CUANDO MEDITABA EN SILENCIO
Cuando meditaba en silencio,
repasando mis poemas, considerándolos, deteniéndome
en ellos,
un Fantasma surgió ante mí con desconfiado rostro,
terrible en belleza, edad y poderío,
el genio de los poetas del Antiguo Mundo,
que, mirándome con sus ojos como llamas,
señalando con su índice innumerables cantos
inmortales,
me dijo con voz amenazante: «¿Qué cantas tú?
¿No sabes que no existe más que un solo tema para los
bardos inmortales?
¿Y que ese es el tema de la Guerra, la fortuna de las
batallas,
la creación de soldados perfectos?».
«Así sea —le respondí entonces—,
yo también, altiva sombra, canto la guerra, una guerra
más larga y grande que cualquier otra,
sostenida en mi libro con varia fortuna, con ímpetu, con
avances y retiradas, con victorias diferidas e inciertas
(sin embargo, la victoria me parece segura, o casi segura,
al fin), con el mundo por campo de batalla.
Para la vida y la muerte, para el Cuerpo y para el Alma
eterna,
oíd, yo también he venido a cantar el canto de las batallas,
yo también, por encima de todo, aliento a bravos
soldados.
EN EL MAR, SOBRE LAS NAVES
En el mar, sobre las naves alveoladas de camarotes,
donde el azul sin límites se extiende hacia todos lados,
con silbantes vientos y la música de las olas, las grandes
e imperiosas olas;
o en alguna barca solitaria, impulsada sobre el denso mar,
que jubilosa, y llena de fe, desplegando sus velas,
hiende el aire entre la resplandeciente espuma del día,
o de noche bajo las innumerables estrellas,
tal vez seré leído por marineros jóvenes y viejos, como
un recuerdo de tierra,
en plena concordancia al fin.
«He aquí nuestros pensamientos, los pensamientos de los
que navegan;
no solo la tierra, la tierra firme aparece en este libro
—podrán decir entonces—,
también se extiende y se comba la cúpula del cielo; bajo
nuestros pies sentimos el ondulante puente,
sentimos la larga pulsación, el movimiento eterno del
flujo y del reflujo;
los misteriosos acentos invisibles, las vagas y vastas
sugerencias del mundo oceánico, las líquidas sílabas que
se derraman;
el olor, el ligero crujido del cordaje, el ritmo melancólico,
la ilimitada perspectiva, el hosco y lejano horizonte
yacen aquí,
en este poema del Océano.»
No dudes, pues, ¡oh libro! ¡Cumple tu destino!
Tú no eres solo un recuerdo de tierra;
tú, que también eres como una barca solitaria, hendiendo
el espacio, hacia un fin que ignoro, y no obstante llena
de fe.
Acompaña a cada navío que navega, ¡navega tú!;
llévales mi afecto (para vosotros, queridos marineros, lo
he encerrado en cada una de estas hojas).
¡Marcha bien, libro mío! Despliega tus blancas velas, mi
pequeña barca, sobre las olas imperiosas.
Prosigue tu cántico y tu marcha, lleva de mi parte sobre
el ilimitado azul de los mares
este canto, para todos los marineros y para todas naves.
¡POETAS DEL PORVENIR!
¡Poetas del porvenir! ¡Oradores, cantantes, músicos del
porvenir!
No es el día de hoy el que debe justificarme y explicar
quién soy.
Sois vosotros, la nueva generación, nativa, atlética,
continental, más grande que todas las conocidas.
¡Levantaos! ¡Debéis justificarme!
Yo no hago más que escribir una o dos palabras acerca
del futuro,
me adelanto un momento solo para retornar aprisa a las
tinieblas.
Soy un hombre que, pasando sin detenerse, dirige al azar
una mirada hacia vosotros y luego vuelve el rostro,
dejándoos el cuidado de examinarla y definirla,
reservándoos lo fundamental.
A VOSOTROS
Desconocidos, si al pasar me encontráis y deseáis hablarme,
¿por qué no habríais de hablarme?
¿Y por qué no habría de hablaros yo?
TÚ, LECTOR
Tú, lector, palpitante vida, orgullo y amor, lo mismo
que yo,
para ti, pues, los cantos que hay aquí.