Guzmán de Alfarache (Los mejores clásicos)

Mateo Alemán

Fragmento

Introducción

INTRODUCCIÓN

1. PERFILES DE LA ÉPOCA

A Mateo Alemán (1547-después de 1615) le tocó vivir exactamente en la misma época que a Miguel de Cervantes (1547-1616). Esto es, sus vidas abarcan tres reinados de los Siglos de Oro: los últimos años del de Carlos I (1517-1556), la totalidad del de Felipe II (1556-1598) y casi todo el de Felipe III (1598-1621); quizás, el periodo más controvertible –con la supuesta grandeza imperialista a espaldas– de nuestra España áurea, a la vez que, paradójicamente, el más esplendoroso de nuestra literatura clásica. Más en concreto, el autor lleva a cabo su actividad literaria, aproximadamente, en los años finales del XVI y en los primeros del XVII: en el cogollo mismo de lo que solemos denominar “Siglos de Oro”, con el Renacimiento y el Barroco siempre a vueltas desde ese eje central que es el fin de siglo, tanto para la decadencia histórica como para la eclosión literaria española. Y lo mismo que Cervantes –aunque desde supuestos y por derroteros muy diferentes–, tuvo que asumir biográfica y estéticamente aquella coyuntura histórico-artística para erigir su obra en “atalaya” de su tiempo: el autor del Quijote enfocándola desde su mirada “prismática”, comprensiva y grandiosa como ninguna otra; el redactor del Guzmán retratándola con ceño “dogmático”, intransigente y renegón como el de pocos, pero no por ello menos comprometido ni relevante desde un punto de vista literario. Al contrario, casi por los mismos años, un galeote arrepentido y un hidalgo chiflado se prestaban dócilmente a protagonizar las formas de vida ideadas por sus creadores para levantar acta de las miserias contrarreformistas hispanas; aunque desde polos opuestos, ambos lo lograrían magistralmente, cimentando así, entre Guzmanes y Quijotes, lo que terminaría alzándose como “la novela moderna”.

Desde un punto de vista histórico y político, en efecto, durante el periodo en cuestión, la España Imperial, con todo su esplendor, es conducida hasta su desmoronamiento definitivo que no tardaría demasiado en llegar: en los últimos años de Felipe II merma alarmantemente la hegemonía exterior (Armada Invencible); luego, con Felipe III, arrecia el resquebrajamiento interior y, en fin, con el cuarto Felipe cuaja la ruina más absoluta (separación de Portugal, independencia de Holanda, etc.); la Paz de Westfalia (1648) daría la puntilla a un Imperio decadente desde hacía tantos y tantos años. Las incesantes guerras exteriores –ya expansionistas, ya religiosas–, el endeudamiento y la presión de los banqueros extranjeros (los Fúcares, esencialmente), la emigración a las Indias y el retorno muchas veces fracasado, la despoblación y el abandono del campo, las pestes, la inexorable expulsión de los moriscos..., sumieron ciertamente a la España áurea en una insalvable penuria económica, luego agravada por el gobierno veleidoso de los grandes validos y privados (el duque de Lerma o el conde-duque de Olivares servirán de ejemplos inequívocos).

Al mismo tiempo y compás, el humanismo renacentista, tan atento a la tradición medieval, a la vez que tan abierto de miras y tan impregnado de las ideas reformistas de cariz erasmiano, queda soterrado por la cerrazón y las intransigencias contrarreformistas hispanas. Los españoles seguirán inmersos en su obsesión casticista de cuño religioso, con sus distingos entre cristianos viejos y nuevos (judíos y moros convertidos recientemente al catolicismo), según marcan los consabidos estatutos de limpieza de sangre, atizando así vivamente el malestar social (comercio de títulos seudonobiliarios, represión inquisitorial convertida en espectáculo público mediante los Autos de Fe, expulsión masiva de los moriscos, etc.) y obstaculizando catastróficamente el desarrollo económico (exención de tributos a los nobles, desprecio del trabajo manual, condena de la actividad financiera, etc.). La decadencia histórica estaba garantizada desde todos los frentes: militar, político, económico, social, religioso..., pero –afortunadamente– de sus cenizas renacería la Edad Dorada de nuestra literatura clásica.

Afortunadamente –decimos–, en contraste frontal con la crisis generalizada, durante los años que nos ocupan escriben nuestros autores más sobresalientes (Fray Luis, San Juan, Alemán, Cervantes, Lope, Góngora, Quevedo, etc.) y, como consecuencia, ven la luz las obras clásicas por excelencia de nuestra historia literaria (el Quijote, Fuenteovejuna, las Soledades, el Buscón... y, claro está, las dos partes del Guzmán de Alfarache), a la vez que se perfilan poco a poco sus grandes géneros: la novela moderna, el teatro clásico y la poesía lírica; o lo que tanto monta, Cervantes, Lope y Góngora. Gracias a tan frenética y fructífera actividad creativa, el legado renacentista, de ascendente italiano, se aclimata definitivamente a la cultura hispana impuesta por las circunstancias históricas antes reseñadas: la literatura adquiere el cuño “áureo” del Barroco y, en consecuencia, las grandes ficciones idealistas del quinientos ceden su espacio a una cosmovisión desilusionada y pesimista, donde parecen imperar solo el engaño y el desengaño; en la misma línea, los perfiles rectilíneos y heroicos del XVI se ven suplantados por un canon artístico cifrado en el extremismo y la desproporción, sin más objetivos que el retorcimiento y la distorsión; y, por el mismo camino, el “escribo como hablo”, tenido por ideal estilístico desde Valdés, deja paso al conceptismo y al culteranismo, encaminados a potenciar y complicar hasta el delirio las posibilidades ya semánticas, ya estéticas, del lenguaje.

Pero lo importante aquí es notar que Mateo Alemán –sin alcanzar la talla de un Cervantes, de un Lope ni de un Góngora– supo aproximarse, ocasionalmente, a la literatura para levantar acta del panorama cultural que dejamos descrito con un compromiso ideológico y una gravedad admirables, a la vez que con una talla artística nada desdeñable. Y lo logró de un plumazo: le bastó con su Guzmán de Alfarache tan sólo para instalarse como autor de moda en el panorama literario de comienzos de siglo. En sus páginas, nos ofrece la más vasta enciclopedia de la cultura de su tiempo, capaz de abarcar desde los cuentecillos más insulsos o los aranceles más jocosos, hasta las más severas denuncias sociológicas, sin descuidar la problemática religiosa o moral. Por eso, las peripecias de su protagonista se alzarían como paradigma del Pícaro y desencadenarían nada más y nada menos que un nuevo género: “la novela picaresca”.

AÑO AUTOR-OBRA HECHOS HISTÓRICOS HECHOS CULTURALES
1547 Descendi

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