Geología de un planeta desierto

Patricio Jara

Fragmento

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Las cosas ocurrieron más o menos de este modo: un día, luego de diez años muerto, mi papá decidió volver. Era sábado, era junio, era invierno, era después de almuerzo y a esa hora, al otro lado del ventanal, el cielo estaba cubierto por un borbotón de nubes perfectamente blancas desplazándose sobre la bahía de Antofagasta. Algunas eran tan grandes como una familia de ballenas venida desde el poniente. Pero estas observaciones parecen irrelevantes comparadas con el hecho de que mi padre regresara, digamos, desde el más allá, y que lo hiciera del modo como siempre lo hizo cuando estaba vivo: llamando a la puerta con tres golpes secos y decididos.

Aparte de un ruido en las tuberías, como el que haría algo cayendo con fuerza, no hubo nada extraño anticipando la situación: sencillamente el viejo estaba allí, tal como lo vestimos en el subterráneo de la morgue; estaba parado frente a mí y ese instante se me hizo eterno. Era él: sus ojos pardos, su nariz de puente recto y puntiagudo y su sonrisa que, lejos de ser contagiosa, siempre transmitía una seguridad inquebrantable. Parecía el mismo de los días previos a la enfermedad. Incluso diría que un poco más rejuvenecido, y así, parado frente a la puerta, de pronto tuve la sensación de que el enfermo era yo: me vino un estremecimiento, una suerte de calor subiendo por el pecho y luego expandiéndose hacia los brazos como quizás él también lo sintió aquella noche diez años antes, cuando le sobrevino la hemorragia que acabó por tumbarlo.

Pero ahora no había nada de eso: no había convulsiones ni miradas perdidas ni médicos presagiando el final; no había madera de ataúd ni algodones bloqueándole las fosas nasales ni preservantes inyectados con una jeringa de aguja enorme. De pronto ya no hubo muerte ni hubo muerto. Mi papá estaba ahí, había regresado y yo no sabía qué diablos hacer.

Hasta que finalmente habló:

«Hola», dijo y avanzó unos pasos hasta el medio del living. «Así que acá vives ahora».

Magaly venía saliendo de la ducha. Al oír que teníamos visita, se asomó por el pasillo. Llevaba puesto un pantalón de buzo negro, una polera gris sin mangas, pantuflas verdes y una toalla roja amarrada en la cabeza. Nos quedó mirando con la boca levemente entreabierta.

En ese entonces Magaly y yo llevábamos juntos apenas dos meses. Magaly es radióloga y trabaja en una clínica. Hace placas desde las nueve de la mañana hasta las dos de la tarde, sobre todo abdominales y torácicas. Después se queda dictando los informes, los revisa, los vuelve a comparar con las imágenes capturadas. Cada vez que consigna el resumen del estudio, se pasea por la oficina donde está la secretaria, camina con las manos en los bolsillos de su delantal y pega la espalda en la muralla, cierra los ojos y remata con la impresión diagnóstica. Luego la firma. No le gustan las firmas digitales. Prefiere estar media hora pasando papeles antes que permitir que una máquina lo haga por ella.

Magaly me ha dicho que antes los informes usaban las palabras conclusión diagnóstica, pero en vista de la cantidad de errores y cagadas que quedaban por asegurar algo que no era, finalmente todos los médicos prefirieron una expresión menos contundente. Aunque muchas veces ella esté segura de lo que significa cierta mancha en un órgano, aunque conozca las características exactas de ciertas formaciones patológicas, no puede decirlo como quisiera.

Esta vez Magaly hizo lo mismo: pegó su espalda a la muralla, pero ahora, en vista de la cantidad de semejanzas entre la persona que había llamado a la puerta y yo, lo que tenía que decir era bastante más breve y seguro.

«Esto es una broma».

Sus palabras quedaron rebotando en las paredes como una polilla sobre un ventanal, como un leve zumbido que poco a poco comienza a convertirse en estática.

«Rodrigo, esta persona es tú papá».

Yo no respondí de inmediato. Simplemente la miré, incapaz de explicarle la situación, incapaz de explicarle nada. Ella, que entonces sabía lo esencial de mi padre, me hacía preguntas sin que pudiera contestar nada concreto porque, al final, sus preguntas eran también las mías. Entonces Magaly fue subiendo el volumen y el tono hasta terminar con un por qué le había mentido.

«No te mentí».

Eso fue todo lo que pude contestar.

Ella dio dos pasos hacia delante y lo miró fijo.

«Permiso», dijo, y le tomó una mano. El viejo no se opuso.

Al cabo de unos minutos, le había comprobado el pulso, la temperatura, la frecuencia cardiaca, la presión arterial y otros signos vitales de segundo orden, como su reacción al dolor (le apretó un dedo) y el tamaño de sus pupilas (le abrió los párpados todo lo que pudo).

En ninguno había el menor rastro de vida.

Usó otras palabras para decírmelo. No las puedo recordar exactamente. Quizás ni siquiera me las dijo y simplemente pensó en voz alta. Lo cierto es que unos minutos después Magaly decidió practicar nuevamente todo el set de pruebas. Incluso lo olió sin ningún pudor, y luego fue a su cartera y sacó su estetoscopio digital, un juguete modernísimo, marca Sony, que le costó 450 dólares en una feria de insumos digitales en Brasil. Donde sea que vaya, Magaly siempre lleva consigo dos cosas: un estetoscopio y un botiquín no más grande que un estuche de lápices.

«Esto no se equivoca», dijo mientras activaba un par de funciones; luego puso la membrana del aparato en el pecho de mi papá. Era una máquina tan moderna que ni siquiera tuvo que pedirle que se quitara la camisa. Ella le indicaba que tomara aire, que lo botara, y mi papá seguía sus instrucciones.

Cuando no hubo nada más por medir, Magaly se encogió de hombros, tiró el estetoscopio sobre el sofá y se sentó. Estaba conturbada. Imagino que le habría sido muy fácil insistir en tratarme de mentiroso y mandarse a cambiar, pero no obstante el poco tiempo que entonces teníamos juntos, ella conocía lo necesario de la historia de mi papá y no podía dejar de tomarla en serio, porque si me creía como me creía (y, al final, si me quería como me quería) la persona que estaba en el living del departamento efectivamente había vuelto luego de una década dentro de un nicho en el cementerio municipal y no era un zombie ni un vampiro ni un monstruo ni nada parecido. Acá no había niebla, no había penumbra, luna llena, noche de brujas ni día de los muertos; nadie que hiciera espiritismo ni hechizos ni lanzado maldiciones o alguna clase de diablería o brujerismo. De todo eso se han escrito cientos de libros y filmado cientos de películas, y se seguirán haciendo por los sigl

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