Capítulo 1
La música era atronadora. Dana se preguntó qué clase de hombre elegiría un lugar como aquel para verse con una mujer por primera vez. Desde luego, no uno cuyas intenciones fueran conversar para conocerse mejor. Aquella reflexión le hizo reafirmarse en su decisión de acompañar a María a su primera cita con su ciberenamorado.
Por si fuera poco, llegaba tarde. El camarero del pub se ofreció a servirles otra ronda cuando retiró las copas vacías de la mesa que María había elegido y donde se había sentado de cara a la puerta. Dana estaba frente a su amiga, y tenía una visión general del pub y de los clientes que allí se congregaban. La mayoría bailaba o bebía, o ambas cosas a la vez, tanto en la pequeña pista que rodeaban las mesas como junto a la serpenteante barra. Muchos llevaban algunas copas de más, y eso que aún no era ni medianoche. No, se repitió Dana. El Delirium no era lugar para una primera cita. Al menos no cuando se tienen treinta años y lo que se busca no es una relación fugaz de una noche loca.
Ella le había ofrecido reservarles una mesa en Suculentos, el restaurante donde trabajaba como primera chef, y donde iban a cenar a las mil maravillas además de poder hablar sin ruidos y no en un ambiente tan cargado. Sin embargo, él había preferido un sitio más informal, y una hora mucho más tardía, cosa que tampoco terminaba de convencer a Dana.
—Ese tío no nos quita ojo. —Las palabras de María interrumpieron los vagos recuerdos de su última noche loca, de la que hacía ya demasiado tiempo—. Me está poniendo de los nervios.
—¿Más aún? —se burló Dana.
Su amiga llevaba cardíaca toda la semana. Tanto que ella misma empezaba a creerse eso de que se había enamorado de verdad. Llevaba dos meses chateando con el tal Claude, un francés que vivía en Barcelona por trabajo desde hacía apenas un año y que buscaba amistades en la ciudad. María se había topado con él por casualidad en un foro dos días después de haber renegado de los hombres por enésima vez tras su última ruptura sentimental. Y habían congeniado a las mil maravillas. «Es perfecto», le había dicho a Dana con ojos brillantes. No es que fuera la primera vez que oía eso de boca de María. Pero esta vez parecían revolotearle corazoncitos rosas alrededor cada vez que hablaba de él. Tal vez fuera posible que el hombre perfecto existiera. Aunque Dana lo dudaba bastante.
—Lo digo en serio —insistió María—. Como no deje de mirarnos, me levanto y le canto las cuarenta.
—¿Quién?
Dana se giró con disimulo. Pero no le pareció que nadie a su espalda reparara en ellas. Un par de veinteañeras brindaban con chupitos y se reían de forma exagerada; un grupito de amigos que apenas acabarían de abandonar la adolescencia hacían un pequeño corro y bailaban entusiasmados aunque arrítmicamente; un señor cincuentón que parecía totalmente fuera de lugar deambulaba entre la gente, mirando aquí y allá, como si no supiera muy bien qué hacer, dando pequeños sorbos a un cubata a medias. Cuando posó su mirada sobre las chicas de los chupitos y una sonrisa lobuna se dibujó en su rostro, Dana tuvo una idea muy clara de lo que aquel personaje buscaba. Apartó la mirada ante el escalofrío de repelús que le provocó la idea. Entre las dos no parecían sumar la edad de aquel viejo verde.
—Ese —María señaló la dirección con la barbilla—, el alto y corpulento con americana blanca.
Apenas había terminado de describirlo cuando Dana cruzó su mirada con la de él. El tipo trató de disimular, pero ya era tarde.
—Está solo, nosotras también, y esto es un pub de moda —le explicó a su amiga, que ya volvía a mirar la puerta y la hora alternativamente y de forma compulsiva—. Estará buscando el ligue de hoy.
Y, por supuesto, le había echado el ojo a María, pensó Dana. Ella era de una belleza más exótica, con su cabello rojizo, sus ojos verdes y su tez nívea, lo cual agradaba a muchos hombres. Sin embargo, era la exuberancia de María lo que había llamado siempre la atención de prácticamente el total de los chicos que se les habían acercado en su adolescencia, y de los hombres que se habían cruzado en su camino después. La larga cabellera morena y ondulada de María combinaba a la perfección con las curvas de su cuerpo. Sus enormes ojos castaños brillaban incluso bajo las luces estroboscópicas del lugar.
Dana siempre se había considerado bonita, pero recatada. En cambio, María era radiante y explosiva. No culpaba a la mayoría de hombres por decantarse por ella.
—Con esa pinta de Sonny Crockett no creo que lo consiga.
Dana se carcajeó ante la ocurrencia de su amiga. Había dado en el clavo. El aspecto ochentero del mirón cuadraba perfectamente con el look de Corrupción en Miami. Solo que a Don Johnson la chaqueta le sentaba mucho mejor. Este parecía llevarla una talla más pequeña. Aunque al menos, se consoló, rondaba la treintena.
—¡Ahí está! —María se puso en pie, se atusó el pelo y cogió su bolso—. ¡Deséame suerte!
Dana chocó contra el respaldo ante el ímpetu del beso que le dio su amiga justo antes de salir disparada hacia la barra, donde un chico —que Dana reconoció como Claude por las fotos que había visto de él— ya pedía una copa.
—Primera prueba superada —murmuró Dana para sí en actitud de madre protectora.
Claude le había parecido demasiado guapo cuando María le enseñó la foto que tenía en el perfil del foro; y arrebatadoramente atractivo cuando le fue mostrando otras que le había ido enviando a su correo electrónico una vez que habían afianzado su amistad, e incluso más joven de los treinta años que decía tener. Tanto, que había albergado serias dudas de que fuera él de verdad. Pero ahí estaba, dándole a su amiga tres besos en las mejillas, a la francesa, sonriéndole mientras le ofrecía un taburete a su lado y con un gesto volvía a llamar al camarero.
Se los quedó mirando. Hacían una pareja de anuncio. María era poco menos que una top model, aunque jamás se había interesado por nada que no fueran sus estudios de medicina hasta lograr un puesto de cirujana. El poco tiempo que tenía libre lo dedicaba a cuidar del cuerpazo que Dios le había dado y a encontrar el amor. Esto último no le había salido nada bien en los quince años que ella la conocía. Esperaba que esta vez fuera la definitiva.
—Hola. ¿Puedo sentarme? —Para cuando pudo reaccionar, el doble de Sonny Crockett ya estaba sentado frente a ella—. ¿Vienes mucho por aquí?
Dana puso los ojos en blanco. Estaba demasiado cansada para aguantar a un pelmazo.
—La verdad es que no.
Él no dijo nada más. Solo se la quedó mirando. Y después, lo vio desviar la mirada hacia la barra. Concretamente, donde se encontraban Claude y María. En el fondo, no le sorprendía. Ya había pasado por eso muchas veces.
—Si le habías echado el ojo a mi amiga, lo siento, pero ya está acompañada. Y yo no quiero compañía.
Sabía que había sido demasiado grosera, pero prefería dejar las cosas claras desde el principio y no dar pie a que el tipo se hiciera ilusiones. Sin embargo, él hizo como si no la hubiera oído.
—Mi nombre es Miguel. ¿Puedo saber el tuyo?
—Me llamo Dana —dijo con desgana. Pero eso era en lo único en lo que iba a ceder—. Y te repito, prefiero esperar sola a mi amiga.
Al ver que no se movía, agitó una mano indicándole que se largara.
—Hola, Dana. Es un placer conocerte. —Para su asombro, él le cogió de la punta de los dedos y le besó el dorso. Después se inclinó sobre la mesa y se acercó hasta casi rozarle la nariz—. Ahora escúchame con atención. Tú yo vamos a quedarnos aquí sentados, como si estuviéramos disfrutando de nuestras bebidas y de la conversación. En algún momento, yo me levantaré y me iré, pero tú te quedarás aquí sentada hasta que te termines esa copa.
Por un momento, Dana se quedó atrapada en su mirada. Parecía decirle con sus oscuros ojos mucho más que con sus incongruentes palabras. Su expresión había cambiado, era como de alarma, y a pesar de sus extravagantes ropas y su pelo engominado y repeinado hacia atrás, sus facciones le advertían de que nada era lo que parecía.
—¿Y por qué iba a hacer eso?
—Porque de lo contrario, es posible que no vuelvas a ver nunca más a tu amiga.
Dana enmudeció. ¿La estaba amenazando? Se envaró y tomó aire. Le iba a soltar cuatro frescas a ese tipo. Sin embargo, él le apretó la mano con fuerza, la justa para mantenerla atrapada pero sin hacerle daño.
—Si esa es una nueva estrategia para ligar, te advierto que conmigo no te va a funcionar.
Una vez más, él ignoró sus palabras. Ella siguió la línea de su mirada y pudo ver a Claude dirigiéndose a los aseos. Detrás entró otro hombre que se le parecía mucho. Miguel alias Sonny Crockett se puso en pie de inmediato y habló hacia el bolsillo de su americana blanca, de donde colgaban unas gafas de sol.
—El encuentro se va a realizar en los aseos.
—¿Perdona? —Dana estaba segura de haber entendido mal—. Aquí no va a haber ningún encuentro. Ya te he dicho que…
—Asensio, conmigo —siguió diciendo, sin mirarla a ella y echando mano a algo a su espalda. A pesar de la oscuridad, Dana pudo reconocer una pistola. Se quedó sin respiración—. Suárez, tú no les quites ojo a las chicas. Grupo dos, controlad las salidas y el aparcamiento. Cualquier vehículo sospechoso. Cualquiera —recalcó.
—¿Con quién estás hablando? —Dana estuvo a punto de levantarse, pero él la sujetó por un hombro y la obligó a permanecer sentada.
—Quédate aquí, como te he dicho —su voz se había vuelto ruda y exigente—. Si tu amiga vuelve a sentarse contigo, déjala hablar solo a ella. Si no viene, tú no vayas a la barra bajo ningún concepto. Y pase lo que pase, no salgas del local hasta que esa mujer de allí te lo indique. —Miró hacia la barra, donde un hombre y una mujer parecían beber y charlar sin más. La mujer saludó con la mano de forma muy sutil—. En marcha.
Dana observó en silencio los acontecimientos. El tal Miguel se dirigió a los aseos, seguido por el hombre que acompañaba a la chica que ahora la miraba fijamente. La repentina presencia de María frente a ella la sobresalto tanto que no pudo evitar soltar un grito.
—¡Es aún más perfecto de lo que imaginaba! —espetó con los ojos entrecerrados.
—No me digas. —Dana no dejaba de mirar hacia los aseos—. ¿Adónde ha ido?
—¿Claude? Al baño. Creo —añadió, apurando su copa con dificultad, como si fuera la décima que se tomaba—. Cuando salga nos marcharemos al pub de un amigo suyo. Aquí hay demasiado ruido y no podemos hablar tranquilamente.
—Eso podría haberlo pensado antes de citarte aquí, ¿no crees? —Escrutó el rostro de su amiga. Estaba verdoso. Algo no iba bien—. ¿Qué estás bebiendo?
—Un cóctel. Tiene un nombre francés, no sé, me lo ha pedido Claude.
—Tienes mala cara.
—Me siento como flotando en una nube.
—María. No bebas más. —Tomó su rostro entre las manos, buscando su mirada. Parecía estar en trance—. María, tú eres la doctora. ¿No te parece que un par de sorbos de lo que sea no debería ponerte así?
Apenas le había arrancado la copa de las manos cuando oyeron voces que parecían gritar por encima de la música. Dana observó con incredulidad cómo varias personas corrían despavoridas hacia la salida y otras hacían un corro en la entrada de los aseos. Segundos después, el círculo humano se abrió dejando paso a dos hombres que arrastraban a otros dos, esposados, hacia una de las salidas de emergencia.
—¡María! Ese es Claude —exclamó Dana poniéndose en pie para ver mejor.
Cuando se giró hacia su amiga, esta tenía una mejilla pegada contra la mesa.
—Tenemos que hacer que vomite —le indicó abruptamente la chica de la barra a la que Miguel había indicado que las vigilara y a la que no había visto ni tan siquiera acercarse.
Dana pestañeó confusa. Todo estaba pasando tan rápido que no era capaz de asimilarlo. Y la tal Suárez ya le estaba metiendo dos dedos hasta la garganta a María.
—¿Vas a ayudarme? —preguntó con tono exigente antes de hablar como al aire—. Que entren los sanitarios. A esta también la han drogado.
Con el corazón a mil por hora, Dana abrazó a su amiga por la espalda, sosteniéndola bajo las axilas mientras Suárez insistía en que vomitara.
Un minuto después, justo cuando dos mujeres con chaleco fluorescente y una mochila acudían a su mesa, María convulsionó y arrojó por la boca todo el contenido de su estómago.
Las siguientes horas, no dejaría de arrojar sollozos y lágrimas.
Nadie había reparado en él. Pero había sido un espectador en primera fila. Había ido allí para cerciorarse de que el encuentro y sustracción se realizaba de forma exitosa y sin incidentes, y se había encontrado con el mayor de los desastres posibles. Por suerte, la oscuridad del local y la afluencia de clientes lo habían ocultado lo suficiente como para parecer uno más entre la masa y no uno de los interesados en que la mujer acabara en el Alfa Romeo que esperaba en el aparcamiento. El mismo vehículo que ahora una grúa de la policía se llevaba al depósito tras arrestar a su conductor. Había hecho bien en entrar y dejar solo al italiano. Confiaba en haber llegado con la suficiente antelación como para que ningún policía lo hubiera visto salir del vehículo. También esperaba que las cámaras que había ordenado desconectar no le delataran. Si la habían pifiado con el lugar de encuentro, tal vez también lo habían hecho con la parte técnica.
Estaba claro que a veces las cosas tenía que hacerlas uno mismo si quería que salieran correctamente.
Ofuscado, cogió el móvil y pulsó el botón de rellamada.
—Sí, soy yo. Escucha, ha sucedido algo inesperado. Han detenido a Pierre. Bueno, también a François y al recadero de tu socio italiano.
Los gritos al otro lado del teléfono no se hicieron esperar. Aguantó el chaparrón antes de responder.
—Tranquilo, a mí nadie me ha visto. Lo resolveré antes de que a alguno se le ocurra abrir la boca. Tienes mi palabra.
Y con ese objetivo en mente, se marchó del local sin que nadie en el aparcamiento se fijara lo más mínimo en él.
***
El inspector Ángel Ribera observó a Pierre Tocqueville a través de la ventana de la sala de interrogatorios. El muy cabrón parecía recién llegado de su hotel de cinco estrellas a pesar de haber pasado la noche en el calabozo. Se había lavado la cara, por lo que la sangre que habían derramado sus fosas nasales cuando Ángel lo golpeó en los aseos del Delirium ya no manchaba su rostro de muñeco Ken. Su chaqueta de niño bien, abotonada por completo, solo ocultaba parcialmente la mancha rojiza de su camisa. Y la nariz, aunque no rota, sí estaba algo hinchada. Ángel se regocijó en esa pequeñez antes de abrir la puerta, al igual que le había llenado de placer que él tratara de atacarlo cuando le había dado el alto la noche anterior tras identificarse. Golpearlo había sido una obligación. Un solo puñetazo y había caído al suelo como el mindundi que era. Ni siquiera había tenido que sacar el arma, cosa que siempre era de agradecer.
—Bonjour, Monsieur Tocqueville —saludó al entrar con tono irónico, sentándose frente al detenido y empujando un café de la máquina hasta que estuviera al alcance de sus manos esposadas—. ¿Ha dormido bien el señorito?
—No voy a hablar con nadie que no sea mi abogado —dijo con voz calmada a la vez que retiraba lentamente el vasito de papel hacia un lateral, sin separar ni un instante la vista de la fría mirada de Ángel—. Y aunque cambies de aspecto, sé que fuiste tú quien me golpeó y me detuvo sin motivo anoche. Estás acabado, con.
Ángel alzó una ceja mientras bebía de su propio café, observando al niño de papá que se creía que con dinero todo se podía comprar.
—Mi francés no es perfecto, pero llega hasta eso tan feo que me acabas de llamar. Insulto que ha quedado registrado por aquella cámara y que añadiré a tus cargos. —Señaló hacia una esquina con el dedo pulgar, por si él dudaba de que todo en aquella sala estaba siendo grabado. Pausadamente, se levantó y volvió a acercar el café hasta él—. Al contrario que tú, nosotros no vamos envenenando las bebidas de nadie. Va a ser un día muy largo. Yo que tú me bebería eso.
—No quiero café, ni conversación. Quiero a mi abogado. Y que te largues de aquí.
Ángel negó con la cabeza y con la lengua golpeó su paladar repetidas veces. Después se recostó contra el respaldo de su silla y subió los pies sobre la mesa.
—Tu abogado se está retrasando. O tal vez se haya dado cuenta de lo hundido en la mierda que estás y ni se moleste en venir.
—Vendrá —fue lo único que dijo tras largos segundos en los que Ángel no vio ni duda ni miedo en sus ojos. Al parecer, se creía muy bien respaldado.
—Si tú lo dices. —Con indiferencia, Ángel se rascó la nuca, echando en falta el pelo que se acababa de cortar—. Pero ya solo con cargos como los de posesión de drogas, envenenamiento y usurpación de identidad, te van a caer unos cuantos años, Claude Clermont —leyó de un documento de identidad que sacó de una carpeta y que lanzó sobre la mesa hasta hacerlo chocar contra el vasito de café que Pierre ni había tocado.
El detenido lo miró de reojo antes de apartar la mirada hacia el infinito.
—¿No dices nada? Mejor, porque no harías más que estropearlo. Aunque quiero que sepas que estos cargos menores a mí no me interesan. Eso sí, me vienen de perlas para retenerte hasta que reunamos pruebas suficientes contra tu padre y su organización criminal.
Esta vez las palabras de Ángel calaron hondo en Pierre. Él lo vio enseguida, pues todo su cuerpo se tensó solo con mencionar a su padre.
—Mi padre es un honrado hombre de negocios. No encontraréis ninguna irregularidad en sus casinos ni en sus otras empresas.
La carcajada de Ángel hizo eco en los escasos diez metros cuadrados de la sala de interrogatorios.
—¿Honrado? Me sorprende hasta que seas capaz de pronunciar esa palabra. Honrado dice —masculló para sí, riéndose de nuevo—. Pero yo no soy un inspector del fisco. Lo que busco es evitar lo que tú estabas a punto de hacer anoche.
—¿Echar un polvo con una chica guapa? —El miserable se encogió de hombros y se retiró el flequillo con cierta dificultad por las esposas, pero con un gesto estudiado que se notaba que hacía con frecuencia—. Eso no es un delito.
—Lo es si la drogas a escondidas. Y si lo que buscas no es un polvo consentido de mutuo acuerdo, sino secuestrarla para traficar con ella. Como con otras tantas.
Trató de mantener el rostro impasible, pero la nuez, subiendo y bajando lentamente al tragar saliva con dificultad, delató lo poco preparado que estaba para hacer frente a un interrogatorio. El muy insolente parecía asumir que nunca lo pillarían. Craso error.
—Eso es absurdo —negó finalmente.
—Ojalá. Pero es un negocio muy rentable, ¿verdad? Personas que por sus circunstancias laborales y familiares, se tarda en echar en falta. Para cuando se denuncia su desaparición, ya están muy lejos, en manos del selecto cliente que ha escogido ese perfil en particular. Hombres y mujeres jóvenes, atractivos, cultos… Eso tiene un precio muy alto en vuestro mercado de esclavos de lujo. Pero se os ha acabado la fiesta.
Ángel abrió la carpeta que reposaba sobre la mesa y le mostró parte de la valiosa documentación que, tras años de investigación, les incriminaba directamente a él y a su primo, y de forma indirecta al pez gordo en todo aquel asunto, André Tocqueville, su padre. Aunque desde hacía dos años, a quien Ángel y su equipo trataban de dar caza por encima de todos era al hermano mayor de Pierre, Damien, por motivos que ya habían rebasado la frontera de lo profesional.
Tratando de mantener la mente fría y no dar ningún paso en falso, Ángel se centró en el más joven de toda una familia de delincuentes tan inhumanos que eran capaces de hacer cualquier cosa por dinero.
—Tenemos pruebas que relacionan a más de un Tocqueville con la desaparición de varias mujeres en los últimos años. Vuestro amiguito del Alfa Romeo no parece saber mucho, apostaría que es el último mono en todo esto. En cambio, tu primo François está cantando como un pajarito en la sala de al lado —mintió, porque se había cerrado en banda y no respondía ni a provocaciones, pero eso él no lo podía saber—. Dirá todo lo que haga falta para librarse de la cárcel, aunque con ello os arrastre a ti, a tu hermano y a tu querido papaíto. Y a quien haga falta. De momento, ya sabemos lo de la casona de Marsella y el nombre del cliente italiano que se quedará sin su último encargo. Il signore Luchetti.
Esta vez no mintió, por lo que nadie podría acusarle de saltarse las normas. La policía francesa, con la que llevaban colaborando varios años, les había pasado información sobre una lujosa mansión donde sospechaban que se retenían a las personas secuestradas antes de entregárselas a sus compradores. Y lo único que decía conocer el chófer del Alfa Romeo era el nombre del destinatario de su «envío».
Ángel ocultó una mueca de satisfacción al percibir cómo la cara le mudaba por completo. Al parecer el farol que se acababa de marcar había sido todo un acierto.
Pierre no se esperaba en absoluto que sus errores lo llevaran a la cárcel, pero eso no era nada comparado con lo que le sucedería por haberse dejado cazar. No estaba dispuesto a arriesgarse, por nada ni por nadie.
—Quiero hacer un trato —declaró, mirando de reojo hacia la cámara.
—¿Un trato? —Ángel se masajeó las sienes y puso los codos sobre la mesa. Le dolía la cabeza, y no estaba para tonterías de niños mimados—. Mira, chaval. Creo que no te enteras. Con los delitos de los que se te acusa, por mucho que confieses, ningún trato te librará de la cárcel.
—No es eludir la cárcel lo que quiero a cambio de darte nombres y localizaciones —siseó, como queriendo evitar que alguien más allá de esas paredes lo oyera. Después lo miró, evaluándolo, buscando dentro de sus ojos al hombre más allá del policía—. Además de algo que estoy seguro que te interesará mucho, y que, hasta que no lo veas con tus propios ojos, no te lo vas a creer.
Ángel había estado en muchos interrogatorios, y había presenciado todo tipo de tretas para librarse de los cargos que se les imputaban a los detenidos. Y algo que decía que aquel miserable no se la estaba queriendo jugar. Era el miedo en sus ojos tras ser consciente de que el cerco a aquel entramado se estaba cerrando, la forma de restarle importancia al hecho de ir a la cárcel, la seguridad con la que decía disponer de un dato más relevante para él que el lugar donde encontrar a su familia de delincuentes. Las palabras podían ser falsas, pero las miradas eran mucho más sinceras.
—¿Y qué pides a cambio de esa jugosa información?
—Dos cosas: no tratar con ningún otro poli que no seas tú. Y desde hoy mismo, protección.
Ángel no sabía cuál de las dos peticiones le sorprendía más.
—Yo soy quien lleva este caso, así que no hay problema en vernos las caras más de lo que me gustaría. Pero, ¿protegerte? ¿De quién? ¿De otros reclusos?
—No. —Esta vez, cuando tragó saliva, Ángel pudo incluso oírla bajar por su gaznate—. De…
—No digas nada más, Pierre. —La puerta se abrió de golpe y un hombre exageradamente corpulento, con más aspecto de lanzador de peso que de abogado, irrumpió en la sala de interrogatorios—. A partir de ahora solo responderás a las preguntas que yo considere pertinentes. No estará acosando a mi cliente, ¿verdad inspector Ribera?
—Cortázar. —Ángel se reclinó en su asiento y lo miró de arriba abajo de forma deliberadamente beligerante—. Debería haberlo imaginado. Solo una rata podría defender a ratas aún más sucias que ella.
—Pienso solicitar la grabación de esas palabras, Ribera.
—Como quieras. ¿Empezamos? Tu cliente estaba a punto de…
—Quiero hablar a solas con mi abogado —se apresuró a solicitar Pierre.
Ángel pudo vislumbrar un destello de pánico en su mirada. Parecía que la presencia de quien iba a defenderlo le asustaba más que tranquilizarlo.
—Ya lo has oído, Ribera. Fuera.
Negándose a parecer irritado, Ángel se terminó su café antes de levantarse.
—Esta conversación no ha terminado —les advirtió desde el quicio de la puerta.
—Maison ouverte, rend voleur l’homme honnête —murmuró Pierre con la mirada clavada en los ojos de Ángel, quien no logró entender más que palabras sueltas de un idioma que no dominaba al cien por cien.
No había dado ni tres pasos fuera de la sala cuando el oficial Iván Asensio lo interceptó en el pasillo.
—¿Has visto eso? —La cara del miembro más antiguo de su equipo delataba que no había dormido ni una hora esa noche. Esa era la detención más importante en años de investigación, y la esperanza se cernía sobre él por primera vez desde la muerte de Lucía, su compañera laboral y sentimental—. ¿Cómo le ha cambiado la cara al ver a Cortázar?
—Sí. —Ángel sabía que Iván había estado observando al otro lado del cristal de la sala de interrogatorios. Solo él en esa comisaría estaba aún más interesado que el propio Ángel en atrapar a todos los implicados en aquella red de tráfico humano—. No era a él a quien esperaba. Y la sorpresa no le ha gustado mucho.
—A mí tampoco. —Asensio se frotó la cara y se dejó caer contra la pared—. Lo que fuera que quisiera decirnos, ya no lo hará —resolvió, a lo que Ángel asintió—. Si Cortázar solo hubiera tardado unos minutos más en aparecer, tal vez habría firmado ese trato del que hablaba. ¿No crees?
—Totalmente. —Ángel miró a su amigo. Estaba flaco, demacrado, y deprimido. Incluso llevaba su fino cabello rubio lacio y despeinado, con un flequillo que le tapaba los antes risueños ojos azules que ahora estaban apagados y hundidos. No quedaba en él ni la más mínima chispa del alegre y divertido Iván que se había enamorado de su compañera de equipo en contra de toda norma y había defendido su relación sin importarle perder su placa. Sin embargo, el destino les había puesto una terrible zancadilla. Ella había muerto en acto de servicio. Y ahora él solo se centraba en dar con los culpables y encerrarlos de por vida. Ángel no lo deseaba menos que él—. Así que tenemos unas horas para pensar cómo volver a convencerlo.
El gesto derrotado de su subordinado mudó por completo ante sus palabras. Y sus ojos brillaron con esperanza.
—Voy a buscar a Suárez.
—Ya estás tardando.
Le golpeó el hombro con camaradería mientras salía disparado a buscar a la más perspicaz de quienes integraban el equipo y se dirigió a su despacho. Tenían mucho que pensar y muy poco tiempo.
Capítulo 2
Era el cuarto café que Ángel se tomaba esa mañana. La oficial Cristina Suárez los había traído de la máquina de la sala de espera, puesto que era ligeramente más aceptable que el de la sala del personal. Aun así, de no ir a contrarreloj en busca de una forma de hacer hablar a Pierre Tocqueville sin que su abogado estuviera presente, habrían ido a tomarlo a la cafetería de abajo, junto con algo sólido que llevarse a la boca.
Desde los cruasanes y los cafés de verdad que había subido él mismo a las ocho de la mañana tras una noche de lo más movidita en comisaría, no habían ingerido nada más que esa agua sucia que hacían pasar por café. Ni siquiera habían pasado por casa para ducharse y cambiarse de ropa.
Por eso, tras el intento fallido en el lavabo de deshacerse de la gomina con la que había embadurnado su pelo para ir al Delirium, Ángel se había detenido frente a una peluquería que quedaba entre la comisaría y el bar donde había ido a buscar los desayunos. A la pregunta que le había hecho a la peluquera: «¿Puedes hacer algo con esto en quince minutos?», ella le había respondido: «En veinte» y había cumplido muy puntualmente, dejando como resultado un peinado bien distinto a su estilo habitual, pero que no le disgustaba en absoluto. Solo tenía que acostumbrarse a no encontrar apenas pelo cuando se rascara la nuca en uno de sus gestos más característicos cuando se sentía nervioso o desconcertado, como en ese preciso momento.
—Esto es un callejón sin salida —se lamentó Asensio, frotándose la cara con frustración.
Sentada frente a él estaba su compañera de equipo, con aspecto fresco y cuidado, una pulcra coleta bien estirada recogiendo una melena negra que nunca lucía suelta y el rostro al natural, sin una gota de maquillaje. Solo unas gafas ocultaban sus bonitos ojos grises cuando pasaba mucho rato frente al ordenador.
La joven oficial no parecía haber pasado la noche en vela como Iván y Ángel, y estaba enfrascada en repasar una y otra vez la grabación de la conversación entre su inspector y el detenido, tratando de descifrar qué era lo que sus palabras escondían y por qué se había cerrado en banda una vez que su abogado había llegado. Un abogado al que, por raro que pareciera, no tenía pinta de alegrarse de ver.
De ese detalle habían deducido que no había sido a él a quien había dirigido su única llamada esa madrugada al llegar a comisaría. Tal vez a André Tocqueville, habían razonado, y había sido su padre quien le había proporcionado la defensa que se había presentado. El abogado con peor fama de toda la ciudad. Los culpables eran su especialidad, y por desgracia, dejarlos en la calle su sello de garantía.
Suárez auguraba que, esta vez, Cortázar no iba a sumar otra victoria a su lista. Ella iba a poner todo su esfuerzo en evitarlo. Y sabía que su equipo contaba con que ella encontrara un detalle que a ellos se les hubiera escapado.
Había ocupado el lugar de la oficial Lucía Varela cuando esta cayó en acto de servicio, y lo había hecho por petición expresa del inspector Ribera. Aquello la había llenado de orgullo y, aunque por suerte ya se le había pasado, también le había hecho colarse un pelín por su jefe. Que estuviera más bueno que el pan no había ayudado, pero pronto percibió que él no la miraba de forma distinta a la que lo hacía con Asensio, así que trabajar codo con codo con aquel pedazo de hombre había acabado siendo una rutina más.
El comisario Andrade le había advertido de que su brillante expediente como primera de su promoción no serviría de nada si no daba la talla en casos reales. Que tenía suerte de que Ribera hubiera peleado por tener una mujer en sus filas, aunque fuera una novata, rechazando al sustituto de Varela que el propio comisario tenía en mente, el oficial de estupefacientes, Carlos Hernández.
Ahora sabía que Hernández era un mequetrefe y ni ella misma habría querido a ese oficial como miembro de su equipo. Aun así, desde el primer día trabajó duro para demostrar su valía y no dar una sola oportunidad de cambiarla de departamento. Ella quería casos grandes, y policías de la talla de Ribera y Asensio como compañeros. Sus nombres habían traspasado las fronteras de aquella comisaría, llegando a prácticamente todas las del país tras el episodio de la muerte de la oficial Varela. A pesar de la trágica pérdida, varios peligrosos delincuentes fueron detenidos, y la joven víctima puesta a salvo.
Ella quería formar parte de todo aquello, y cerrar el caso cuanto antes. Sin embargo, a pesar de sus habituales ideas brillantes y puntos de vista alternativos, esta vez estaba completamente perdida.
Volvió a mirar el tablón donde, desde hacía ya años, se plasmaban las fotos de los sospechosos y los datos más relevantes de los secuestros a la carta de una red criminal que sabía muy bien cómo ocultar sus pasos. Pero que, de vez en cuando, dejaba un pequeño rastro de su porquería por el camino.
El cadáver de un proxeneta desleal hacía unos meses. Al parecer, querer ir por libre no estaba bien visto en aquella organización. La detención de un supuesto gestor, quien realmente blanqueaba dinero de los múltiples negocios del cabeza de la familia Tocqueville: casinos, empresas de apuestas deportivas, concesionarios de coches de lujo, venta de animales de pura raza… Cualquier cosa que moviera millones.
Los de blanqueo de capitales le tenían tantas ganas a André Tocqueville como su propio equipo, si bien ellos siempre se topaban con empresas fantasma y cabezas de turco como aquel contable que había asumido la culpabilidad de los cargos sin que nada salpicara a su jefe. Demasiado sospechoso, pero sin prueba alguna ni acusación directa, André se iba de rositas una y otra vez.
Ellos acababan de cazar al pequeño de los Tocqueville, sin antecedentes hasta el momento, tal vez porque con veintitrés años no le había dado mucho tiempo a tomar parte en los negocios familiares. O porque su modus operandi iba acorde a su edad: se había movido por internet, entre las redes sociales, captando a sus víctimas de un modo tan fácil como seguro. O eso había creído él. Los especialistas en la Red de la Policía Nacional eran aún mejores que él.
—¿Qué es eso último que le ha dicho antes de irse, inspector? —Suárez retrocedió en la grabación y la volvió a poner a un volumen más alto—. Esas palabras en francés.
—Algún otro insulto —dedujo Asensio, jugueteando con su cajetilla de tabaco, muriéndose por encender uno. Pero no pensaba moverse de allí ni para fumar hasta dar con algo a lo que agarrarse. Necesitaba aquello aún más que la nicotina de la que no era capaz de desengancharse—. Si no, no lo hubiera murmurado.
—O precisamente lo ha murmurado porque imaginaba que nosotros repasaríamos la grabación mientras él estaba con su abogado. ¿Sabéis si Cortázar habla francés?
Sería de esperar si su defendido contaba con esa nacionalidad, si bien dominaba el español ya que llevaba desde la adolescencia en España, el país que su padre había elegido como extensión de los lucrativos negocios que había comenzado de muy joven en Francia.
—Sé que habla inglés con fluidez, lo oí en un juicio al que asistí y que el muy cabrón ganó por falta de pruebas. —Ángel apretó la mandíbula rememorando aquel día—. Dejó en la calle a un narco de los gordos. Por suerte, lo pillaron a los pocos meses en una furgoneta cargada de jaco hasta la bandera. Pero francés… ni idea.
—Yo creo que contaba con que él no lo entendiera —insistió Suárez, indicándole a su jefe que se acercara a la pantalla para verla mejor—. Y mire, le está mirando fijamente a usted, como si fuera un mensaje directo. Personal —se aventuró, guiada por su instinto.
Como no era la primera vez que las suspicaces impresiones de Cristina daban en el blanco, Iván se levantó y se acercó al ordenador de su compañera para comprobar lo que esta creía estar detectando. Un mensaje oculto, tal vez una clave sobre lo que pretendía haber contado antes de verse interrumpido.
—Solo capto algo sobre una casa y un hombre —concluyó Ángel tras varias reproducciones de aquella parte del vídeo. Frustrado por su mal oído con el idioma, sacó su móvil del bolsillo de su pantalón—. Voy a llamar a Chevalier. Ten la grabación preparada.
Marcó el número de Caori Chevalier, su contacto en la gendarmería francesa. Tras largo tiempo colaborando en la búsqueda de pruebas para un caso que iba más allá de las fronteras de ambos países, se había generado una confianza suficiente como para poder llamarse para consultar una duda como aquella. Además, ya habían hablado a primera hora de la mañana, cuando Ángel la había puesto al tanto de las nuevas detenciones.
Ella le había felicitado por ello, y se había comprometido a usar sus contactos en los Carabinieri para estrechar el cerco sobre el tal Luchetti. En sus doce años al frente de investigaciones de ese tipo, había trabajado codo con codo con la policía italiana en múltiples ocasiones. Y le debían un par de favores.
No hicieron falta muchas explicaciones. La inspectora francesa le tradujo la frase enseguida y Ángel apuntó las palabras en ambos idiomas.
—Maison ouverte, rend voleur l’homme honnête —dijo cuando colgó el teléfono—. Es un proverbio de su país. Viene a decir: En casa abierta, el justo peca.
La cara de Iván fue de absoluto hastío.
—¿Y qué cojones significa eso?
—Puede que nada relevante. Pero ya que lo ha dicho tras intentar hacer un trato, Chevalier cree que puede referirse a sí mismo, como si con esas palabras hubiera querido excusarse por lo que ha hecho. Podría querer colarnos que él, como miembro de una familia de delincuentes, se ha visto empujado a unirse al carro de los secuestros.
—O que, como ha tenido la oportunidad, la ha aprovechado —aportó Suárez, releyendo las palabras que Ángel había escrito—. Cuando lo has vivido desde crío y has visto los millones que mueve, es un negocio demasiado suculento como para dejarlo pasar sin más.
Las palabras de Cristina hicieron que Ángel detuviera el paseo circular que estaba dando alrededor de la mesa. Él mismo se dio cuenta de que la elección de cierto adjetivo lo había hecho pararse en seco y pensar de inmediato en cierta mujer que la palabra «suculento» le había hecho recordar.
La había investigado como mero trámite, al igual que a su amiga, la víctima, pero tuvo que reconocer que se había parado a leer en internet algunos artículos sobre ella, los cuales en realidad no le servían de mucho para la investigación. Algunos, acompañados de fotografías. Y una de todas ellas era la que le había venido a la mente al oír la misma palabra que daba nombre al restaurante donde ella trabajaba.
Ninguno de los presentes se percató del lapsus de su jefe, quien se centró de nuevo al escuchar a Iván pensar en alto.
—¿Un chaval de su edad queriendo basar su defensa en el refranero popular? No me pega.
—Estoy de acuerdo. —Cristina apoyó a su compañero—. Pero también estoy segura de que no lo ha dicho por decir.
Tras unos minutos de silencio en los que las tres cabezas pensantes elaboraron todo tipo de conjeturas, Ángel tomó las riendas de su equipo y lo puso a trabajar en torno a lo que él consideraba más relevante.
—Aquí parados no hacemos nada. Asensio, revisa cada una de las pertenencias de Pierre Tocqueville, lo que llevaba encima y todo lo que han traído de su habitación de hotel. A ver si encontramos el detonante que le haga hablar definitivamente.
—Marchando. —El aludido salió disparado hacia la puerta, tan deseoso de fumarse ese cigarrillo como de revolver entre las cosas del detenido. Estaba seguro de que iba a encontrar algo más que interesante.
—¿Y yo, jefe? —Cristina se puso en pie y se quitó las gafas, dispuesta a ser concienzuda con lo que fuera que su inspector le encargara.
—¿Cuál sería tu siguiente paso?
Ella abrió la boca pero la cerró de inmediato. Porque ya conocía a su jefe lo suficiente, sabía que él tenía algo en mente, pero pretendía que ella lo viera por sí misma. O que le dijera algo todavía más apropiado que ni a él mismo se le hubiera ocurrido.
Como no quería defraudarle, se pensó unos segundos más su respuesta.
—Repasaría las conversaciones del foro entre la víctima, María Uribe, y Pierre Tocqueville, tratando de relacionarlo con estas palabras que parecen llevar un significado oculto. Buscaría más proverbios, o alguna referencia a la cultura popular francesa. Pero…
—¿Sí?
Él alzaba una ceja, por lo que supo que lo que acababa de proponer era secundario para él.
—Primero iría a ver si los informáticos ya han accedido a los archivos del ordenador portátil que fue encontrado en su habitación de hotel. En él debe de haber información de primera mano sobre esta entrega y muy posiblemente sobre otros secuestros. Tal vez, incluso alguna pista sobre… el paradero de su hermano.
Esto último lo dijo más bajito, y no se habría atrevido a mencionarlo si su compañero no se hubiera marchado ya.
—Me has leído la mente —admitió Ángel, e hizo un gesto con la cabeza hacia la puerta—. Ya estás tardando.
Satisfecha con haber dado en el clavo, comenzó a recoger sus cosas de la mesa. Sin embargo, se paró en seco cuando el comisario Andrade entró en la sala de reuniones sin llamar y dando un portazo tras de sí.
—¿Está ya ese informe, Ribera?
El tono de voz no era más alto de lo habitual en el comisario, si bien la seriedad con la que hizo la pregunta demostraba que aún no se le había pasado el enfado. Sus oscuras y pobladas cejas fruncidas con fuerza corroboraban esa teoría, al igual que la fina línea de sus labios apretados. Todo él imponía sin necesidad alguna de gritar, aunque cuando lo hacía temblaban hasta las paredes.
Cristina había mantenido el tipo hacía escasas horas, cuando Ángel había informado al comisario de la detención de los primos Tocqueville y el chófer italiano en una operación improvisada de la que no le había podido dar aviso. Los gritos de Andrade habían dejado en silencio a media comisaría. Y Ángel había pedido disculpas por haber vuelto a mover ficha sin informarle primero, pero no había agachado la cabeza ni pestañeado una sola vez. Estaba claro que no se arrepentía de su decisión, aunque esta le pudiera haber costado la placa, con el agravante de reincidencia. Por suerte, en esta ocasión no había cadáveres que lamentar. Tal vez por eso el cabreo de Andrade se hubiera mitigado, ligeramente, lo justo para hablar de forma pausada y en apariencia tranquila.
—Aún no, comisario. —La voz de Ángel fue firme y tranquila.
—¿Y se puede saber por qué?
Guillermo Andrade se cruzó de brazos, dando un aspecto de gorila de discoteca plantado delante de la puerta. Su envergadura y sus ropas oscuras completaban el cuadro muy fielmente.
—El principal sospechoso está con su abogado todavía. Y necesito volver a hablar con él —explicó Ángel sin amedrentarse—. Además, me falta completar el testimonio de la víctima.
—¿No le tomaste ya declaración anoche?
—Solo parcialmente —dijo sin más.
—Estaba muy afectada emocionalmente —intervino Cristina al ver que la respuesta no le había gustado nada al comisario—. Y aunque yo misma le hice vomitar para que expulsara toda la droga que le habían colado en la copa, no se encontraba en condiciones físicas de soportar una declaración con todos los detalles que le íbamos a solicitar.
El silencio flotó durante unos segundos en la sala, hasta que el teléfono de Andrade sonó en su chaqueta. Él lo miró y rechazó la llamada.
—Cuando llegue la chica que venga directa a mi despacho. Yo mismo le tomaré declaración.
—¿Usted, señor? —el tono de Ángel revelaba más molestia que sorpresa.
—¿No dice que tiene que volver a hablar con uno de los Tocqueville? —Ángel asintió con la cabeza—. Entonces alguien tendrá que atender a la víctima.
—Yo puedo hacerlo —se ofreció rápidamente Cristina.
—Este caso es demasiado importante, señorita. —El aire de superioridad que empleó para dirigirse a ella la irritó, y no solo por lo de «señorita»—. Además, su jefe siempre se está quejando de que no le doy suficientes recursos. Ahora le ofrezco mi ayuda. ¿Piensa rechazarla?
—En absoluto, señor. Le agradezco su interés y su colaboración en el caso.
—Recuérdelo la próxima vez que se plantee actuar a mis espaldas —le advirtió antes de salir por la puerta, la cual no cerró de golpe, por lo que ambos comprendieron que el mal humor iba reduciéndose por momentos.
Era un castigo, Ángel lo sabía, pero mejor eso que ser suspendido de empleo y sueldo o que le retiraran la placa por saltarse las normas de nuevo. Aun así, el testimonio de la víctima era de vital importancia para el caso. Y el comisario Andrade hacía mucho que no se dedicaba a tomar declaraciones. Pasar toda la información al ordenador era largo y engorroso. No podía arriesgarse a que el más nimio detalle se quedara en el tintero.
—Te quiero en su despacho durante la declaración de María Uribe. Busca una excusa, la que sea, pero consigue estar presente. ¿Podrás hacerlo?
—Cuente conmigo, jefe.
—Siempre lo hago.
Con una sonrisa de oreja a oreja, Cristina salió de la sala, emocionada por tener algo así como una misión como infiltrada en un terreno tan hostil como el despacho del comisario Andrade. Una misión solo apta para astutos y valientes.
***
La comisaría no era como Dana la había imaginado. No había delincuentes esposados esperando sentados —como si de la consulta del médico se tratase— a que algún policía les cogiera por un brazo mientras con la otra mano se comía un donut. Estaba claro que la influencia de las películas hollywoodienses distorsionaba la realidad sobremanera.
Aquel lugar se parecía más a una oficina bancaria, pensó, con mesas y ordenadores, alguna que otra planta para darle un toque acogedor, y muchos carteles de campañas publicitarias. Solo que en ellos no se ofrecían créditos a bajo interés ni vajillas por tus ahorros. La vista se le quedó clavada en uno en concreto antes de desviarla para evitar que María reparara en él. Y es que Dana jamás creyó que algo así pudiera suceder en su país, en su ciudad, a su propia amiga.
«La trata de personas es el segundo negocio ilícito más rentable del mundo», leyó fugazmente, y sintió tal escalofrío que el brazo que enhebraba con su amiga dio un respingo.
—Gracias por acompañarme, Dana. No me sentía capaz de traspasar esa puerta sola. Aunque ahora que ya estamos dentro, no me parece tan horrible.
La similitud de los pensamientos de ambas le robó una sonrisa, si bien no sentía gana alguna de sonreír. Aun así, lo había hecho esa mañana al ir a despertar a su amiga, que había dormido con ella en su cama. Pocas horas, pero algo habían dormido.
—No iba a dejar que vinieras sola —faltaría más—. Aunque no me dejen estar presente, te esperaré hasta que acabes la declaración.
—Contarlo todo, otra vez, me va a costar mucho. —María respiró profundamente con los ojos cerrados. Al fin parecía entrarle el aire hasta el fondo de los pulmones. La noche anterior, la angustia apenas le había dejado respirar, mucho menos hacer una declaración oficial. Por suerte, el inspector Ribera había tenido a bien concederle esa noche para descansar y citarla a la mañana siguiente en comisaría—. Que estés aquí cuando acabe es un consuelo enorme.
El corazón de Dana volvió a sentirse ligeramente ahogado. Había estado a punto de perder a su amiga. Había estado a un solo paso de ser víctima del tráfico de seres humanos. Secuestros a la carta, les habían explicado con palabras que les resultaron casi imposibles de comprender. Un cliente en algún lugar había elegido el perfil en el que María encajaba. Después ella se había metido en aquel foro de internet donde, inocentemente, había dado demasiada información a la persona equivocada.
—¿Seguro que no quieres quedarte también esta noche en mi casa? ¿Unos días incluso? De verdad que no me importa, al contrario, me quedaría mucho más tranquila.
—No. —María apretó la mano de su amiga con fuerza—. Es mejor que retome la normalidad lo antes posible. Me niego a convertirme en una mujer asustada de por vida.
—Esa es una actitud encomiable. —La voz de la oficial Suárez fue como un bálsamo para ambas. Ella les diría dónde tenían que ir sin necesidad de tener que explicarle a un desconocido por qué estaban allí—. El comisario te está esperando.
—¿El comisario? —preguntaron ambas a la vez.
—Sí. El comisario Andrade quiere tomarte declaración personalmente. Este es un caso muy importante y tu testimonio puede ser clave. —Al ver la cara compungida de la joven a la que, la noche anterior, había tenido que meter la mano hasta la muñeca en la garganta para que echase la drogas que podrían haberla matado, Cristina sintió ternura y comprensión, pero a la vez vio una oportunidad de oro—. ¿Quieres que te acompañe, María? Puedo quedarme contigo durante la declaración, si tú quieres.
—Te lo agradecería mucho. —Tuvo que contenerse para no abrazarla—. Muchísimo.
—Dana —con confianza, y sabiendo cómo se sentiría, le posó una mano sobre el hombro—, me temo que tú no podrás acompañarla.
—Ya contaba con ello, y lo entiendo. —Miró a su alrededor sumida en la resignación—. Esperaré por aquí.
—Tienes una salita de espera justo al final de ese pasillo. Hay prensa, casi toda de este siglo —bromeó—, y el café de la máquina es menos horrible de lo que cabría esperar.
—Genial, gracias. —Sonrió amablemente a la oficial y besó en la mejilla a María—. Búscame allí cuando acabes, cariño.
La joven asintió con la barbilla y siguió a una de sus salvadoras en dirección contraria a la que había tomado Dana.
Después de más de una hora de revistas arrugadas y un café que le estaba haciendo sonar las tripas, la mente de Dana rememoró todo lo ocurrido la noche anterior una vez más. Aunque en esta ocasión, un recuerdo en concreto destacó entre el resto, impulsándola a salir de la salita e ir en su busca.
Para su sorpresa, encontró rápidamente al inspector Ribera. Estaba de espaldas, colocando en un corcho con unas chinchetas un folio redactado a ordenador. La sencilla labor se le antojó ridícula después de hacer todo lo que ella sabía que había hecho la noche anterior. Sin embargo, se recordó a sí misma, ella también limpiaba pescado o pelaba patatas de vez en cuando, aunque habitualmente se dedicara a dirigir una cocina y a hacer arte con los alimentos.
—Hola, ¿inspector Ribera? —Como no pareció inmutarse, se acercó y le dio unos toquecitos en el hombro con un dedo. El susto que se llevó cuando él se giró fue tremendo—. Oh… disculpe. Buscaba al inspector Ribera.
—Lo tiene ahí mismo —le indicó el tipo que habría jurado que era el hombre que había salvado a su amiga la noche anterior, pero que desde luego no se le parecía nada una vez que le veías la cara—. Está entrando en su despacho.
Dana se volvió hacia donde le indicaba el hombre que ya se sentaba en una mesa cercana. Y vio a otro bien distinto caminar dentro de la pequeña sala. No podía ser.
—¿Seguro que ese es el inspector Ribera? ¿Ángel Ribera?
¿Le habría mentido también con el nombre cuando se había identificado y disculpado por utilizarla para que le hiciera de tapadera? Tal vez Miguel era el nombre de pila correcto y su mente cansada hubiera cambiado los nombres.
—Sí. Eso dice la placa de su despacho. ¿Lo ve? —su tono fue bastante cortante—. Inspector Ángel Ribera.
—Sí, claro. –Algo ofendida, miró la plaquita que reposaba sobre su mesa y leyó de forma deliberadamente lenta su nombre antes de irse—. Oficial Carlos Hernández. Muchas gracias.
El hombre apenas volvió a mirarla y se concentró en su ordenador. Dana tampoco le prestó más atención y se dirigió al despacho en el que Ribera acababa de entrar. Unas persianas entreabiertas dejaban ver su interior a través de unas pequeñas ventanas. Y allí se podía distinguir a un hombre que no parecía en absoluto el que había simulado ligar con ella en el Delirium.
Para empezar, la media melena engominada y repeinada hacia atrás había desaparecido. Aquel hombre lucía un corte de pelo que dejaba su nuca despejada, mostrando un cuello ancho y fuerte. La parte superior definía mechones despuntados que se disparaban hacia arriba y hacia los lados, dándole un look descuidado, pero sin una gota de productos fijadores, como si cada pelo se dirigiera a capricho hacia donde quisiera. Así, la frente, amplia y ligeramente fruncida por el gesto que tenía mientras hablaba por teléfono, quedada casi cubierta. Pero solo hasta que él se pasaba la mano y retiraba su pelo oscuro con un gesto inconsciente de frustración.
La ropa tampoco era del estilo ochentero que había hecho reír a María y a Dana nada más verlo. Debajo de una cazadora de piel marrón oscuro que se comenzó a quitar nada más lanzar su móvil con desgana sobre la mesa, vestía una camiseta azul marino con cuello redondo y amplio, lugar por donde asomaban apenas las clavículas que anunciaban un par de hombros desmesuradamente anchos.
Dana estaba admirando los brazos bien definidos y —para su deleite— sin un solo tatuaje a la vista, cuando sintió que él la observaba también a ella.
—Adelante —leyó que pronunciaban sus labios, a la vez que un gesto de sus dedos invitándola a entrar se lo confirmaban. Dana traspasó la puerta y se quedó de pie junto a ella, mirándolo en silencio—. ¿En qué puedo ayudarte?
—Yo… Quería agradecerte lo de ayer. —Como él se limitó a mirarla enarcando una ceja, ella se paró a considerar que tal vez no la reconociera. El pub estaba oscuro, y ella iba muy maquillada, con la melena suelta y vestida para salir—. Soy la amiga de María, la chica de la mesa del pub que tú…
—Sé quién eres —la interrumpió con voz cortante—. ¿Qué tal está tu amiga?
La amable pregunta no cuadraba con su tono de voz ni con su expresión seria, pero hizo que Dana se relajara.
—Bueno, algo menos nerviosa que ayer.
—¿Y tú?
Aquella nueva pregunta sí que terminó de descolocarla. Sobre todo, porque esta vez iba acompañada de una mirada bien distinta. Sus ojos parecieron dulcificarse de repente. Incluso su postura se relajó cuando se dejó caer sobre el borde de la mesa.
—¿Yo?
—¿Las pesadillas te han dejado dormir?
—¿Cómo sabes que…? —Él volvió a alzar aquella perfecta ceja, y tuvo a bien mostrar su sonrisa a continuación. Una sonrisa sincera. Solo con eso ya le habría bastado para cautivarla en el pub. Se preguntó si él sería consciente de ello. Y se respondió a sí misma que no, o lo habría utilizado directamente. Así que su interés debía de ser real. El rubor recorrió su piel y un escalofrío la hizo estremecer—. Supongo que has conocido muchas personas en mi misma situación.
—Más de las que me gustaría. —Suspiró y se pasó la mano por la nuca, deteniéndose en seco en el nacimiento del pelo—. Por lo que imagino que tu amiga no ha pegado ojo.
—Ha pasado la noche en mi casa. Yo no he conseguido dormirme hasta que lo ha hecho ella, la verdad. Le metí un tranquilizante en el bizcocho de chocolate —se vio obligada a confesarle—. Espero que no me detengas por ello.
Aquello los hizo reír a ambos. Tras unos largos segundos de silencio, en los que solo se miraron, Dana carraspeó y añadió lo primero que le vino a la mente.
—¿Ayer llevabas peluca o es que te has cortado el pelo?
Ángel se volvió a rascar la nuca y rio entre dientes.
—Nos informaron del encuentro entre María y uno de los sospechosos en el último momento. No hubo tiempo de preparar gran cosa, así que improvisamos. Le birlé la chaqueta a Hernández, y usé la gomina que tiene siempre en su cajón. —Señaló hacia él con disgusto, ya que se le veía a través de las láminas de la persiana bajada—. Cuando escuché cómo me saludaban por su nombre varias veces antes de salir por la puerta, decidí que me cortaría el pelo hoy a más tardar.
Con media sonrisa, Dana se vio obligada a volver a confesar.
—La verdad es que te he confundido con él hace un momento.
—No me digas eso…
Ambos volvieron a reír, y fueron conscientes de que el ambiente se estaba volviendo bien distinto. Acababan de crear una intimidad que hacía difícil ser el siguiente en volver a hablar. Como si lo que se dijera a continuación determinara qué iba a suceder entre ellos cuando Dana atravesara de nuevo aquella puerta para marcharse.
—¿A dónde se la habrían llevado? —El gesto de Ángel volvió a endurecerse—. ¿Qué habrían hecho con ella?
—No puedo darte detalles del caso, lo lamento. —Con repentino comportamiento profesional, se dispuso a ordenar unas carpetas de su mesa—. Es por seguridad.
—Claro, lo entiendo. Solo quería darte las gracias. Era para lo único que venía.
—No hay por qué darlas. —Las carpetas que ordenar se acabaron pronto, y él no tuvo más remedio que volver a mirarla—. Solo hago mi trabajo.
—Ya, claro. —Dana dudó si aquel repentino nerviosismo era auténtica humildad o falsa modestia. Apenas lo conocía, sin embargo, apostaba por lo primero—. Pero María es mi mejor amiga. Y eres tú quien ha evitado que acabara en un prostíbulo al otro lado del mundo o algo peor. Así que creo que lo menos que puedo hacer es darte las gracias. De mi parte y de la suya. Ahora le están tomando declaración. Otra vez —dijo con algo de hastío, pues la noche anterior ya había respondido a un sinfín de preguntas.
Después de examinarla de pies a cabeza como si estuviera memorizándola, Ángel cogió una bolsa que había sobre la mesa y se sentó en su asiento.
—Bien. Las acepto. Ahora acepta tú un consejo —comenzó mientras sacaba un kebab envuelto en una servilleta grasienta—. Vigila tus espaldas durante unos días. A María le pondrán vigilancia, pero no he podido conseguir lo mismo para ti.
Aquel comentario logró que Dana apartara la vista de la carne que se estaba cayendo lentamente sobre la mesa.
—¿Estoy en peligro?
—No para mis superiores. Pero entras dentro del perfil que esta organización busca. —Al ver que ella parecía no comprender, le dio más detalles de los que debería—. Eres joven, atractiva, con un talento particular que puede ser de gran interés y que aumenta tu valor. Además, tu color de pelo, ojos y piel es poco común. Y vives sola —añadió—. Objetivo aún más fácil.
Solo habían pasado unas horas, y él ya sabía cuántas personas constaban en el padrón de su piso. Tragó saliva y se dijo que, como él mismo había dicho, solo hacía su trabajo.
—¿Pero por qué a mí?
—Te vieron con María. Detuvimos a tres hombres ayer. Pero no podemos saber con certeza si había alguno más.
Dividida entre el agradecimiento por ponerla sobre aviso y el estupor por estar haciéndolo mientras comía de forma poco fina aquella masa de carne, se recompuso como pudo y se acercó unos pasos para hablarle. Sacó un pañuelo de papel del bolso y se lo ofreció. Él lo cogió como si no supiera qué debía hacer con él.
—Gracias por el consejo —se señaló la barbilla, y él comprendió para qué le daba el pañuelo—. Si me parece ver algo sospechoso, llamaré a emergencias.
—Mejor llámame a mí directamente —dijo con la boca llena, limpiándose la barbilla y después la mano para coger una tarjeta y extendérsela.
Dana la pellizcó por una esquina con solo dos dedos y la miró con reparo. No le pareció que estuviera grasienta y la guardó en su bolso.
—Si me lo permites, te daré otro consejo yo a ti. —Esperó a que él dejara de comer y la mirara—. A solo dos calles hay un pequeño restaurante con un menú del día equilibrado y por poco más de lo que habrás pagado por eso que te está comiendo. Procura ir allí de vez en cuando.
—No tengo tiempo para eso —rechazó de inmediato.
De pronto, Dana supo cómo agradecerle de verdad que María estuviera a salvo.
—Entonces, un día que tengas tiempo, te invito a comer. —Ángel dejó de masticar de golpe y la miró con incredulidad. Dana se apresuró a explicarse mejor. Volvió a abrir su bolso y sacó una tarjeta de Suculentos—. Quiero decir que estás invitado a venir cuando quieras a mi restaurante, como agradecimiento por lo de ayer.
Masticando con lentitud su último bocado, Ángel cogió la tarjeta y la observó con curiosidad. Había investigado a ambas chicas, sus trabajos y familia. De Suculentos había descubierto que era un restaurante de moda que no tenía nada que ver con el bar de menú del día que ella le había recomendado hacía un momento.
—¿Cuándo quiera?
—Claro —según lo dijo, se dio cuenta de que conseguir mesa libre no era tan fácil, ni siquiera para un invitado de la chef—. Si vienes solo o a mediodía, no hay problema. Pero si vas a venir de noche o acompañado, avísame primero para hacerte una reserva. Últimamente estamos completos casi a diario.
Él la miró de forma intensa mientras ella esperaba una respuesta, un «gracias» o un simple «vale», pero no obtuvo nada más que su mirada penetrante y un gesto enigmático.
—Ribera. —La puerta se abrió de golpe y sin que llamaran con antelación. Dana dio un bote en el sitio, como si acabara de salir de un trance—. Perdona, no sabía que estabas ocupado.
Dana se giró y vio en la puerta al mismo policía que había confundido con Ángel hacía un rato.
—¿No sabes llamar a la puerta, Hernández?
—Lo siento —dijo, aunque a Dana le pareció que no era así en absoluto, pues miraba con curiosidad a todas partes, como si buscara algo. Además, ¿no le había indicado él mismo dónde encontrar a Ribera? No le extrañaba que este le tuviera un poco de manía—. Pero la reunión va a empezar.
—Ya sé que va a empezar. Voy enseguida.
—Vale. Buenas tardes, señorita.
En cuanto Hernández se marchó, Ángel recogió los desperdicios de su mesa y los tiró a toda prisa en una papelera junto a la puerta.
—El deber me llama —le indicó a Dana a la vez que la invitaba a salir de su despecho con un gesto de la mano—. Cuídate, Dana Oteiza.
—Igualmente —le dijo casi a su espalda, pues al cerrar la puerta tras ellos, se marchó sin más—. Adiós.
—Dana. —De nuevo, una voz la sacó de su trance, aunque esta vez no habían sido sus ojos los que la tenían como hipnotizada, sino su forma de caminar, firme y decidida—. ¿Nos vamos?
La aludida se frotó los ojos tratando de disimular un atontamiento que no sabía a santo de qué venía.
—¿Ya has acabado?
—Sí. Ha sido más fácil y rápido de lo que esperaba. El comisario imponía un poco, es un hombre un tanto brusco, pero esa policía tan amable no se ha separado de mí ni un minuto. La verdad es que no he podido darles tanta información como me hubiera gustado —se lamentó, recordando todas las preguntas que Suárez había ido añadiendo a las que le hacía el comisario y que ella no había sabido responder—. Pero un oficial va a venir a casa a recoger mi ordenador para revisar todos sus mensajes. No sé cómo he podido ser tan estúpida.
Rodeándola por los hombros, Dana volvió a consolar a su amiga, que no dejaba de recriminarse su inocente y poco precavida actitud.
—Ya está, ya ha pasado todo.
—No, no ha pasado. Van a ponerme vigilancia. Como protección.
—Lo sé. —Y se lo agradecía enormemente al inspector Ribera. Porque por sus palabras, había deducido que ese detalle había sido cosa suya.
—Estoy asustada, Dana. —Habría sido fácil y rápido, pero declarar la había vuelto a poner nerviosa—. ¿Y si envía a alguien a por mí?
—Confía en la policía, cariño. —El concepto que Dana había tenido hasta el momento de la policía, en abstracto, había sido bueno. Pero tras lo ocurrido, lo catalogaba de excelente—. Hasta ahora lo han hecho muy bien, ¿no crees?
—Sí, gracias a Dios. —Tratando de serenarse, María se aferró al brazo de su amiga y ambas se encaminaron hacia la salida—. ¿Encontraste a Sonny?
A pesar de las circunstancias, a ambas les logró hacer reír la pregunta de María.
—Sí. Aunque ya no podremos llamarlo así, porque el de ayer no era su aspecto real. Iba disfrazado.
—¿De incógnito?
—Sí, algo así.
—¿Y le has dado las gracias de mi parte? —Se detuvo en seco antes de traspasar la puerta—. Tal vez debería hacerlo yo en persona.
—Ahora está reunido. Pero tranquila, que no solo le he dado las gracias, sino que le he invitado a comer en Suculentos cuando quiera.
—Eres un sol. —María la besó con fuerza en un carrillo—. ¿Ha aceptado?
Dana rememoró la conversación, su mirada, su forma de caminar… E inspiró hondo cuando, una vez fuera del edificio, la brisa de la tarde acarició su rostro, llevándose con ella parte de su cansancio y de su confusión.
—La verdad, no tengo ni idea.
Capítulo 3
La actividad en la cocina era frenética para tratarse de un miércoles a mediodía. Casi la mitad de las mesas de Suculentos estaban ocupadas por un numeroso grupo de turistas orientales que se había presentado sin previo aviso. Teniendo en cuenta que la otra mitad se llenaría con las reservas a partir de las dos, Dana había considerado necesario llamar a un par de cocineros y otros tantos camareros en su día libre. Se lo compensaría en cuanto pudiera, con creces, y ellos lo sabían. Por eso no habían puesto la más mínima pega en acudir a la llamada de socorro de su jefa.
A Dana le enorgullecía esto casi tanto como que un cliente volviera porque había quedado satisfecho con su experiencia en Suculentos. Para ella su equipo de cocina era precisamente eso, un equipo, en el que todos aportaban algo esencial que, cuanto más bueno fuera, más fortalecería al conjunto. Y tras numerosos cambios en sus filas, creía haber logrado formar un equipo sólido y equilibrado, que no solo poseía calidad, sino que disfrutaba con su profesión y trabajaba contento en un buen ambiente, con retos diarios y condiciones laborales dignas, dentro de la amplitud de horarios propia del gremio y del estrés que implicaba trabajar en una cocina de primera línea.
Mirando a su alrededor, Dana rememoró lo duro que había trabajado para llegar a tener lo que hoy tenía, para alcanzar su sueño de dirigir su propia cocina dentro de un restaurante que fuera un referente a nivel estatal. Y, según decían los entendidos, Suculentos podría llegar a serlo a nivel internacional.
La niña que hasta los seis años se había contentado con jugar con sus compañeros de colegio del pueblo vizcaíno de Elorrio, había empezado a cocinar pasteles de cumpleaños con su madre, después comenzó a madrugar cada domingo para ir a casa de su abuela, gallega de nacimiento, y preparar su inigualable empanada, a lo que siguió el guiso de los sábados con su otra abuela en el caserío que había visto nacer a su padre. En apenas unos años, la cocina de su casa era más suya que de su madre.
Su talento y curiosidad la llevaron a investigar con todo tipo de productos, a leer libros de gastronomía regional e internacional en la biblioteca pública, a encargar nuevas bibliografías en la librería. Y cuando tuvo acceso a internet por primera vez, las puertas al mundo se le abrieron definitivamente. Pidió plaza en varias escuelas de cocina, pasó por tres distintas en el país y otras tantas en el extranjero, París, Nueva York, Shangai, y trabajó en restaurantes de medio globo, Buenos Aires, Sidney, Marrakech, nunca más de seis meses, pues su objetivo era aprender y experimentar.
De su último viaje tuvo que volver de forma abrupta e inesperada. La muerte de su abuela materna, y poco después la de su abuelo, dejó a su madre desolada y al borde de una depresión. Entonces Dana decidió que ya había cumplido con la primera fase de su carrera, y que la segunda la desarrollaría lo suficientemente cerca de casa como para visitar a su familia con regularidad. Al principio lo había cumplido a rajatabla, pero según su madre fue recuperando el ánimo y a ella el trabajo comenzó a absorberla sin darse cuenta, las visitas se fueron espaciando. Hasta el punto de que ya estaba acabando el mes de agosto y ella no se había cogido la quincena de vacaciones que le correspondía ese verano. Pero tras lo sucedido con María, no tenía ninguna intención de dejarla sola. Tal vez guardaría esas semanas libres para después de Navidad, si las reservas se lo permitían.
El personal de apoyo apareció por fin por la puerta y Dana pudo dejar el emplatado de las primeras comandas y dedicarse a la supervisión de su equipo, a la vez que elaboraba las salsas especiales y una segunda tanda de la base de crema para su postre más solicitado. Precisaba de al menos una hora de reposo, y ella no daba el visto bueno a su postre estrella en condiciones que no fueran las óptimas.
Estaba inmersa en esta última y delicada labor cuando un cuchicheo a su espalda llamó su atención.
—¿Cuál es el cotilleo, Sandra? —preguntó sin levantar la vista de su tarea.
La aludida se sobresaltó y estuvo a punto de quemarse con las hogazas recién hechas que sacaba en ese momento del horno. Se le escapó una risilla y, antes de responder, le guiñó un ojo a su compañera de confidencias.
—Susana y yo comentábamos que, si no te conociéramos como te conocemos, juraríamos que habías contratado al nuevo camarero por su… físico, y no por su habilidad. Pero claro, eso es imposible. Así que será solo mala suerte que haya confundido la comanda de dos mesas y que se haya derramado el consomé antes de salir hace un segundo.
Dana cubrió con cuidado los tres recipientes de su crema secreta y los metió en la nevera. Tras cerrar la puerta, se giró hacia sus empleadas y las miró con severidad. Sus palabras no lo fueron menos.
—No es un miércoles cualquiera. Jaime no lo está haciendo tan mal para ser su primer día y estar atendiendo a un grupo que no habla ni pizca de español. Si utilizarais los cuencos apropiados en lugar de los de aderezos, el consomé no se derramaría —les indicó, a sabiendas de que ese habría sido el problema. Los recipientes eran casi idénticos, pero de diferente tamaño—. Y ya sabéis que yo no me ocupo de las contrataciones del equipo de sala. Ha sido el jefazo.
Por el jefazo se refería a Eloy, el hijo del dueño del local. Ella era la primera chef, y Eloy el encargado del negocio y segundo chef. Él mismo reconocía que Dana se había ganado la titularidad en la cocina a base de esfuerzo y buenas ideas durante los últimos cinco años. Numerosos artículos en prensa así lo respaldaban, y la creciente presencia de Suculentos en guías gastronómicas de renombre habían asegurado un flujo constante de clientela. El boca a boca había sido la guinda del pastel. Cada año superaba al anterior. Y ese último estaba siendo especialmente fructífero. Para Eloy eso era lo importante. Además, él podía dedicarles más tiempo a los empleados, proveedores y clientes si no tenía sobre sus hombros todo el peso de la cocina.
Las chicas fingieron centrarse en sus tareas al verse observadas por Dana. Sabían que el más mínimo error sería sacado a la luz. Y no se equivocaron.
—Susana ¿Qué es eso?
—Vieiras a la viguesa, merluza a la koskera, pollo en chafaina, conejo al romesco, y bacallat a la llauna —fue señalando cada plato según los iba enumerando—. No dejan de llegar comandas de este tipo. Estos guiris parece que pasan de tus platos de vanguardia y se han ido directamente a la sección de platos regionales de la carta.
—Regionales, sí, y cocinados al estilo tradicional, eso ofrecemos exactamente. Lo que no significa que la presentación tenga que asemejarse a la de un bar de menú del día. —Dana cogió un plato limpio, de los que simulaba el aspecto de una cazuela de barro, y se acercó a los fogones, donde Albert, otro de los cocineros, trajinaba con las cazuelas. Montó un plato de vieiras bien ordenado y diferenciando cada elemento, creando la sensación de conjunto y no de mejunje—. Esto es Suculentos, cocina de autor, donde destacamos el producto principal y lo combinamos con materias primas de primera calidad. Corrige tus presentaciones y demuéstrame que no estás aquí por casualidad. Sandra.
La segunda aludida dio un respingo y se puso firme mientras por el rabillo del ojo veía a su compañera obedecer a la jefa.
—Si derramas bechamel al sacar el lenguado del horno, primero, es que no está bien gratinado; y segundo, límpialo antes de que se chamusque y apeste toda la cocina a quemado.
—Sí, Dana.
La reprimenda no pasó desapercibida para nadie, así que Dana aprovechó que tenía la atención de todos para dejarles algo muy claro.
—Deberíais concentraros en hacer bien vuestro trabajo antes de criticar el de los compañeros. Y os recuerdo que esto es un equipo. Si uno la caga, la cagamos todos.
Cada cual asumió su parte de responsabilidad en lo que su jefa les había planteado. Ambas chicas corrigieron sus fallos y esperaron a que Dana diera el visto bueno para volver a la carga. Esta vez fue Susana la que habló.
—Pero te habrás fijado en que es muy guapo. ¿Crees que Eloy lo ha hecho a propósito? Ya sabes —enfatizó—, otra vez.
—¡Dios! Espero que no.
Como si supiera que hablaban de él, Jaime entró en la cocina y pasó por delante de ellas. Se sonrojó hasta las orejas al sentirse observado y se marchó lo más rápido que pudo con los platos que había ido a buscar.
—Es demasiado joven —sentenció Dana—. Así que no creo que Eloy esté jugando a la celestina otra vez.
Hacía un año había contratado a un barman nuevo al que trató de enredar con ella de mil formas distintas. Cuando ella se cansó y le dijo a las claras que no le gustaba, Eloy lo sustituyó por uno mejor en su trabajo y menos atractivo. Después se disculpó alegando que solo había querido ayudarla a desconectar del trabajo, ya que no le había conocido un solo ligue en los cinco años que trabajaban juntos, pero le prometió que no lo volvería a hacer.
—No le sacarás más de cinco o seis años —calculó Sandra—. No es tanto.
—No es mi tipo.
—¿Y qué tipo es el tuyo?
—Pues… —Se censuró a sí misma cuando la mente le voló de inmediato a cierto policía en el que había pensado más de una vez en los últimos días—. Por lo pronto, más mayor. No tan delgado. Y sobre todo, que no trabaje aquí.
De nuevo el muchacho entró en la cocina. Con cara algo compungida, se acercó a Dana.
—¿Tiene un momento, chef?
—Claro. Pero llámame de tú, por favor. ¿En qué puedo ayudarte?
Sandra y Susana contuvieron a duras penas la risa. El chico parecía nervioso y la miraba de forma extraña.
—Creo que está aquí.
—¿Quién?
Jaime dudó unos segundos más, y finalmente soltó lo que llevaba rato sospechando.
—Sé que es mi primer día y que no se debe escuchar conversaciones ajenas, pero teníais la puerta abierta y…
—¡Desembucha! —El nerviosismo de Dana le hizo perder la compostura.
—Creo que el crítico gastronómico del que hablabais Eloy y tú antes en el despacho y que lleva semanas en la ciudad, está aquí.
El silencio que se creó en la cocina fue casi inmediato. Parecía que las palabras «crítico gastronómico» resonaban como un eco contra las paredes.
—¿Y qué te hace pensar eso? —exigió saber Dana tras el impacto inicial.
—Está solo. Se ha sentado en la mesa dos, junto a los baños. No ha dejado de mirar hacia la cocina cada vez que se abría la puerta. Como si quisiera saber qué ocurre dentro. Además, su comanda es muy… sospechosa. Todo sugerencias del chef. Maridaje de vinos incluido.
—Déjame ver.
Dana le arrancó la PDA del cinturón y tecleó la búsqueda de la comanda de la mesa dos. Leyó y releyó mientras los presentes observaban los cambios de expresión de su cara.
—No puede ser él —sentenció con alivio y pena a la vez.
Quería que ese crítico probara sus platos desde hacía más de un año, pero aquel dichoso miércoles era el más complicado en meses. Los turistas estaban montando tal guirigay que se les oía desde la cocina. Además, su mejor repostera estaba de baja maternal desde hacía un par de semanas. No solo no era el mejor día, sino tal vez el peor para ser analizados con ojo clínico.
—¿Y por qué no?
—De los tres vinos sugeridos para cada plato, ha escogido los más baratos, y ambos tintos. No me cuadra.
—Puede que solo le guste el vino tinto —intervino Sandra.
—O que no le llegue el presupuesto para más. Es casi fin de mes —razonó Susana, a cuyo comentario nadie dio credibilidad.
No obstante, la duda se cernía sobre todos en la cocina, pues el rumor había llegado hasta el último pinche.
—Voy a asomarme —concluyó Dana con ansiedad. Solo fueron tres palabras, pero lograron que todos contuvieran el aliento. Podía no conocer el rostro del susodicho crítico, pero había conocido a muchos. Con solo ver su aspecto y su forma de comer podía aventurarse a corroborar o descartar las sospechas de Jaime. Lo empujó hacia la puerta—. Sal tú delante.
—¿Yo?
—Sí. Y que no me vea. No quiero que se imagine que le hemos descubierto.
El muchacho salió prácticamente tropezándose con sus propios pies. Como era más alto que Dana, ella pudo seguirlo a solo un paso y estirar el cuello con disimulo hasta avistar la mesa dos. El estómago se le encogió aún más de lo que ya lo tenía al ver el rostro del comensal. A pesar de estar comiendo a dos carrillos, estaba aún más guapo de como lo rememoraba, demasiado a menudo, desde que lo había conocido. Maldito fuera.
—No es él —anunció a su equipo, que había dejado sus tareas y estaba en vilo a la espera de una respuesta—. Seguid trabajando —ordenó con voz firme. Sin embargo, se sentía temblar las rodillas.
¿Acaso tenía quince años?, se recriminó mientras se acercaba con paso decidido a la mesa. Solo era un hombre. Y solo estaba allí porque nadie rechazaría una comida gratis en un restaurante como Suculentos. Pero él se relamía y rebañaba con pan la salsa de cítricos que había acompañado una pieza de muslo de pato de la que solo quedaban los huesos. Su ego se regocijó en su interior haciéndola sentir cosquillas en la nuca.
Tragó saliva y estiró la espalda mientras se sacudía la chaquetilla de alguna posible mancha. Deseó buen provecho al hombre que comía en la mesa uno y se plantó firmemente ante el de la mesa dos.
—¿Es todo de su agrado, inspector?
Su única respuesta fue un movimiento afirmativo de su barbilla. No quería ser grosero y responder con la boca llena. Pero la invitó a sentarse con un gesto de la mano que ella rechazó de inmediato con otro movimiento de cabeza. La conversación muda concluyó cuando él retiró la silla que estaba frente a él de una sutil patada y Dana acabó cediendo y sentándose con media sonrisa en sus labios.
—No lo parece —observó de pronto ella—. Apenas has probado el vino.
Ángel tragó el último bocado del mejor pato, la mejor salsa y hasta el mejor pan que había probado en su vida. Tras relamerse, cogió una de las dos copas de vino que tenía casi llenas y dio un pequeño sorbo.
—Me encanta el vino, siempre que sea tinto. Y aunque soy más afín al Rioja, este Ribera del Duero que recomiendas no está nada mal. —Dio otro pequeño sorbo—. Pero estoy de servicio, y no debería haber bebido ni estos sorbitos.
—Confío en que las raciones que servimos sean lo suficientemente generosas como para aplacar la graduación de esos sorbitos —señaló con una ligera soberbia.
—Mucho más generosas de lo que me esperaba de un lugar como este. —Al verla alzar ambas cejas se apresuró a explicarse—. Sin ánimo de ofender, en este tipo de restaurantes tan de moda, todo es muy novedoso y original, pero también escaso. Me alegro de haberme equivocado, porque llevaba horas a base de café, y del malo.
—¿Mucho trabajo? —dedujo, y le dio aviso a Jaime cuando pasó por su lado para que le retirara el plato vacío.
—Por desgracia, sí. —Había desaparecido una chica de solo veinte años. Saldría en las noticias de las nueve, a más tardar, así que podía decírselo abiertamente. No lo hizo. Quería hacerlo, tal vez así se asegurara de que siguiera su consejo de cuidar sus espaldas. Pero, ¿acaso no había acudido ese día allí para verla, para desconectar de su trabajo y, de paso, asegurarse de que estuviera bien? Comer en condiciones era una ventaja añadida tras una noche en vela tomando café solo y nada sólido—. Veo que tú también estás desbordada. Así que agradezco que hayas sacado un minuto para venir a saludarme.
—Y yo agradezco que hayas aceptado mi invitación. —No solo lo agradecía, sino que le había hecho una ilusión desmedida. Y a ella hacía mucho tiempo que no le ilusionaba nada que no fuera su trabajo—. Creí que no lo harías.
—¿Por qué no iba a hacerlo? Me gusta comer.
Lejos de lo que parecía querer insinuar, que estaba allí solo por la comida, sus ojos delataron un interés más personal, pues la observaban minuciosamente, casi como si la analizara.
—¿Y cuál es tu veredicto? —Inquieta, trató de esquivar su intensa mirada—. ¿Mejor que esos kebabs?
—¿Busca un halago, chef? —De pronto relajado, se reclinó sobre el respaldo y se llevó las manos al estómago, dándose un par de golpecitos que evidenciaban satisfacción—. Porque no soy ningún crítico gastronómico.
Con una risa cómplice, Dana se inclinó hacia delante y le susurró a modo de confidencia.
—Es curioso que digas justo eso. Uno de los camareros te ha confundido con uno.
El rostro de Ángel reveló auténtica sorpresa.
—¿Y eso?
—Has elegido todas las sugerencias de la carta, mis sugerencias —matizó, señalando las copas, pues era lo único que quedaba sobre el mantel—, y una mesa con vistas a la cocina. —Hizo una pausa breve, pensándose si decirle algo que sabía que podría significar mucho o nada. Se arriesgó—. A la cual no has quitado ojo, según me han dicho.
—Quería verte trabajar.
Sus rápidas y sinceras palabras le provocaron un escalofrío y la dejaron muda unos instantes. ¿Acaso no era eso lo que en el fondo esperaba que lo hubiera llevado allí? Desde luego que sí, pero con lo que no contaba era con que se lo expresara tan abiertamente.
—Puedo hacerte una visita guiada por la cocina —propuso para sentirse menos intimidada—. Pero te advierto de que sería muy breve. No hay mucho que ver.
—Si sabes que te estoy viendo no es lo mismo.
Desde luego, era directo. Demasiado para Dana, poco acostumbrada a que nadie le mostrara tal interés hacia su persona sin apenas conocerse. Aquello le hizo pensar que tal vez se estuviera equivocando y el interés de Ángel hacia ella no fuera personal, sino profesional. Admiración o curiosidad por una chef de su renombre y no la atracción de un hombre hacia una mujer.
Por primera vez en su vida, que la valoraran por su buen hacer en el trabajo no la satisfizo. Y eso la hizo sentirse extraña y perdida.
—Su postre. Buen provecho.
La presencia de Jaime hizo aterrizar a Dana, inmersa en unas reflexiones que la habían descolocado por completo. Se dio cuenta de que Ángel no le había quitado ojo en ningún momento, ni siquiera mientras recibía su plato y le daba las gracias al camarero.
¿Habría percibido la decepción en su rostro? Cielos, esperaba que no. Sumar la vergüenza a sus actuales sentimientos sería el colmo de un mal día.
—Quiero proponerte algo.
Aún no tenía ni la más remota idea de qué podría ser esa repentina propuesta, pero solo con la gravedad de su voz y el reto implícito que reflejaba su mirada, ya se sentía tentada.
—Adelante —atinó a responder, cruzando las manos sobre la mesa, ya que no sabía qué hacer con ellas.
—Tengo un amigo que va a inaugurar su restaurante. Le mencioné que te había conocido. Y me ha pedido que, si puedo convencerte, te lleve allí mañana por la noche.
Dana analizó sus palabras. Una a una. No parecía una propuesta para cenar, al menos no una convencional. Más bien parecía que…
—¿Te ha pedido el favor de que me lleves allí a comer? ¿Contigo?
—Sí. Mañana es la reapertura. Le ha dado un toque… peculiar a un local que estaba a punto de cerrar. —Se interrumpió para observar con detenimiento su postre, giró el plato varias veces hasta elegir por dónde atacarlo y, finalmente, hundió la cuchara en el untuoso chocolate negro que envolvía un jugoso bizcocho—. Y para él sería un honor que Dana Oteiza entrara en su restaurante. Pero si además de cenar, le diera su opinión profesional sobre su visión de negocio, sus platos y algún que otro consejo para mejorar, le estaría eternamente agradecido. Esto está de muerte —comentó con un tono de voz excesivamente alto, centrándose de pronto en el postre con gran interés.
—Me alegro de que te guste.
Dejando de momento de lado su propuesta, Dana lo observó degustar el postre como si fuera lo único en el mundo en ese momento para él. «Vaya, vaya —pensó—, el inspector es un goloso». Tuvo que reprimir un par de sonrisas cuando él paladeó detenidamente los sabores que rodeaban la pieza principal: el bizcocho al brandy envuelto en chocolate al setenta por ciento, con una capa central de la crema pastelera secreta de Dana, acompañado de espuma de helado de granada, ruibarbo y menta.
—Gustar es poco. ¿Me podrías poner otro igual para llevar?
El comentario hizo que Dana se carcajeara con disimulo, a la vez que le pedía con discreción que bajara el tono de voz, pues lo había subido de golpe.
—Tengo que hablar alto para que el favor que te estoy haciendo sea efectivo —susurró acerc
