I
A la hora de ocultar sus problemas, Tommy Wilhelm era tan capaz como cualquiera. Al menos eso pensaba, y le sobraban argumentos para demostrarlo. En tiempos había sido actor –bueno, figurante, más bien– y sabía lo que era hacer comedia. Además, iba fumando un puro, y cuando uno fuma puros y lleva sombrero, juega con ventaja: es más difícil adivinar lo que siente. Bajó desde el piso veintitrés hasta el vestíbulo del entresuelo para recoger el correo antes de desayunar, y creía –esperaba– ofrecer un aspecto medianamente presentable: como si le fuera muy bien. Sólo era cuestión de esperanza, porque no había mucho que pudiera añadir a su presente esfuerzo. En el piso catorce, miró a ver si su padre entraba en el ascensor; muchas veces se encontraban a esa hora, yendo a desayunar. Si le preocupaba su apariencia, era sobre todo por su anciano padre. Pero no se detuvieron en el piso catorce, y el ascensor siguió bajando y bajando. Luego se abrió la puerta sin ruido y la alfombra roja, enorme y desigual, que cubría el vestíbulo onduló hacia los pies de Wilhelm. A primera vista, la estancia parecía oscura y soñolienta. Las cortinas, como velas de navío, no dejaban pasar el sol, pero tres ventanas altas y estrechas estaban abiertas, y en el aire azul Wilhelm vio una paloma a punto de posarse en la gruesa cadena que sostenía la marquesina del cine, justo debajo del vestíbulo. Por un momento oyó el vigoroso batir de sus alas.
La mayoría de los huéspedes del hotel Gloriana había pasado la edad de la jubilación. Gran parte de la vasta población neoyorquina de ancianos vive en Broadway, entre las calles Setenta, Ochenta y Noventa. A menos que llueva o haga mucho frío, ocupan los bancos en torno a las cercas de los pequeños jardines y a lo largo de los enrejados del metro desde la plaza de Verdi hasta la Universidad de Columbia, y llenan las tiendas y las cafeterías, los grandes almacenes, los salones de té, las panaderías, las peluquerías de señoras, las salas de lectura y los clubes. Entre los ancianos del Gloriana, Wilhelm se sentía desplazado. Era relativamente joven, de cuarenta y tantos años, grande y rubio, hombros amplios; tenía una espalda ancha y robusta, aunque ya un poco vencida o abotargada. Después de desayunar, los ancianos huéspedes se sentaban en las butacas y sofás de cuero verde del vestíbulo y se ponían a chismorrear o a hojear los periódicos; no tenían otra cosa que hacer sino matar el tiempo. Pero Wilhelm estaba acostumbrado a la vida activa y le gustaba salir por la mañana, desbordante de energía. Durante varios meses, como se encontraba sin empleo, había mantenido alta la moral levantándose temprano; a las ocho estaba en el vestíbulo, afeitado. Compraba el periódico y unos puros y se tomaba una Coca-Cola o dos antes de ir a desayunar con su padre. Y nada más desayunar, fuera, a la calle, a ocuparse de sus asuntos. El simple hecho de salir se había convertido en su principal ocupación. Pero se había dado cuenta de que no podía seguir mucho tiempo así, y aquel día tenía miedo. Sentía que sus costumbres estaban a punto de cambiar y que un grave conflicto, largo tiempo presagiado pero impreciso hasta entonces, estaba a punto de producirse. Antes de anochecer lo sabría.
Sin embargo, siguió su rutina cotidiana y cruzó el vestíbulo.
Rubin, el que atendía el puesto de periódicos, veía mal. Quizá no es que viera mal, sino que su mirada carecía de expresión, con aquellos párpados arrugados que le caían sobre el rabillo de los ojos. Iba bien vestido. No parecía necesario –casi todo el tiempo estaba detrás del mostrador–, pero iba muy bien vestido. Llevaba un traje de un vivo color castaño; los puños de la camisa le revolvían el vello de las menudas manos. Lucía una corbata Countess Mara, pintada a mano. Cuando Wilhelm se acercó, Rubin no se dio cuenta: miraba con aire soñador hacia el hotel Ansonia, que se veía desde su rincón, a unas manzanas de allí. El Ansonia, el edificio más sobresaliente del barrio, fue construido por Stanford White. Parece un palacio barroco de Praga o Múnich aumentado cien veces, con torres, cúpulas, grandes prominencias y esferas metálicas cubiertas de verdín, grecas y guirnaldas de hierro forjado. En sus cimas redondeadas se yergue una nutrida plantación de negras antenas de televisión. Con los cambios de tiempo, puede cobrar un aspecto de mármol o agua de mar, negro como pizarra entre la niebla, blanco como piedra caliza al sol. Esa mañana parecía su propio reflejo en aguas profundas, blanco y con nubes en la superficie, cavernoso y deformado por abajo. Los dos lo contemplaron juntos.
Luego dijo Rubin:
–Su anciano padre ya ha entrado a desayunar.
–¿Ah, sí? ¿Hoy se me ha adelantado?
–Vaya camisa tan sensacional que lleva usted
–observó Rubin–. ¿De dónde es, de Saks?
–No, es de Jack Fagman..., de Chicago.
Aun cuando no estaba muy animado, Wilhelm era capaz de fruncir el entrecejo con simpatía. Algunos de los lentos y silenciosos movimientos de su rostro resultaban muy atrayentes. Dio un paso atrás, como para tomar distancia de sí mismo y verse mejor la camisa. Su mirada fue cómica, un comentario a su falta de donaire. Le gustaba llevar buena ropa, pero en cuanto se la ponía, las prendas parecían irse cada una por su lado. Wilhelm, riendo, emitió un leve jadeo; tenía los dientes pequeños; las mejillas, cuando reía y jadeaba, se le redondeaban, y entonces parecía más joven de lo que era. En los viejos tiempos, cuando estaba en primero de universidad y llevaba un abrigo de piel de mapache y una gorrita en la cabezota rubia, su padre solía decir que, a pesar de ser tan grande, con su encanto era capaz de amansar a las fieras. Wilhelm seguía teniendo mucho encanto.
–Me gusta este color gris perla –observó, con aire sociable y cordial–. No es lavable. Hay que mandarla al tinte. Nunca tiene ese agradable olor a recién lavado. Pero es una buena camisa. Me costó dieciséis o dieciocho dólares.
Aquella camisa no la había comprado Wilhelm; era un regalo de su jefe, su anterior jefe, con quien se había peleado. Pero no había motivo para contarle la historia a Rubin. Aunque puede que Rubin la supiera; Rubin era el tipo de hombre que siempre lo sabía todo. Wilhelm también sabía muchas cosas de Rubin, si a eso íbamos, y de su mujer, de sus asuntos, de su salud. De esas cosas no podían hablar, y el gran peso de lo que callaban les dejaba poco que decir.
–Vaya, qué buena pinta tiene usted hoy –dijo Rubin.
Y Wilhelm preguntó alegremente:
–¿Sí? ¿Lo dice en serio?
No lo podía creer. Vio su imagen en la vitrina llena de cajas de puros, entre el papel de seda estampado, los grandes sellos y los retratos de hombres célebres en relieve dorado: García, Eduardo VII, Ciro el Grande. Aun teniendo en cuenta la oscuridad y las deformaciones del cristal, le pareció que no tenía muy buen aspecto. Una profunda arruga se abría en su frente como un paréntesis, con la punta entre las cejas, y había manchas oscuras en su piel dorada. El reflejo de sus ojos asombrados, inquietos, ansiosos, de las aletas de la nariz y los labios casi le hicieron gracia. ¡Hipopótamo rubio!: así es como se veía a sí mismo. Contemplaba una gruesa cara redonda, una boca roja y abundante, unos dientes menudos. Y el sombrero, también; y el puro, además. «Debería haberme dedicado toda la vida a algún trabajo duro –reflexionó–. A un trabajo duro y honrado de los que fatigan y hacen dormir. Habría descargado toda mi energía y me habría encontrado mejor. En cambio, quería distinguirme... a pesar de todo.»
Había puesto mucho empeño en todo, pero eso no era lo mismo que trabajar duramente, ¿verdad? Y si de joven había cogido un camino equivocado se debió a aquella misma cara. A principios de los años treinta, alguien consideró, fijándose en su atractivo aspecto, que tenía madera de estrella, y Wilhelm se marchó a Hollywood. Allí, durante siete años, tercamente, trató de convertirse en artista de la pantalla. Aunque había perdido la ambición y las ilusiones mucho antes, por orgullo y quizá también por pereza se quedó en California. Acabó dedicándose a otras cosas, pero aquellos siete años de perseverancia y derrota lo habían incapacitado, en cierto modo, para el comercio y los negocios, y entonces ya era tarde para ponerse a hacer carrera en algo. Le había costado mucho madurar, y había perdido terreno, de manera que no había estado en condiciones de liberar su energía; estaba convencido de que eso era lo que más lo había perjudicado.
–No lo vi anoche en la partida de gin –observó Rubin.
–Me surgió un contratiempo. ¿Qué tal estuvo? Desde hacía unas semanas, Wilhelm jugaba al gin rummy casi todas las noches, pero la víspera se dio cuenta de que ya no podía permitirse el lujo de seguir perdiendo. No había ganado nunca. Ni una sola vez. Y aunque las pérdidas eran mínimas, tampoco eran ganancias, ¿verdad? Seguían siendo pérdidas. Estaba cansado de perder, y un poco harto también de aquella gente, así que se había ido solo al cine.
–Ah –contestó Rubin–, estuvo muy bien. Carl hizo el ridículo chillando a los demás. Esta vez el doctor Tamkin no se lo dejó pasar. Le explicó los motivos psicológicos de su comportamiento.
–¿Y qué motivos eran ésos?
–Pues no sabría decírselo –contestó Rubin–.
¿Quién puede entender esas cosas? Ya sabe cómo habla Tamkin. A mí no me pregunte. ¿Quiere el Tribune? ¿No va a mirar las cotizaciones de cierre?
–No me serviría de mucho mirarlas. Sé cómo estaban ayer a las tres –repuso Wilhelm–. Aunque será mejor que compre el periódico de todos modos.
Pareció que tenía que alzar forzosamente el hombro para meterse la mano en el bolsillo de la chaqueta. Allí, entre sobrecitos de pastillas, colillas aplastadas y tiras de celofán, esas bandas rojas de los paquetes de tabaco que a veces usaba para limpiarse los intersticios de los dientes, recordaba que había echado un poco de calderilla.
–Parece que la cosa no anda muy bien –dijo Rubin.
Pretendía dar un tono de broma a la observación, pero su voz carecía de matices y sus ojos, apagados y ocultos por los párpados, se dirigieron a otra parte. No quería oír. A él le daba igual. A lo mejor ya lo sabía, por ser la clase de hombre que siempre lo sabía todo.
No, la cosa no andaba bien. Wilhelm había realizado tres inversiones en manteca de cerdo en el mercado de productos básicos. El doctor Tamkin y él habían comprado cuatro días antes esa mercancía a 12,96 dólares, y el precio había empezado a bajar inmediatamente y siguió bajando. Seguro que en el correo de esa mañana habría otra petición de pago a cuenta. Todos los días llegaba una.
El doctor Tamkin, el psicólogo, era quien lo había metido en eso. Tamkin vivía en el Gloriana y era un asiduo de la partida de cartas. Le había explicado a Wilhelm que se podía especular en mercancías en una de las sucursales de una buena casa de Wall Street sin pagar la totalidad del anticipo requerido legalmente. Eso dependía del director de la sucursal. Si se trataba de alguien conocido –y todos los directores de sucursales conocían a Tamkin– le dejaba hacer compras a corto plazo. Sólo había que abrir una pequeña cuenta.
–El secreto de este tipo de especulación –le había dicho Tamkin– está en andar despierto. Hay que actuar deprisa: comprar y vender; vender y volver a comprar. ¡Pero rápido! Ir a la ventanilla y hacer que telegrafíen a Chicago en el momento justo. ¡Y dale que te pego otra vez! Luego, retirarse el mismo día. En un abrir y cerrar de ojos se han ganado quince mil o veinte mil dólares en soja, café, maíz, pieles, trigo, algodón.
Estaba claro que el doctor conocía el mercado al dedillo. Si no, no podría explicarlo de manera tan sencilla.
–La gente pierde porque es codiciosa y no sabe retirarse cuando el mercado está en alza. Ellos prueban suerte, pero yo sigo criterios científicos. No se trata de adivinar nada. Hay que ganar unos cuantos enteros y retirarse. ¡Válgame Dios! –exclamaba el doctor Tamkin con sus ojos saltones, el cráneo calvo y el labio caído–. ¿Se ha parado a pensar cuánta pasta se gana en la Bolsa?
Wilhelm, pasando rápidamente de la atención desganada a la risa jadeante que le cambiaba por completo la cara, había dicho:
–¡Vaya si lo he pensado! ¿Qué se cree? ¿Quién no sabe que estamos muy lejos de 1928 y 1929..., que no para de subir? ¿Quién no ha leído la encuesta Fulbright? Hay dinero por todas partes... Todo el mundo gana pasta a espuertas. El dinero está... está...
–¿Y usted puede estarse quieto, es capaz de quedarse de brazos cruzados mientras ocurre todo eso? –inquirió el doctor Tamkin–. Le confieso que yo no. Pienso en la gente que gana fortunas sólo porque le sobran unos dólares para invertir. Esos tipos no tienen ideas, ningún talento, sólo un poco de efectivo con el que ganan más pasta todavía. ¡Con sólo pensarlo me entran sudores, me vuelvo loco, me pongo frenético! Ni siquiera puedo ya ejercer mi profesión. Con todo ese dinero alrededor, uno no quiere hacer el indio mientras los demás se aprovechan. Sé de individuos que se llevan cinco mil o diez mil por semana, sólo por andar perdiendo el tiempo por ahí. Conozco a un individuo en el hotel Pierre: no es nada especial, pero en el almuerzo se toma una caja entera de champán Mumm. Conozco a otro en la parte sur de Central Park... Pero para qué vamos a hablar. Ganan millones. Tienen abogados listos que saben mil trucos para no pagar impuestos.
–Mientras que a mí me tienen pillado. Mi mujer se negó a que hiciéramos la declaración conjunta de la renta. Un año que me fue bien pasé al tramo del treinta y dos por ciento y me dejaron seco. Y todos los años que me fue mal, ¿qué?
–Tenemos un gobierno de hombres de negocios –sentenció el doctor Tamkin–. Puede estar seguro de que quienes ganan cinco mil a la semana...
–Yo no necesito tanto dinero –repuso Wilhelm–. Pero, ah, con que sólo pudiera sacar una pequeña renta fija de todo eso... No mucho. No pido mucho. ¡Pero cuánta falta me hace...! Le estaría muy agradecido si me dijera cómo tengo que hacer.
–Pues no faltaba más. Yo me dedico normalmente a eso. Le traeré mi cuenta de ingresos si quiere. ¿Y me permite que le diga una cosa? Su actitud me parece muy loable. Usted no quiere contagiarse de la fiebre del dinero. Este tipo de actividad engendra sentimientos de envidia y hostilidad. Tendría que ver el efecto que causa en algunos individuos. Van a la Bolsa con ánimo de matar.
–¿Cómo me dijo en cierta ocasión un conocido mío? –dijo Wilhelm–. El valor de un hombre se mide por lo que ama.
–Exactamente, eso es –dijo Tamkin–. No hay que seguir por ese camino. Hay que tomárselo con tranquilidad, de manera racional, psicológica.
El padre de Wilhelm, el anciano doctor Adler, vivía en un mundo completamente diferente del de su hijo, pero una vez le había puesto en guardia contra el doctor Tamkin. Como de pasada –era un anciano de perfectos modales–, observó:
–Wilky, me parece que haces demasiado caso a ese Tamkin. Tiene una conversación interesante. No cabe duda. Lo encuentro bastante vulgar, pero es un hombre persuasivo. De todos modos, no sé hasta qué punto es de fiar.
A Wilhelm lo amargó profundamente que su padre le hablara de sus intereses con tal distanciamiento. Al doctor Adler le gustaba ser agradable. ¡Agradable! Su hijo, su único hijo, no podía decirle lo que pensaba ni desahogar sus penas con él. «No recurriría a Tamkin si pudiera acudir a mi padre –pensó–. Por lo menos Tamkin me comprende y trata de echarme una mano, mientras que papá no quiere que lo molesten.»
El anciano doctor Adler ya no ejercía; disponía de una fortuna considerable y habría podido ayudar fácilmente a su hijo. No hacía mucho le había dicho Wilhelm:
–Mira, papá..., estoy pasando un mal momento. No me gusta tener que decirlo. Comprenderás que preferiría darte buenas noticias. Pero es así. Y como es así, papá, ¿qué otra cosa debería decirte? Es la verdad.
Otro padre se habría dado cuenta de lo penosa que había sido esa confesión: tanta mala suerte, tanta flaqueza, tanto cansancio y fracaso. Wilhelm había tratado de imitar al anciano y adoptar el tono suave y distinguido de un caballero. No permitió que le temblara la voz, no hizo un gesto ridículo. Pero el doctor no ofreció respuesta alguna. Se limitó a asentir con la cabeza. Igual le podría haber dicho que Seattle estaba cerca de Puget Sound, o que los Giants y los Dodgers iban a jugar un partido nocturno: tan escasamente se alteró su expresión de viejo sano, apuesto y amable. Se comportaba con su hijo como antes con sus pacientes, y eso le dolía mucho a Wilhelm hasta el punto de que era casi imposible de soportar. ¿Es que no lo veía..., era incapaz de sentir? ¿Había perdido el sentido de la familia?
Profundamente dolido, Wilhelm procuró sin embargo ser justo. Los ancianos cambian, se dijo, es irremediable. Deben pensar en cuestiones penosas. Han de prepararse para lo que les espera. Ya no pueden vivir como antes, todo adquiere una nueva perspectiva y ya no distinguen entre parientes y conocidos. «Papá ya no es el mismo –reflexionó Wilhelm–. Tenía treinta y dos años cuando yo nací, y ahora va para los ochenta. Además, ya es hora de que deje de comportarme con él como un chiquillo, como su hijito pequeño.»
El elegante anciano estaba muy por encima de los demás viejos del hotel. Todo el mundo lo idolatraba. La gente decía:
–Es el profesor Adler, que enseñaba medicina interna. Era especialista en diagnósticos, uno de los mejores de Nueva York, y tenía una clientela enorme. ¿No tiene un aspecto maravilloso? Da gusto ver a un anciano tan sabio, tan pulcro y arreglado. Anda muy derecho y entiende todo lo que se le dice. Todavía tiene muy buena cabeza. Se puede hablar de cualquier cosa con él.
Los empleados, los ascensoristas, las telefonistas, las camareras y las doncellas, la dirección, todos lo lisonjeaban y mimaban. Eso era lo que él quería. Siempre había sido un vanidoso. A veces Wilhelm se llenaba de justa indignación al ver la adoración que su padre sentía por sí mismo.
Desplegó el Tribune con sus titulares gruesos, negros, sensacionalistas, y leyó sin comprender una palabra, pues continuaba pensando en la vanidad de su padre. Era el doctor quien incitaba a que lo elogiaran. Y la gente se dejaba llevar, sin darse cuenta. ¿Para qué necesitaría las alabanzas? En un hotel donde todo el mundo estaba tan ocupado y los contactos eran tan breves y tenían tan poca importancia, ¿cómo podía satisfacerlo eso? Estar por un momento en los pensamientos de la gente, alguna vez: entrar y salir de su conciencia. Nunca tendría mucha importancia para ellos. Wilhelm emitió un largo y profundo suspiro y enarcó las cejas sobre sus ojos redondeados, casi circulares. Miró por encima del espeso borde del periódico.
... para amar bien lo que pronto has de dejar.
El verso le vino involuntariamente a la memoria. Al principio lo asoció con su padre, pero luego comprendió que más bien se refería a él mismo. Era su padre quien debía amar bien. «Esto que ves hace tu amor más fuerte.» Bajo el influjo del doctor Tamkin, Wilhelm había empezado recientemente a recordar los poemas que antaño leía. El doctor Tamkin conocía, o decía conocer, a los grandes poetas ingleses y de vez en cuando citaba algún poema propio. Hacía mucho tiempo que nadie le hablaba de esas cosas. No le gustaba recordar sus tiempos de estudiante, pero si había una asignatura que ahora tuviera sentido para él era la literatura de primero. El libro de texto era Poesía y prosa inglesa, de Lieder y Lovett, un pesado volumen negro de páginas finas. «¿Llegué a lee