CapÃtulo 1
Londres, Inglaterra
Julio de 1863
¿Existe un camino para llegar al corazón? El verdadero amor nunca deja de ser. No pasa, se transforma, pero no se extingue; solo crece y se magnifica hasta desbordarse del pecho y deslumbrarnos con su inmensidad.
Jørgen Johansen se reflejó con una expresión impertérrita en los ojos negros de su gran amigo, el duque de San Sebastián, e intercambiaron un gesto cómplice. De no haberlo atosigado con la cantaleta y de no haber tenido negocios con el duque de Whitestone, quien se casaba en ese momento, no habrÃa estado allÃ, en Primrose Hall, de invitado en su boda.
La boca del nórdico estaba apretada en una mueca torcida; tenÃa una ceja ligeramente levantada, y su mirada sonreÃa con ironÃa y orgullo. No se inquietaba por estar entre tanto aristócrata, por sus negocios solÃa codearse con ellos. Fue asà como llegó al duque de San Sebastián. Tomó un sorbo de licor y pasó la vista por los invitados. Era uno de los pocos que no estaban emparentados con la nobleza, pero la falta de linaje no le hacÃa trastabillar la seguridad. Era lo suficientemente alto y ancho de hombros como para lucir regio y causar la admiración de hombres y mujeres por igual. VestÃa impecable, habÃa contratado al más estirado de los ayudas de cámara que habÃan optado por el puesto.
Estaba acostumbrado a no ser invisible, pero no pasar desapercibido tenÃa sus consecuencias. Las damas caÃan derretidas ante su presencia y se imaginaban que era un conde al que no habÃan tenido la oportunidad de conocer. Cuando averiguaban que no habÃa tÃtulo de por medio, ya no querÃan retractarse y, de todos modos, intentaban lograr un acercamiento, lo que terminaba por convertirse en una aventura que los dejaba satisfechos a ambos con la más absoluta discreción.
Era serio, hermético y frÃo, pero eso jamás habÃa dejado descontenta a una dama. Los caballeros le tenÃan cierto recelo. HabÃa un halo de misterio sobre qué devastaba a una mujer cuando él se cansaba de disfrutar de sus favores. Él era indolente con el tema y trataba de ignorar la curiosidad que despertaba.
Era la primera vez que pisaba la propiedad, aunque llevaba tiempo conociendo al dueño. Se dedicó a admirar el buen gusto del espacio; los mármoles blancos brillaban de tan lustrosos y combinaban con la alfombra azul con hilos dorados. Todo el mobiliario era exquisito, a pesar de que se rumoraba que su propietario habÃa redecorado el interior dotándolo de más sobriedad que de antaño. Para él, ese sitio era en extremo lujoso y no imaginaba cómo pudo haberlo sido todavÃa más en el pasado. Tan solo la escalinata que conducÃa a los pisos nobles se le antojaba como una obra de arte por los finos detalles en oro que la adornaban. Era una de las edificaciones que no pertenecÃan a la familia real y se reconocÃa como un palacio. Estaba situada en pleno corazón de Mayfair y su exterior era uno de los más admirables que habÃa contemplado, con la piedra color mármol blanco de la fachada y con la vista de las abundantes prÃmulas amarillas y de otras tantas flores que lo embellecÃan.
El duque de San Sebastián, elegantemente vestido de negro, a juego con sus ojos oscuros, tenÃa un aire enigmático, mientras bebÃa una copa de brandy y no dejaba de conspirar cerca de su oreja. Su amigo español no era nada sutil en su intención de querer emparentar con él. El vÃnculo que los unirÃa serÃa su hermana. Lo atendió, para no perder un detalle de su apasionado discurso, alabando las virtudes de la señorita Morell y, aunque Jørgen no tenÃa intenciones de amarrarse mediante el matrimonio, por respeto trató de mostrarse interesado.
—Es ella, tal y como te lo advertÃ. Su belleza es incalculable y su alma está repleta de bondades que no pueden más que hacerte feliz —expresó su excelencia Hugo Buenaventura, duque de San Sebastián y marqués de Morell de Santa Ana, con una amplia sonrisa en el rostro para referirse a su hermana. Margarita Morell y Sequeira conversaba animadamente con la recién casada y sus demás primas, todas preciosas gemas de la estirpe Morell.
—Parece una señorita dulce —dijo para complacerlo, sin siquiera reparar en la alegrÃa del rostro femenino, su acento y los rasgos que la distinguÃan.
—¡Qué poco efusivo! ¿No te satisfacen su hermosura, su gracia? ¿Exiges más? —Hugo sà que era efusivo en todo lo que hacÃa, hasta en buscarle un pretendiente a su hermana.
—Es preciosa —dijo poniéndole más atención—, es solo que no sé hasta qué punto yo sea conveniente para una dama que tiene expectativas diferentes a la vida que yo puedo ofrecerle. ¿Has indagado si, en su lista de condiciones para un futuro esposo, ha considerado a un hombre siquiera parecido a m� De tierras lejanas, solitario y que la apartará de su familia por el tipo de vida que lleva.
—No creo que lo digas por falta de confianza en tus propios atributos. ¡Suelta de una vez las piedritas que traes atoradas en tu garganta!
—Te lo diré sin más rodeos: es preciosa y sà complace mis ojos, pero no creo que seamos compatibles.
—Y yo, que la conozco, afirmo que podrÃan ser el uno para el otro. ¿No has oÃdo que las diferencias le dan sabor a una relación?
—Tampoco quiero que mi vida se convierta en una mezcla imposible del agua y el aceite. Se ve alegre, soñadora, llena de ilusiones; no quiero amargarle la existencia o aburrirla. No tengo vocación ni paciencia para tratar a una chica como ella. Las mujeres con alma sensible que han pasado por mi lado me han culpado de arruinarles la vida. ¿Cómo se te ocurre la incomprensible idea de querer emparejarme con tu única hermana? ¿En verdad la aprecias?
—¡Hombre de poca fe! Sà lo veo a futuro, y son el uno para el otro. Es bonita; ¿qué varón no quiere una esposa a la que no se canse de admirar? Es alegre, amorosa y fiel; todos necesitamos contar con una persona asÃ, que nos levante el ánimo cuando las cosas no salen bien. Si buscas una compañera con tu misma amargura, terminarás por darte un tiro cuando comprendas que tu vida es un asco, Jørg. Margarita es tu porvenir y tu presente.
—Recuerda que no estamos haciendo negocios en este momento. Usemos la lógica y no me manipules para salirte con la tuya, valiente amigo.
—Solo me preocupo por ti; ya necesitas casarte. No sabes de lo que te estás perdiendo. Necesitas una esposa e hijos.
—¿Y para eso sacrificarás a tu candorosa hermana? —Rio por lo bajo.
—Pero si el trato es favorable para ella también. Nuestro padre murió hace muchos años; me siento en la responsabilidad de concertarle un buen compromiso. Ha llegado la hora y no lo puedo seguir dilatando. Solo hay dos hombres en cuyas manos podrÃa dejar mi joya más valiosa: mi hermano del alma, don Carlos Enrique del Alba...
—Tu amigo de La Habana. —Hugo asintió ante la frase.
—Y el otro, por supuesto, eres tú. Carlos Enrique ya está casado.
—Eso me deja como el único prospecto. ¿Estás seguro de presentarnos?
—Tienes la última palabra. —Le lanzó el desafÃo.
—Adelante, no tardemos más. —El duque ya le habÃa clavado la espinita hablándole maravillas de la muchacha. De pronto sintió deseos de conocerla, no perdÃa nada.
—Espera un poco. Debemos elegir el instante perfecto. —Rio al saberse vencedor, habÃ