A hierro y fuego

Rita Black

Fragmento

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Capítulo 1

—Roger, cariño, trae a Jordan para que lo vean los invitados —pidió Dottie a su esposo, haciéndose oír por sobre el ruido de la fiesta de su hijo mayor.

El hombre le dirigió una mirada de desaprobación que ella desestimó de forma automática, ya que solía ignorar sin esfuerzo las cosas que pudieran incomodarla.

A pesar del desagrado que le provocaba el que su mujer quisiera mostrar a su hijo como atracción de feria, fue por él y lo llevó ante la concurrencia. Dottie se acuclilló para quedar a la altura del niño.

—Cariño ¿podrías, por favor, decirnos las capitales de todos los países del mundo?

El chico no dijo nada, solo recorrió con la mirada a su curiosa audiencia y luego empezó a recitar, una por una, con calma y sin titubeos, las capitales de cada nación.

Las exclamaciones de asombro y los murmullos de extrañeza pronto se dejaron oír a la par de la voz del pequeño, quien detallaba su lista sin, aparentemente, ninguna emoción.

—Pero, si solo tiene cinco años —exclamó alguien.

—Tiene una memoria prodigiosa —señaló otra persona.

—Quisiera tener una cuarta parte de su retención —comentó alguien más, entre risas.

Conforme el niño avanzaba, la sonrisa de Dottie se ensanchaba y toda ella destellaba un aura de orgullo y satisfacción.

Jordan no detenía su letanía y se preguntaba por qué algo que para él era tan ordinario provocaba tanto asombro entre los amigos de su madre.

Terminó por fin y, luego de que le aplaudieron, su madre acarició su cabeza con estudiado ademán y le dijo condescendientemente:

—Gracias, cariño, ahora puedes volver a jugar.

En realidad, el chico no regresó a jugar, porque no era lo que hacía cuando lo llamaron; solamente se sentó a contemplar los globos de colores que inundaban el jardín y que se movían al vaivén de la fresca brisa de la tarde.

***

Por alguna extraña razón que no lograba desentrañar, siempre evocaba ese incidente cuando se hallaba desanimado.

Y en esa mañana gris así se sentía; sufría de depresión estacional y, en definitiva, ese clima húmedo, frío y neblinoso exacerbaba esa condición.

Los coloridos globos eran el detalle más marcado en su mente respecto de aquel día en el que, por primera vez, y pese a su corta edad, había adquirido conciencia de que no era igual a sus hermanos ni a la mayoría de los niños.

El recuerdo de la danza tranquila de los balones en el aire solía inspirarle un poco de quietud; por lo demás, las remembranzas de aquel día le parecían turbias, y no porque tuviera problemas para evocarlas, sino por cierta amargura que le provocaban.

Salió de su edificio apurando el paso. Se le había hecho tarde, algo muy extraño en él.

En la puerta se topó de bruces con un sujeto corpulento que lo miró como si fuera idiota. Él se disculpó como pudo, sin dejar de notar la figura estilizada de un águila en su antebrazo, la misma que quedó impresa con detalle en su cerebro.

Jordan se arrebujó en su abrigo y ajustó su bufanda. A pesar del inclemente clima le gustaba mucho caminar rumbo al trabajo; era uno de los pocos momentos de tranquilidad que podía gozar durante el día, pues tan pronto llegaba a la clínica, todo eran citas, consultas, diagnósticos, cirugías… y todo quedaba grabado en su mente.

—Doctor Madsen, lo espera en la sala de juntas el señor Bernard Livingston —le anunció Sara, la recepcionista, luego de saludarlo.

Jordan la miró con gesto severo.

—Lo siento mucho, doctor, sé que no tiene una cita, pero el hombre insistió.

—Está bien, Sara. Gracias. —Y se dirigió a la sala de juntas.

Recordaba a un sujeto llamado Bernard Livingston, a quien no conocía personalmente, pero de quien había escuchado hablar más de lo que hubiera deseado.

Esperaba encontrar en la sala de juntas únicamente al hombre anunciado por la recepcionista, pero se topó con él y un séquito de siete personas, quienes dejaron de parlotear en cuanto Jordan entró, con lo que la estancia quedó sumida en un silencio incómodo.

Nunca había sido muy bueno en el trato con las personas y los grupos grandes (para él, un grupo de ocho podía considerarse como tal), lo ponían de mal humor de forma automática.

Un hombre de espalda ancha y traje gris impecable se dirigió hacia él y, esbozando una sonrisa que dejaba entrever una gran seguridad en sí mismo, extendió su mano para saludarlo:

—Doctor Madsen, soy Bernard Livingston. Es un honor conocerlo.

—El gusto es mío —respondió serio, pero con amabilidad.

—Doctor, sé que es usted un hombre muy ocupado, y yo me disculpo por haber acudido sin una cita previa, pero, debo confesar que yo también tengo una agenda muy apretada y aproveché un pequeño hueco en ella para venir a verlo, ya que tenía proyectado hacerlo en los siguientes días.

El médico lo escuchó sin perder una sola palabra y luego pasó la mirada por cada uno de los demás asistentes, preguntándose qué hacían ahí.

El visitante captó la indirecta.

—Ellos son parte de mi equipo de trabajo. Tengo un nuevo proyecto, algo que, estoy seguro, a usted podría interesarle muchísimo, y estas personas son algunos de mis colaboradores más cercanos.

Los aludidos saludaron a Jordan todos a un tiempo, mientras él se limitó a brindarles una inclinación de cabeza.

«Por lo visto esta será una mañana muy larga» pensó con desgana.

—Por favor, tomen asiento —les indicó, tratando sutilmente de urgirlos a tocar el asunto que los había llevado ahí.

Livingston, agudo observador por naturaleza, escudriñaba discretamente a Jordan. Su esposa había tratado de disuadirlo de invitarlo a participar en su proyecto, argumentando que era un hombre muy ocupado, y cuando vio que eso no dio resultado, le explicó, a riesgo de que su esposo dedujera que sabía demasiado sobre él, que el doctor Madsen, contrario a lo que pudiera esperarse de un hombre como él, era muy huraño y rehuía en lo posible el trato con la sociedad, no por maldad o mal temperamento, sino por timidez.

Bernard era consciente de ello, y por eso no se sorprendió al descubrir la renuencia de Jordan en su correcta pero fría recepción.

Sin embargo, también sabía que era un hombre dotado de un espíritu caritativo, pues no solo hacía muchas cirugías y brindaba tratamientos a muy bajo costo, o en algunos casos sin cobrar un solo centavo, a pacientes cuyas condiciones económicas no les permitían acceder a ellos por sus propios medios.

Además, auspiciaba diversas asociaciones y fundaciones que apoyaban programas educativos para niños con necesidades especiales y para adolescentes con problemas de conducta.

—Iré al punto, doctor, ya que ambos tenemos muchas cosas qué hacer —empezó el señor Livingston, mientras uno de sus colaboradores le pasaba un elegante fólder oscuro, que él, a su vez, pasó a Jordan.

—Estoy trabajando en una fundación para la investigación del Alzheimer, sus causas y probables curas. Ya tenemos las instalaciones, estamos gestionando la compra de equipos y estamos reuniendo a un equipo de expertos en el ramo, desde nutriólogos, químicos, biólogos, neurólogos, siquiatras, etcétera.

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