Índice
Cubierta
¿Dónde están los niños?
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Biografía
Créditos
Acerca de Random House Mondadori
PRÓLOGO
Podía sentir el frío que se colaba por las rendijas en torno a los cristales de la ventana. Se levantó con torpeza y avanzó pesadamente hacia ella. Tomó una de las gruesas toallas que tenía a mano y la apretó contra el marco podrido.
La corriente de aire que entraba hizo con la toalla un ruido suave y silbante, un ruido que le agradó vagamente. Miró al cielo cubierto de niebla y contempló las cabrillas que se agitaban sobre el agua. Desde aquel lado de la casa era posible ver a menudo Provincetown, en la orilla opuesta de la bahía del Cabo Cod.
Odiaba el Cabo. Odiaba su falta de color en un día de noviembre como aquél, el gris total del agua, la gente impasible que no hablaba mucho pero lo examinaba a uno con la mirada. Lo odió en el único verano que había estado allí: oleadas de turistas esparcidos por las playas, trepando por el empinado embarcadero hasta aquella casa, embobados ante las ventanas de abajo, haciendo visera con las manos para atisbar adentro.
Odiaba el gran letrero que decía EN VENTA, colocado por Ray Eldredge en los lados anterior y posterior de la gran casa, y el hecho de que ahora Ray y esa mujer que trabajaba para él hubiesen empezado a traer gente a ver la casa. El mes pasado fue sólo cuestión de suerte que él se presentara cuando empezaban a recorrerla, que hubiese llegado al piso de arriba antes que ellos y hubiera podido guardar el catalejo.
El tiempo corría. Alguien compraría la casa y él ya no podría volver a alquilarla. Por eso había mandado el artículo al periódico. Quería estar aquí todavía para gozar viéndola a ella expuesta, tal como era, ante esa gente…, ahora, cuando debía haber empezado a sentirse segura.
Había algo más que tenía que hacer, pero la oportunidad no había llegado nunca. Ella vigilaba tan estrechamente a los niños… Pero no podía permitirse esperar más. Mañana…
Se movió inquieto por la habitación. El dormitorio del apartamento del piso superior era grande. Toda la casa era grande. Era una evolución degradada de una vieja casa de capitán. Empezada en el siglo XVII sobre una cresta rocosa que dominaba la vista de toda la bahía, era un presuntuoso monumento a la necesidad del hombre de estar en guardia eternamente.
La vida no era así. Era trocitos y pedazos. Icebergs que mostraban sus cimas. Lo sabía. Se frotó la cara con la mano, sintiéndose caliente e incómodo aun cuando la habitación estaba fría. Durante seis años había alquilado esta casa para finales de verano y el otoño. Estaba casi exactamente igual que cuando entró por ella por primera vez. Sólo unas pocas cosas eran diferentes: el catalejo en la estancia de delante, las ropas que guardaba para las ocasiones especiales, la gorra con visera que se ponía inclinada sobre el rostro, al que daba sombra tan convenientemente.
En lo demás, el apartamento permanecía como antes: el sofá pasado de moda, las mesas de pino y la estera curvada, en la sala; los muebles de arce del dormitorio. La casa y el apartamento habían sido ideales para su propósito hasta aquel otoño, cuando Ray Eldredge le dijo que estaba tratando de vender la finca para un restaurante y que sólo se la podían alquilar a condición de que la mostrara cuando le avisaran por teléfono.
Raynor Eldredge. Recordar a aquel hombre le hizo sonreír. ¿Qué pensaría Ray mañana, cuando leyese la historia? ¿Le había dicho nunca Nancy quién era ella? Quizá no. Las mujeres pueden ser astutas. Si Ray no lo sabía, sería aún mejor. ¡Qué maravilloso sería ver realmente la expresión de Ray cuando abriese el periódico! Lo repartían poco después de las diez de la mañana. Ray estaría en su oficina. Quizá no lo ojease enseguida.
Impaciente, volvió la espalda a la ventana. Sus piernas gruesas como troncos estaban ceñidas por brillantes pantalones negros. Estaría contento cuando pudiese perder algo de peso. Significaría esa terrible prueba de pasar hambre otra vez, pero podía hacerlo. Lo había hecho antes, cuando fue necesario. Inquieto, se frotó con la mano el cráneo, donde sentía una vaga comezón. Estaría contento cuando pudiese dejarse crecer otra vez el pelo a su propio estilo. A los lados siempre lo había tenido espeso, y probablemente ahora sería en gran parte gris.
Pasó una mano lentamente por la pernera del pantalón, después se paseó impaciente por el apartamento y finalmente se detuvo ante el catalejo, en la sala. El catalejo era especialmente potente: la clase de material que no se encontraba generalmente en el comercio. Ni siquiera muchos puestos de policía lo tenían aún. Se inclinó y miró por él bizqueando de un ojo.
A causa de la oscuridad del día, la luz de la cocina estaba encendida, así que era