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La tormenta (Archivos NUMA 10)

Clive Cussler
Graham Brown

Fragmento

PRÓLOGO

Océano Índico

Septiembre de 1943

El buque de vapor John Bury se sacudía de proa a popa mientras surcaba las aguas agitadas del océano Índico. Era conocido como una «nave de mercancías rápida», diseñado para acompañar buques de guerra y usado para viajar a una velocidad considerable; pero con todas las calderas funcionando a pleno rendimiento, el John Bury se desplazaba a una velocidad que no había alcanzado desde sus pruebas de navegación. Deteriorado, presa de las llamas y dejando una estela de humo, el John Bury corría como alma que lleva el diablo.

Cuando el barco coronó una ola de tres metros, la cubierta se inclinó hacia abajo y la proa se hundió en unas nuevas olas. Una ancha franja de espuma saltó por encima de la barandilla, azotó la cubierta y sacudió lo que quedaba del desbaratado puente de mando.

Sobre la cubierta, el John Bury estaba desvencijado. En las zonas donde los proyectiles habían alcanzado la superestructura, salían grandes bocanadas de humo del metal retorcido. La cubierta estaba sembrada de restos, y por todas partes yacían tripulantes muertos. Pero los daños se encontraban por encima de la línea de flotación, y si el barco evitaba más impactos, sobreviviría.

En el oscuro horizonte que se extendía detrás, otras embarcaciones que habían tenido menos suerte echaban humo. Una bola de fuego naranja estalló en una de ellas, brilló a través del agua e iluminó brevemente la masacre.

Se podían ver los cascos en llamas de cuatro barcos, tres destructores y un crucero, buques que habían formado la escolta del John Bury. Un submarino japonés y un escuadrón de bombarderos en picado habían dado con ellos al mismo tiempo. Mientras iba anocheciendo, el petróleo ardía alrededor de las embarcaciones hundidas en una mancha de un kilómetro y medio. El combustible ensombrecía el cielo con un denso humo negro. Ninguno de los barcos vería la luz del día.

Los buques de guerra habían sido atacados y destruidos con prontitud; sin embargo, al John Bury tras ser ametrallado y alcanzado por algunos proyectiles, se le permitió seguir con su rumbo. Solo podía haber un motivo para tal clemencia: los japoneses estaban al tanto del cargamento de alto secreto que transportaba y lo querían para ellos.

El capitán Alan Pickett estaba decidido a no permitir que eso ocurriera, incluso con la mitad de su tripulación muerta y el rostro lleno de cortes debido a la metralla. Cogió el tubo acústico y gritó a la sala de máquinas:

—¡Más velocidad!

No hubo respuesta. Según el último informe, el fuego se había propagado bajo la cubierta. Pickett había ordenado a sus hombres que se quedaran a combatirlo, pero lo invadió el pánico al oír aquel silencio.

—¡Zekes en la amura de babor! —gritó un centinela en alusión a unos cazas Mitsubishi A6M desde el alerón del puente de mando—. Seiscientos metros y bajando.

Pickett miró a través del cristal hecho añicos que tenía delante. A la tenue luz, vio cuatro puntos negros dando vueltas en el cielo gris y descendiendo hacia el barco. Unos destellos se encendieron en sus alas.

—¡Al suelo! —gritó.

Demasiado tarde. Las balas del calibre cincuenta trazaron una línea a través del barco, cortaron la torre de observación por la mitad y volaron lo que quedaba del puente de mando. Astillas de madera y esquirlas de cristal y de acero salieron volando por el compartimento.

Pickett cayó sobre la cubierta. Otro proyectil estalló delante de él, y una ola de calor brilló sobre el puente de mando. El impacto balanceó el barco y desprendió el techo metálico como un gran abrelatas.

La ola de destrucción pasó, y Pickett alzó la vista: el último de sus oficiales yacía muerto y el puente de mando estaba demolido. Hasta el timón del barco había desaparecido; solo quedaba un trozo de metal unido al eje. Y sin embargo, la embarcación seguía resoplando de algún modo.

Cuando Pickett volvió a levantarse, vio algo que le hizo albergar esperanza: nubarrones y amplias franjas de lluvia. Una línea de chubascos se acercaba rápidamente por la amura de estribor. Si consiguiera introducir el barco en ella, la oscuridad lo ocultaría.

Aferrándose al mamparo como soporte, alargó la mano para coger lo que quedaba del timón. Empujó con todas las fuerzas que le quedaban. El timón giró media vuelta, y el capitán cayó al suelo sujetándolo.

El barco empezó a cambiar de rumbo.

Presionando contra la cubierta, tiró del timón hacia arriba y lo levantó para realizar otro giro completo.

El buque de carga se inclinó hacia la dirección de viraje, trazando una blanca estela curvada sobre la superficie del mar y desviándose hacia los chubascos.

Delante de él, las nubes eran densas. La lluvia que caía de ellas estaba barriendo la superficie como una escoba gigante. Por primera vez desde que había comenzado el ataque, Pickett sintió que tenían una oportunidad de sobrevivir, pero mientras el barco surcaba el mar hacia los chubascos, el espantoso sonido de los bombarderos dando vueltas y precipitándose hacia él arrojó una sombra de duda.

Buscó el origen del ruido a través de las heridas abiertas del barco.

Descendiendo del cielo justo delante de él había dos bombarderos en picado Aichi D3A, Vals, el mismo modelo que los japoneses habían empleado con devastadores resultados en Pearl Harbor y meses más tarde contra la fota británica cerca de Ceilán.

Pickett observó cómo se acercaban lentamente y oyó cómo el silbido de sus alas aumentaba de volumen. Los maldijo y desenfundó el arma que llevaba en el cinto.

—¡Largo de mi barco! —gritó, disparándoles con el Colt 45.

Los bombarderos se elevaron en el último momento y pasaron con gran estruendo, acribillando la embarcación con más balas del calibre cincuenta. Pickett cayó hacia atrás sobre la cubierta, y una bala le atravesó la pierna y se la hizo añicos. Sus ojos se abrieron mirando hacia arriba. No podía moverse.

Olas de humo y cielo gris se extendían por encima de él. Estaba acabado, pensó. El barco y su cargamento secreto caerían dentro de poco en manos del enemigo.

Pickett se maldijo por no barrenar la embarcación. Esperaba que se hundiera sola antes de que pudiera ser abordada.

A medida que su vista empezaba a debilitarse, oyó el sonido de más bombarderos. El rugido se hizo más fuerte; el chillido de sus alas pregonaba y anunciaba lo inevitable del fin.

Y entonces el cielo se oscureció. El aire se volvió frío y húmedo, y el John Bury desapareció en la tormenta, engullido por un muro de bruma y lluvia.

La última información relacionada con la embarcación la proporcionó un piloto japonés, quien declaró que el barco estaba en llamas pero navegaba a toda potencia. No volvió a ser visto ni hubo más noticias de él.

1

Norte de Yemen, cerca de la frontera saudí Agosto de 1967

Tariq al-Khalif ocultaba su rostro tras una tela de algodón blanco. La kufiya le tapaba la cabeza y le envolvía la boca y la nariz. Protegía sus facciones curtidas del sol, del viento y de la arena al mismo tiempo que lo ocultaba del mundo.

Solo los ojos de Khalif quedaban visibles, duros y penetrantes después de sesenta años de vida en el desierto. No parpadearon ni se desviaron al mirar los cuerpos sin vida que yacían en la arena ante él.

Ocho cadáveres en total. Dos hombres, tres mujeres y tres niños; completamente desnudos, sin su ropa ni sus pertenencias. La mayoría de ellos habían recibido disparos; unos cuantos habían sido apuñalados.

Mientras la recua de camellos situada detrás de Khalif aguardaba, un jinete se acercó a él despacio. Khalif reconoció el rostro fuerte y joven del individuo sentado en la silla de montar: un hombre llamado Sabah, su teniente de confianza. Un AK-47 de fabricación rusa colgaba de su hombro.

—Bandidos, sin duda —dijo Sabah—. No hay rastro de ellos.

Khalif examinó la arena áspera a sus pies. Se fijó en las huellas que desaparecían hacia el oeste, en dirección a la única fuente de agua en ciento sesenta kilómetros, un oasis llamado Abi Quzza: el «agua de seda».

—No, amigo mío —repuso—. Esos hombres no se quedan esperando a que los descubran. Ocultan su número siguiendo por terreno duro, donde no dejan huellas, o andan por la arena más blanda, donde las marcas no tardan en desaparecer. Pero aquí se aprecia la verdad: se dirigen a nuestro hogar.

Abi Quzza había pertenecido a la familia de Khalif durante generaciones. El oasis proporcionaba agua vivificante y un mínimo de riqueza. Alrededor de sus fértiles aguas crecían abundantes palmeras datileras, junto con hierba para ovejas y camellos.

Con el número creciente de camiones y otros medios de transporte modernos, habían empezado a disminuir las caravanas que pagaban por sus dones, y la figura del beduino que se dedicaba a la cría de camellos como Khalif y su familia estaba desapareciendo con ellas, pero todavía persistían unos cuantos. Para que el clan tuviera perspectivas de futuro, Khalif sabía que el oasis debía ser protegido.

—Sus hijos lo defenderán —aseguró Sabah.

El oasis se encontraba a treinta kilómetros al oeste. Los hijos de Khalif, dos sobrinos y sus familias aguardaban allí. Media docena de tiendas, diez hombres armados con rifles. No sería un lugar fácil de atacar. Y sin embargo, Khalif sentía una terrible inquietud.

—Debemos darnos prisa —dijo, subiendo de nuevo a su camello.

Sabah asintió con la cabeza. Deslizó el AK-47 hacia delante para adoptar una postura más agresiva y espoleó a su camello para que avanzara.

Tres horas más tarde se acercaban al oasis. De lejos solo podían ver pequeños fuegos. No había señales de lucha, ni tiendas rotas ni animales extraviados, ni tampoco cadáveres tendidos en la arena.

Khalif ordenó a la recua de camellos que se detuvieran y desmontó. Sabah y a otros dos hombres se unieron a él y se acercaron a pie.

El silencio a su alrededor era tan absoluto que podían oír el crepitar de la madera en el fuego y el susurro de sus pies en la arena. En algún lugar en la distancia, un chacal empezó a chillar. Estaba muy lejos, pero cualquier ruido se oía en el desierto.

Khalif se detuvo, esperando a que el grito del chacal se desvaneciera. Cuando cesó, se vio seguido de un sonido más agradable: una voz tenue cantando una melodía beduina tradicional. Procedía de la tienda principal y sonaba quedamente.

Khalif empezó a relajarse. Era la voz de su hijo pequeño, Jinn.

—Traed la caravana —dijo Khalif—. Todo está en orden.

Mientras Sabah y los otros regresaban a los camellos, Khalif se adelantó. Llegó a su tienda, abrió la solapa y se quedó paralizado.

Un bandido vestido con harapos se encontraba de pie sujetando la hoja curvada de un arma contra la garganta de su hijo. Otro estaba sentado a su lado empuñando un viejo rifle.

—Un movimiento, y le rebano el cuello —amenazó el bandido.

—¿Quiénes sois?

—Me llamo Masiq —dijo el bandido.

—¿Qué queréis? —preguntó Khalif.

Masiq se encogió de hombros.

—¿Qué no queremos, mejor dicho?

—Los camellos tienen valor —señaló Khalif, haciendo conjeturas sobre lo que buscaban—. Os los daré, pero no toquéis a mi familia.

—Tu oferta es insignificante para mí —contestó Masiq, con el rostro crispado en un gruñido de desprecio—. Porque puedo coger lo que quiera y porque… —Agarró con fuerza al chico—. Porque menos este, tu familia ya está muerta.

A Khalif le dio un vuelco el corazón. Dentro de su túnica había un revólver automático Webley-Fosbery. Esta era un arma sólida con una precisión letal. No se encasquillaba después de meses en la arena del desierto. Trató de pensar en una forma de cogerlo.

—Entonces os lo daré todo a cambio de él —aseguró—. Y podréis marcharos libremente.

—Tienes oro escondido aquí —insistió Masiq como si fuera un hecho conocido—. Dinos dónde está.

Khalif negó con la cabeza.

—No tengo oro.

—Mientes —afirmó el segundo bandido.

Masiq se echó a reír, y sus dientes torcidos y su boca llena de caries emitieron un horrible sonido. Agarrando firmemente al chico con un brazo, levantó el otro como si fuera a cortarle el cuello. Pero el muchacho se soltó, se abalanzó sobre los dedos de Masiq y le mordió con fuerza.

Masiq soltó un juramento a causa del dolor. Retiró la mano bruscamente como si se hubiera quemado.

La mano de Khalif dio con el revólver y disparó dos veces a través de su túnica. El aspirante a asesino cayó hacia atrás con dos agujeros humeantes en el pecho.

El segundo bandido disparó, y la bala rozó la pierna de Khalif, pero el disparo de este le alcanzó de lleno en la cara. El hombre se desplomó sin emitir palabra, pero la batalla no había hecho más que empezar.

De pronto, en el exterior de la tienda se oyeron disparos a través de la noche. Se estaba produciendo un tiroteo, y las descargas volaban de un lado a otro. Khalif reconoció el sonido de unos pesados rifles de cerrojo, como el que había en la mano del maleante muerto, y el estruendoso sonido del rifle automático de Sabah como respuesta.

Khalif cogió a su hijo y colocó la pistola en la mano del niño. Recogió el viejo rifle que había al lado de uno de los bandidos muertos. Tomó también el cuchillo curvado del suelo y entró en la tienda.

Sus hijos mayores yacían allí unos al lado de otros. Su ropa estaba empapada de sangre oscura y llena de agujeros.

Una oleada de distintos sentimientos invadió a Khalif; dolor, amargura e ira.

Mientras los disparos proseguían con furia en el exterior, clavó el cuchillo en el lateral de la tienda e hizo un pequeño agujero. Miró a través de él y vio la batalla.

Sabah y tres de sus hombres estaban disparando desde detrás de un escudo formado por camellos muertos. Un grupo de criminales vestidos como los bandidos que acababa de matar se encontraban en el oasis, escondidos detrás de palmeras datileras y metidos en el agua hasta las rodillas.

No parecían suficientes para haber tomado el campamento por la fuerza.

Se volvió hacia Jinn.

—¿Cómo han llegado allí esos hombres?

—Preguntaron si podían quedarse —dijo el muchacho—. Dimos de beber a sus caballos.

Que se hubieran aprovechado de la tradicional generosidad de los beduinos y de la amabilidad de sus hijos enfureció todavía más a Khalif. Se dirigió al otro lado de la tienda. Esta vez clavó el cuchillo en la tela y tiró bruscamente hacia abajo.

—Quédate aquí —ordenó a Jinn.

Khalif se asomó a través de la abertura y salió despacio a la oscuridad. Describiendo un amplio arco, se acercó rodando por detrás de sus enemigos y entró sigilosamente en el oasis.

Con la atención centrada en Sabah y en sus hombres situados en la parte de delante, los bandidos no se percataron de que Khalif los estaba flanqueando. Este se acercó por detrás, abrió fuego y les disparó a corta distancia.

Tres bandidos cayeron abatidos rápidamente y luego un cuarto. Otro trató de huir y fue alcanzado por un disparo de Sabah, pero el sexto y último se dio la vuelta a tiempo y devolvió el fuego.

Una bala impactó en el hombro de Khalif y lo derribó hacia atrás. Una oleada de dolor le recorrió el cuerpo, y cayó al agua.

El bandido corrió hacia él, tal vez pensando que estaba muerto o demasiado herido para luchar.

Khalif apuntó con el viejo rifle y apretó el gatillo. La bala se encasquilló. Cogió el cerrojo del arma y trató de desatrancarlo, pero no tenía suficiente fuerza en el brazo herido para liberar el mecanismo atascado.

El bandido levantó su arma y apuntó al pecho de Khalif. Y entonces el sonido del revólver Webley resonó como un trueno.

El bandido impactó contra una palmera con una expresión de perplejidad en el rostro. Se deslizó por el árbol, y el arma cayó de sus manos yendo a parar al agua.

Jinn estaba detrás del hombre muerto, sujetando la pistola con las manos temblorosas, los ojos anegados en lágrimas.

Khalif buscó más enemigos a su alrededor, pero no vio a ninguno. Los disparos se habían interrumpido. Oyó a Sabah gritando a los hombres. La batalla había terminado.

—Ven aquí, Jinn —ordenó.

Su hijo se acercó a él temblando. Khalif lo agarró bajo el brazo y lo abrazó.

—Mírame.

El muchacho no reaccionó.

—¡Mírame, Jinn!

Finalmente, Jinn se volvió. Khalif lo agarró fuerte del hombro.

—Eres demasiado joven para entenderlo, hijo mío, pero has hecho algo muy importante. Has salvado a tu padre. Has salvado a tu familia.

—Pero mis hermanos y también mi madre han muerto —gritó Jinn.

—No —repuso Khalif—. Están en el paraíso, y algún día nosotros nos reuniremos con ellos.

Jinn no reaccionó; se limitó a mirar y a sollozar.

Un sonido a la derecha hizo volverse a Khalif. Uno de los bandidos estaba vivo y trataba de huir arrastrándose.

Khalif levantó el cuchillo curvo, dispuesto a liquidar al hombre, pero se contuvo.

—Mátalo, Jinn.

El tembloroso chico miró sin comprender. Khalif le devolvió la mirada, firme e inflexible.

—Tus hermanos han muerto, Jinn. El futuro del clan depende de ti. Debes aprender a ser fuerte.

Jinn siguió temblando, pero Khalif estaba ahora todavía más convencido. La amabilidad y la generosidad habían estado a punto de acabar con ellos. Debía extirpar esa debilidad de su único hijo superviviente.

—No debes tener compasión —dijo Khalif—. Es un enemigo. Si no tenemos la fortaleza para matar a nuestros enemigos, nos arrebatarán el agua. Y sin el agua, solo nos quedará vagar por el desierto y morir.

Khalif sabía que podía obligar a Jinn a hacerlo, sabía que podía ordenárselo y que el chico obedecería. Pero necesitaba que Jinn lo decidiera él mismo.

—¿Tienes miedo?

Jinn negó con la cabeza. Se volvió poco a poco y levantó la pistola.

El bandido volvió la vista atrás y lo miró, pero en lugar de ceder, la mano de Jinn adquirió más firmeza. Miró al bandido a la cara y apretó el gatillo.

El disparo del revólver resonó a través del agua y se extendió por todo el desierto. Cuando el sonido se desvaneció, ya no caían lágrimas de los ojos del chico.

2

Océano Índico

Junio de 2012

El catamarán de veintisiete metros de eslora atravesaba cabeceando las aguas en calma del océano Índico al atardecer. Avanzaba a tres o cuatro nudos con una suave brisa. Una brillante estela blanca se elevaba por encima de la amplia cubierta. En la sección central, unas letras turquesas de un metro y medio de alto formaban la palabra NUMA: la Agencia Nacional de Actividades Subacuáticas.

Kimo A’kona se encontraba junto a una de las proas gemelas. Tenía treinta años, el cabello negro azabache, un cuerpo tonificado y un tatuaje hawaiano tradicional en forma de remolino en el brazo y el hombro. Estaba de pie sobre la proa con los pies descalzos, manteniéndose en equilibrio en la misma punta como si estuviera surcando las olas en una tabla de surf.

Sostenía un largo poste por delante orientado hacia un lado, hundiendo un instrumento en el agua. Las lecturas de una pequeña pantalla le indicaron que funcionaba.

Anunció los resultados.

—El nivel de oxígeno es un poco bajo y la temperatura es de veintiún grados centígrados, setenta coma cuatro grados Farenheit.

Detrás de Kimo, otros dos hombres observaban. Perry Halverson, el jefe del equipo y miembro mayor de la tripulación, se encontraba al timón. Llevaba unas bermudas de color caqui, una camiseta de manga corta negra y un gorro verde militar que lo había acompañado durante años.

Detrás de él, Thalia Quivaros, a quienes todos llamaban T, se hallaba en la cubierta ataviada con unos pantalones cortos blancos y la parte de arriba de un biquini rojo que realzaba lo bastante su figura bronceada para distraer a los dos hombres.

—Es la lectura más fría hasta la fecha —observó Halverson—. Tres grados enteros por debajo de lo que correspondería a esta época del año.

—A los del calentamiento global no les va a gustar —comentó Kimo.

—Puede que no —dijo Thalia, al mismo tiempo que introducía las lecturas en una pequeña tableta—. Pero está claro que es una pauta. Veintinueve de las últimas treinta lecturas no son las correctas por dos grados como mínimo.

—¿Es posible que haya pasado una tormenta por aquí? —preguntó Kimo—. ¿Es posible que haya llovido o granizado y que no tengamos constancia de ello?

—No ha habido nada de eso durante semanas —contestó Halverson—. Es una anomalía, no una distorsión local.

Thalia asintió con la cabeza.

—Las lecturas de aguas profundas de los sensores remotos que dejamos lo confirman. Las temperaturas son totalmente inapropiadas, hasta la termoclina. Es como si el calor del sol estuviera pasando por alto esta zona.

—No creo que el sol sea el problema —dijo Kimo.

La temperatura ambiente había alcanzado unas máximas de más de treinta grados unas horas antes, cuando el sol brillaba en el cielo despejado. Incluso al atardecer, los últimos rayos eran intensos y calientes.

Kimo sacó del agua el instrumento, lo consultó y a continuación balanceó el poste con un movimiento amplio como un aficionado a la pesca con mosca. Arrojó el sensor a doce metros del barco y dejó que se hundiera y retrocediera a la deriva. La segunda lectura fue idéntica a la primera.

—Por lo menos tenemos algo que contarles a los jefazos de Washington —señaló Halverson—. Ya sabéis que todos creen que estamos en un crucero de placer.

—Diría que es una urgencia —dijo Kimo—. Algo parecido al efecto de El Niño/La Niña. Aunque como estamos en el océano Índico, seguramente le pongan un nombre hindú.

—Podrían bautizarlo en nuestro honor —propuso Thalia—. El efecto de Quivaros-A’kona-Halverson. QAH, abreviado.

—Fíjate en que ella se ha puesto la primera —le dijo Kimo a Halverson.

—Las damas primero —dijo T inclinando la cabeza y sonriendo.

Halverson rió y se ajustó el gorro.

—Mientras vosotros resolvéis eso, yo prepararé la cena. ¿A alguien le apetecen tacos de pez volador?

Thalia lo miró con recelo.

—Ayer cenamos lo mismo.

—No hay nada en los sedales —repuso Halverson—. Hoy no hemos pescado nada.

Kimo pensó en ello. Cuanto más se adentraban en la zona de baja temperatura, menos vida marina encontraban. Era como si el mar se estuviera volviendo estéril y frío.

—Pinta mejor que las conservas —comentó.

Thalia asintió con un gesto, y Halverson entró en la cabina agachando la cabeza para prepararles algo de cenar. Kimo se levantó y miró al oeste.

El sol se había escondido por fin en el horizonte, y el cielo se estaba tiñendo de un tono añil con una raya de color naranja brillante justo encima del agua. El aire era suave y húmedo, y la temperatura rondaba ahora los veintinueve grados. Era una noche perfecta, y la idea de que hubieran descubierto algo único la hacía todavía más perfecta.

No tenían ni idea de cuál era el motivo que la provocaba, pero la anomalía de la temperatura parecía estar causando estragos en el clima de la región. Hasta entonces había llovido poco en el sur y en el oeste de la India en una época en que los monzones deberían estar avecinándose.

La preocupación se estaba extendiendo entre la población, pues mil millones de personas esperaban que los aguaceros de la temporada dieran vida a los cultivos de arroz y trigo. Por lo que Kimo había oído, el estado de nerviosismo era cada vez mayor. El recuerdo de la magra cosecha del año anterior había dado lugar a rumores de hambruna en caso de que no se produjera enseguida un cambio.

Aunque Kimo era consciente de que no podía hacer gran cosa al respecto, albergaba la esperanza de que pronto determinarían la causa. Los últimos días hacían pensar que iban por buen camino. Volverían a consultar las lecturas dentro de una hora, cuando se hubieran desplazado varias millas al oeste. Mientras tanto, la cena llamaba.

Kimo volvió a sacar el sensor. Cuando lo extrajo del agua, algo raro le llamó la atención. Entornó los ojos. A cien metros de distancia, una extraña mancha negra se estaba extendiendo sobre la superficie del mar como una sombra.

—Ven a ver esto —le dijo a Thalia.

—Deja de intentar que me apretuje ahí contigo —bromeó ella.

—Lo digo en serio —repuso él—. Hay algo en el agua.

Ella dejó la tableta y se acercó, apoyando una mano en el brazo de él para mantener el equilibrio por encima del estrecho bauprés. Kimo señaló la sombra. Decididamente se estaba extendiendo, atravesando la superficie como si fuera petróleo o algas, aunque tenía una extraña textura que no se parecía a la de ninguna de ambas cosas.

—¿Lo ves?

Thalia siguió su mirada y a continuación se llevó unos prismáticos a los ojos.

—Es una ilusión óptica debido a la luz —aseguró unos instantes más tarde.

—No, no es debido a la luz.

T miró a través de los prismáticos un rato más y acto seguido se los ofreció a él.

—Te lo aseguro, ahí fuera no hay nada.

Kimo entornó los ojos a la tenue luz. ¿Le estaba engañando la vista? Cogió los prismáticos y escudriñó la zona. Los bajó, los subió y volvió a bajarlos.

Solo agua. Ni algas ni petróleo ni ninguna extraña textura sobre la superficie del mar. Observó con atención los dos lados para asegurarse de que no se estaba equivocando de sitio, pero el mar volvía a parecer normal.

—Te lo aseguro, ahí fuera había algo —dijo.

—Buen intento —contestó ella—. Vamos a cenar.

Thalia se volvió y regresó de nuevo con cuidado a la cubierta principal del catamarán. Kimo echó un último vistazo, no vio nada fuera de lo normal, sacudió la cabeza y se dio media vuelta para seguirla.

Minutos más tarde estaban en el camarote principal, engullendo tacos de pescado al estilo Halverson al tiempo que se reían y debatían sus ideas sobre el origen de la anomalía térmica.

Mientras comían, el catamarán siguió navegando hacia el noroeste empujado por el viento. La fibra de vidrio lisa de sus proas gemelas hendía el mar en calma, y el agua pasaba deslizándose y moviéndose silenciosamente a lo largo de la figura hidrodinámica.

Entonces algo cambió. El agua pareció volverse ligeramente más viscosa. Las ondas aumentaron de tamaño y comenzaron a desplazarse un poco más despacio. La brillante fibra de vidrio blanca de los pontones del barco empezó a oscurecerse a la altura de la línea de flotación como si se estuviera tiñendo con algún tipo de tinte.

El proceso continuó durante varios segundos mientras una mancha de color carbón se extendía a través del lateral del casco. Comenzó a moverse hacia arriba, desafiando la gravedad, como atraída por alguna fuerza.

La mancha tenía una textura que recordaba el grafito o una versión más oscura y menos densa del mercurio. Al poco rato, el borde delantero de la mancha pasó por encima de la proa del catamarán, arremolinándose en el mismo punto donde había estado Kimo.

Si alguien hubiera estado observando atentamente, habrían visto la pauta que seguía. Por un instante, la sustancia adoptó la forma de unas huellas, antes de volverse de nuevo uniforme y deslizarse hacia atrás, en dirección al camarote principal.

Dentro del camarote sonaba una radio que tenía sintonizado un programa de onda corta de música clásica. Era una buena música para cenar, y Kimo estaba disfrutando de la velada y de la compañía tanto como de la comida. Pero mientras Halverson se resistía a divulgar el secreto de su receta de tacos, Kimo reparó en algo extraño.

Algo estaba empezando a cubrir las amplias ventanas tintadas del camarote, tapando el cielo oscuro y la iluminación de las luces del barco situadas en lo alto del mástil. La sustancia subía por el cristal como la nieve o la arena empujadas por el viento contra una superficie plana, pero muchísimo más rápidamente.

—Pero ¿qué demonios…?

Thalia miró hacia la ventana. Halverson dirigió la vista en la otra dirección y observó la cubierta de popa con una expresión de alarma.

Kimo volvió la cabeza. Una sustania gris estaba entrando por la puerta abierta; se desplazaba por la cubierta del barco pero discurría cuesta arriba.

Thalia también la vio. Iba directa hacia ella.

Saltó de su asiento y tiró su plato de la mesa. Los últimos bocados de su cena cayeron delante de la masa. Cuando llegó a las sobras, la sustancia gris pasó por encima de los pedazos de comida, los cubrió por completo y se arremolinó en torno a ella formando un montón cada vez más grande.

—¿Qué es eso? —preguntó.

—No lo sé —dijo Kimo—. Nunca he…

No hizo falta que acabara la frase. Ninguno de ellos había visto nunca nada parecido. Salvo…

Kimo entornó los ojos. La extraña sustancia fluía como un líquido, pero tenía una textura granulada. Parecía un polvo metálico deslizándose sobre sí mismo, como unas olas de arena finísima moviéndose con el viento.

—Es lo que vi en el agua —dijo, retrocediendo—. Te dije que había algo ahí fuera.

—¿Qué está haciendo?

Todos estaban de pie retirándose con cuidado.

—Parece que se esté comiendo el pescado —dijo Halverson.

Kimo miraba, debatiéndose entre el miedo y el asombro. Echó un vistazo a través de la puerta abierta. La cubierta de popa estaba revestida de esa sustancia.

Buscó una salida a su alrededor. Si se dirigían hacia delante solo acabarían en los camarotes del catamarán y quedarían atrapados. Para ir a popa tendrían que pisar la extraña sustancia.

—Vamos —dijo, subiéndose a la mesa—. Sea lo que sea esa cosa, estoy seguro de que no nos conviene tocarla.

Mientras Thalia subía al lado de él, Kimo alargó la mano hacia el tragaluz y lo abrió. Dio un empujón a la joven, que ascendió a través de la abertura al techo del camarote.

A continuación Halverson se subió a la mesa pero resbaló. Su pie pisó el polvo metálico y lo esparció como si fuera un charco. Parte de la sustancia le salpicó la pantorrilla.

Halverson gruñó como si le doliera. Alargó la mano hacia abajo y trató de quitársela de la pierna, pero la mitad se le quedó pegada a la mano.

Sacudió la mano rápidamente y acto seguido la frotó contra las bermudas.

—Me está quemando la piel —dijo, con una expresión de dolor en el rostro.

—Vamos, Perry —gritó Kimo.

Halverson se subió a la mesa con una pequeña cantidad de residuo plateado pegado a la mano y a la pierna, y la mesa se combó bajo el peso de los dos hombres.

Kimo agarró el borde del tragaluz y se sostuvo, pero Halverson se desplomó. Cayó de espaldas y se golpeó la cabeza. El impacto pareció dejarlo aturdido. Gruñó y se dio la vuelta, apoyando las manos sobre la cubierta para impulsarse.

La sustancia gris se amontonó alrededor de él y le cubrió las manos, los brazos y la espalda. Halverson consiguió levantarse y se apoyó contra el mamparo, pero parte del residuo le había llegado a la cara. Se tocó el rostro como si unas abejas estuvieran pululando a su alrededor. Tenía los ojos cerrados con fuerza, pero las extrañas partículas se estaban abriendo paso bajo los párpados y entrando en sus orificios nasales y sus oídos.

Se apartó del mamparo y cayó de rodillas. Empezó a hurgarse los oídos y a gritar. Unos hilillos de la sustancia treparon por encima de sus labios y empezaron a entrarle en la garganta; sus gritos se convirtieron en los borboteos de un hombre que se ahoga. Halverson cayó hacia delante. La masa de partículas empezó a cubrirlo como si estuviera siendo devorado por una plaga de hormigas en la selva.

—¡Kimo! —gritó Thalia.

Su voz sacó a Kimo del trance en el que estaba sumido. Se impulsó y subió al techo a través de la abertura. Cerró con fuerza el tragaluz. Gracias a los focos situados en lo alto del mástil, pudo ver que el enjambre gris se había extendido a través de toda la cubierta, tanto en proa como en popa. Y también estaba trepando por los costados del camarote.

Parecía engullir objetos aquí y allá como había hecho con los restos caídos de la cena y con Halverson.

—Está subiendo por aquí —gritó Thalia.

—¡No lo toques!

En el lado en el que estaba, el enjambre invasor había avanzado menos. Kimo alargó la mano y trató de asir algo que le fuera de ayuda. Su mano dio con la manguera de la cubierta y la abrió. Agarró la boquilla de la manguera y roció la masa gris con agua a alta presión.

El chorro de líquido barrió hacia atrás las partículas y las retiró de las paredes del camarote como si fueran barro.

—¡En este costado!

Kimo se acercó a ella y siguió lanzando chorros al fango.

—¡Ponte detrás de mí! —le ordenó, dirigiendo la manguera.

El chorro de agua a presión ayudaba, pero era una batalla perdida. El enjambre los estaba rodeando y acorralando por todos los lados. Por mucho que lo intentaba, Kimo no podía detener el avance de la sustancia.

—Deberíamos saltar —gritó Thalia.

Kimo miró al mar. El enjambre se extendía desde el barco hasta las aguas de las que había llegado.

—Creo que no —dijo.

Buscando desesperadamente algo que le resultara de ayuda, escudriñó la cubierta. Dos latas de gasolina de veinte litros reposaban en el extremo de popa del barco. Apuntó con la manguera a toda presión, la movió de un lado a otro y abrió un camino a través del enjambre.

Soltó la manguera, avanzó corriendo y saltó. Cayó sobre la cubierta mojada, patinó a través de ella y chocó contra el espejo de popa del barco.

Una sensación de picor en las manos y las piernas —como si le hubieran echado alcohol sobre la piel— le indicó que algunos residuos lo habían alcanzado. Hizo caso omiso del dolor, cogió el primer bidón y empezó a echar combustible sobre la cubierta.

El residuo gris reculó ante el líquido, apartándose y retrocediendo, pero buscó un nuevo camino para seguir avanzando.

En el techo del camarote, Thalia estaba usando la manguera, lanzando agua a su alrededor en un círculo cada vez más pequeño. De repente, gritó y soltó la manguera como si algo le hubiera hecho daño. Se volvió y empezó a trepar por el mástil, pero Kimo vio que el enjambre había comenzado a cubrir las piernas de la joven.

T gritó y se cayó.

—¡Kimo! —gritó—. Ayúdame. Ayú…

Kimo roció la cubierta con el resto de la gasolina y cogió la segunda lata. Pesaba poco y estaba casi vacía. El miedo atravesó el corazón de Kimo como una lanza.

En el lugar donde Thalia había caído solo se oían ruidos borboteantes y un sonido de forcejeo. Él solo podía verle la mano, que se retorcía asomando por debajo de la masa de partículas. Delante de él, la masa había reanudado la búsqueda de un camino a sus pies.

Miró de nuevo la superficie del mar. La plaga lo cubría como un lustre de metal líquido hasta donde alcanzaba la luz. Kimo hizo frente a la terrible verdad. No había escapatoria.

No quería morir como Thalia y Halverson, de modo que tomó una dolorosa decisión.

Vertió el resto del combustible en la cubierta y obligó al enjambre a retroceder una vez más, cogió un mechero que llevaba e hincó una rodilla. Sostuvo el mechero contra la cubierta empapada en gasolina, se armó de valor para actuar y deslizó el dedo sobre la piedra.

Saltaron chispas, y los vapores se encendieron. Una llamarada avanzó rápidamente desde el extremo de popa del catamarán. Las llamas corrieron a través del enjambre hasta el camarote y a continuación retrocedieron con gran estruendo hacia Kimo, antes de arremolinarse a su alrededor y prenderle fuego.

El dolor fue tan intenso que le resultó insoportable incluso durante los pocos segundos que le quedaron de vida. Engullido por el fuego e incapaz de gritar con los pulmones quemados, Kimo A’kona retrocedió tambaleándose y cayó al mar.

3

Kurt Austin se encontraba en un taller semioscurecido del piso inferior de su cobertizo para botes pasada la medianoche.

Cargado de espaldas y relativamente atractivo, Kurt tenía un físico más rudo que espectacular. Su cabello era de un color gris acerado, una característica sorprendente en un hombre que aparentaba treinta y tantos años; sin embargo, encajaba bien con la personalidad de Kurt; pero eso tan solo lo sabían sus amigos más próximos. Tenía una mandíbula cuadrada, unos dientes relativamente regulares pero no perfectos y el rostro bronceado y surcado de arrugas de los años que había pasado en el mar y expuesto a los elementos.

«Serio» e «íntegro» eran los adjetivos que solían usar sus conocidos para describirlo. Y sin embargo, ese rostro de facciones marcadas poseía una mirada penetrante. Y la franqueza de esa mirada y el brillo de sus ojos azules como el coral a menudo hacían que la gente se parase como si la hubieran pillado por sorpresa.

En ese preciso instante esos ojos estaban examinando un trabajo realizado con amor.

Kurt estaba construyendo una barca de remos de competición. Su mente estaba ocupada por ideas de rendimiento: coeficientes de resistencia, factores de apalancamiento y la energía que podía generar un ser humano.

El aire olía a barniz, y el suelo estaba lleno de virutas, astillas de madera y otros restos; la clase de despojos que se amontonaban y señalaban el progreso de alguien que fabricaba a mano una barca.

Después de meses de trabajo intermitente, Kurt había conseguido algo cercano a la perfección. Seis metros de eslora. Estrecha y lisa. El color rubio miel de la embarcación de madera relucía bajo nueve capas de goma laca con un brillo que parecía iluminar la estancia.

—Una barca de primera —dijo Kurt en voz alta, admirando la obra terminada.

El acabado cristalino daba intensidad al color, como si se pudiera ver a lo largo de kilómetros. Un ligero cambio de foco, y la habitación se llenaba de destellos a su alrededor.

A un lado del reflejo había un nuevo juego de herramientas sin tocar en una caja de vivo color rojo. Al otro lado, fijado a la tabla del banco de trabajo con meticulosa precisión, se veía una serie de viejos martillos, sierras y cepillos de carpintero, con los mangos de madera agrietados y descoloridos por el tiempo.

Kurt había comprado las nuevas herramientas, las viejas eran de su padre: un regalo y un mensaje a la vez. Y justo en medio, como un hombre atrapado entre dos mundos, él veía su propio reflejo.

Muy adecuado. Kurt se pasaba la mayor parte del tiempo trabajando con tecnología moderna, pero le encantaban los objetos antiguos, como las pistolas, y también las casas anteriores a la guerra de Secesión y de la época victoriana, e incluso las cartas y los documentos históricos. Todas esas cosas le llamaban la atención con la misma intensidad. Pero sus embarcaciones, incluida la que acababa de terminar, le despertaban una intensa sensación de alegría.

De momento, la lustrosa barca reposaba sobre un soporte, pero al día siguiente la levantaría de su armazón, le colocaría los remos y la llevaría al agua para su viaje inaugural. Allí, impulsada por la considerable fuerza de sus piernas, sus brazos y su espalda, la embarcación surcaría la superficie en calma del Potomac a una sorprendente velocidad.

Mientras tanto, se dijo, sería mejor que dejara de contemplarla y de admirar su obra, o por la mañana estaría demasiado cansado.

Bajó la persiana y se dirigió al interruptor de la luz.

Antes de que pudiera apagarlo, un molesto zumbido lo sorprendió. Era su móvil, que estaba zumbando sobre la mesa de trabajo. Cogió el teléfono, reconoció en el acto el nombre de la pantalla y pulsó el botón para responder.

Era Dirk Pitt, director de la NUMA, jefe de Kurt y buen amigo suyo. Antes de ocupar el cargo de director, Pitt se había pasado un par de décadas jugándose la vida en proyectos especiales para la organización. Y de vez en cuando, todavía se la jugaba.

—Siento molestarte en plena noche —dijo Pitt—. Espero que no tengas compañía.

—En realidad, estoy delante de una rubia preciosa —contestó Kurt, volviendo la vista hacia su barca—. Es elegante y suave como la seda. Y me veo pasando mucho tiempo a solas con ella.

—Me temo que vas a tener que aplazar la cita y darle las buenas noches —dijo Pitt.

El tono serio de la voz de Pitt sonó alto y claro.

—¿Ha sucedido algo?

—¿Conoces a Kimo A’kona? —preguntó Pitt.

—Trabajé con él en el Proyecto Ecológico Hawaiano —respondió Kurt, consciente de que Pitt no iniciaría una conversación de esa forma a menos que tuviera malas noticias—. Es muy bueno. ¿Por qué lo pregunta?

—Estaba trabajando en una misión para nosotros en el océano Índico —comenzó Pitt—. Perry Halverson y Thalia Quivaros se encontraban con él. Hace dos días perdimos el contacto con ellos.

A Kurt no le gustaba cómo sonaba aquello, pero las radios fallaban, a veces las instalaciones eléctricas se averiaban, y a menudo los tripulantes aparecían sanos y salvos.

—¿Qué ha pasado?

—No lo sabemos, pero esta mañana su catamarán fue visto a la deriva, a cincuenta millas de donde debía estar. Esta tarde un avión de Maldivas hizo una pasada a baja altura. Las fotos muestran considerables daños ocasionados por un incendio en el casco. No hay rastro de la tripulación.

—¿En qué estaban trabajando?

—Estaban analizando las temperaturas del agua, la salinidad y los niveles de oxígeno —explicó Pitt—. Nada peligroso. Esas misiones os las reservo a Joe y a ti.

Kurt no se imaginaba ningún motivo por el que un estudio como ese pudiera molestar a alguien.

—¿Y sin embargo cree que ha sido un crimen?

—No sabemos lo que ha ocurrido —dijo Dirk con firmeza—. Pero algo no encaja. Los contenedores de los botes salvavidas pueden verse desde el aire. Las cubiertas están quemadas pero por lo demás intactas. Halverson era un veterano con diez años de experiencia a sus espaldas, y antes había sido marino mercante durante otros ocho. Kimo y Thalia eran más jóvenes, pero estaban bien formados. No se nos ocurre un motivo que explique un incendio de esa magnitud a bordo de un velero. Y aunque se nos ocurriera, nadie se explica por qué tres marineros cualificados no pudieron utilizar un bote salvavidas ni enviar una llamada de socorro en esas condiciones.

Kurt permaneció callado. A él tampoco se le ocurría un motivo, a menos que estuvieran incapacitados de alguna forma.

—El hecho es que han desaparecido —afirmó Dirk—. Tal vez los encontremos. Pero tú y yo tenemos suficiente experiencia para saber que no pinta bien.

Kurt entendía su razonamiento. Tres miembros de la NUMA habían desaparecido y habían sido dados por muertos, algo que Dirk Pitt y Kurt Austin se tomaban de forma personal.

—¿Qué quiere que haga?

—Se está organizando u

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