El libro de los peces de William Gould

Richard Flanagan

Fragmento

cap-1

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EL CABALLITO DE MAR PANZUDO

Hallazgo del Libro de los peces — Muebles falsos y curación por la fe — La Conga — El señor Hung y Moby Dick — Victor Hugo y Dios — Una tempestad de nieve — De por qué la historia y las historias no tienen nada en común — El libro desaparece — Muerte de la tía abuela Maisie — Mi seducción — Un caballito de mar macho da a luz — La caída.

I

El asombro que sentí al hallar el Libro de los peces sigue vivo aún, luminoso como el fosforescente veteado que captó mi atención aquella extraña mañana, reluciente como los remolinos fantasmagóricos que dieron color a mis pensamientos y hechizaron mi alma, que iniciaron entonces el proceso de desenmarañar mi corazón y, lo que es peor, mi vida, para convertirla en la pobre y esmirriada madeja de esta historia que estás a punto de leer.

¿Qué tenía aquel suave resplandor para hacerme llegar a creer que había vivido la misma vida una y otra vez —como un místico hindú atrapado para siempre en la Gran Rueda—, que se convertiría en mi destino, me robaría el carácter y haría que mi pasado y mi futuro fueran uno e indivisible?

¿Fue aquel brillo mesmérico que surgía en volutas de aquel rebelde manuscrito en el que nadaban caballitos de mar y peces aguja y miracielos para iluminar con luz cegadora la mañana de un día aburrido? ¿Fue aquella penosa vanidad de mi pensamiento lo que me hizo creer que mi interior albergaba a todos los hombres y todos los peces y todas las demás cosas? ¿O se trató de algo más prosaico —malas compañías y peor bebida— lo que me ha conducido a la monstruosa situación en que ahora me hallo?

Carácter y destino, dos palabras para la misma cosa, escribe William Buelow Gould; otra de tantas cuestiones sobre las que, como siempre, estaba tremendamente equivocado.

El bueno de Billy Gould, tan dulce y tan bobo, y sus estúpidas historias de amor, tanto amor como para que ahora no pueda proseguir, del mismo modo que tampoco pudo proseguir entonces. Pero me temo que ya empiezo a irme por las ramas.

Nosotros —nuestras historias, nuestras almas— estamos sometidos a un proceso de descomposición y reinvención constantes. Eso es lo que he acabado creyendo tras convivir con sus apestosos peces, y este libro es la historia del montón de abono en el que se ha convertido mi corazón.

Ni siquiera mi enfervorizada pluma es capaz de describir mi arrobamiento, un asombro tan intenso que fue como si, en el momento en que abrí el Libro de los peces, el resto de mi mundo —¡el mundo!— se hubiera sumido en la oscuridad y la única luz existente en todo el universo fuera el brillo que despedían aquellas antiguas páginas ante mis ojos atónitos.

Estaba desempleado, pues bien pocos empleos había entonces en Tasmania, y menos aún ahora. Tal vez mi mente era más susceptible a los milagros de lo que lo habría sido en otras circunstancias. Tal vez, igual que una pobre niña campesina portuguesa ve a la Virgen porque no desea ver otra cosa, también yo deseaba estar ciego en mi propio mundo. Tal vez si Tasmania hubiera sido un lugar normal, donde uno tuviera un trabajo como Dios manda, un lugar donde se pasan horas en medio del tráfico, y más horas aún en el habitual cúmulo de preocupaciones, esperando para regresar a un encierro normal, un lugar en el que nadie soñara que es un caballito de mar, las cosas anormales, como convertirse en un pez, jamás sucederían.

Digo tal vez, pero la verdad es que tampoco estoy seguro.

Tal vez ese tipo de cosas pasan a cada momento en Berlín y en Buenos Aires, y a la gente sencillamente le avergüenza reconocerlo. Tal vez la Virgen se aparece a cada instante en las viviendas de protección oficial de Nueva York y en los horribles bloques de Berlín y en los barrios del oeste de Sidney, y la gente finge que no la ve y se limita a esperar que desaparezca cuanto antes para que deje de incordiarles. Tal vez la nueva Fátima se encuentra en algún lugar en medio de las vastas tierras baldías del Club de Trabajadores de Revesby, como un halo sobre la máquina tragaperras en la que parpadean las letras BLACK-JACK FEVER.

¿Será cierto que cuando todos están vueltos de espaldas, cuando todos tienen la vista fija en las máquinas tragaperras, no queda nadie para presenciar el momento en que una vieja levita mientras rellena su cartón del bingo? Tal vez hayamos perdido esa capacidad, ese sexto sentido que nos permite ver milagros y tener visiones y comprender que somos algo más grandes de lo que nos han dicho que éramos. Tal vez la evolución haya ido marcha atrás durante más tiempo del que sospechaba y ahora no seamos más que tristes y estúpidos peces. Pero como digo, no estoy seguro, y lo mismo les sucede a las únicas personas en las que confío, el señor Hung y la Conga.

Para ser sincero, he llegado a la conclusión de que en esta vida no hay muchas cosas de las que uno pueda estar seguro. A pesar de que creáis haber reunido pruebas suficientes para pensar lo contrario, yo valoro la verdad, pero, igual que William Buelow Gould siguió preguntando a sus peces mucho después de haberlos matado con sus interminables y fútiles preguntas, yo pregunto: ¿dónde está la verdad?

Se han llevado el libro y todo lo demás, pero ¿qué son los libros, al fin y al cabo, sino cuentos de hadas de los que no te puedes fiar?

Érase una vez un hombre llamado Sid Hammet que descubrió que no era quien creía ser.

Érase una vez un tiempo en que existían los milagros y el arriba mencionado Hammet creía haber sido partícipe de uno de ellos. Hasta aquel día había vivido de su ingenio, que es una manera amable de decir que su vida era una sucesión inacabable de desilusiones. A partir de aquel día sufriría la cruel enfermedad de la fe.

Érase una vez un hombre llamado Sid Hammet que vio reflejada su historia en el resplandor de un extraño libro de peces, un libro que empezaba como un cuento de hadas y terminaba como una canción infantil, a lomos de un caballo en dirección a Banbury Cross.[1];

Érase una vez un tiempo en el que ocurrieron cosas terribles, pero fue hace mucho, en un lugar muy lejano que todo el mundo sabe que no se encuentra aquí, ni ahora, ni entre nosotros.

II

Hasta aquel día me había dedicado a comprar muebles viejos y podridos que después envejecía más sirviéndome de todos los insultos imaginables.[2] Mientras machacaba los tristes armarios a golpes de martillo para realzar su patética pátina, mientras me desahogaba con los metales viejos para potenciar su pútrido verdín, gritando todo tipo de horribles palabrotas para sentirme mejor, me imaginaba que aquellos muebles eran los turistas que ineludiblemente los comprarían, tomándolos erróneamente por los restos de un pasado romántico y no por lo que en realidad eran: muestras de un presente corrompido.

Mi tía abuela Maisie decía que era un milagro que hubiera encontrado un trabajo, y yo tenía la impresión de que ella lo sabía mejor que nadie; de otro modo no me habría llevado al estadio del North Hobart cuando yo tenía siete años, bajo la hermosa luz roja de finales del invierno, para ayudar milagrosamente al equipo de fútbol australiano a ganar las semifinales. Mi tía abuela roció el terreno enlodado con el agua b

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