La marcha zombi

Max Brooks

Fragmento

Los llamámabos submuertos, y para nosotros no eran más que una mera broma. Son muy len­ tos, torpes y estúpidos. Tan estúpidos que nun­ ca los habíamos considerado una amenaza. ¿Por qué íbamos a hacerlo? Habían existido junto a nosotros, o más bien por debajo de nosotros, como un incendio nunca apagado del todo cu­ yas llamas cobran fuerza de vez en cuando, des­ de que los primeros humanoides bajaron de los árboles. Fanum Cocidi, Fiskurhofn, todos co­ nocemos esas historias. Uno de los nuestros in­ cluso llegó a afirmar que había estado presente en Castra Regina, aunque la mayoría le considerá­ bamos un fanfarrón. A lo largo de las eras, he­ mos sido testigos de sus torpes brotes y rebrotes y de las respuestas igualmente torpes de la hu­ manidad ante sus estallidos. Nunca habían sido una seria amenaza, ni para nosotros ni para los diurnos que devoraban. Siempre habían sido una broma. Así que estallé en carcajadas cuando me enteré de que se había producido un peque­ ño brote en Kampong Raja. Recuerdo que Laila me comentó algo al respecto, hace diez años, en una cálida y serena noche.

—No es la primera vez. Me refiero a este año —me dijo, con un tono de voz teñido de una moderada fascinación, como si estuviera hablan­ do de algún otro fenómeno natural muy extra­ ño—. Algunos han comentado que ha pasado lo mismo en Tailandia y Camboya, y que quizá se haya extendido hasta Burma.

Una vez más, me eché a reír y a lo mejor hice algún comentario despectivo sobre los huma­ nos, probablemente me pregunté cuánto tarda­ rían en limpiar ese estropicio. No volví a pensar en ello hasta unos cuantos meses después. El tema seguía comentándose entre susurros. Re­ cuerdo que estábamos atendiendo a Anson, una visita de Australia que había venido para hacer «deporte», así era como lo llamaba él, para te­ ner una oportunidad de «degustar los sabores el desfile hacia la extinción 13

locales». Anson nos tenía fascinados a ambos, ya que era alto y apuesto y muy, pero que muy joven. No recordaba ninguna época anterior a los chismes electrónicos para hablar y a las má­ quinas de metal voladoras. Sus ojos brillaban con una envidiable energía y despreocupación.

—Han llegado a Australia —afirmó con una emoción infantil mientras nos encontrábamos en el balcón ante los fuegos artificiales del Hari Merdeka que estallaban sobre las Torres Petro­ nas—. ¿No es asombroso? —se preguntó, y ambos pensamos que se refería a los fuegos—. Al principio, creía que podían nadar, y así es, pero no nadan de una manera normal... es más como si anduvieran bamboleándose bajo el agua. Pero no fue así como llegaron a Queens­ land. Tengo entendido que llegaron en una pa­ tera ilegal o algo así. Por lo que sé, fue un asun­ to muy feo que se tapó como se pudo. ¡Ojalá hubiera tenido la oportunidad de ver a alguno! Nunca los he visto, ya me entendéis, «en carne y hueso».

—¡Vayamos a verlos esta noche! —exclamó Laila de repente.

Pude apreciar que se le había contagiado el entusiasmo de nuestro invitado. Recuerdo que repliqué algo acerca de que tendríamos que re­ correr una gran distancia antes de que despun­ tara el alba, pero entonces Laila me interrumpió:

—No, no hace falta ir hasta ahí. ¡Esta noche, podemos verlos aquí mismo! Tengo entendido que ha estallado un nuevo brote a solo unas ho­ ras de aquí, cerca de Jerantut. Quizá tengamos que caminar entre la maleza durante un buen rato, pero eso también forma parte de la diver­ sión, ¿no?

Tengo que admitir que me pudo la curiosidad. Tantos meses de rumores y toda una vida oyendo esas historias habían hecho mella en mí. Les con­ fesé, tal y como ahora me confieso a mí mismo, que, de hecho, quería ver a uno de aquellos sub­ muertos en «carne y hueso».

Cuando eres uno de los nuestros resulta fácil olvidar lo rápido que puede avanzar el resto del mundo. Muchas extensiones de jungla han de­ desaparecido en lo que para mí solo ha sido un mero parpadeo y han sido sustituidas por auto­ pistas, por urbanizaciones repletas de construc­ ciones idénticas y por kilómetros de plantacio­ nes de palmeras. En eso consiste «el progreso», «el desarrollo». Parece que fue anoche cuando Laila y yo salíamos a cazar por las violentas ca­ el desfile hacia la extinción 15

lles sin iluminar de esa nueva ciudad minera lla­ mada Kuala Lumpur. Y pensar que en su día la había seguido desde Singapur porque nuestro hogar anterior se había vuelto demasiado «civi­ lizado». Y, en ese momento, íbamos montados en un Lexus LSA que recorría a toda velocidad un río de asfalto y luz artificial.

No esperábamos encontrarnos con un con­ trol de carretera, y la policía tampoco esperaba encontrarse con nosotros. No nos preguntaron adónde íbamos, ni siquiera comprobaron nues­ tros carnets, ni siquiera nos indicaron que íba­ mos tres personas en un automóvil de solo dos asientos cuando eso era ilegal. Uno de los agen­ tes nos indicó con una seña que nos marchára­ mos; con una mano cubierta por un guante blan­ co nos señaló el camino por donde habíamos venido, mientras la otra la tenía apoyada tem­ blorosamente sobre la solapa de su pistolera. Nunca olvidaré su olor, o el olor del otro policía que se encontraba a sus espaldas, o del pelotón de soldados que se hallaba detrás de ambos. No había olido tanto miedo concentrado desde los incidentes racistas de 1969. (Oh, aquellos sí que fueron tiempos gloriosos.) Pude apreciar, por el gesto que de su rostro, que Laila se moría de ga­ nas de volver a ese control de carretera en cuan­ to concluyera nuestra aventura. Debió de ver esa misma ansiedad en mí ya que, mientras me clavaba un dedo en las costillas juguetonamente, me susurró:

—Cuidado. No es recomendable conducir bo­ rracho.

Varios minutos después, tras abandonar la au­ topista y regresar al lugar desplazándonos por entre las copas de los árboles, detectamos otro olor. Era una mezcla de aroma a terror y carne putrefacta que tuvo un impacto tremendo sobre nuestro olfato. Un segundo después, escucha­ mos un tiroteo lejano que nos sobresaltó.

Aquel barrio había sido construido sobre todo para los trabajadores de la plantación. Va­ rias hileras de casitas muy bien cuidadas ocupa­ ban aquellas calles anchas y recién pavimenta­ das. Alcanzamos a ver varias tiendas y cafeterías, así como un par de escuelas de primaria y una enorme iglesia católica, de las que por entonces tanto abundaban en nuestro país gracias a los trabajadores filipinos. Desde lo alto de la aguja de aquella iglesia, que era el punto más elevado de aquel asentamiento prefabricado, me limité a contemplar embobado la carnicería que estaba el desfile hacia la extinción 17

teniendo lugar allá abajo. Lo primero que me lla­ mó la atención fueron las llamas, luego las man­ chas de sangre, después las marcas de que algo había sido arrastrado y, por último, los agujeros de bala que podían apreciarse en diversas casas; en muchas de ellas, daba la impresión de que una turbamulta enfurecida había hecho añicos sus puertas y ventanas. Lo último en lo que me fijé fue en los cuerpos, tal vez porque ya estaban bastante fríos. La mayoría se encontraban des­ pedazados y no eran más que un amasijo de miembros; además, los torsos yacían entre órga­ nos sueltos y trozos de carne amorfos. No obs­ tante, algunos cadáveres permanecían razona­ blemente intactos. Entonces, me di cuenta de que todos ellos tenían unos agujeritos redondos justo en el centro de sus cabezas. En cuando es­ tiré el brazo para señalarle lo que acababa de ver a Laila, me di cuenta de que tanto ella como An­ son ya habían abandonado el tejado. Supuse que se habían ido al escuchar los disparos.

<

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos