No estoy pensando en el amor

Sandra Bree

Fragmento

no_estoy_pensando_en_el_amor-1

Capítulo 1

Eva, sentada en una de las sillas altas del salón, esperaba que Manolo se preparase para poder salir cuanto antes. Había estado trabajando todo el día y necesitaba tomarse unas copas, despejarse y bailar.

Disimulaba su impaciencia tras una fingida máscara de serenidad, sin darse cuenta de que sus altísimos tacones de aguja golpeaban el suelo rítmicamente.

El televisor retransmitía un importante partido de fútbol y la voz del locutor flotaba bien alto por toda la casa.

—Ya no tardo mucho en estar listo —dijo Manolo saliendo del dormitorio en calzoncillos al tiempo que se colocaba una camiseta.

Eva asintió. Lo miró de reojo intentando recordar cuándo se había enamorado de él y por qué. Manolo no llegaba al uno setenta de altura. Tenía hombros anchos y brazos muy musculosos. Era de esos tipos que van al gimnasio para hacer pesas y son incapaces de cerrar los brazos porque los bíceps le chocan con el costado. Pero además Manolo caminaba con las piernas abiertas como si hubiese perdido el caballo. ¡Si tan siquiera fuera guapo! Su pelo era lacio y fino de color castaño. Los labios delgados y la barbilla demasiado redondeada. Lo único que tenía bonitos eran unos ojos grandes y almendrados de color del caramelo. Pero uno se fijaba antes en que carecía de cuello que en sus ojos.

—Estás bonita, Eva, ¿pero no crees que llevas la falda demasiado corta?

Ella se miró las piernas y los muslos que asomaban por su estrecha minifalda negra. Cuando él la había conocido hacía dos años, vestía del mismo modo. Tenía unas piernas elegantes y torneadas y siempre que el tiempo lo permitía llevaba pantalones cortos, minifaldas, o leggins ajustados. No le contestó. Si entraba a su conversación lo más seguro era que terminase enfadándose, y ese día no tenía ganas. Además, cuando discutían siempre era ella quien acababa pidiéndole perdón solo por no escucharle.

—Venga, Manolo, vístete ya.

El hombre asintió, sin embargo llevó sus ojos castaños a la pantalla del televisor y con la boca entreabierta se quedó observando el partido.

Eva suspiró ahogando la mala leche que empezaba a viajar por cada terminación nerviosa de su cuerpo. De refilón volvió a mirarle. Las piernas de Manolo eran también musculosas y estaban llenas de pelo. En calzoncillos se veía ridículo. Y para más inri, no tenía culo. ¡Era diminuto como el de un niño! ¿Por qué ella no se había dado cuenta de ello? Con el pantalón puesto al menos lo disimulaba.

Recordó el día que se vieron por primera vez. Ella ni siquiera se había fijado en él. Al menos no se había fijado en plan «este tío me gusta», porque había sido difícil no verle entrar en aquel pub, caminando como si los hombros le pesasen una tonelada; piernas y pies abiertos a la altura de las dos menos diez y brazos como un vaquero a punto de desenfundar su arma. Iba envuelto en un aire de chulería que hizo que todas las miradas se volvieran a él. Incluida la de Eva, que pensaba que caminaba más tieso que la rodilla de un click de Famobil.

Ella salió de sus pensamientos, se pasó la mano por su larga cabellera oscura y con disimulo alzó los ojos hasta el reloj de marco dorado que colgaba en una de las paredes. Respiró hondo. Llevaba esperándolo más de media hora y Manolo seguía parado en el salón, en camiseta y calzoncillos, y con la mirada volando detrás del balón de futbol.

—Si me hubieras dicho que quedábamos tras el partido, habría venido más tarde —se atrevió a decirle tratando de que su voz sonase calmada.

—No, ya estoy acabando. —Manolo elevó el volumen de la televisión para poder seguir escuchándola desde la habitación y desapareció en ella.

Eva caminó hasta el ventanal y, apartando las cortinas, observó la calle. Estaba anocheciendo. Enfrente había un bloque de apartamentos y algunas ventanas se veían iluminadas. Ella y Manolo llevaban unos meses buscando vivienda. Habían comenzado a hacer planes para, luego, tras acomodarse, casarse. Lo malo era que ninguno de los dos se ponía de acuerdo en dónde querían vivir o cómo debía ser la casa. Eva admitía que ella era la que más pegas ponía, pero era porque Manolo tenía menos gusto que un helado de agua. A él le gustaban los pisos raros. Le había gustado uno solo porque en una de las paredes del comedor había pintado un pentagrama invertido, que según él era un símbolo de protección y verdad contra los demonios.

Si Eva le hubiese hecho caso, en aquel momento podían ser una pareja de hippies viajando en una furgoneta amarilla y escuchando a Bob Marley a todas horas.

—¿Todavía no os habéis marchado?

Eva se giró al escuchar la voz de doña Angelines, su futura suegra. La mujer no se parecía en nada a su hijo. Ni físicamente, ni de ningún otro modo. Ella era amable, divertida, le gustaba la fiesta tanto como a la flamenca del WhatsApp —comparación dicha por ella misma— y siempre que podía salía de casa para no tener que aguantar ni al marido ni a su hijo. Tenía otros dos vástagos, ambos casados. Uno era hombre, y otro, mujer. Sin lugar a dudas, y a criterio de Eva, tal vez los más normales de la familia. Si eso era posible.

El padre de Manolo era un señor bastante mayor y sordo que se pasaba casi todo el día sentado en una mecedora junto a la ventana de la cocina comiendo pipas y viendo la tele, porque doña Angelines, muy inteligente ella, le había puesto una allí para que no merodease por la casa, ni estorbase, ni la manchase.

—Manolo se está arreglando. Seguro que todavía no sabe la ropa que se va a poner.

—¡Será que no ha tenido tiempo hasta ahora! Luego dicen que somos las mujeres las que siempre llegamos tarde. —A través de las gafas que llevaba colocadas encima de la nariz echó un vistazo a la televisión y sacudió la cabeza—. Como no le quites el futbol no saldréis hasta que no acabe.

—¡No! —chilló Manolo desde la habitación, como si acabase de ser poseído—. ¡No toquéis nada!

Eva se cruzó los brazos sobre el pecho y volvió a tomar asiento en la misma silla en la que había estado antes. Doña Angelines caminó hacía el dormitorio de su hijo y se paró en la puerta.

—¿Sigues sin vestirte? Yo si fuese tu novia ya me habría marchado. Eres más lento que un desfile de cojos.

Eso es lo que Eva tenía que haber hecho. Haberse marchado de una vez. Lo que no podía entender era por qué no se movía de allí y seguía esperando como una ilusa.

Tal vez era que en ese momento sentía demasiado enojo. Ni siquiera tenía ganas, aunque sabía que debía hacerlo, de plantearse si en verdad estaba enamorada de él o había dejado de quererlo hacía tiempo. Si es que lo había hecho alguna vez. Cosa que a esas alturas dudaba mucho.

Lo que no le quedaba más remedio que aceptar era que ya no le hacía tanta ilusión lo de buscar un piso, ni lo de casarse, y a veces ni siquiera tenía ganas de verle todos los días.

—Tú no eres Eva —escuchó que decía él—. Por cierto, deberías enseñarle a que se maquille como tú. Parece una puerta de lo pintada que va.

Eva se mordió con fuerza el labio inferior y l

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos