El centro de la tierra | Vainilla y chocolate (Flash Relatos)

Andrés Pérez Domínguez

Fragmento

Hoy es de los días que me gustaría tener más imaginación. Es la misma angustia que entonces: concentrarme para engañarme pensando que estoy en otro sitio. Cerrar los ojos y pensar que no viajo en un autobús, sino en una nave espacial, por qué no, aislada del resto de los pasajeros —y de Valdivia, sobre todo de Valdivia— por la escafandra, las botas y los guantes enormes, el traje que no pesa porque la gravedad no es más que un recuerdo antiguo de la Tierra que se borra con la agradable sensación de flotar. En el espacio una puede olvidar, como si nunca hubiera existido, y con sólo dar un paso alejarse de todo. Volar sin mirar atrás.

Y no creo, la verdad, que haber llegado tarde a la parada haya sido el resultado de uno de esos designios ineludibles del destino, una de esas tonterías que a los más relamidos les gusta creer, como si la vida tuviera un sentido metafísico y la mano de un ser superior dirigiera entre bastidores la existencia de todos. Ojalá fuera así. Tal vez hubo un tiempo en que yo también creía en esas cosas: que todo sucede por algo, que estamos en el mundo siguiendo el dictamen de alguien poderoso e inalcanzable que nos coloca en un tablero gigantesco como figuritas de barro que protege con sus manos creadoras.

Ya hace más de treinta años que dejé de pensar esas tonterías, y a menudo me pregunto si alguna vez me las creí. Da igual. Lo creyese o no, cuando la policía me detuvo en aquella redada en la universidad fue la última vez que pensé que mi destino estaba escrito, que mi vida transitaba por carriles ya trazados de los que no podía apartarme aunque me esforzara. Hiciera lo que hiciese, me dije entonces para consolarme, al final acabaría detenida. Si no me hubieran agarrado con mis compañeros en esa asamblea clandestina, habrían ido a buscarme a mi casa. Si hubiera intentado salir del país después del golpe, los soldados me habrían dado el alto en la frontera, se habrían dado cuenta de que mi pasaporte era falso o me habría puesto tan nerviosa delante de esos hombres de uniforme y fusil al hombro que igual me habrían detenido.

Ya me pasaba. Todavía no me habían apresado y creía que lo de las torturas no era más que un rumor, sólo eso. Un bulo que los militares habían hecho correr para asustar a los estudiantes díscolos, a los sindicalistas radicales, a los partidarios de la oposición que todavía nos atrevíamos a levantar la voz contra el nuevo régimen. Aún pensaba en eso, tan ingenua, y los soldados ya me provocaban sudores fríos, espasmos que a duras penas podía controlar sin que a ellos, los de uniforme, les babeara el colmillo porque tiritaba, muerta de miedo.

Valdivia ya no lleva uniforme, pero cuando lo he visto sentado en el autobús, dos filas delante de mí, de repente he sentido tanto frío que he estado a punto de pedirle al conductor que apagara el aire acondicionado. Valdivia. Treinta años y lo vuelvo a ver, a él y a sus manos —su mano— que ahora son las manos moteadas de un viejo en un autobús de línea, un fantasma que viene del pasado para sacudir las cadenas y quebrantarme el ánimo.

Otra vez pienso en el destino. Aunque no me apetezca. Aunque no crea en ello. Si no me hubiera olvidado los exámenes corregidos en casa y no hubiera vuelto por ellos, habría subido al autobús a la misma hora de siempre para ir al instituto y no tendría que pensar en volver a tomar somníferos esta noche.

El destino, me lamento. El maldito destino. ¡Pero si los había dejado en una mesa del salón, al lado de las llaves! Sacudo la cabeza, chasqueo la lengua, murmuro en voz baja, como una loca, para no pensar en entonces, para no tener que taparme los oídos y no escuchar la voz de Valdivia, hace treinta años. El manojo de llaves sujeto con un aro metálico que cuelga de la trabilla de su pantalón. La panza, enorme y dura, a punto de hacerle saltar los botones de la camisa que lleva abierta hasta la mitad del pecho cuando recorre la galería de los presos políticos, pasando la porra por los barrotes mientras camina, despacio, tan chulo… me parece que lo estoy viendo. La sonrisa de rata cuando abre la puerta de la celda para llevarme al sótano. Venga, muñeca, andando. Es la hora.

Miro por la ventana del autobús, cierro los ojos, me digo que no estoy aquí. Que no voy camino del instituto veinte minutos más tarde que todos los días, que no me he encontrado a Valdivia. Procuro concentrarme en el mar, al otro lado de la carretera, para relajarme. Cruzo los brazos para abrigarme, para no sentir el mismo frío de entonces, pero no puedo dejar de mirar a Valdivia, dos filas delante de mí. Valdivia y yo en el mismo autobús. Qué ironía. Cualquier político de los de ahora sería capaz de escribir un bonito discurso y ponernos como ejemplo, a Valdivia y a mí, de la Reconciliación Nacional. La Reconciliación Nacional: y una mierda. La Reconciliación Nacional no es más que una frase hecha,

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