Calor helado (Serie Castle 4)

Richard Castle

Fragmento

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Capítulo

1

 

 

 

Sí, eso es, Rook —dijo Nikki Heat—. Así me gusta. Justo así. —El sudor le bajaba a Jameson Rook por el cuello hasta el pecho jadeante. Gimió y se mordió la lengua—. No te pares, sigue. —Se inclinó sobre él situando la cara a solo unos milímetros de la suya para susurrarle—: Sí, justo así. Muy bien, con ese ritmo. Eso es. ¿Qué tal?

Rook la miró intensamente antes de entrecerrar los ojos y proferir un lamento. Después relajó los músculos y dejó caer la cabeza adelante y atrás. Nikki frunció el ceño y se enderezó.

—No puedes hacerme eso. No me puedo creer que pares.

Rook dejó las mancuernas en un tapete de goma negra junto al banco de ejercicios y dijo:

—No es que pare. —Se llenó el pecho de aire y tosió—. Es que he terminado.

—De eso nada.

—Diez repeticiones. Es lo que he hecho.

—Yo no he contado diez.

—Porque te despistas. Además, necesito esta rehabilitación. ¿Por qué iba a saltarme repeticiones?

—Pues ha habido un momento en que me he dado la vuelta y creías que no miraba.

Rook resopló y preguntó:

—¿Y estabas pendiente?

—Sí, y solo has hecho ocho.

Un socio del exclusivo gimnasio de Rook pasó por detrás de Nikki para coger unas pesas y ella intentó calcular cuántas tonterías habría escuchado de la absurda conversación que estaban manteniendo. A juzgar por la música enlatada que se escapaba de sus auriculares, lo único que aquel hombre oía mientras se miraba al espejo era a los Black Eyed Peas diciéndole que aquella iba a ser una gran noche. Nikki habría sido incapaz de decir con qué disfrutaba más aquel hombre, si con su mata de pelo recién transplantado o con la visión de sus pectorales resaltados por una camiseta de marca sin mangas.

Rook se colocó a su lado.

—Bonitas tetículas, ¿eh?

—Chis. Te va a oír.

—Lo dudo. Además, ¿de quién te crees que he aprendido la palabreja?

Míster Pezones miró a Nikki en el espejo y le guiñó un ojo. Aparentemente sorprendido porque esta no cayera automáticamente rendida a sus pies, cogió sus pesas y se dirigió a las cabinas de rayos UVA. Momentos como aquel eran la razón de que Nikki Heat prefiriera su gimnasio, un local del año de la polca en el centro de la ciudad con paredes de ladrillo pintadas, ruidosas tuberías y clientes que iban allí a trabajar y no a lucirse. Cuando el fisioterapeuta de Rook —a quien este llamaba Joe Guantánamo— anuló la sesión de la mañana porque estaba enfermo y Nikki se ofreció a ayudarle en sus ejercicios diarios de rehabilitación, había pensado que irían a su gimnasio. El problema era que también ahí había peros. Bueno, un pero: Don, su antiguo entrenador de combate cuerpo a cuerpo, un exmarine con quien Nikki tenía un pasado de forcejeos no solo en el cuadrilátero, sino también en la cama. Los días de Don como entrenador con derecho a roce habían quedado atrás, pero Rook no sabía de su existencia y Heat no veía la razón de propiciar un encuentro entre los dos.

—Bueeeno, pues no sé tú —dijo Rook secándose la cara con una toalla—, pero yo me apunto a una ducha y a un buen desayuno.

—Me parece perfecto. —Nikki le tendió las mancuernas—. En cuanto hagas otra serie.

—¿Me queda otra todavía? —Se hizo el sueco todo lo que pudo y luego cogió las pesas—. Desde luego, Joe Guantánamo será un cruce fatídico entre el marqués de Sade y Darth Vader, pero por lo menos me da un respiro de vez en cuando. Y ni siquiera tuve que salvarle la vida interceptando una bala dirigida a él.

—Uno —dijo Nikki por todo comentario.

Rook vaciló un momento y a continuación hizo su primera repetición.

—Uno.

En ese tiempo ya bromeaban sobre el tema, pero aquella noche, dos meses atrás, en la estación de gestión de residuos del muelle del río Hudson, Nikki pensó que le había perdido. El médico de urgencias le aseguró después que poco había faltado. Solo una fracción de segundo después de que hubiera neutralizado y desarmado a un policía corrupto en el almacén de gestión de residuos, su malvado socio la había disparado por sorpresa. Heat no le había visto venir, pero Rook —ay, Rook—, que se suponía que ni siquiera tenía que estar allí, había saltado y la había obligado a apartarse, recibiendo el balazo destinado a ella. Durante su carrera en el cuerpo de policía de Nueva York, primero como agente uniformada y luego como detective de homicidios, Nikki Heat había visto muchos cadáveres y a muchos hombres morir delante de ella. Aquella noche de invierno, mientras el color abandonaba el rostro de Rook y notaba su cálida sangre brotar del pecho empapándole los brazos, le pasaron por la cabeza todas las pérdidas y finales sin solución que había vivido. Jameson Rook la había salvado de la muerte, y que encima hubiera sobrevivido era poco menos que un milagro.

—Dos —dijo—. Rook, das pena.

Ya fuera, en la calle, Rook tomó aire con lentitud exagerada. Me encanta el olor de Tribeca por la mañana —dijo—. Huele... a diésel.

El sol estaba lo bastante alto en el cielo para que Nikki se quitara la sudadera y disfrutara del aire de abril acariciándole los brazos desnudos. Cuando sorprendió a Rook mirándola, dijo:

—Cuidado. Solo te faltan los implantes de pelo para convertirte en míster Pezones.

Echó a andar y pronto él caminaba a su lado.

—No puedo evitarlo. Ya sabes, cualquier momento puede convertirse en algo romántico. Lo decían en un anuncio de televisión.

—Si quieres que vaya más despacio, me avisas.

—No, voy bien.

Heat le miró de reojo. Sí parecía seguirle el ritmo sin problemas.

—¿Te acuerdas de cuando empecé a andar por el pasillo del hospital? Parecía el pato Lucas en un pase de modelos. Y ahora mírame, he recuperado mis andares de superhéroe.

Hizo una demostración corriendo hasta la esquina.

—Muy bonito. Si alguna vez necesito ayuda y Batman o el Vengador Solitario están ocupados, ya sé a quién llamar. —Cuando Rook se acercó a ella Nikki, le preguntó—: Ahora en serio, ¿estás bien? ¿No te he forzado demasiado con los ejercicios?

—Que va, estoy perfectamente. —Se pasó la punta del dedo índice por las costillas—. Solo me tira un poco cuando hago estiramientos—. Esperaron a que se pusiera verde el semáforo y añadió—: Y hablando de tirar...

Nikki le dedicó su mejor cara de inocente.

—Perdona, no te entiendo.

Se miraron el uno al otro hasta que Rook arqueó la ceja y Heat se echó a reír. Entonces Rook la cogió del brazo mientras cruzaban la calle.

—Detective, creo que si nos saltamos el desayuno aún te da tiempo a llegar al trabajo.

—¿Estás seguro de que ya puedes? Lo digo en serio, no me importa esperar. Sabes que me encanta dejar lo mejor para el final.

—Tú hazme caso, ya hemos esperado demasiado.

—Igual deberías hablar con tu médico para ver si ya estás lo bastante recuperado como para tener relaciones sexuales.

—Vaya —dijo Rook—. O sea que tú también has visto los anuncios.

En lugar de detenerse a comer algo en Kitchenette, giraron en la esquina y se dirigieron al ático de Rook cogidos del brazo y caminando cada vez más deprisa.

Una vez en el ascensor, se besaron con insistencia, apretándose el uno contra el otro, Rook con la espalda apoyada en la cabina, y de pronto era Heat quien se apoyaba en la pared. Después se separaron, resistiéndose o tal vez provocándose, o quizá un poco de las dos cosas. Tenían los ojos clavados el uno en el otro y solo apartaban momentáneamente la mirada para comprobar por qué piso iban.

Una vez dentro de la casa Rook intentó besarla de nuevo, pero Heat le esquivó y atravesó corriendo la cocina, después el vestíbulo y saltó sobre la cama, volando como un luchador deportivo y aterrizando con un rebote.

—Date prisa —dijo riendo mientras se quitaba las deportivas de una patada.

Rook apareció en el umbral de la puerta completamente desnudo. Ya a los pies de la cama, adoptó una posición teatral y dijo:

—Si he de morir, que así sea.

Entonces Heat le agarró y tiró de él hasta que estuvo encima de ella.

El calor los poseyó más allá de la cautela, más allá incluso del juego. El tiempo perdido, las emociones a flor de piel y una necesidad acuciante convergieron en un torbellino de pasión que no atendía a razones, que era puro frenesí. En cuestión de minutos toda la habitación, no solo la cama, temblaba. Las lámparas oscilaban, los libros se caían de los estantes, incluso el vaso con lápices que estaba sobre la mesilla de noche de Rook y una docena de Blackwing 602 rodaron por el suelo.

Cuando hubieron terminado se separaron, jadeantes y sonriendo.

—Sí, definitivamente ya estás preparado para tener relaciones sexuales —contestó Nikki.

Lo único que Rook acertó a decir, con la garganta seca, fue:

—Ha sido... ¡guau! —Y después añadió—: Creo que ha temblado la tierra.

Nikki rio:

—Eso, tú échate flores.

—No, creo que ha temblado de verdad. —Rook se incorporó hasta apoyarse en un codo y miró la habitación—. Me parece que ha habido un terremoto.

Para cuando Heat salió del cuarto de baño después de secarse el pelo, Rook había colocado los objetos caídos en su sitio y estaba viendo la televisión.

—En el Canal 7 dicen que ha sido un 5,8 en algo llamado la falla de Ramapo, que tiene el epicentro de Sloatsburg, del estado de Nueva York. La falla se llama así por una ciudad de Nueva Jersey y, una vez más, Nueva York se lleva la fama.

Nikki dejó su taza de café vacía en la encimera y consultó su teléfono móvil.

—Ya tengo cobertura. Ni mensajes ni avisos urgentes, al menos para mí. ¿Qué daños ha habido?

—Todavía lo están valorando. No ha habido muertos, algunos heridos por ladrillos desprendidos y esas cosas, pero hasta el momento nada gordo. Ah, y no hace falta agitar el zumo de naranja. ¿Quieres un poco?

Nikki dijo que no y se puso la pistola.

—¿Quién lo habría dicho? Un terremoto en Nueva York.

Rook la abrazó.

—El momento no ha podido ser más oportuno, desde luego.

—Va a ser difícil de mejorar.

—Supongo que tendremos que intentarlo —dijo Rook y se besaron. Sonó el teléfono de Nikki y esta se separó un poco para contestar. Sin que se lo pidiera, Rook le pasó un bolígrafo y un bloc de notas y Heat apuntó una dirección.

—Voy para allá.

—¿Sabes qué creo que deberíamos hacer hoy?

Nikki se guardó el teléfono en el bolsillo de la americana.

—Sí. Y aunque me encantaría (créeme, me encantaría), tengo que ir a trabajar.

—Irnos a Hawai.

—Muy gracioso.

—No estoy de broma. Vámonos. A Maui. Hum, Maui.

—Sabes que no puedo.

—Dame una razón.

—Tengo que investigar un asesinato.

—Nikki, si hay algo que he aprendido en el tiempo que llevamos juntos es que nunca hay que dejar que un asesinato te estropee la diversión.

—Ya me he dado cuenta de ello. ¿Y qué pasa con tu trabajo? ¿No deberías estar escribiendo un artículo para no sé qué revista? ¿Una denuncia de la corrupción en los oscuros pasillos del poder del Banco Mundial? ¿Una crónica de tu expedición con uno de los que fueron a la caza de Bin Laden? ¿Tu fin de semana en las Seychelles con Johnny Depp o Sting?

Rook meditó sobre aquellas palabras y dijo:

—Si salimos esta tarde, podríamos estar en Lahaina para el desayuno. Y no te sientas culpable. Te lo mereces, después de cuidarme durante dos meses.

Nikki le ignoró y se prendió la placa de detective en el cinturón.

—Venga ya, Nikki. ¿Cuántos asesinatos hay en esta ciudad cada año? ¿Quinientos?

—Más bien quinientos treinta.

—Vale, eso es menos que dos al día. Mira, si nos vamos hoy a Maui y estamos de vuelta en una semana te perderías, como mucho, diez asesinatos. Y además no todos caerían en tu jurisdicción.

—Estás dejando una cosa muy clara, Rook.

Este la miró, ligeramente sorprendido.

—Ah ¿sí?

—Sí. Y es que por muchos premios Pulitzer que hayas ganado, sigues teniendo el cerebro de un chico de dieciséis años.

—¿Eso es un sí?

—Dejémoslo en quince años.

Nikki volvió a besarle y a continuación le tocó las dos piernas.

—Ah, por cierto, ha merecido la pena esperar.

Y se fue a trabajar.

 

 

La escena del crimen la pillaba de camino al trabajo, de manera que, en lugar de ir hasta la comisaría 20 primero para coger un coche y luego volver, Heat se bajó del tren B una parada antes en la calle 72 y fue andando. Los artificieros habían ordenado cerrar el tráfico como medida de precaución ya en la avenida Columbus, y cuando Nikki salió del metro cerca del edificio Dakota, se encontró con un atasco de auténtica pesadilla que llegaba hasta Central Park. Cuanto antes terminara su investigación antes terminaría el suplicio de los conductores, así que apretó el paso, pero sin dejar de observarlo todo.

Como siempre que se acercaba a un cadáver, la detective Heat centró todos su pensamientos en la víctima. No hacía falta que Rook le recordara cuántos homicidios se cometían en la ciudad cada año, era su firme propósito impedir que las cifras le hicieran olvidar el valor de una vida humana. O que la acostumbraran al impacto de la muerte en amigos y seres queridos. Para ella esto no eran frases hechas o eslóganes publicitarios. Nikki había tenido ocasión de vivirlo en primera persona cuando su madre fue asesinada. Aquella pérdida no solo la había llevado a cambiar su carrera universitaria por la de justicia criminal, también la había convertido en la clase de policía que era. Diez años más tarde, el caso de su madre seguía sin estar resuelto, pero la detective continuaba firme en su defensa de cada víctima, una por una.

Al llegar a la 72 con Columbus se abrió camino entre el nudo de espectadores que se había congregado, muchos de ellos con los móviles en alto, documentando su proximidad al peligro para después jactarse de la experiencia en sus páginas de Facebook. Nikki hizo ademán de sacar su placa para enseñársela al agente de uniforme que estaba en la barrera, pero este reconoció el gesto y la saludó fraternalmente con la cabeza antes de que tuviera tiempo de hacerlo. Podía haber ido por la calzada, desierta, pero se mantuvo por la acera. Aunque ya era una poli veterana, le inquietaba la visión de una avenida del centro de Manhattan completamente cerrada en plena hora punta de la mañana. También las aceras estaban vacías, a excepción de los coches patrulla que mantenían la zona despejada. La calle 71 también estaba cerrada al paso con borriquetas y, a unas cuantas casas al oeste, había una ambulancia aparcada delante de un edificio municipal que había perdido su fachada de ladrillo en el terremoto. Nikki dejó atrás uno de los fresnos que crecían en la acera y por entre sus ramas en flor vio a cientos de mirones asomados a las ventanas y a las escaleras de incendios. Lo mismo ocurría al otro lado de la avenida Columbus. Conforme se acercaba a la escena del crimen, el ruido que hacían los distintos vehículos de emergencias convocados resonaba en un envolvente fragor en la piedra de los edificios de apartamentos.

La brigada de artificieros estaba allí con su unidad blindada aparcada en el carril central de la avenida. Por si hacía falta detonar alguna cosa. Pero desde casi veinte metros de distancia Heat supo, por el lenguaje corporal, que los servicios de emergencia ya habían descartado ese peligro. Por encima de los techos de las furgonetas y de los coches de policía atisbó a su amiga Lauren Parry caminando alrededor de la puerta trasera de la puerta de carga abierta de un camión de transporte. Iba vestida con el mono de médico forense. Después se agachó y Nikki la perdió de vista.

Raley y Ochoa, de su brigada, se separaron de un hombre negro de mediana edad con gorra de lana y anorak verde al que habían estado interrogando junto al coche de bomberos número 40 y fueron a su encuentro.

—Detective Heat.

—Detectives Roach —dijo Nikki, empleando el apodo amistoso que contraía los nombres de Raley y Ochoa en una sola y cómoda sílaba.

—Supongo que habrás llegado sin problemas —dijo Raley, y no era una pregunta, puesto que no esperaba que Heat pudiera tener problemas con algo así.

—No, mi línea de metro funciona, pero he oído que están inspeccionando la N y la R en el tramo que pasa por debajo del río.

—Igual que la Q desde Brooklyn —dijo Ochoa—. Yo la he cogido justo antes, en cambio en Times Square la situación era surrealista. Como una película de Godzilla, con gente corriendo y chillando como loca.

—¿Tú lo has notado? —preguntó Raley.

Nikki revivió el momento en su cerebro y dijo:

—Sí, claro. —Intentando parecer despreocupada.

—¿Qué estabas haciendo cuando pasó?

—Gimnasia.

No era del todo mentira. Ladeó la cabeza señalando a la unidad acorazada de los artificieros.

—¿Qué tenemos aquí y a qué se debe el despliegue de heavy metal?

—Por lo visto la cosa ha empezado con un paquete sospechoso. —Ochoa fue hasta la primera página de su bloc de notas—. Un repartidor de alimentos congelados... Es ese de allí...

—... El de la chaqueta verde —añadió su compañero completando el habitual dueto.

—Abrió la puerta de atrás del camión para sacar unas alitas de pollo y unas hamburguesas para la deli esta de aquí. —Hizo un pausa para que Nikki pudiera echar un vistazo al escaparate de All in Bun, donde un trío de cocineros con pantalones y delantales de cuadros estaban apoyados en el mostrador haciendo tiempo hasta la hora del cierre—. Apartó un cartón y se encontró con que había una maleta entre las cajas.

—Y supongo que la campaña del Departamento de Seguridad Nacional de «Si ves algo sospechoso, dilo» está funcionando —continuó Raley—. Así que el tipo salió pitando y llamó al 911.

—Los servicios de emergencia se ponen en marcha y mandan al amigo Robocop a ver qué pasa. —El detective Ochoa invitó a Heat a seguirlo dejando atrás el robot de control remoto de la brigada de artificieros—. El robot olisquea un poco, hace una foto y nada, negativo. Ni rastro de explosivos. Pero, bueno, el artificiero llevaba puesto el traje, así que (con toda la cautela del mundo) abrió el cierre y se encontró con que dentro de la maleta había un cadáver.

Unos pocos metros a su espalda Nikki oyó al detective Feller.

—Por eso yo nunca facturo. Lo de facturar es muerte segura.

Nikki volvió la cabeza y vio la sorpresa en la cara del detective mientras que los dos policías uniformados que constituían su audiencia reían. Había estado hablando en voz baja, pero no lo bastante. Feller se puso aún más colorado cuando Nikki dejó a Raley y Ochoa para ir a hablar con él. Los agentes de uniforme también desaparecieron, dejándolos a solas.

—Oye, lo siento. —Y trató de arreglarlo con un amago de sonrisa y una carcajada disimulada que a Nikki siempre le recordaba al actor John Candy—. Me parece que eso no tenías que haberlo oído.

—Ni yo ni nadie. —Hablaba con tan calma, con tal dominio de sí misma y sin delatar sentimiento alguno que alguien que hubiera pasado por allí habría pensado que no eran más que dos detectives intercambiando observaciones—. Echa un vistazo, Randy. Más seria no puede ser la cosa. Esto es la escena de un crimen, miescena del crimen, y no el club de la comedia.

El detective asintió.

—Sí, ya sé que me he pasado.

—Otra vez —apuntó Nikki. Randall Feller, eterno payaso de la clase, tenía la fea costumbre de hacer el indio en las escenas de un crimen. Era una costumbre fea en un por lo demás excelente detective, quien, junto con Rook, había resultado herido salvándole la vida en aquel muelle. El humor negrísimo de Feller tal vez resultara apropiado en los años que pasó en la División de Operaciones Especiales, patrullando toda la noche de incógnito al volante de un taxi en el mundo machote y sin ley de la Asociación de Taxistas de Nueva York, pero no en la brigada que dirigía Nikki Heat. Por lo menos no dentro de la zona precintada. Aquella no era la primera conversación que mantenían sobre el tema desde que Feller había sido trasladado a su unidad de homicidios después de recibir el alta médica.

—Lo sé, lo sé. Es que me sale sin pensar. —Nikki sabía que lo decía de verdad y que no tenía sentido insistir—. La próxima vez lo pensaré pero no lo diré, lo prometo.

Heat asintió ligeramente con la cabeza y siguió su camino hasta el camión de reparto. Desde la acera, una vez situada frente a la puerta, tuvo que inclinar la cabeza hacia atrás para ver a Lauren Parry, acuclillada sobre la cámara frigorífica. Las pilas de cajas de cartón situadas más al fondo sudaban por efecto de la condensación, algunas hasta tenían incrustados brillantes cristales de hielo en los laterales. Incluso con el motor de la cámara de refrigeración apagado, Heat notó una bofetada de aire frío en la cara. A la altura de la rodilla de Lauren, una maleta rígida de color azul grisáceo estaba abierta con la tapa doblada hacia arriba, lo que impedía a Nikki ver su contenido. Dijo:

—Buenos días, doctora Parry.

Su amiga se giró para mirarla y sonrió. Entonces dijo:

—Eh, detective Heat.

Esta se fijó en que su aliento formaba nubecillas de vapor.

—Me parece que tenemos un caso complicado.

—¿Y cuándo no?

La forense movió la cabeza de un lado a otro sopesando el comentario y pensando que estaba de acuerdo con él.

—¿Te cuento lo más importante?

—Estaría muy bien, para empezar. —Nikki sacó su cuaderno de notas, delgado y de espiral, como los que usan los reporteros; encajaba a la perfección en el bolsillo de su americana.

—Mujer sin identificar. Sin documentación, cartera ni joyas. Edad aproximada: sesenta y pocos años.

—¿Causa de la muerte? —preguntó Heat.

Los ojos de Lauren Parry abandonaron su carpeta y se posaron en su amiga.

—¿Por qué sabía que esa iba a ser tu siguiente pregunta? —Miró el interior de la maleta y prosiguió—: Todo lo que te diga es provisional.

—¿Por qué sabía que esa iba a ser tu respuesta? —la imitó Nikki.

La forense sonrió de nuevo y de las aletas de su nariz salieron pequeños hilos de vapor.

—¿Por qué no subes y te enseño lo que me he encontrado?

La detective Heat se puso unos guantes y trepó por la rampa de metal desde la calzada al interior de la parte trasera del camión. Cuando estuvo dentro, su vista se detuvo por un momento en la maleta y al hacerlo sus dientes entrechocaron de frío. Lo atribuyó al cambio de clima..., a cambiar una suave mañana de abril por un frío propio de enero dentro de la cámara frigorífica...

Decidió no pensar en el frío.

Lauren se puso de pie para hacer sitio a Nikki, de manera que pudiera echar un vistazo al cadáver.

—Ya veo lo que querías decir —dijo esta.

El cuerpo de la mujer estaba congelado. Cristales de hielo como los de las cajas de carne picada de buey, pollo y palitos de pescado brillaban en su rostro. Vestida con un traje de chaqueta gris claro, había sido colocada en posición fetal y encajada dentro de la maleta, donde yacía de lado. Lauren hizo un gesto con el capuchón de su bolígrafo hacia la mancha de sangre escarchada que cubría la parte trasera del traje.

—Todo apunta a que esa fue la causa de la muerte. Es una perforación importante hecha lateralmente en la parte posterior del tórax. A juzgar por la cantidad de sangre, el cuchillo penetró entre las costillas y alcanzó el corazón. —Heat tuvo esa incómoda sensación de déjà vu que la asaltaba cada vez que veía una de aquellas heridas. Sin embargo no hizo comentario alguno y se limitó a asentir y a cruzar los brazos para combatir la carne de gallina, causada sin duda por la refrigeración a pesar de la americana—. Como está congelada no puedo darte mi informe preliminar de siempre. Ni siquiera puedo estirarle los brazos y las piernas para buscar otras heridas, traumatismos, indicios de defensa propia, rígor mortis, etcétera. Podré hacerlo, claro, pero ahora mismo no.

Nikki siguió con la vista fija en la mujer acuchillada y dijo:

—Supongo que hasta será complicado determinar la hora de la muerte.

—Eso desde luego, pero no te preocupes. Cuando me ponga a trabajar con ella en el laboratorio podré hacerme una idea —dijo la forense. Y a continuación añadió—: Suponiendo que no tenga que volver aquí por algo relacionado con el terremoto.

—Por lo que he oído, son casi todos heridos leves y pacientes ambulatorios.

—Me alegro —dijo Lauren—. ¿Estás bien?

—Muy bien. Es que no me esperaba que iba a necesitar un jersey hoy.

—Supongo que yo estoy más acostumbrada al frío —Lauren le quitó el capuchón al bolígrafo—. ¿Te importa si tomo algunas notas mientras tú te pones con lo tuyo?

Parry y Heat habían trabajado juntas en suficientes casos como para conocer las costumbres y las necesidades de cada una. Por ejemplo, Lauren sabía que en toda escena del crimen lo primero que Nikki hacía siempre era inspeccionarla desde todos los ángulos posibles con lo que ella llamaba «ojos de principiante». A su entender, el problema de los detectives veteranos era que, después de años y años de casos, incluso los mejores caían víctimas de la costumbre y perdían frescura. Por paradójico que pareciera, la experiencia actuaba en su contra y embotaba sus dotes de observación. Si alguien le pregunta a un trabajador de una refinería si no le molesta el mal olor, dirá: «¿Qué olor?». Pero la detective Heat recordaba a la perfección sus sensaciones en los primeros homicidios que había investigado. Cómo se fijó en todo y después siguió buscando. Cómo cada pedazo de información era potencialmente importante. Nada debía pasarse por alto. La experiencia del asesinato de su madre le permitía adoptar un enfoque empático en la escena de un crimen, pero además es que estaba convencida de que había que mantener dicho enfoque siempre fresco y no convertirlo en un mero ritual. Como a menudo recordaba a los miembros de su brigada, la clave es estar atento al momento y a lo que se está percibiendo.

Sus ojos le decían que lo más probable era que el camión no fuera la escena del crimen. Tras recorrer el reducido espacio de la cámara frigorífica e iluminar con su linterna Stinger el suelo entre las cajas y las paredes, no encontró salpicaduras de sangre. Más tarde, cuando se hubieran llevado el cuerpo, la policía científica descargaría todas las cajas para realizar una inspección a fondo, pero Nikki estaba convencida de que la maleta había llegado allí con la víctima dentro y, posiblemente, ya muerta. La hora de la muerte y los tiempos de carga y descarga del camión ayudarían a confirmar su hipótesis. Aclarado esto, centró su atención en la víctima.

El cálculo de la forense Parry sobre la edad, sesenta y tantos años, parecía correcto. Llevaba el pelo favorecedoramente corto y apropiado para una mujer de negocios de esa edad y, a juzgar por las raíces que empezaban a revelar algo de gris y castaño en la raya, el color rubio miel, con leves mechas caramelo, indicaba dos cosas. En primer lugar que era una mujer con una posición económica desahogada que se preocupaba de su pelo lo suficiente como para pagar a un profesional para que se lo cortara y tiñera. En segundo lugar que, a pesar de ello, llevaba tiempo sin pasar por la peluquería. «¿Qué se lo habrá impedido?», escribió Nikki en su libreta. Las ropas también desprendían buen gusto. Talla pequeña. Compradas en unos grandes almacenes, pero de los caros. La blusa era de temporada y el traje gris era de una lana ligera y de corte funcional. Nikki tuvo la sensación de que no era tan caro como de buena calidad. No era el uniforme de una mujer que sale a almorzar, sino el de una que organiza almuerzos. Se acuclilló para estudiar la única mano que resultaba visible. Estaba parcialmente cerrada y metida debajo de la barbilla, de manera que no podía verla entera, pero lo que veía contaba una historia. Eran manos que habían trabajado, fuertes sin ser musculosas, tampoco estropeadas por el exceso de tareas manuales. Los delgados dedos tenían esa fuerza que se encuentra en los tenistas y entusiastas del fitness. Reparó en una pequeña cicatriz en uno de los lados de la muñeca que parecía ser de hacía años, quizá incluso décadas. Se puso de pie y volvió a mirar a la mujer. Su cuerpo encajaba con el perfil de una corredora o una ciclista. Escribió una nota para acordarse de llevar su foto a gimnasios, a la asociación de corredores de Nueva York, a tiendas de bicicletas. Después volvió a agacharse para examinar una rozadura de tierra marrón oscura en la rodillera de los pantalones, que podría revelar algo sobre sus últimos momentos con vida. Lo apuntó también y a continuación se desplazó para mirar de cerca la herida de cuchillo. Confirmando su hipótesis de que había llegado muerta al camión, la mancha de sangre congelada formaba un amplio charco, como si se hubiera desangrado boca abajo. El ancho de la mancha indicaba un gran volumen y sin embargo no había demasiada sangre en el forro de la maleta, a excepción de manchas de abrasión en la tapa. Nikki iluminó con la linterna el punto donde la espalda de la víctima se encontraba con la bisagra interior de la maleta y vio solo manchas similares, sin indicios de hemorragia. Aquí, una vez más, cuando la sacaran, tendrían información más precisa, pero Heat iba haciéndose a la idea de que el asesinato se había perpetrado no solo fuera del camión, sino de la maleta.

Un indicador añadido sería buscar sangre en las bisagras y costuras de la maleta. Con cuidado de no tocar nada se arrodilló, apoyándose en el suelo de la cámara frigorífica para mantener el equilibrio, e inclinó la cabeza hasta casi tocar el suelo con una ceja. A continuación, despacio y metódicamente, recorrió con la luz de la linterna el borde inferior de la maleta de derecha a izquierda. Cuando la luz alcanzó la esquina izquierda dio un respingo. La visión se le volvió borrosa y de repente sintió vértigo. La linterna se le deslizó de la mano y cayó al suelo, junto a ella. Lauren dijo:

—Nikki, ¿estás bien?

En aquel momento era incapaz de decir nada. Notó unas manos que la cogían. Lauren le levantó la cabeza del suelo. Un par de técnicos en emergencias empezaron a subir la rampa, pero para entonces Nikki se había recuperado lo suficiente para sentarse y hacerles un gesto para que se marcharan.

—No, no. Estoy bien. No pasa nada. —Lauren se agachó a la altura de sus ojos para examinarla—. De verdad, estoy bien —dijo Nikki.

Pero a ojos de su amiga, su cara decía otra cosa bien distinta.

—Me has asustado, Nik. Me ha parecido que estabas en estado de shock o algo así.

Heat sacó las piernas fuera del camión y dejó que colgaran. Raley y Ochoa se acercaron, seguidos de Feller. Ochoa dijo:

—¿Qué pasa, detective? Tienes cara de haber visto un fantasma.

Nikki se estremeció, esta vez no por la refrigeración. Se giró para mirar a su espalda, a la maleta, y después se volvió despacio hacia los demás.

—Nikki —dijo Lauren—, ¿qué pasa?

—La maleta —tragó con fuerza— lleva mis iniciales.

Los detectives y la forense se miraron, perplejos. Por fin Raley dijo:

—No lo entiendo. ¿Cómo puede llevar esa maleta tus iniciales?

—Porque las grabé cuando era pequeña. —Los veía procesar la información, pero tardaban demasiado tiempo—. Esa maleta era de mi madre —añadió—. Su asesino la robó la noche en que murió.

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Capítulo

2

 

 

 

Nikki Heat entró en el espacio diáfano que hacía las veces de despacho del Departamento de Homicidios de la comisaría 20 con un paso decidido que dejaba pocas dudas a los detectives que se esforzaban por seguirle el ritmo de que se había recuperado, y de sobra, de la sorpresa de su descubrimiento.

—Reunión a las diez —les dijo a los miembros de su brigada mientras cruzaba la puerta. De camino a su mesa añadió—: Detective Ochoa, manda los datos de la mujer sin identificar con disparo en la cabeza a Personas Desaparecidas. Y ya de paso, incluye a los cuerpos de policía de Westchester, Long Island, Nueva Jersey y Faifield County. Detective Raley, limpia la pizarra blanca esa y saca otra más para que podamos trabajar con las dos a la vez. —Apartó un montón de papeles con mensajes y limpió el polvo procedente de los paneles de aislamiento acústico del techo que el terremoto de 5.8 había hecho caer como si fueran copos de nieve en su escritorio. Después tecleó en su ordenador y envió un correo a Lauren Parry, del Departamento Forense, con el mismo mensaje que le había dado de palabra quince minutos antes en la escena del crimen, a saber, que la interrumpiera en cuanto tuviera alguna información, por nimia que fuera, sobre el caso.

Nada más enviarlo, una taza de café apareció como por ensalmo sobre su calendario de sobremesa. Se giró en la silla y se encontró con el detective Feller enfrente.

—En vez de flores, acepta esto como disculpa por mi metedura de pata de esta mañana. Grande, con tres toques de avellana, si no me equivoco, ¿es así?

En realidad el café que Nikki bebía era grande, con leche desnatada y dos dosis de vainilla light, pero se limitó a decir:

—Más o menos —entendía que Feller quería hacer méritos, pero en aquel momento le preocupaban cosas más importantes que las modalidades de café—. Gracias y olvidemos el tema, ¿de acuerdo?

—No volverá a ocurrir.

En cuanto Feller se alejó, Nikki dejó la taza templada en una esquina de la mesa junto a los mensajes sin leer y empezó a hacer una lista de cosas por hacer en un bloc. Cuando había llenado un tercio de la página, escribió «refuerzos» y se detuvo. Eso requeriría aprobación de su superior, un escollo al que no le hacía ilusión enfrentarse. Escudriñó las oficinas hasta el despacho acristalado del capitán, que daba a la zona donde trabajaba la brigada de Heat. El cristal también permitía que la brigada viera el interior del despacho, lo que creaba un efecto a escala real similar al de aquella película, Noche en el museo. El capitán Irons estaba dentro de la vitrina colgando su chaqueta en una percha. Heat sabía que a continuación iniciaría su ritual diario de remeterse la camisa blanca del uniforme, y de hecho lo hizo, como siempre intentando contener el michelín que le sobresalía por encima del cinturón.

—Perdone, capitán —dijo Heat ya en la puerta del despacho de este—. ¿Tiene un minuto?

Siempre atento a las formas, Wallace Wally Irons hizo una pausa antes de invitarla a entrar, como si estuviera buscando una razón para no hacerlo pero no encontrara ninguna. No le pidió que se sentara y a Nikki no le importó. Cada vez que se sentaba frente a la mesa de Irons no podía evitar recordar al hombre maravilloso que la había ocupado hasta que lo mataron y Irons, un burócrata, fue nombrado para reemplazarlo. El capitán Irons no era el capitán Montrose y Heat estaba segura de que ambos eran conscientes de ello.

Para hacer la situación todavía más incómoda, los altos cargos de Departamento de Policía de Nueva York le habían ofrecido a Heat el puesto de Wally Irons después de que aprobara los exámenes de teniente con honores. Pero Heat se había desencantado con lo peor de la política administrativa que rodeó todo el proceso. Le hizo darse cuenta de cuánto echaría de menos las calles, así que no solo declinó quedarse con el puesto de Wally, sino que también rechazó la condecoración. Sin embargo, el hecho de que había estado a un pelo de ocupar el otro lado de aquella mesa hacía más que evidente la tácita fricción entre la detective y su superior. Tal y como ella lo veía, Irons era un burócrata superviviente más concentrado en su carrera que en hacer justicia, alguien a quien constantemente tenía que puentear y superar en inteligencia para conseguir hacer su trabajo. Para Irons, Heat era parte del pacto fáustico que había firmado. Era una detective de increíble valía cuyo historial de resolución de casos le daba un aspecto de lo más lucido a las estadísticas que Irons tenía que presentar en la sede central, pero lo cierto es que su competencia también lo dejaba en evidencia. En suma, que Nikki Heat era para Irons un recordatorio diario de todo lo que él mismo no era. Ochoa le había contado hacía poco a Nikki que había oído a Irons susurrarle al detective Hinesburg en la cocina: «Trabajar con Heat es como tener un equipo de fútbol con dos entrenadores». Nikki le había quitado importancia y le había recordado a Ochoa que no le interesaban los cotilleos. Además, aquello era algo que ya sabía sin necesidad de que se lo contaran. No hacía falta ser un detective genial para darse cuenta de que la situación era absurda. Vamos, que hasta Irons podía darse cuenta.

—Dicen que has hecho todo un descubrimiento esta mañana —dijo Irons, y parecía menos interesado en el descubrimiento en sí que en su red de informadores.

Nikki se limitó a exponerle el caso a grandes rasgos, describiéndolo como un homicidio múltiple que debía ser tratado como prioritario y que, sobre todo, requería de refuerzos desde el principio. El capitán levantó las manos con las palmas hacia ella.

—Eh, un momento, no tan deprisa. Entiendo tu interés personal por asignarle a este caso código rojo, pero esos recursos extra habrá que justificarlos de alguna manera.

—Capitán, conoce las cifras que manejo. Nunca me excedo con las horas extras y...

—¿Cómo que horas extras? —Negó con la cabeza—. ¿Así que no estamos hablando solo de traer agentes y detectives de otras brigadas, también de horas extras para tu equipo? ¡Madre mía...!

—Sería dinero bien empleado.

—Eso es fácil de decir. No sabes lo que es estar en este puesto. —Se dio cuenta del jardín en el que se estaba metiendo y dio marcha atrás—. Vamos, que para ti es fácil decirlo.

—Capitán, esto es muy gordo. Por primera vez en diez años tengo una pista nueva sobre el asesinato de mi madre. —Nikki había aprendido a nunca dar por sentadas las pocas luces del capitán, así que se lo explicó palabra por palabra—. La maleta robada es un vínculo directo entre los dos casos y estoy convencida de que si puedo encontrar al asesino de esta mujer sin identificar, también encontraré al de mi madre.

La expresión de Irons se suavizó y adoptó una mueca pastosa que quería ser compasiva.

—Mira, ya sé que este caso tiene muchas implicaciones personales para ti.

—Eso no puedo negarlo, señor, pero le aseguro que lo investigaré con el rigor de siempre y con independencia de...

—¡Toc toc! —La detective Hinesburg estaba apoyada en el quicio de la puerta—. ¿Es un mal momento?

El capitán Irons le sonrió radiante y después se volvió de mala gana hacia Nikki, a quien brindó una mirada seria mientras le decía:

—Detective Heat, dejemos esta conversación para más tarde.

—Pero bastaría con un sencillo sí.

Irons rio.

—Tenacidad no le falta, eso desde luego. Pero aún no me ha convencido y ahora mismo tengo a la detective Hinesburg en mi agenda —dijo, e hizo un gesto en su calendario de mesa que zanjó la cuestión.

Al parecer, pensó Heat, ahora Hinesburg se dedicaba a concertar citas formales para su labor de peloteo. Al salir del despacho pasó junto a ella, la detective con peor rendimiento de toda su brigada.

—Reunión en tres minutos, Sharon.

La puerta de cristal se cerró suavemente detrás de ella y escuchó risas ahogadas.

Se guardó la irritación que sentía en el bolsillo. Nikki era demasiado profesional para dejarse succionar por aquellas arenas movedizas y estaba demasiado centrada en las implicaciones de la pista recién descubierta como para permitir que unos agentes de tres al cuarto la distrajeran de su misión. Raley había terminado de colocar las dos pizarras blancas de gran tamaño en un gran ángulo formando una uve contra la pared de ladrillo blanco y Nikki se puso a trabajar de inmediato, preparando primero la dedicada a la mujer sin identificar. En la esquina superior izquierda pegó fotografías a color de 20 x 25 de la víctima tomadas desde distintos ángulos: un primer plano de la cara, una vista lateral de la cabeza, un plano aéreo del cuerpo en posición fetal dentro de la maleta y otro detallado de la herida de arma blanca. Junto a estas, colocó fotografías del camión de reparto tomadas desde cinco ángulos: delantero, trasero, laterales y uno aéreo que le había pedido al fotógrafo de la policía científica que sacara desde una escalera de incendios. En Nueva York la gente tenía la costumbre de mirar lo que ocurría en la calle desde sus apartamentos y oficinas. La vista aérea del tráiler del camión, incluidas las explícitas pintadas, muy bien podría haber llamado la atención de algún observador y ayudarles a reconstruir el itinerario del vehículo. Cualquier información de esa clase, por insignificante que fuera, podría aclarar cómo y cuándo llegó la maleta al camión. O quién la metió.

Una salva de aplausos la obligó a girarse. Jameson Rook había entrado en las oficinas por primera vez desde que resultara herido salvándole la vida a Nikki, y la brigada en pleno se puso en pie para felicitarle. La intensidad de los aplausos creció conforme agentes de uniforme, de paisano y detectives de otras brigadas de la comisaría se congregaban en la puerta detrás de Rook y se unían a la ovación. Este parecía sorprendido y miró a Nikki, claramente conmovido por aquella espontánea bienvenida colectiva. Como si la mañana no hubiera sido ya lo bastante emotiva, Nikki se descubrió a sí misma conmovida ante aquella recepción, pues sabía lo que un gesto así significaba procedente de la fraternidad de policías, que no se distinguen precisamente por sus demostraciones de afecto.

Cuando los aplausos se apagaron, Rook se frotó un ojo, tragó saliva, sonrió a los presentes y dijo:

—¿Así es como recibís a todo el que os trae café? —Durante las risas fue hasta Nikki y le alargó un vaso de papel—. Aquí tienes. Café grande con leche desnatada y dos toques de vainilla light.

—Perfecto —dijo Nikki y en cuanto hubo pronunciado esa palabra, la cara de Randall Feller apareció detrás de la del detective Ochoa con expresión ofendida.

Rook reparó en el grupo de gente que seguía allí reunida mirándole.

—Supongo que debería decir unas palabras.

—Si no hay más remedio... —dijo el detective Raley provocando nuevas carcajadas.

—Ahora sí que no os libráis. Pero seré breve... —Hizo un gesto hacia las pizarras de Heat—. He oído que hay casos nuevos en los que trabajar y no quiero retrasaros.

—Demasiado tarde —dijo Nikki, pero estaba sonriendo y los dos rieron.

—Supongo que «gracias» es todo lo que tengo que decir. Gracias por las muestras de apoyo, las tarjetas, las flores.... Aunque no me habría importado una enfermera picarona.

—Siempre que no tuviera demasiados pelos en la espalda —dijo Ochoa.

Rook continuó:

—Y lo diré por última vez: gracias a los detectives Raley y Ochoa, los Roach. Gracias por dar sangre para mi transfusión aquella noche. Supongo que eso quiere decir que oficialmente...

—... ¡Dais grima! —gritó el detective Rhymer, que se había acercado desde Robos.

—No tienes que agradecerme nada, tío —dijo Ochoa—. ¿Sabes lo que tienes ahora, Rook? Superpoderes. Tienes la sangre de los Roach.

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