Los encantos de un caballero (Nobles al desnudo 2)

S. F. Tale

Fragmento

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Prólogo

Equinoccio de primavera (1888)

—Ya debe ser grave para abrirme las puertas de tu casa, cuando siempre las tuve cerradas.

—Jacquetta.

Aquel era el recibimiento que se daban las dos hermanas después de largas décadas de separación sin intercambiar una sola palabra. La frialdad entre ellas no había hecho más que incrementarse y no lo disimulaban un ápice.

—¿Cómo está el lerdo de mi cuñado? No será por él, ¿no? —Jacquetta, la mayor, se puso tiesa como una vela ante tal posibilidad.

—No, no es por él...

—Mejor, porque de todos es sabido que no tiene remedio —dijo con sarcasmo.

Las dos hermanas se retaron con las miradas. Los odios y rencores del pasado no se habían olvidado, al contrario, estaban todavía muy enquistados. Las separaban más aún.

—Te pido que respetes a mi esposo.

—De acuerdo —asintió inmóvil—. Mas ¿has logrado respetarlo tú?

La respuesta que obtuvo fue un gesto altivo de cabeza. Como siempre no iba a salir del guión que ella había marcado.

—Tienes razón, es de urgente gravedad. Por favor, siéntate.

—Prefiero quedarme de pie, si no te importa, no vaya a ser que hayas puesto un alfiler en el tapiz del sofá.

—Jacquetta, siéntate —ordenó su hermana pequeña. Los años no habían aplacado su carácter autoritario. La obedeció.

—Tú me dirás, Nelle, que yo sepa nunca nos hemos entendido en silencio. —Se encogió de hombros y dobló el labio inferior hacia abajo—. La verdad, ni hablando tampoco.

—Es mi hija...

—¿Cuál de ellas? —Le interesó esa información. Aunque su hermana no lo sabía, había seguido los pasos de sus sobrinas de cerca sin que la viesen y sin tener la necesidad de presentarse.

—Amanda. —Jacquetta se mantuvo callada—. Está irascible, incontrolable, hay noches que no duerme si no toma láudano y solo causa problemas. ¡Ha perdido la razón! —exclamó horrorizada—. Te ordeno que la lleves contigo.

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Capítulo 1

Cinco días después

Los cascos de los caballos quebraban el reposo de Eaton Square esa medianoche en la que solo la luna parecía adueñarse de las calles de Londres y acompañaba, desde las alturas, a la bella joven que se alejaba del lugar que la vio nacer, crecer, convertirse en la mujer cuya madre no salió a la puerta a despedirla antes de emprender un viaje que la alejaba de la ciudad a oscuras, para que nadie lo supiera, así su familia no se vería en la obligación de dar incómodas explicaciones; aunque su madre, por lo que le había escuchado, se las había ingeniado para distorsionar la realidad: «Se fue a pasar unos días con un familiar», recordó con amargura. Una mentira piadosa por un bien mayor: no entorpecer las posibilidades de sus dos hermanas de encontrar un buen partido entre baile y baile.

«El tiempo muta y con ello, incluso, el modo que tenemos de medirlo. Ante esos cambios, la vida cobra diferentes colores que se fueron gestando y, de repente, los vemos claros delante de nuestras narices, la mayor parte de las veces impuestos por otras personas que deciden lo mejor para ti. Cuando crees que tu vida ya no puede transformase más, el cielo se convierte en un lienzo de oscuras sombras impredecibles; la existencia se distorsiona del mismo modo, si cabe más cruel», meditaba Amanda Wickham mientras el carruaje tomaba la calzada que la llevaría lejos de los pocos seres queridos que le quedaban, tal era el caso de Cat Blackstone, amiga de la infancia. De su hogar solo portaba gratos momentos de la niñez, pues desde hacía meses sus dos hermanas y su padre, incluido, escuchaban con pasividad a su madre, que la llamaba por detrás «loca». Así, como una paria se deshacían de ella. Las lágrimas contenidas a lo largo de ese día se fueron deslizando por sus mejillas; en cada una de ellas se desprendía un pedazo de su maltrecho corazón, roto en mil pedazos por la frialdad que su familia le había mostrado. Su propio cuerpo generaba el frío que la envolvía de pies a cabeza, provocándole ciertos espasmos a causa de los nervios que le oprimían el estómago, los costados y le cortaba el aliento. En ese instante la luna quedó oculta tras una lúgubre nube, parecía que sentía pena por aquella muchacha. Limpió rápido sus lágrimas, notando la humedad a través de las finas fibras de los guantes, para que la mujer que iba sentada frente a ella, y con la que iba a convivir, no se percatara de su dolor. Le echó un breve vistazo: alta, robusta, era rubia, del mismo tono que su propio pelo, de rostro redondo, más afable que el de su madre, que siempre mantenía un rictus severo; sus ojos color cobalto eran cordiales, no fríos como los que la habían alejado de su casa. Por el resto, las dos eran distintas.

Con la vista clavada en un Londres plagado de sombras, de edificios que desaparecían entre la negrura, con la salvedad de alguna ventana iluminada, una duda se asentó en su pecho: ¿por qué nunca había oído hablar de ella? ¿Por qué su madre nunca la había mencionado?

Percibió una mano cálida en su rodilla.

—Querida, no llores —le pidió con dulzura la mujer.

«¡Maldición! Las lágrimas siguen cayendo», se regañó a sí misma. Respiró hondo para intentar frenarlas. «No llores, no llores», cuanto más se lo repetía, más ganas tenía de expulsar todo lo que había soportado.

—No pasa nada —le respondió.

Su tía chasqueó la lengua antes de añadir:

—No te preocupes por nada, todo irá bien.

—Nada va bien.

—Cierto es, no te voy a quitar la razón, por eso no permitiré que vaya a peor. —Le garantizó con determinación.

Amanda guardó silencio, ya que nunca le habían hablado con esa decisión, tampoco quería rebatirle sus buenas intenciones, pues sabía que esa mujer no iba a solucionar nada. Mantuvo los ojos fijos en la oscuridad exterior.

—Mira, sé que no nos conocemos y seguro que lo último que esperas es que una desconocida te eche un sermón.

—Así es.

—Que sepas que cuentas con mi ayuda y te cuidaré.

—No va a poder hacer nada. —Amanda se encerraba más en sí misma, no quería escuchar nada más—. Nadie puede.

—Lo intentaré, solo debes abrir la mente para que el lugar al que vamos cale en ti. Es maravilloso, muy tranquilo, allí lograrás hallar la paz que en Londres se te ha arrebatado.

—¡Usted no sabe lo que necesito! —arremetió con toda su rabia contenida—. No quiero su conmiseración. —A saber lo que su madre le había dicho, seguro que no había escatimado en detalles.

Su tía le hizo caso omiso y continuó.

—Para muchos males no se requieren médicos ni remedios, sino cariño y comprensión, de lo que has carecido no solo en los últimos meses, sino a lo largo de tu vida.

—¿Por qué insiste? —Amanda estaba perdiendo la paciencia

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