Julio Verne - Los hijos del capitán Grant (edición actualizada, ilustrada y adaptada)

Julio Verne

Fragmento

Índice

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 1

Capítulo 1

El 26 de julio de 1894, un buque con bandera inglesa llamado Duncan surcaba las aguas del canal del Norte rumbo de regreso a Glasgow, la ciudad más grande de Escocia. El yate era propiedad de lord Edward Glenarvan, uno de los hombres más respetados de esta nación, quien viajaba acompañado por su joven esposa, lady Helena, y por uno de sus primos, Mac Nabbs, mayor del ejército británico.

El viaje había transcurrido en calma hasta que el vigía señaló hacia un pez enorme que seguía el curso del buque. El capitán de la nave, un joven marino llamado John Mangles, alertó a lord Edward diciendo:

—Creo que es un tiburón de buen tamaño.

—¡Un tiburón en estos sitios! —exclamó Glenarvan, sorprendido.

—Nada tiene de particular —replicó el capitán—. Si el señor consiente en ello y lady Glenarvan quiere presenciar una pesca curiosa, podemos intentar atraparlo.

—Manos a la obra, John —le animó el dueño del barco.

Con la ayuda de un grueso trozo de tocino prendido del anzuelo, los marineros del Duncan capturaron al tiburón. Al subirlo hasta la borda, contemplaron como su ancha cabeza estaba dispuesta como un martillo doble en el extremo de un mango. Tom Austin, el segundo de abordo, se encargó de oficiar la ceremonia posterior a la pesca: es costumbre registrar con cuidado el interior de los tiburones, puesto que la gente de mar, que conoce su voracidad, siempre espera encontrar en su interior alguna sorpresa. Cuando el enorme escualo fue abierto, un objeto sólido cayó de su interior y rodó hasta los pies del propio capitán.

—¿Qué diablos será eso? —exclamó.

—Se trata de una botella —replicó Tom Austin.

—¡¿Cómo?! —exclamó lord Glenarvan—. Pues bien, Tom, haga que la laven y la lleven a la cámara de popa procurando que no se rompa. Las botellas que se encuentran en el mar suelen contener documentos preciosos.

Alrededor de una misma mesa, Edward, Helena, Mac Nabbs y John observaron la botella con atención. Todos ellos tenían algo en común: el espíritu aventurero. Y algo les decía que aquel objeto podía suponer el origen de una aventura extraordinaria. No se equivocaban. Como si fuera el anfitrión de una velada, lord Glenarvan tomó la iniciativa y destapó la botella para comprobar que su interior ocultaba algún tipo de mensaje.

—¡Contiene papeles! Solo que... parecen muy deteriorados por la humedad. Están tan pegados a las paredes de la botella que será imposible sacarlos.

—Quizá si rompiéramos nada más que el cuello de la botella —sugirió John Mangles—, podríamos sacar el documento sin echarlo a perder.

Con ayuda de un martillo, Edward dio un golpe certero para quebrar el vidrio. Los pedazos cayeron sobre la mesa, y entonces vieron varios fragmentos de papel adheridos entre sí. Lord Glenarvan los sacó con precaución, los separó y los fue colocando uno al lado de otro, mientras lady Helena, el mayor y el capitán se agrupaban en torno de él.

—Hay tres documentos distintos —afirmó Edward después de examinar los papeles con atención—, y puede que los tres sean copias del mismo documento, traducido en tres lenguas diferentes, en inglés, francés y alemán. Es lo que creo después de comparar las pocas palabras que han resistido a la acción del agua.

Durante los siguientes minutos se esforzaron por darle un sentido a aquel extraño conjunto de palabras. Al leer términos como «zozobrar», «perdido» o «socorro», comenzaron a intercambiar miradas de preocupación. Posiblemente estaban ante una desesperada llamada de auxilio, quizá escrita por el capitán de un barco naufragado.

Después de reunir los tres mensajes, traducirlos a una sola lengua y buscar el sentido más lógico, Edward se aventuró a tratar de reproducir con su pluma lo que podría haber sido el mensaje original. Y este fue el resultado:

Ninguno de los presentes se atrevió a decir ni palabra, hasta que lord Glenarvan habló con el semblante serio:

—Creo que estamos ante una catástrofe —anunció entrecruzando las manos sobre la mesa—. Puede haber vidas en juego. Llegados a este punto, tenemos que observar tres cosas: lo que sabemos, lo que sospechamos y lo que ignoramos por completo.

—¿Qué sabemos? —preguntó Helena.

—Sabemos que el 7 de junio de 1862 un buque de tres palos, el Britannia, de Glasgo

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos