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El viejo y la pistola

David Grann

Fragmento

cap-1

Poco antes de cumplir setenta y nueve años, Forrest Tucker salió a trabajar por última vez. Aunque seguía siendo un hombre sumamente apuesto, con ojos de un azul intenso y cabellos blancos peinados hacia atrás, su lista de achaques era cada vez más larga, entre ellos hipertensión y un par de úlceras de aquí te espero. Le habían hecho ya un cuádruple bypass y su mujer había insistido en que se instalaran en la casa de Pompano Beach, Florida, un edificio de color melocotón junto a un campo de golf, que habían comprado pensando en la jubilación. Cerca de su casa había un sitio donde comer entrecot de calidad y bailar los sábados por la noche con otros miembros de la tercera edad a 15,50 dólares por cabeza, e incluso un lago a orillas del cual Tucker podía sentarse a tocar su saxofón.

Pero aquel día de primavera de 1999, mientras sus vecinos se entretenían en el green o cuidaban de sus nietos, Tucker cogió el coche para ir a la sucursal del Republic Security Bank, en Jupiter, a unos ochenta kilómetros de su casa. Siempre cuidadoso con su aspecto, Tucker iba todo de blanco: pantalones blancos con la raya bien marcada, camisa blanca de manga corta, zapatos blancos de ante y un flamante pañuelo ascot blanco.

Se detuvo brevemente frente al cajero automático y se subió el ascot para cubrirse media cara al estilo bandido. Metió la mano en una bolsa de lona que llevaba, sacó un viejo Colt del 45 del ejército e irrumpió en el banco. Se acercó a la primera ventanilla y dijo: «Ponga el dinero encima del mostrador. Todo lo que haya».

Blandió el arma para que los allí presentes pudieran verla. El cajero que atendía la ventanilla dejó sobre el mostrador varios fajos de billetes de cinco y de veinte, que Tucker procedió a inspeccionar, no fuera que estuvieran entintados contra posibles atracos. Consultó su reloj y, dirigiéndose al siguiente cajero, le dijo: «Venga aquí. Sí, usted también».

Recogió los fajos (en total había más de cinco mil dólares) y se apresuró hacia la puerta. Antes de salir, volvió la cabeza hacia los dos cajeros. «Gracias —dijo—. Gracias.»

Condujo hasta un solar cercano donde había dejado previamente un coche «seguro», un Pontiac Grand Am rojo con el que nadie podía relacionarlo. Después de borrar las huellas del primer coche con un trapo, tiró sus pertenencias al interior del Grand Am. Entre otras cosas, había una Magnum 357, una carabina del calibre 30 con el cañón recortado, dos gorras de béisbol negras, una funda de pistola, una lata de Mace, unas esposas Smith & Wesson, dos rollos de cinta aislante negra, una placa de agente de policía, cinco pilas AAA, un escáner de la policía, un cortavidrios, guantes y un gorro de pescador. Había también un frasquito de medicamento para el corazón. Tucker puso rumbo a su casa con la clara sensación de haber salido airoso del golpe.

Tras una breve parada para contar el dinero, volvió a montar en el coche y arrancó. Ya en las cercanías del campo de golf, con los billetes pulcramente amontonados a su lado, se fijó en un coche que le seguía y torció por una calle para asegurarse. Allí estaba otra vez. Entonces reparó en un coche de la policía que arrancaba detrás de él. Pisó el acelerador a fondo e intentó despistarlos, torciendo a la izquierda, luego a la derecha, a la izquierda otra vez. Pasó frente a la iglesia baptista de Pompano Norte y dejó atrás la funeraria Kraeer y una hilera de casas rosas de una sola planta, con lanchas en el camino de entrada, hasta meterse en una calle sin salida. Al girar en redondo, vio que un coche patrulla había bloqueado la calle. Uno de los agentes, el capitán James Chinn, estaba haciendo ademán de agarrar su escopeta. Había un pequeño hueco entre el vehículo de Chinn y una cerca de madera. Tucker, abalanzado sobre el volante, hundió el pie en el acelerador. Chinn, que llevaba casi dos décadas como inspector de policía, dijo después que jamás había visto nada igual: aquel hombre de blancos cabellos que se les acercaba a toda pastilla parecía estar sonriendo, como si le divirtiera. Y luego, al derrapar el coche sobre el terraplén, Tucker perdió el control y chocó de frente con una palmera. Los airbags saltaron, inmovilizándolo contra el asiento.

La policía no daba crédito cuando comprobó que el detenido no solo tenía setenta y ocho años —según Chinn, parecía «recién salido de la oferta especial para jubilados de algún restaurante»—, sino que era uno de los más famosos atracadores del siglo XX. A lo largo de su carrera, que abarcaba más de seis décadas, se había convertido en uno de los grandes maestros de la fuga de su generación, un contorsionista capaz de escaparse de casi todos los centros penitenciarios donde había sido recluido.

Un día del año 2002 fui a entrevistarme con Tucker en un centro médico penitenciario de Fort Worth, Texas, donde estaba preso desde que se declarara culpable de cometer un robo a mano armada y fuera condenado a trece años de cárcel. El hospital, un viejo edificio de ladrillo claro y tejas rojas, estaba en lo alto de una loma y apartado de la carretera. Había guardias armados vigilando y una cerca de alambre de espino. Me entregaron una nota donde decía que no se permitían «armas de fuego», «munición» ni «herramientas cortantes», y luego me escoltaron por una serie de cámaras —antes de abrirse la siguiente puerta, se cerraba la de detrás— hasta llegar a una sala de espera desierta.

Al poco rato apareció un hombre en silla de ruedas empujado por un guardia de prisiones. El recluso llevaba puesto un mono de color marrón y una chaqueta verde con el cuello subido. Estaba todo él vencido hacia delante, como si hubiera intentado una postrera contorsión y hubiera quedado inmovilizado en escorzo. Mientras se levantaba de la silla de ruedas, dijo:

—Encantado de conocerle. Soy Forrest Tucker.

Tenía una voz agradable y un ligero acento sureño. Después de tenderme la mano avanzó lentamente hasta una mesa de madera con ayuda de un andador.

—Siento que tengamos que hablar aquí —dijo, esperando a que yo me sentara primero.

El capitán Chinn me había comentado que jamás en toda su carrera había conocido a un delincuente con tanto donaire: «Si va a verle usted, dele saludos de parte del capitán Chinn». Un miembro del jurado que lo declaró culpable comentó en una ocasión: «Hay que reconocer que el tipo tiene mucho estilo».

—Bien, ¿qué es lo que quiere saber? —me preguntó Tucker—. He pasado media vida en la cárcel, salvo cuando me fugaba. Nací en 1920 y a los quince años pisé la primera celda. Ahora tengo ochenta y uno y sigo estando preso, pero me he fugado dieciocho veces con éxito y doce sin él. Hice planes para escaparme otras muchas veces, pero no tiene sentido que le hable de ello.

Sentados en un rincón, junto a una ventana con vistas al patio, me era difícil imaginar que aquel anciano hubiera puesto cara a carteles de SE BUSCA y protagonizado fugas nocturnas. Tenía los dedos nudosos como el bambú y llevaba lentes bifocales.

—Cuando digo fugarme con éxito me refiero a burlar la reclusión —prosiguió, mirando por la ventana—. Puede que al final me cogieran, pero al menos había sido libre unos minutos.

Me mostró las cicatrices que tenía en el brazo, fruto de uno de sus intentos de fuga.

—Todavía llevo dentro un fragmento de bala —dijo—. Abrieron fuego contra mí y me dieron tres veces; en cada hombro con rifles M16, y en las piernas con postas.

Le noté la voz reseca y decidí invitarlo a un refresco. Tucker me siguió hasta la máquina expendedora que había en la sala, miró a través del cristal, sin tocarlo, y eligió una Dr. Pepper.

—Es una especie de gaseosa con sabor a cereza, ¿no?

Parecía complacido. Cuando le pasé la bebida, se quedó mirando las chocolatinas y le pregunté si quería algo más.

—Bueno, si no es mucho pedir —dijo—, una Mounds me vendría bien.

Cuando hubo terminado de comérsela, empezó a contarme lo que denominó «la verdadera historia de Forrest Tucker». Tras varias horas hablando, se notó fatigado y me propuso continuar al día siguiente. Las conversaciones que mantuvimos a lo largo de varios días tuvieron lugar en aquel mismo rincón junto a la ventana; pasado un rato, Tucker tosía un poco y yo le invitaba a un refresco. Entonces él me seguía hasta la máquina mientras el carcelero nos observaba desde lejos. Fue en la última excursión a la máquina cuando, al caérseme al suelo unas monedas, reparé en que los ojos de Tucker lo registraban todo: paredes, ventanas, el guardia, los cercados, la alambrada. No pude por menos de pensar que aquel eminente maestro de la fuga había usado mis visitas para estudiar el terreno.

—La primera vez que me fugué de la trena tenía apenas quince años —me contó Tucker—. A esa edad, corres como un conejo.

Era la primavera de 1936, y lo habían encerrado por robar un coche en Stuart, Florida, un pueblo a orillas del río St. Lucie que la Gran Depresión había dejado medio en ruinas. El chaval dijo a la policía que había cogido el coche porque le pareció «emocionante»; pero la emoción, una vez entre rejas, dio paso al pánico. Cuando el carcelero le quitó las cadenas, el joven Tucker aprovechó para salir por piernas. Varios días más tarde un ayudante del sheriff lo encontró en un huerto, comiéndose una naranja.

—Esa fue la primera fuga —dice Tucker—, si a eso se le puede llamar fuga.

El sheriff decidió trasladarlo a un reformatorio. Sin embargo, durante su breve fuga Tucker había pasado media docena de hojas de sierra para metales por la ventana de la celda a un grupo de chicos que había conocido allí dentro. «Aún no lo habían intentado y las hojas seguían en su poder», explica Tucker. Aquella noche, después de serrar un barrote, consiguió salir y ayudó a otros dos chicos a pasar por la angosta abertura.

A diferencia de los otros dos, Tucker conocía la región. De pequeño había frecuentado mucho la parte del río, y fue allí donde la policía los encontró, a él y a otro chico, una hora más tarde, metidos en el agua y asomando solo la nariz. Al día siguiente, el Daily News de Stuart glosaba sus proezas bajo el siguiente titular: «TRES FUGADOS TRAS SERRAR LOS BARROTES DE UNA CELDA. […] UN MUCHACHO LES HABÍA PROPORCIONADO SIERRAS, CORTAFRÍOS Y ESCOFINAS».

—Esa fue la número dos —dice Tucker—. Duró poco.

Como los forajidos de novela barata, que se veían empujados al bandidaje por tener la sensación de ser víctimas de la injusticia, Tucker cuenta que «la leyenda de Forrest Tucker» empezó la mañana en que lo trincaron injustamente por un hurto sin importancia. La anécdota, que él contaba a menudo siendo poco más que un niño, acabó extendiéndose por el pueblo, y a medida que pasaba el tiempo los detalles eran cada vez más floridos y el hurto menos importante. Morris Walton, que de pequeño solía jugar con él, opina que «Tucker se tiró media vida en la cárcel por robar una bicicleta e intentar escapar. La culpa de que después se volviera malo solo la tuvo el sistema».

Lo que Walton sabía sobre la infancia de Tucker parece reforzar esa impresión. El padre era un operario de maquinaria pesada que desapareció cuando Tucker tenía seis años. Como la madre trabajaba de sirvienta en casas de Miami, a Tucker lo mandaron a vivir con su abuela, que era la encargada de atender el puente de Stuart. Tucker empezó a construir canoas y barcas utilizando chapa y madera de desecho que iba acumulando en la ribera, y fue allí donde aprendió por su cuenta a tocar el saxo y el clarinete. «No necesitaba a un padre que me estuviera dando órdenes todo el día», dice Tucker.

Pero al mismo tiempo que aumentaba su fama de chico listo, fue aumentando también su historial de delitos. Con dieciséis años ya le habían presentado cargos por «allanamiento de morada» y «hurto menor». Tras escaparse del reformatorio y huir a Georgia, fue condenado a «trabajos forzados en una cadena de presos». Como se hacía con los nuevos reclusos, fue llevado a la herrería para que le ajustaran en ambos tobillos la consabida cadena de acero. El metal, poco a poco, iba incrustándose en la piel, cosa que se conocía como «envenenamiento por grilletes».

«Los guardianes te daban tres días para que fueran saliéndote callos en las manos —recuerda Tucker—, pero a partir de ahí el capataz te castigaba, con la vara o con el puño. Y a poco que remolonearas, los guardianes te llevaban al baño, te ataban las manos a la espalda y te lanzaban agua a presión a la cara con una manguera hasta que no podías respirar.»

Aunque Tucker salió en libertad a los seis meses, poco tiempo después era declarado culpable de robar otro coche y condenado a diez años de prisión. En una petición al tribunal, el que sería después su abogado escribía que Tucker era ya entonces «un hombre completamente marginado por la sociedad. Etiquetado como criminal con solo diecisiete años y sometido a procedimientos judiciales de urgencia sin contar siquiera con un abogado de oficio, Forrest Tucker estaba convirtiéndose en un joven airado». El propio Tucker afirma: «La suerte estaba echada». En fotografías de cuando salió en libertad condicional a los veinticuatro años, se le ve con el pelo muy corto y una camiseta blanca, luciendo musculatura en unos brazos que siempre habían sido delgados. La mirada es penetrante. Personas que le conocían dicen que era un joven de gran carisma —las chicas acudían a él como moscas—, pero también que sus reservas de ira no dejaban de aumentar. «Creo que tenía la imperiosa necesidad de mostrar al mundo que él era “alguien”», dice un pariente suyo.

Al principio Tucker intentó encontrar trabajo como saxofonista en orquestas de la zona de Miami, y parece ser que albergaba esperanzas de ser un nuevo Glenn Miller. Pero sus tentativas quedaron en nada, y, tras un matrimonio tan breve como fallido, abandonó el saxo y se compró una pistola.

En el imaginario norteamericano, el forajido es un hombre con un aura de romanticismo, un malo «bueno» que suele disparar muy bien, escapar siempre por los pelos y ser mujeriego. En 1915, cuando la policía preguntó al ladrón de trenes Frank Ryan por qué lo hacía, este respondió: «Malas compañías y novelas baratas. Mi héroe preferido era Jesse James».

En plena adolescencia de Tucker, y coincidiendo con la Gran Depresión, el atractivo de los ladrones de banco —alimentado por la cólera creciente ante la ejecución de préstamos e hipotecas— estaba llegando a su punto álgido. Después de que, en 1934, el FBI matara a tiros a John Dillinger, un gentío cayó sobre la escena del tirot

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