba siempre al tanto de todo.

El lilo estaba empapado, y unos goterones que parecían grosellas maduras caían al tirar de los tallos. Me dirigí de nuevo a casa, cargando las flores como si fuesen una brazada de leña.

—No, que trae mala suerte —advirtió mamá, de modo que no crucé el umbral.

Sacó unas hojas de periódico con las que envolvió los tallos para que no me mojara el vestido. También me tendió la chaqueta, los guantes y el sombrero.

—No hace falta, no hace frío —dije.

Pero mamá insistió con dulzura, recordándome que tenía el pecho delicado, así que me puse la chaqueta y el sombrero, cogí la cartera de la escuela, un pedazo de bizcocho y un botellín de leche para el almuerzo.

Emprendí el camino a la escuela asustada, temblorosa. Podía ser que me cruzara con él, o quizá volviese a casa en mi ausencia y matase a mamá.

—¿Vendrás a buscarme? —rogué.

—Sí, mi vida, en cuanto arregle la casa después de que Hickey termine de comer, iré a buscarte a la carretera.

—¿De verdad? —insistí. Se me saltaron las lágrimas: mi mayor temor era que mi madre muriese mientras yo estaba en la escuela.

—No llores, mi amor. Venga, que es hora de irse. Llevas un buen pedazo de bizcocho para comer, y luego saldré a buscarte.

Me puso derecha la gorra y me dio tres o cuatro besos. Permaneció en el caminillo para verme marchar. Me dijo adiós con la mano. Con el vestido marrón parecía muy abatida; y, cuanto más me alejaba, más pesadumbre transmitía. Era como un gorrión en medio de una nevada: parda, aterrada, sola. Resultaba difícil imaginarla en la soleada mañana de su boda, con un vestido de encaje, un casquete de volantes y los ojos desbordantes de alegría; esos mismos ojos que ahora brillaban por las lágrimas.

Llamé a Hickey, que se dirigía al prado con las vacas. Caminaba delante de mí con las perneras del pantalón remetidas en los gruesos calcetines de lana y la gorra del revés, con la parte de la visera en la nuca. Tenía unos andares de payaso inconfundibles.

—¿Qué pájaro es ese? —pregunté. Había un pájaro en el castaño de Indias en flor que parecía decir: «¡Escúchame! ¡Escúchame!».

—Un mirlo capiblanco —replicó.

—No puede ser capiblanco. ¿No ves que es marrón?

—Lo que tú digas, listilla. Pues capimarrón. Tengo mucha faena, yo no voy por ahí preguntando a los pájaros cómo se llaman, qué edad tienen, sus aficiones, si les gustan los caracoles y demás. Como esos imbéciles que van al Burren solo para mirar las flores. Flores, nada menos. Yo soy un hombre trabajador y saco esto adelante con el sudor de mi frente.

Era verdad que Hickey hacía la mayor parte del trabajo; con todo, los cuatrocientos acres de propiedad se estaban yendo a pique.

—Vete ya, chiquilla, si no quieres que te suelte un azote en el culo.

—¡Pero qué descaro, Hickey!

A mis catorce años, no me parecía apropiado que fuese tan fresco conmigo.

—Anda, dame un pajarillo —pidió, sonriéndome y clavándome sus enormes y serenos ojos grises.

Me encogí de hombros y salí corriendo. Un pajarillo era para él un beso. Hacía ya dos años desde la última vez que lo besé, el día en que mamá me prometió caramelos de mantequilla a cambio de que le diese diez besos. Papá se estaba recuperando en el hospital de una de sus parrandas, y fue de las pocas veces en que vi a mi madre feliz. Tan solo disfrutaba de un poco de tranquilidad durante las semanas que sucedían a las borracheras de papá; luego volvía a angustiarse pensando en el próximo episodio. Aquel día se había sentado en el escalón de la puerta trasera y yo le sujetaba una madeja con la que hacía un ovillo. Hickey volvió de la feria y le contó por cuánto había vendido un ternero, y fue entonces cuando me retó a darle diez besos a cambio de unos caramelos de mantequilla.

Atravesé el prado a toda prisa: me aterrorizaba la idea de que pudiese aparecer papá.

Lo llamábamos «prado» porque en su día lo había sido, cuando la casa grande aún estaba en pie; pero después de que los soldados británicos prendieran fuego a la vivienda, mi padre —que, al contrario que sus antepasados, no sentía ningún apego por la tierra— dejó que el lugar se echase a perder.

Atravesé la maleza del final del terreno que conducía a la cancela de mimbre. Estaba plagado de zarzas, helechos, cañas y cardos que pinchaban como agujas. Y bajo la broza crecían millones de florecillas silvestres. Unas chispas azules, blancas y violetas… Blancos cánticos que manaban de la tierra. Qué enigmáticas y qué hermosas, ocultas bajo los espinos y los helechos jóvenes.

Me cambié las lilas de brazo y salí a la carretera. Jack Holland me estaba esperando. Me sobresalté al verlo apoyado contra el muro. Al principio, creí que era papá. Ambos medían más o menos lo mismo, y llevaban sombrero en lugar de gorra.

—Caithleen, ¡hija mía! —me saludó, y sujetó la cancela para que pudiese colarme. La verja apenas se abría, de modo que había que estrujarse contra el batiente para franquearla. Echó el pasador y me acompañó por el camino de sirga—. ¿Cómo va todo, Caithleen? ¿Está bien tu madre? La ausencia de tu padre es muy llamativa. He visto a Hickey en la lechería estas últimas mañanas.

Le dije que todo iba bien, recordando la máxima de mamá: «Llora, y llorarás sola».

cap-3

2

—Te llevaré, Caithleen, por los húmedos y ventosos caminos.

—No están húmedos, Jack. Y no mientes el agua, por el amor de Dios: es como abrir un paraguas dentro de casa. Atrae la lluvia.

Jack sonrió y me acarició el codo.

—Caithleen, estoy seguro de que conoces el poema de Colum: «Húmedos y ventosos caminos, pardas ciénagas y agua oscura, y mis pensamientos en blancas naves para la hija del rey de España». Aunque, naturalmente —añadió con una media sonrisa—, mis pensamientos no se alejan tanto de aquí.

Pasamos junto a la verja del señor Gentleman, que tenía el cerrojo echado.

—¿Se ha marchado el señor Gentleman? —me interesé.

—Indudablemente. Es un hombre extravagante, Caithleen. Extravagante.

Contesté que no estaba de acuerdo. El señor Gentleman era un hombre muy apuesto que vivía en la casa blanca de la colina. La casa tenía torrecillas con ventanas y una puerta de roble que parecía el pórtico de una iglesia. El señor Gentleman jugaba al ajedrez por las noches. Era abogado en Dublín, aunque volvía al pueblo todos los fines de semana, y en verano navegaba en su barca por el Shannon. Su verdadero nombre no era señor Gentleman, claro está, pero todos lo llamábamos así. Era francés, y en realidad se llamaba señor De Maurier; pero nadie era capaz de pronunciarlo correctamente, y, a fin de cuentas, era un hombre tan distinguido, con su pelo cano y sus chalecos de raso, que los vecinos del pueblo acabaron por bautizarlo «señor Gentleman». A él no parecía disgustarle el apodo, y firmaba sus cartas como J. W. Gentleman. J. W. eran las iniciales de sus nombres de pila: Jacques y algo más.

Recordé el día en que estuve en su casa. Solo unas semanas antes, papá me había mandado para que le entregara una nota. Creo que pretendía que le prestase dinero. Cuando llegué al final del camino asfaltado aparecieron dos Setters rojos que, como balas, se me echaron encima. Lancé un grito y el señor Gentleman salió muy sonriente de la galería. Me quitó los perros de encima y los ató en la cochera.

Me condujo al recibidor y volvió a sonreír. Tenía una cara triste, pero la sonrisa era hermosa, distante y muy condescendiente. Sobre la mesa había una trucha en un estuche de cristal con un letrero que decía: PESCADA POR J. W. GENTLEMAN EN EL LAGO DERG. PESO: 9 KG.

De la cocina llegaban el olor y el chisporroteo de un asado. La señora Gentleman, que tenía fama de ser una estupenda cocinera, debía de estar preparando la cena.

Abrió el sobre de papá con un abrecartas y frunció el ceño al leer el contenido.

—Dile que sopesaré el asunto —me pidió el señor Gentleman.

Hablaba como si tuviese un hueso de ciruela en la garganta. No había perdido del todo su acento francés, pero Jack Holland aseguraba que lo hacía por darse aires.

—¿Quieres una naranja? —preguntó mientras escogía dos del frutero de cristal tallado de la mesa del comedor.

Me sonrió y me acompañó a la puerta. Su sonrisa traslucía cierta sorna, y cuando me estrechó la mano experimenté una sensación extraña, como si me estuviesen haciendo cosquillas por dentro de la barriga. Atravesé el mullido manto de césped, pasé bajo los cerezos y salí de nuevo al camino pavimentado. El señor Gentleman se había quedado en la puerta. Cuando volví la cabeza, el sol lo iluminaba a él y a su casa, blanca como la nieve, y las ventanas del piso de arriba parecían estar en llamas. Cuando me di la vuelta para cerrar la verja me dijo adiós con la mano y volvió al interior de la casa. A beber jerez en copas elegantes; a jugar al ajedrez; a comer soufflés y venado asado, me dije. Y en la excéntrica y alta señora Gentleman estaba pensando cuando Jack Holland me hizo otra pregunta.

—¿Sabes una cosa, Caithleen?

—¿Qué, Jack?

Por lo menos me protegería si llegaba mi padre.

—Muchos irlandeses hay que forman parte de la realeza sin saberlo. Reyes y reinas caminan por las tierras de Irlanda, montan en bicicleta, consumen té y labran humildemente la tierra, ignorantes de su ilustre ascendencia. Tu madre, sin ir más lejos, posee el porte y las formas de una reina.

Suspiré. La obsesión de Jack por el lenguaje me aburría.

—«Mis pensamientos —repitió— en blancas naves son para la hija del rey de España»… Naturalmente, mis pensamientos no se alejan tanto de aquí. —Sonrió, muy satisfecho. Estaba componiendo un párrafo para su columna en el periódico local—: «Mientras paseaba, una mañana cristalina, en compañía de una joven amiga, esbozando fragmentos de Goldsmith y Colum, me asaltó la impresión de que me movía entre…».

El camino de sirga se acababa, y salimos a la carretera. El tramo que recorríamos era seco y polvoriento, y nos encontramos con las carretas que iban a la lechería; las lecheras entrechocaban, y los dueños azuzaban a los burros con las riendas, diciendo: «Arre, arre». Al pasar por delante de la casa de Baba aligeré el paso. Su bicicleta rosa, nueva, relucía apoyada contra el muro lateral de la casa. Por fuera parecía una casa de muñecas: los muros tenían pequeños guijarros incrustados, había dos ventanales en saledizo en la planta baja y arriates redondos con flores en el jardín. Baba era hija del veterinario. La coqueta, guapa y maliciosa Baba era mi amiga y la persona a quien más temía después de mi padre.

—¿Está tu madre en casa? —acabó por preguntar Jack. Iba tarareando algo en voz baja.

Intentaba aparentar indiferencia, pero yo sabía perfectamente que ese era el motivo por el que me había estado esperando bajo la hiedra. Había llevado su vaca a un prado que le alquilaba a uno de nuestros vecinos y se había quedado esperándome junto al portón de mimbre. No se atrevía a acercarse más desde que papá lo había echado de casa. Una noche estaban jugando a las cartas en la cocina, y, por debajo de la mesa, Jack tenía su mano sobre la rodilla de mamá. Ella no protestó, porque Jack era muy simpático con ella y le regalaba fruta confitada, chocolate y muestras de mermelada que le daban los representantes comerciales. Pero, entonces, a papá se le cayó un naipe, se agachó para recogerlo y, al instante, volcó la mesa y la lámpara de porcelana se rompió. Mi padre empezó a gritar y se arremangó, y mamá me mandó a la cama. Aun así, me llegaron sus feroces gritos a través del suelo, porque mi cuarto quedaba justo encima de la cocina. ¡Qué vocerío tan escandaloso y abrumador! Sonaba como una apisonadora. Mamá lloraba y suplicaba con un llanto desesperado y lastimero.

—Se avecinan problemas —anunció Jack, trasladándome bruscamente de un mundo a otro bien distinto. Hablaba como si se avecinase el fin del mundo para mí.

Caminábamos por el centro de la carretera, y a nuestra espalda oímos el insolente timbre de una bicicleta. Era Baba, que se acercaba triunfante en su bici nueva. Pasó por nuestro lado con la vista al frente y una mano en el bolsillo. Aquel día se había recogido la negra melena en dos trenzas, amarradas con unos lazos azules que combinaban a la perfección con sus calcetines. Comprobé con envidia que tenía las piernas delicadamente bronceadas.

Nos adelantó y, acto seguido, aminoró la marcha, arrastró la punta del pie izquierdo por el azulado alquitrán y, cuando la alcanzamos, me quitó las lilas y dijo: «Yo te las llevo». Colocó las flores en la cesta delantera de la bicicleta y se alejó cantando «The Humour is on me Now»[2] a pleno pulmón. Le daría las lilas a la señorita Moriarty y se llevaría todo el mérito.

—Tú no te mereces esto, Caithleen.

—No, Jack. No tenía por qué quitármelas. Es una abusona.

Pero Jack no se refería a las flores, sino a algo relacionado con mi padre y nuestra granja.

Pasamos por la puerta del hotel Greyhound, cuya aldaba se entretenía en abrillantar la señora O’Shea. Llevaba una redecilla en el pelo y los bigudíes tan apretados que dejaban a la vista el cuero cabelludo. Diríase que sus zapatillas las hubiesen mordisqueado los galgos, algo que casi con toda seguridad había sucedido, pues el grueso de los huéspedes del hotel lo componían los perros. El señor O’Shea estaba convencido de que así se haría rico. Iba al canódromo de Limerick todas las noches mientras la señora O’Shea bebía oporto donde la modista. La modista era una chismosa.

—Buenos días, Jack; buenos días, Caithleen —dijo en un tono excesivamente cordial.

Jack le devolvió el saludo con frialdad, pues el negocio de los O’Shea era su competencia. Él regentaba un colmado que servía bebidas al final de la calle, pero la señora O’Shea reunía más clientela por las noches porque alimentaba bien las chimeneas. Los hombres iban a beber allí a deshoras, y ella había sobornado a la policía para que hiciese la vista gorda. Por poco no pisoteé a dos perros que dormían sobre el felpudo del hotel. Solo sobresalían al pavimento sus hocicos negros y húmedos.

—Hola —contesté yo. Mi madre me tenía dicho que no hablase mucho con ella; había fiado tanto a mi padre que tenía diez vacas pastando en nuestra finca de por vida.

Pasamos el hotel, o más bien lo que quedaba de él: una ruina gris y húmeda con los marcos de las ventanas podridos y las puertas cubiertas de arañazos de los galgos más jóvenes e inquietos.

—¿Te he contado, Caithleen, que la señorona tan solo ofrece un huevo frito o salmón en conserva a los viajantes de comercio que desean comer?

—Sí, Jack, ya me lo has dicho.

Me lo había contado mil veces; era una de sus armas para ponerla en ridículo, y con ello pretendía manchar el nombre del hotel. Pero a la gente del pueblo le gustaba acudir allí porque ofrecía buen ambiente hasta altas horas de la noche.

Nos detuvimos un instante en el puente para echar un vistazo al agua verdosa que corría junto al ventanuco del sótano del hotel. El agua ya era verde, pero los sauces de las riberas le daban un tono aún más intenso. Yo miraba por si veía algún pez —porque a Hickey le gustaba ir de pesca por las noches—, mientras esperaba a que Jack se dejase de rodeos y me contase por fin lo que tenía pensado, fuera lo que fuese.

Pasó el autobús levantando polvareda a ambos lados. Algo dio un brinco fuera del agua, tal vez un pez, pero no lo vi porque estaba saludando al autobús. Siempre lo hacía. En la superficie se dibujaron unos círculos concéntricos, y, una vez desaparecido el último, Jack dijo:

—Tu casa está hipotecada, ahora es del banco.

Sin embargo, igual que las aguas oscuras que fluían bajo mis pies, sus palabras no me alteraron. O eso pensé al despedirme y remontar la colina, camino de la escuela. «Hipoteca», repetí; ¿qué significaría esa palabra? Desconcertada, decidí preguntarle a la señorita Moriarty; o, mejor aún, lo consultaría en el gran diccionario negro que había en el aparador de la escuela.

La clase parecía un gallinero. La señorita Moriarty estaba enfrascada en un libro y Baba disponía las lilas —mis lilas— en el altarcillo de mayo que se erigía al fondo del aula. Las niñas más pequeñas mezclaban todas las barras de plastilina, sentadas en el suelo, mientras las mayores parloteaban en grupos de tres o cuatro.

Delia Sheehy quitaba telarañas de las esquinas del techo. Había atado un paño al extremo del palo que usábamos para abrir las ventanas, y cuando iba de una esquina a otra golpeaba con la vara las paredes blanqueadas y los mapas ajados y desvaídos. Eran mapas de Irlanda, Europa y América. Delia era una pobre criatura que vivía en una choza con su abuela. En la escuela siempre le tocaban las tareas más ingratas: durante el invierno prendía la lumbre y limpiaba las cenizas todas las mañanas antes de que las demás llegásemos, y los viernes fregaba los baños con un cepillo y un cubo con agua y desinfectante. Tenía dos vestidos de verano, y cada dos días lavaba uno para ir siempre limpia, bien aseada y lustrosa. Un día me dijo que de mayor quería ser monja.

—Llegas tarde. Te va a matar, te va a asesinar y descuartizar —me previno Baba en cuanto entré. Así que fui a disculparme con la señorita Moriarty.

—¿Qué? ¿Qué haces aquí? —preguntó, impaciente, alzando la mirada de su libro. Era un libro de italiano; lo estudiaba por correspondencia, y pasaba los veranos en Roma. Había visto al Papa, y era una mujer muy inteligente. Me pidió que volviera a mi sitio; se molestó porque la hubiese sorprendido leyendo un libro de italiano. De camino a mi pupitre, Delia me sopló: «No te había echado en falta».

Así que Baba me había mandado a pedir disculpas para nada. Podía haber entrado sin llamar la atención. Saqué el libro de Lengua y empecé a leer «Una mañana de invierno», de Thoreau: «Abrimos la puerta en silencio, dejando que se derrumbe el pequeño ventisquero, y salimos a enfrentarnos con el aire afilado. Las estrellas ya han perdido parte de su brillo, y una niebla densa y plúmbea orla el horizonte».[3] Y ahí interrumpí la lectura, porque en ese momento la señorita Moriarty rogó silencio.

—Hoy tenemos una excelente noticia —anunció, mirándome con sus penetrantes ojillos azules.

Daba la impresión de estar siempre enfurruñada, cuando lo que en realidad le pasaba era que veía mal a fuerza de tanto leer.

—Es un gran honor para nuestra escuela… —prosiguió. Yo noté que me ruborizaba. Me miró a los ojos y dijo—: Caithleen, te han concedido una beca.

Me puse en pie para darle las gracias, y todas las niñas aplaudieron. La señorita nos anunció que, para celebrarlo, ese día no trabajaríamos mucho.

—¿Adónde irá? —quiso saber Baba; había repartido las lilas en tarros de mermelada que dispuso formando un aburrido semicírculo en torno a la estatua de la Virgen María. La maestra dijo el nombre del convento. Estaba en la otra punta del condado, y no había autobuses.

Delia Sheehy me pidió que le escribiese una dedicatoria en su álbum de autógrafos, y garabateé una sensiblería. Entonces me llegó una notita desde atrás. La abrí. Era de Baba. Decía: «Yo voy a ese mismo convento en septiembre. Mi padre se ha ocupado de todo. Ya tengo el uniforme. Pero, claro, nosotros pagamos. Es mejor pagando. Eres una imbécil rematada. Baba».

Se me cayó el alma a los pies. Supe que me llevarían en su coche, y que Baba le hablaría de mi padre a todo el convento. Tuve ganas de llorar.

El día transcurrió con lentitud. Pensaba en mamá; se pondría muy contenta cuando le contara lo de la beca. A mamá le preocupaba mucho mi educación. A las tres de la tarde nos dejaron salir, y, aunque yo lo ignoraba, aquel fue mi último día en la escuela. Nunca volvería a sentarme en mi pupitre, ni respiraría los olores a tiza, a ratones y a polvo acumulado. De haberlo sabido, se me habría escapado alguna lágrima o habría escrito mi nombre en el pupitre con la esquina del cartabón.

Se me olvidó la palabra «hipoteca».

cap-4

3

Mientras recogía mis cosas en el guardarropa, salió Baba despidiéndose de la señorita Moriarty. Era la niña bonita de la maestra, a pesar de ser la más zopenca de la escuela. Llevaba una rebeca blanca sobre los hombros, como si fuese una capa, con las mangas colgando. Se creía la reina de los mares.

—¿Qué demonios haces con una jodida chaqueta, sombrero y bufanda? Estamos en mayo. Pareces un puñetero esquimal.

—¿Qué es un puñetero esquimal?

—¿A ti qué te importa? —Ni ella misma lo sabía.

Se detuvo frente a mí, examinándome la piel como si estuviese cubierta de furúnculos o manchas. Me llegaba el olor de su jabón. Era un aroma delicioso, mitad perfume, mitad desinfectante.

—¿Qué jabón usas? —le pregunté.

—¿Y qué más te dará a ti? Usa lejía. Total, no eres más que una pueblerina idiota y ni siquiera te lavas en el baño, por los clavos de Cristo. Unas palanganas en el lavadero y una manopla que ha cosido tu madre con algún harapo. ¿Para qué queréis cuarto de baño?

—Tenemos una habitación para invitados —contesté, enfurecida.

—Sí, ya lo creo: llena de avena. ¡Pero si parece un puñetero granero, con pollitos en cajas al lado de la ventana! ¿Habéis arreglado ya la cadena del retrete?

Resultaba asombroso que hablase con tanto desparpajo y en cambio no fuese capaz de escribir una redacción; me amenazaba para que se las hiciera yo.

—¿Dónde tienes la bici? —pregunté, celosa, nada más cruzar el umbral.

Por la mañana se había dado tantos aires con su bicicleta nueva que no me apetecía acompañarla a la carrera mientras ella pedaleaba con indolencia.

—La he dejado en casa a la hora del almuerzo. Han dicho por la radio que va a llover. ¿Y tu antigualla, qué tal? —Se refería a la vieja bicicleta de mamá que yo usaba a veces.

Ambas tomamos el camino de sirga en dirección al pueblo. Seguía oliendo su jabón. El jabón, las impolutas tiritas y su encantadora sonrisa con hoyuelos; y su cara, rolliza en su justa medida, y su tez delicada: todo ello me producía ganas de matarla. Las tiritas eran una excentricidad suya. Se las ponía para atraer la atención sobre sus rodillas redonditas y suaves. No tenía que arrodillarse tanto como las demás, porque era la mejor voz del coro y a nadie parecía importarle que se pasase toda la misa sentada en la banqueta del piano, ni que se toqueteara las cutículas, salvo durante la consagración. Se pegaba en las rodillas unas bandas estrechas de esparadrapo que cogía de la consulta de su padre, y la gente siempre le preguntaba si se había cortado. Los adultos prestaban mucha atención a Baba, caía bien a los mayores.

—¿Qué me cuentas? —preguntó de pronto. En esos casos, yo me sentía obligada a entretenerla, aunque tuviese que recurrir a embustes.

—Nos ha llegado una colcha de chenilla de América.

Me arrepentí de inmediato de haber dicho aquello. Cuando Baba alardeaba, todo el mundo la tomaba en serio; pero si, por el contrario, era yo la que presumía de algo, la gente se reía y hacía comentarios. Así sucedía desde el día en que dije que teníamos un estudio para estudiar. No pasaba un día sin que Baba declarase: «Mi madre vio el Big Ben en su luna de miel», y entonces todas las niñas de la escuela la miraban embelesadas, como si nadie más en el mundo hubiese visto el Big Ben; aunque debo reconocer que, seguramente, ella era la única vecina del pueblo que lo había visto.

Jack Holland golpeó su ventana y me hizo señas para que entrara. Baba me acompañó y empezó a estornudar en cuanto entramos. Olía a polvo, a cerveza rancia y a humo de tabaco reconcentrado. Pasamos al interior del mostrador. Jack se quitó los anteojos sin montura y los dejó encima de un costal de azúcar. Me cogió de ambas manos.

—Tu madre ha tenido que irse unos días —me dijo.

—¿Que se ha ido? ¿Adónde? —pregunté, presa del pánico.

—Tranquila, no te asustes. Yo me encargo de todo, no hay nada que temer.

¡Encargarse de todo! Jack era el que se encargaba de todo la noche del concierto cuando se incendió el ayuntamiento. Y también se encargaba del camión del que De Valera casi se cae durante un discurso electoral. Me eché a llorar.

—No, no —me consoló Jack, y se dirigió al último rincón de la tienda, donde tenía las botellas de vino. Baba me dio un codazo.

—Sigue llorando.

Sabía que nos daría algo. Bajó una botella de sidra polvorienta y llenó dos vasos. No entendía por qué Baba tenía que sacar partido de mi desgracia.

—¡Salud! —exclamó, tendiéndonos la bebida.

Mi vaso estaba muy sucio. Lo había lavado en agua con restos de cerveza, y secado con un trapo sucio.

—¿Por qué no sube la persiana? —preguntó Baba con una dulce sonrisa.

—Es una cuestión de criterio —dijo, muy serio, poniéndose las gafas—. A esto —y señaló los tarros de caramelos y los frascos de mermelada de dos libras— no debe darle la luz del sol.

La persiana azul estaba tan descolorida que se había vuelto de un gris apagado. El cordel se había desprendido, y la propia persiana tenía rotos los listones de la parte de abajo, que Jack fue a ajustar mientras hablaba con nosotras. La tienda era fría y lóbrega, y el mostrador estaba todo lleno de cercos marrones.

—¿Cuándo vuelve mi madre? —Nada más pronunciar su nombre, Jack sonrió para sus adentros.

—Hickey lo sabrá. Si no está ganduleando en el pajar te informará —contestó. Estaba celoso de Hickey porque mamá tenía plena confianza en él.

Baba se acabó su sidra y devolvió el vaso a Jack, que lo enjuagó en una palangana con agua fría y lo puso a escurrir en una bandeja de metal con publicidad de cerveza Guinness. Luego se secó las manos con mucho esmero en un paño mugriento y deshilachado y me guiñó un ojo.

—Os voy a pedir un favor —anunció. Yo ya sabía de qué se trataba—. ¿Me dais un besito cada una?

Desvié la mirada a una caja repleta de velas blancas.

—¡Tururú, señor Holland! —contestó Baba con ligereza, y salió de la tienda.

La seguí, pero por desgracia tropecé con una trampa para ratones que había en la puerta. El artilugio chasqueó al contacto con mi zapato y se dio la vuelta. Se me pegó una loncha de tocino en la suela.

—Estos espantosos roedores —se quejó él, quitándome el tocino del zapato y colocando de nuevo la trampa.

Hickey decía que la tienda estaba plagada de ratones. Aseguraba que por las noches se amontonaban en el costal del azúcar, y una vez compramos un paquete de harina que tenía dos ratones muertos en su interior. Desde entonces, la harina la comprábamos en el negocio protestante que había al final de la calle. Mamá decía que los protestantes son más pulcros y más honrados.

—Anda, hazme ese favorcito de nada —insistió Jack, muy serio.

—Soy muy joven, Jack —protesté; además, estaba muy triste.

—Conmovedor. Realmente conmovedor. Tienes una inclinación por la lírica —me dijo.

Acarició con su mano húmeda una de mis rosadas mejillas, y fue a sujetarme la puerta. Pero, en ese momento, su madre lo llamó desde la cocina y él acudió corriendo. Encajé bien el batiente, y vi que Baba me estaba esperando.

—Maldita payasa, ¿con qué te has tropezado?

Se había sentado en un barril de cerveza vacío delante de la puerta, balanceando las piernas.

—Se te va a manchar el vestido con la pintura rosa del barril —advertí.

—El vestido ya es rosa, imbécil. Te acompaño a tu casa, a ver si me puedo llevar unos cuantos anillos.

Se pirraba por los anillos de mamá, y siempre que venía a mi casa insistía en probárselos.

—No, tú no vienes —me opuse con firmeza. Me temblaba la voz.

—Ya lo veremos. Tengo que coger flores para hacer un ramo. Mami mandó recado durante el almuerzo para pedirle permiso a tu madre. Mañana viene el arzobispo a tomar el té con mamá y queremos poner unas campánulas en la mesa.

—¿Quién es el arzobispo? —quise saber, pues en nuestra diócesis solo había un obispo.

—¿Que quién es el arzobispo? ¿Qué pasa, imbécil, es que ahora eres protestante?

Yo caminaba muy deprisa, con la esperanza de que se cansara de mí y se metiera en la papelería a leer alguna novela de aventuras. La señora de la papelería era medio ciega, y Baba le robaba muchos libros.

Respiraba con tanta dificultad que se me abrían las aletas de la nariz.

—Se me está agrandando la nariz. ¿Volverá a su estado normal? —pregunté.

—Tu nariz siempre ha sido grande. Tienes una nariz que parece un puñetero surtidor de gasolina.

Pasamos el prado de las ferias, el mercado de abastos y las hileras de comercios decrépitos y malolientes que quedaban a ambos lados. Pasamos por delante del banco —un bonito edificio de dos plantas con una aldaba reluciente—, y cruzamos el puente. Incluso en días tranquilos como aquél, el cauce del río sonaba imperioso y apresurado, como si estuviese a punto de desbordarse.

No tardamos en salir del pueblo y subir la colina que conducía a la herrería. La loma se alzaba entre árboles, y había mucha sombra porque las hojas casi se encontraban en lo alto. La quietud solo se veía interrumpida por los golpes de la fragua, en la que Billy Tuohey daba forma a una herradura. Los pajarillos trinaban y gorjeaban por encima de nuestras cabezas.

—Estos malditos pájaros me están poniendo mala —dijo Baba, haciéndoles burla.

Billy Tuohey nos saludó con la cabeza desde la ventana abierta. Había tanto humo a su alrededor que apenas se le veía. Billy vivía con su madre en una choza detrás de la herrería. Criaba abejas, y era el único de la zona que cultivaba coles de Bruselas. Contaba muchas mentiras, pero eran de las agradables. Nos decía que había mandado su fotografía a Hollywood, y en respuesta había recibido un telegrama que decía: «¡Venga usted de inmediato! ¡No habíamos visto ojos tan grandes desde Greta Garbo!». Contaba que una vez comió con el Aga Khan en las carreras de Galway, y que luego jugaron al billar. Decía también que le robaron los zapatos cuando los dejó en la puerta del hotel. Nos contaba muchísimas mentiras y muchísimas anécdotas que iluminaban las noches más negras con sus tintes exóticos, como el colorido de las llamas de turba. También bailaba gigas y danzas escocesas, y tocaba muy bien el acordeón.

—¿Qué es Billy Tuohey? —me preguntó Baba de pronto, con intención de sobresaltarme.

—Herrero —contesté.

—Dios mío, eres tonta del culo. ¿Y qué más?

—¿Qué más?

—Billy Tuohey es un picaflor.

—¿Porque anda detrás de las chicas?

—No. Porque cría abejas —dijo con un suspiro. Se aburría conmigo.

Llegamos a la verja de su casa y entró a dejar la cartera. No la esperé: no quería que viniese. Las avispas de una colmena que había en el muro de piedra producían un murmullo somnoliento, y los frutales del jardín del barbero perdían las últimas flores. Bajo el manzano había un charco de pétalos rosados que sus hijos pisoteaban, aplastándolos bajo sus pies desnudos. Los dos más pequeños estaban sentados en lo alto del murete, comiendo pan con mermelada y diciendo «Buenaz tardez» a todo el que pasaba.

—¿Qué desayunan los de Mickey el barbero? —preguntó cuando me dio alcance.

A los hijos del barbero los llamábamos «los de Mickey el barbero», porque eran demasiados como para recordar los nombres de todos.

—Té y pan, supongo.

—Bollos de cabello de ángel, tonta. ¿Y qué almuerzan los de Mickey el barbero?

—¡Cabello de ángel! —Me creía muy lista.

—No. Bigotes de gamba, imbécil.

Y fue a arrancar unas briznas de hierba que crecían en la cuneta, las masticó con aire pensativo y las escupió. Yo no entendía por qué se juntaba conmigo si se aburría tanto.

Dejé atrás a Baba cuando nos aproximamos a la verja de mi casa, y casi lo pisoteo. Estaba sentado en el suelo, con la espalda apoyada en el tronco de un olmo, y las hojas le dibujaban sombras en la cara. Sombras en movimiento. Estaba dormido.

Me acerqué y lo zarandeé:

—¡Hickey, Hickey!

Parpadeó unos segundos hasta que abrió los ojos grises y me miró aún adormilado, embobado. Había estado soñando.

—¿Qué ha pasado? ¿Y mamá? ¿Está él en casa? —Me salió un torrente de preguntas.

—Tranquilízate, por lo que más quieras —contestó él; me había pasado un brazo por los hombros y me acariciaba una mejilla.

—¿Dónde está mamá? —insistí.

—Se ha tenido que ir a Tintrim —explicó.

Tintrim era su antigua casa, donde aún vivían su padre y su hermana soltera. Era una casita enjalbegada, con enredaderas en los muros en medio de un islote rocoso del mayor de los lagos del río Shannon. Quedaba a unos cinco kilómetros de tierra firme.

Allí vivía también otro granjero, y ambas familias compartían la única barca. Cruzaban el lago los viernes para hacer los recados y recoger la pensión del abuelo; y, por supuesto, también los domingos para ir a la iglesia. Después de misa compraban la prensa y se tomaban un té con la dueña de la papelería mientras el abuelo iba a beber una pinta de cerveza negra. Era un hombre muy anciano, y siempre le colgaba un hilillo de baba por la barba blanca. Estaba muy mayor como para tirar de la barca, pero el vecino, Tom O’Brien, era un chico joven y muy afable. Tom se encargaba de remar y, mientras tanto, el abuelo rememoraba los viejos tiempos y recordaba aquella vez que el Shannon estuvo tres meses congelado; siempre tenía a punto alguna anécdota acerca de los chicos que se ocultaron de los soldados británicos en su pajar.

Pese a que siempre repetía las mismas historias, Tom O’Brien y su familia escuchaban como si fuese la primera vez que las oían contar. Entretanto, la señora O’Brien y mi tía Molly las pasaban moradas para evitar que los sombreros saliesen volando, pues aun en días de verano soplaba el viento con ímpetu, y a menudo estallaba una tormenta de improviso y las olas rompían contra los bordes de la barca, que zozobraba. Era una embarcación muy vieja pintada de verde.

Así pues, mamá se había ido, aunque no le gustase aquella casa. Decía que la hiedra no dejaba entrar la luz en la cocina, y no lograba conciliar el sueño porque el rumor del agua le causaba inquietud. Tenía un miedo atroz al agua. Era viernes, así que a buen seguro quedaría con Tom O’Brien en el pueblo de Tintrim. ¿Por qué habría tenido que irse? No era propio de ella. Ella nunca me había dejado sola, jamás. Se me ocurrió que tal vez hubiese ido a preguntarle al abuelo si podíamos mudarnos ella y yo. Me entusiasmaba la idea de irme a vivir allí. Mi tía Molly era muy simpática, y por las noches me leía novelones de amor. Tenían un transistor muy viejo que solo se escuchaba con auriculares, y también criaban pollitos enanos que siempre andaban deambulando alrededor de la casa. Se estaba muy bien en verano. Había maizales alrededor de la casa y unos bambúes gruesos y exuberantes en las riberas. Había una playa con arena adonde íbamos la tía Molly y yo a leer las novelas románticas, y mi abuelo nunca se emborrachaba. Me detuve a pensar en todas estas cosas porque me daba pavor hacerle a Hickey la pregunta que me atormentaba. Finalmente la hice:

—¿Ha vuelto mi padre?

—Sí, a cambiarse de camisa —respondió, sarcástico.

—¿Le ha pegado?

—¿Acaso no tiene que pagarla con alguien cada vez que se emborracha? Si no es con ella, me toca a mí; y si no estamos ninguno de nosotros, pues con el perro.

En ese momento apareció Baba comiéndose un plátano.

—Ya podías haberme esperado —dijo, mirándome con furia.

—Hola, Shirley Temple —saludó Hickey; y a mí—: Tu madre ha dejado dicho que te quedes donde Baba.

—No, Hickey, yo me quedo en casa. Tú cuidarás de mí.

Pero negó con la cabeza. No me quería. No me amaba. No era capaz de sacrificarse y quedarse en casa conmigo. No podía pasarse sin sus cervezas ni sin la cara sebosa de Maisie. Maisie trabajaba en el bar del hotel Grey-hound. Siempre le estallaban las cremalleras de las faldas, y estaba mellada, pero a Hickey le gustaba mucho. Era gorda, como él, y muy alegre.

—Quédate en nuestra casa —intervino Baba, tirando la piel del plátano a una boñiga fresca y haciendo revolotear en todas direcciones un enjambre de moscas.

Me quedé mirando a Hickey con intención de hacerle entender que necesitaba su ayuda, pero no conseguí que se diese por aludido. Ninguno de los tres decía una palabra. Agaché la cabeza y vi que las moscas regresaban al montón de excrementos, posándose como pasas quemadas en lo alto de un bizcocho moreno.

—No puedo estar pendiente de ti —dijo, por fin—. Tengo que ordeñar y dar de comer a los terneros y a las gallinas. Llevo toda la responsabilidad sobre mis hombros.

Se regodeaba en su importancia.

—No necesito que nadie esté pendiente de mí —repliqué—. Solo te pido que te quedes en casa conmigo por las noches.

Pero no dio su brazo a torcer. Yo sabía que me tendría que ir, así que opté por ponerme terca.

—¿Y qué pasa con mi camisón?

—Ve a por él —sugirió Baba con aplomo.

¿Cómo podían estar tan tranquilos si a mí me castañeteaban los dientes?

—No puedo. Me da miedo.

—¿Miedo de qué? —preguntó Hickey—. Ahora mismo estará en Limerick.

—¿Seguro?

—¡Segurísimo! Lo he visto preguntándole al del correo si lo podía llevar. No le verás el pelo en diez o doce días, hasta que se le acabe el dinero.

—Venga, boba, yo voy contigo —dijo Baba.

Quería saber si mamá se encontraba bien, así que le pregunté a Hickey en voz baja.

—No te oigo.

Volví a susurrar.

—Que no te oigo.

Me di por vencida. Hickey se adentró en los campos silbando y nosotras tomamos el camino. Estaba plagado de malas hierbas, y las ruedas de las carretas que transitaban a diario habían cavado dos surcos.

—¿No tendrás liendres? —inquirió Baba con una mueca.

—No lo sé. ¿Por qué?

—Porque si tienes liendres no te puedes quedar en mi casa. No quiero que se me llene la almohada de bichos; esos bichejos repugnantes al final te tiran.

—¿Tirarme? ¿Adónde?

—Al Shannon.

—Qué estupidez.

—Más estúpida eres tú —replicó, y me levantó un mechón de pelo para examinarme el cuero cabelludo. Dejó caer el mechón de golpe, como si hubiese descubierto algo contagioso—. Malas noticias: estás minada de chinches, pulgas, liendres, moscas y toda clase de bicharracos.

Se me puso la carne de gallina.

Bull’s-Eye estaba comiendo pan de un platillo esmaltado que alguien le había dejado en el arriate. Pobre Bull’sEye; menos mal que alguien se había acordado de él.

En el interior, la cocina estaba desordenada y el fogón apagado. Las botas de goma de mamá estaban tiradas en mitad de la estancia, y sobre la mesa había dos lecheras, además de la cajita de los sobres y los folios. Ahí era donde mamá tenía el colorete, la barra de labios y demás. Se había llevado el pompón para maquillarse, y también había desaparecido el rosario, que colgaba de un clavo en el aparador. Se había marchado. Se había marchado de veras.

—Sube conmigo —propuse a Baba. El temblor de mis rodillas era incontrolable.

—¿No tienes nada decente para comer? —preguntó, abriendo la puerta de la salita comedor.

Baba sabía que mamá escondía latas de galletas detrás de una de las cortinas. La sala estaba a oscuras, triste y polvorienta. La vitrina, con su colección de cachivaches, tapas de cajas de bombones, estatuillas y flores artificiales, resultaba ridícula ahora que mamá no estaba. Las conchas que usaba como ceniceros estaban repartidas por toda la habitación. Baba levantó un par de ellas y luego las dejó en su sitio.

—¡Por Dios, este lugar es un puñetero bazar! —exclamó Baba, acercándose al mueblecito para saludar a las estatuillas—. Hola, san Antonio. Hola, san Judas, patrón de las causas perdidas.

Cuando fue a coger un niño Jesús de Praga, se quedó con la cabeza en la mano. Soltó una sonora carcajada, y, cuando le ofrecí una galleta de una caja surtida, se guardó todas las de chocolate en el bolsillo.

Entonces vio la mantequilla en el bordillo de azulejo de la chimenea. Mamá la dejaba ahí en verano para que se mantuviera fresca. Cogió un par de libras:

—También me llevo esto a cambio de alojarte en mi casa. Venga, vamos a echarles un vistazo a las joyas —insistió.

A Baba le encantaban los anillos de mi madre. Eran unos anillos muy bonitos que le regalaron cuando era joven. Había estado en América. En aquella época era muy guapa. Tenía una cara redonda, la tez cetrina y unos preciosos ojos diáfanos y mansos. Azul turquesa. Y el pelo de dos colores: algunos mechones eran de un dorado rojizo y otros castaños, una combinación imposible de conseguir con un tinte. Yo había heredado su pelo, pero Baba había hecho correr el rumor en la escuela de que me teñía.

—Tienes el pelo como el relleno de un colchón viejo —aseguró cuando le conté lo que estaba pensando.

Nada más entrar en el cuarto de invitados, donde estaban los anillos, el aguamanil tembló en la jofaina, y las flores que había en su interior se movieron como agitadas por una suave brisa. En realidad no eran flores, sino mazorcas de maíz que mamá había envuelto con papel plateado y dorado. Las había combinado con tallos de carrizo teñidos de un rosa muy llamativo, carnavalesco. Pero a mamá le gustaba. Era muy hacendosa. Siempre andaba haciendo cosas.

—Saca los anillos y deja de mirarte en el maldito espejo.

El azogue estaba cubierto de manchas verdes, pero me miraba en él por costumbre. Saqué la cajita marrón y dorada donde guardábamos las joyas y Baba se lo probó todo: los anillos, los dos broches de perlas y el collar de ámbar que le llegaba hasta la barriga.

—Bien podrías darme alguna de estas sortijas, si no fueras una puñetera tacaña.

—Son de mamá, no puedo darte nada —dije, atemorizada.

—«Son de mamá, no puedo darte nada» —repitió, imitándome con una voz chillona y llorosa.

Abrió el ropero y sacó el vestido de fiesta verde de organza; se admiró a sí misma en el espejo empañado y dio unos pasos de baile, de puntillas. Estaba muy guapa cuando bailaba. Yo, en cambio, era una patosa.

—¡Chist! Creo que he oído algo —dije. Estaba casi segura de haber oído pasos en el piso de abajo.

—Bah, será el perro.

—Será mejor que baje; no quiero que vuelque las lecheras. ¿Hemos dejado la puerta trasera abierta?

Bajé deprisa y me detuve en seco en el umbral de la cocina: ahí estaba él. Era mi padre, bebido, con el sombrero echado hacia atrás y la gabardina blanca abierta. Tenía la cara colorada, con un gesto feroz y rabioso. Yo sabía que estaba deseando pegar a alguien.

—Qué bonito, llegar a tu casa y que esté desierta. ¿Y tu madre?

—No lo sé.

—Contéstame.

Me aterrorizaba mirar aquellos ojos azules, enormes y saltones. Parecían ojos de cristal.

—No lo sé.

Se acercó a mí y me asestó un puñetazo debajo de la mandíbula, tan fuerte que me entrechocaron los dientes. Me clavó una mirada desquiciada y dijo:

—Siempre evitándome. Siempre evitando a tu padre, so pedazo de… Dime dónde está tu madre si no quieres que te maje a palos.

Llamé a Baba a gritos. Bajó la escalera a trompicones con un bolsito de abalorios colgándole de una muñeca, y mi padre me quitó las manos de encima. No le gustaba que la gente pensara que era violento. Tenía fama de ser un caballero, un hombre honrado que no haría daño ni a una mosca.

—Buenas tardes, señor Brady —saludó.

—Hombre, Baba. ¿Te portas bien?

Me acerqué a la puerta que daba a la antecocina. Estaría más segura cerca de una vía de escape. Apestaba a whisky. Tenía hipo, y, cada vez que hipaba, a Baba le daba la risa. Rogaba por que no se diese cuenta, o nos mataría a ambas.

—La señora Brady se ha marchado. Es por su padre, que no está bien. La avisaron de que tenía que irse, y Caithleen se quedará con nosotros.

Baba comía una galleta de chocolate mientras hablaba, y se le quedaban migas en las comisuras de sus bonitos labios.

—Se quedará aquí para cuidar de mí, y se acabó la discusión.

Hablaba muy alto, y agitaba el puño hacia donde yo estaba.

—Ah —sonrió Baba—, pero, señor Brady, para cuidar de usted va a venir otra persona: la señora Burke, la del campo. De hecho, tenemos que ir a avisarla de que ya ha venido usted.

Mi padre no contestó. Emitió otro hipido. Bull’s-Eye entró y me pasó su rabo blanco y peludo por la pierna.

—Será mejor que nos demos prisa —aconsejó Baba, y me guiñó un ojo.

Papá se sacó un fajo de billetes del bolsillo y le dio a Baba uno de una libra, muy doblado y sucio.

—Toma —dijo—, esto es por las molestias. No acepto nada a cambio de nada.

Baba le dio las gracias y dijo que no tenía por qué molestarse, y nos marchamos.

—Por Dios, está como una cuba, ¡vámonos!

Pero yo era incapaz de correr, me sentía muy débil.

—¡Y encima se nos ha olvidado la maldita mantequilla! —añadió.

Miré atrás y vi que venía detrás de nosotras dando zancadas muy decididas.

—¡Baba! —llamó.

Ella me preguntó si debíamos salir corriendo, y mi padre volvió a llamarla. Le dije que mejor no, porque no me veía capaz.

Nos detuvimos hasta que nos alcanzó.

—Devuélveme el dinero. Ya ajustaré cuentas con tu padre, que tengo que hablar con él para que venga la semana que viene a hacer unas cuantas cosas.

Cogió el billete y se alejó a toda prisa. Seguramente iba a la taberna, o a tomar el autobús de la tarde a Portumna. Allí vivía un amigo suyo que criaba caballos de carreras.

—Qué caradura, ¡ya le debe veinte libras a mi padre! —exclamó Baba.

Vi que Hickey se acercaba por el prado y lo saludé con la mano. Estaba pastoreando las vacas, que avanzaban desordenadamente por el campo. Algunas se detenían a contemplar la nada, como suelen hacer las vacas. Hickey les silbaba, y la melodía llegó hasta nosotras atravesando el prado en medio de la apacible tarde. Cualquiera que pasara por el camino podría haber pensado que la nuestra era una granja feliz. Porque lo parecía: feliz, próspera y sólida bajo la luz cobriza del cálido atardecer. Era una casa de mampostería roja que se erguía entre los árboles; y, por las tardes, cuando caía el ocaso, brillaba con luz propia, la casa y los prados que se desplegaban en derredor formando una extensión infinita de liso verdor.

—Hickey, me has mentido. Ha vuelto, y por poco me mata.

Hickey se encontraba a unos pocos metros de distancia, con las manos posadas en sendas vacas que lo flanqueaban.

—¿Y por qué no te has escondido?

—Porque me di de bruces con él.

—¿Qué quería?

—Bronca, como siempre.

—Es un sinvergüenza. Me ha dado una libra por la molestia y luego me la ha quitado —declaró Baba.

—Ay, si a mí me diesen un penique por cada libra que me debe… —dijo Hickey, negando suavemente con la cabeza.

A Hickey le debíamos muchísimo dinero, y me preocupaba que nos dejase y se fuese a trabajar con los forestales, que le pagarían con regularidad.

—No te vas a marchar, ¿verdad, Hickey? —rogué.

—Me iré a Birmingham cuando acabe el verano —confirmó.

Mis dos mayores temores en la vida eran que mamá muriese de cáncer y que Hickey nos dejara. En el pueblo, cuatro mujeres habían muerto de cáncer. Baba decía que estaba relacionado con no tener hijos. Que todas las monjas desarrollan cáncer. En ese momento me acordé de mi beca, y se lo conté a Hickey. Se puso muy contento.

—¡Te vas a convertir en una señoritinga! —dijo.

La vaca parda alzó la cola e hizo pis en la hierba.

—¿Os apetece una limonada? —preguntó, y nosotras salimos corriendo.

Hickey dio unas palmadas en el lomo de la vaca y esta se puso en marcha con pesadez. Las otras vacas también se movieron, y Hickey fue detrás de ellas lanzando un chiflido distinto. La tarde era un remanso de paz.

cap-5

4

Baba llamó a su madre —«¡Martha! ¡Martha!»— nada más poner el pie en el recibidor. Era un vestíbulo embaldosado y olía a cera abrillantadora.

Subimos las escaleras alfombradas. Se abrió una puerta, despacio, y Martha asomó la cabeza.

—¡Chist, chist! —nos llamó, haciendo señas para que pasáramos. Una vez en el dormitorio, cerró la puerta con cuidado.

—Hola, bicho —dijo Declan a Baba. Era su hermano pequeño. Se estaba comiendo un muslo de pollo.

En medio de la enorme cama reposaba una bandeja con un pollo. Se había asado de más y estaba medio deshecho.

—Quítate la chaqueta —me ordenó Martha.

Parecía estar esperándome. Mamá debía de haberla avisado. Martha estaba muy pálida; siempre lo estaba. Su cutis claro recordaba al de una Virgen, con los párpados siempre bajados, ocultando unos ojos grandes tan oscuros que era imposible distinguir su color, aunque recordaban a unos pensamientos morados. Aterciopelados. Llevaba unos zapatos rojos de terciopelo con incrustaciones plateadas en la parte delantera, y la estancia olía a perfume, a vino y a madurez. Estaba bebiendo vino tinto.

—¿Dónde anda el viejo? —quiso saber Baba.

—Ni idea —reconoció Martha, negando con la cabeza. Su negra melena, que normalmente se recogía en un moño alto, le caía sobre los hombros, con las puntas ligeramente hacia arriba.

—¿Y para qué te has subido el pollo aquí? —preguntó de nuevo Baba.

—¿Tú qué crees? —replicó Declan, lanzándole un hueso.

—Para que no se lo coma el viejo —reconoció Baba, y se volvió hacia la foto de su padre que había en la repisa de la chimenea. Imitó una pistola con la mano derecha, apuntó a la foto y exclamó—: ¡Bang, bang!

Martha me dio una alita. La mojé en el salero y me la comí. Estaba riquísima.

—Tu madre se ha ido unos días —me dijo, y de nuevo sentí un nudo en la garganta. No me agradaba la compasión. Y eso que Martha no era muy maternal; era demasiado hermosa y fría para eso.

Martha era lo que los aldeanos llamaban «una mujer espabilada». La mayoría de las noches se iba al hotel Greyhound, ataviada con un traje negro muy ajustado que se ponía sin nada debajo —salvo el sostén— y un pañuelo de gasa anudado al cuello. Se acomodaba en un taburete alto del bar del hotel, y forasteros y viajantes de comercio se quedaban prendados de su tez inmaculada, sus uñas pintadas, su pelo negro con reflejos azulados y su cara de Virgen María; pensaban que estaba triste. Pero Martha nunca estaba triste, a menos que el hastío sea una forma de tristeza. A la vida solo le pedía dos cosas, y las había logrado: alcohol y admiración.

—Molly ha dejado trifle en la despensa —dijo, dirigiéndose a Baba.

Molly era una criada de dieciséis años procedente de una pequeña granja perdida en medio del campo. Durante su primera semana en casa de los Brennan no se había quitado las botas de goma, y cuando Martha la reprendió por ello, confesó que no tenía más calzado. Martha pegaba a Molly con frecuencia y la encerraba en algún cuarto cada vez que preguntaba si podía ir a los bailes del ayuntamiento. Molly le contó a la modista que «ellos», refiriéndose a los Brennan, comían espléndidos asados a diario, mientras que a ella le daban salchichas y puré de patatas del día anterior. Pero puede que aquello no fuese más que una invención. Martha no era mezquina. Gastaba el dinero del marido con orgullo y avidez, aunque, como todos los bebedores, se mostraba reacia a gastar en cualquier cosa que no fuera alcohol.

Baba entró con un recipiente de cristal donde quedaba la mitad del trifle y lo dejó en la cama junto a unos platillos y las cucharillas de postre. Su madre sirvió. Aquel postre rosáceo con la rodaja de melocotón, la cereza confitada, el plátano y los bultos irregulares de bizcocho me hizo evocar la época en que también había trifle en nuestra casa. Casi podía ver a mamá sirviéndonoslo en los platos: a mi padre, a mí y a Hickey. Para ella solo dejaba una cucharada en el fondo del molde. Se enfadaba y arrugaba la nariz cuando yo decía que no me gustaba. Mi padre me mandaba callar bruscamente, y Hickey se reía con disimulo y decía: «A más tocamos». En esas cosas pensaba cuando oí que Baba decía:

—A ella no le gusta el trifle —refiriéndose a mí.

Su madre dividió entonces en tres partes la ración que había previsto para mí, y se me hizo la boca agua mientras saboreaban el postre.

—Martha, ¡eh, vieja Martha! ¿Qué puedo ser de mayor? —preguntó a su madre Declan, que estaba fumándose un pitillo para aprender a tragarse el humo.

—Salir de este maldito agujero, hacer algo, ser alguien. Actor… Algo interesante —dijo Martha al tiempo que se contemplaba en el espejo y se reventaba un punto negro de la barbilla.

—¿Tú fuiste famosa, mami? —Baba se dirigió a la imagen del espejo.

Aquel rostro alzó la vista y suspiró, nostálgico. Martha había sido bailarina de ballet, pero había abandonado su carrera para casarse, o eso decía ella.

—¿Por qué no seguiste? —preguntó Baba, pese a conocer muy bien la respuesta.

—Es que era demasiado alta —dijo Martha, y se separó del espejo y cruzó el cuarto dando unos pasos de baile y agitando un pañuelo rojo de organza.

—¿Demasiado alta? Dios, cada vez cuenta una cosa diferente —apostilló Baba mientras su madre seguía danzando sobre las puntas de los pies.

—Podría haberme casado con cien hombres distintos; cien hombres lloraron el día de mi boda —aseguró Martha, y los niños estallaron en aplausos—. Uno era actor, otro poeta, y unos doce pertenecían al cuerpo diplomático. —Su voz se fue extinguiendo a medida que se alejaba para ir a hablar con sus dos peces de colores, que estaban en el tocador.

—El cuerpo diplomático… Igualito que esta pocilga —masculló Baba.

—¡Por los clavos de Cristo! —replicó Martha, y entonces se oyó un claxon y todos dieron un brinco.

—¡El pollo, el pollo! —exclamó Martha, y lo guardó en el ropero cubriéndolo con una mañanita. En el armario había vestidos de verano y una capa de fiesta de piel blanca—. Salid, id a hacer algo a la cocina… ¡Los deberes! —ordenó al tiempo que agarraba el cepillo de dientes y empezaba a lavárselos en el lavabo.

Tenían una casa modernísima, con lavabos en los dos dormitorios principales. Al poco bajó con nosotros a la cocina.

—¿Qué tal? —preguntó, echándole el aliento a Baba.

—Te va a decir que le prestas demasiada atención a tus dientes.

Baba se echó a reír, pero acto seguido se recompuso al oír que entraba su padre por la puerta trasera. Llevaba un frasco de medicamentos vacío, un paquete de algodones abierto y una caja de zapatos llena de guisantes.

—Mami. Declan. Baba —saludó.

Yo estaba detrás de la puerta y no me vio. Tenía una voz grave, ronca y levemente sarcástica. Martha se agachó para sacar su cena del horno más bajo de la cocina: una chuleta fría que se había quedado tiesa y unas cebollas fritas que parecían en exceso reblandecidas. Puso el plato en una bandeja de plata muy elaborada. Mi madre siempre decía que para los Brennan lo más importante era comer con la cubertería y la mantelería buenas.

—Creí que hoy había pollo, mami —dijo él, quitándose las gafas para limpiarlas con un pañuelo blanco muy grande.

—La tontaina de Molly se dejó la fresquera abierta y Rover se lo ha comido —explicó Martha con parsimonia.

—Menuda imbécil. ¿Dónde se ha metido?

—Se ha ido de picos pardos —explicó Baba.

—Molly se merece un buen castigo, un correctivo, ¿me oyes, mami?

Y Martha contestó que sí, que no estaba sorda. En ese momento tosí, porque quería que me viese, que supiera que yo estaba presente. Me daba la espalda, pero se dio la vuelta rápidamente.

—¡Vaya! Caithleen, Caithleen, mi dulce niña. —Se acercó a mí, me puso las manos sobre los hombros y me dio un leve beso en cada mejilla. Había bebido un par de copas—. Qué no daría yo, Caithleen, por que otros —y agitó una mano en el aire—, otros fueran tan inteligentes y educados como tú. —Baba le hizo burla, y, como si tuviese ojos en la nuca, se dio la vuelta y se dirigió a ella—: ¡Baba!

—¿Qué pasa, papi?

Ahora exhibía una sonrisa zalamera, y se le marcaban en las mejillas sus perfectos hoyuelos.

—¿Sabes cocinar guisantes?

—No.

—¿Y tu madre sabe cocinar guisantes?

—No sé.

Martha había salido a coger el teléfono del recibidor, y cuando volvió estaba escribiendo una cosa en la agenda.

—Quieren que vayas a Cooriganoir. Unos que se llaman O’Brien. Es urgente, se les está muriendo una vaquilla —dijo mientras anotaba en la agenda las instrucciones para dar con el lugar.

—¿Sabes cocinar guisantes, mami?

—Insisten en que vayas enseguida. Dicen que la última vez tardaste mucho en llegar y la yegua se murió y el potrillo salió cojo.

—Imbécil, imbécil, imbécil —maldijo él.

Ignoraba si se refería a su esposa o a la familia de Cooriganoir. Fue a beber un poco de leche de una jarra que había en la alacena. Hacía mucho ruido al tragar; se oía claramente cómo el líquido atravesaba el túnel de su garganta.

Martha suspiró y encendió un cigarrillo. La cena se había quedado helada, y su marido no la había probado siquiera.

—Será mejor que aprendas a cocinar guisantes, mami —dijo.

Martha se puso a silbar, ignorándolo; silbaba como si pasease por un polvoriento camino de montaña y quisiera sentirse acompañada o llamar a un perro que se hubiese extraviado persiguiendo a una liebre entre la maleza y los campos. Él salió dando un portazo.

—¿Ya se ha ido? —inquirió Declan desde el habitáculo de la despensa, donde se había encerrado.

Su padre solía pedirle que lo acompañase, pero Declan prefería gandulear, fumar y discutir con Martha a propósito de su carrera. Quería ser actor de cine.

—¿Vamos a la función de esta noche, Martha? —preguntó Baba.

—¡Habrase visto! Si quiere sus dichosos guisantes que se los haga él. Valiente arrogancia. Yo ya comía guisantes cuando la taruga de su madre le daba a él flores de ortiga. ¡Por favor!

Era la primera vez que veía a Martha encendida.

—Lo mejor será que no vengas —me aconsejó Baba—. Tu viejo podría ponerse malo y dejar el suelo lleno de vómitos.

—Ella viene —intervino Declan—. ¿Verdad que sí, Martha?

Martha me sonrió y dijo que claro que iría.

—Bueno, pero si está el señor Gentleman, a su lado me siento yo —sentenció Baba, meneando las trenzas con una sacudida de cabeza.

—No, a su lado me sentaré yo —la contradijo Martha con una sonrisa.

Martha también tenía hoyuelos, aunque no eran ni tan cautivadores ni tan profundos como los de Baba, porque su piel era muy clara.

—De todos modos, tiene una amiguita en Dublín. Una corista —anunció Baba, y, para ilustrar el comportamiento de las coristas, se levantó el vestido por encima de las rodillas.

—Mentirosa, mentirosa —exclamó Declan, y le arrojó la caja de guisantes, que se desparramaron por el suelo. Tuve que arrodillarme para recogerlos. Baba abrió unas vainas para probar los guisantes, tiernos y deliciosos. Yo eché las vainas vacías al fuego. Martha subió a arreglarse y Declan se retiró al salón para poner el gramófono.

—¿Quién te ha contado lo del señor Gentleman? —pregunté tímidamente.

—Pues tú —contestó, clavándome sus ojos azules y descarados.

—Eso es mentira, ¿cómo te atreves? —Temblaba de indignación.

—¿Cómo te atreves tú a decirme que cómo me atrevo en mi propia casa? —repuso al tiempo que salía para lavarse los pies antes de ir a ver la función.

Desde la antesala me preguntó a voces si mi madre seguía lavándoselos en un balde para la leche en la mesa de la cocina. Y, durante un instante, vi a mamá mojándose los callos bajo la luz de la lámpara, para ablandarlos antes de empezar a quitárselos con una cuchilla de afeitar.

El reloj de pared marcó las cinco desde el recibidor, y afuera el cielo se había oscurecido. Comenzó a levantarse viento, y un viejo cubo rodó por el sendero de grava. La lluvia llegó de repente, y Baba me gritó que saliese a recoger la ropa del tendedero, por el amor de Dios. Lo que caía era un granizo que golpeaba las ventanas como si fuesen pedradas; parecía que los cristales fuesen a reventar de un momento a otro. Salí corriendo a por la ropa y me empapé. Pensé en mamá, y deseé que no la hubiese sorprendido a la intemperie. Había muy pocos lugares donde poder refugiarse en el trayecto de nuestro pueblo al de Tintrim, y mamá era tan tímida que no se atrevería a pedir cobijo en las casas del camino. Dejó de llover al cabo de diez minutos y el sol apareció en un claro que se abrió entre las nubes. Todas las flores del manzano habían caído en la hierba, y una capa de agua cubría la rama que se veía desde la ventana de la cocina. Doblé las sábanas y me detuve a olerlas un momento, porque no hay olor más agradable que el de las sábanas recién lavadas. Luego las dejé en el estante que había encima del fogón, pues aún estaban un poco húmedas, y subí al cuarto de Baba.

cap-6

5

Salimos rumbo al pueblo justo antes de las siete. El señor Brennan no había vuelto, así que le dejamos la mesa puesta, y mientras Martha se arreglaba en el piso de arriba cubrí el plato de los sándwiches con una servilleta húmeda. Me daba pena el señor Brennan. Trabajaba mucho y tenía una úlcera.

Declan nos adelantó; decía que ir con niñas era cosa de mariquitas.

El sol declinaba y prendía fuego a la zona occidental del cielo. Del incendio salían unas franjas de color, no rojas como el sol, sino de un rosa cálido y encendido. La extensión que tenían por encima era de un azul desnudo; y más alto aún, sobre nuestras cabezas, surcaban serenas las magníficas nubes de plumas. El cielo quedaba allá arriba. No conocía a nadie que estuviese en el cielo, excepto a las ancianas del pueblo que habían muerto; pero no había nadie a quien yo amara.

—Mi mami es la mujer más guapa del lugar —declaró Baba.

En realidad, yo creía que mi madre era más guapa, con su carita redonda, nívea, desgarradora, y sus ojos grises e inocentes, pero preferí no decirlo, puesto que me estaba alojando en su casa. Martha iba muy guapa. El sol poniente, o tal vez el collar de coral, confería a su mirada un misterioso fulgor anaranjado.

—Piii, piii —hizo Hickey al adelantarnos en su bicicleta.

La bici de Hickey era digna de lástima. Parecía estar a punto de desmoronarse bajo el peso de su cuerpo. Las ruedas estaban desinfladas. Llevaba una lechera colgada del manillar, y desde el interior del canasto de mimbre se oía el cloqueo de una gallina. Seguramente se la llevaba a la señora O’Shea, la del hotel Greyhound. Hickey siempre agasajaba a sus amigos aprovechando las ausencias de mamá. Me imaginaba que ella tendría las gallinas contadas, pero Hickey siempre podía inventarse que había venido un zorro. Los zorros aparecían constantemente en el patio a plena luz del día para cazar una gallina o un pavo.

Frente a nosotros, como pardas motas de polvo, las hordas de mosquitos zumbaban bajo los árboles, y sentí un escozor en las orejas cuando pasamos por el tramo de carretera que corría junto a la herrería, donde también había un bosquecillo de hayas.

—Daos prisa —apremió Martha, y aceleré el paso.

Quería que nos sentáramos en la primera fila, donde se acomodaba la gente importante: la esposa del médico, el señor Gentleman y las hermanas Connor. Las hermanas Connor eran protestantes, pero gozaban de buena reputación. Justo en ese momento nos adelantaron en su camioneta e hicieron sonar la bocina. Era su forma de saludar. Nosotros devolvimos el saludo con un movimiento de cabeza. Me alegré de que no se hubieran ofrecido a llevarnos, porque en la parte de atrás asomaban dos Pastores alemanes, y a mí me daban miedo los Pastores alemanes. De la verja de las hermanas Connor colgaba un letrero que decía: CUIDADO

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